martes, 26 de julio de 2011

LA CLASE SOCIAL DE LOS SANTOS por Vinceç Navarro

La Iglesia Católica, a lo largo de sus veinte siglos de existencia, ha canonizado a numerosos santos. En teoría, su objetivo es establecer modelos de vida para los creyentes católicos. Son individuos ejemplares que deberían inspirar a los feligreses de la Iglesia.
Pero el estudio de a quién se nombra santo, cuándo, cómo y por qué, dice mucho sobre tal institución y sus intereses. Esto se ve en el artículo “La santidad romana católica y el estatus social: un estudio estadístico y analítico”, publicado por dos historiadores de la Universidad de Rochester (EEUU), Katherine y Charles H. George, en la revista The Journal of Religion. Los investigadores analizaron la clase social de los 2.494 santos sobre los cuales existe suficiente biografía publicada.
Ciertamente hay problemas metodológicos importantes cuando se intenta comparar clase social o estatus a lo largo de la historia desde el establecimiento de la Iglesia católica. Pero los autores del artículo hacen un trabajo creíble y riguroso, señalando en cada época aquellos sectores de la población que correspondían a las clases altas (nobleza en la época feudal y burguesía en la época capitalista, por ejemplo), a la clase media y a las clases populares de estatus bajos. Y encontraron que la gran mayoría (1.950 del total de 2.494, es decir, un 78%) pertenecía a la clase alta; 422 (un 17%) de estatus medio, y sólo 122 (un 5%) procedían de las clases populares.
La clase alta constituía sólo el 5% de la población de los países estudiados; la clase media, 10-15%; y la clase popular, el 80 al 85%. Los seres ejemplares para la Iglesia católica eran, pues, en su mayoría, personajes de las clases dirigentes, a pesar del famoso dicho de Jesús: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos”.
Naturalmente, no todas las clases dirigentes en la historia de los últimos 20 siglos eran las más ricas, pero sí es razonable asumir que, si no lo eran, al menos estaban a su servicio.
Lo más interesante es ver la composición social de los santos según el siglo en que fueron nombrados. Sólo en siglo I los santos pertenecientes a los estatus altos no son mayoría. Las personas de estatus medio y popular tenían más posibilidades de ser nombrados santos. A partir del siglo II, el dominio de santos entre las clases altas es casi absoluto, y alcanza su máxima expresión en la Edad Media, cuando la Iglesia adquirió más poder y riqueza. La santidad estaba relacionada frecuentemente con la donación de riquezas a la Iglesia, hasta el punto de que familias enteras eran nombradas santas. Así, el noble Dagobert fue nombrado santo, con su madre, su abuela y sus cuatro hijos. El noble Dagobert y sus familiares donaron todas sus propiedades, al morirse, a la Iglesia.
Este dominio de santos de clase alta disminuyó algo en los siglos XVIII, XIX y XX, cuando aparecieron santos del sector medio, que la Iglesia quería captar. Pero los santos de clases populares continuaron siendo una minoría.
En España, además del estatus, ha sido determinante, para conceder santidad, su ubicación en las coordenadas del poder. Así, el nombramiento de santo a Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, es un indicador claro

(Artículo publicado por Vicenç Navarro en el diario PÚBLICO, 21 de julio de 2011)

domingo, 17 de julio de 2011

DOLOR Y FE - por gabriel andrade

Existe una creencia muy arraigada entre vastos sectores de creyentes cristianos que hace suya la idea de que Dios se complace en con el sufrimiento del ser humano en una suerte de purificación, prueba o tributo de esta dolencia física o espiritual en pos de una ratificación y crecimiento de la fe en Él y todo lo que esto connota.
Ante una desgracia se escucha entonces ideas fuerza como “es la voluntad de Dios”; “así lo ha deteminado Él”; “Dios sabrá por qué lo ha permitido” y resuenan fuerte palabras como, “aceptación”; “sacrificio”, “resignación”, etc.
No faltan quienes -con la mejor buena voluntad- ven en este sufrimiento una especie de estigma emparentado con la pasión de Jesús y la distinción del doliente de ser ofrenda de quien sabe qué altar en tributo a Dios.
Los hay incluso a los que en un extremo de misticismo dejan la solución del problema en manos de la providencia, a la fuerza de esta fe sacramentada o de un determinismo misterioso de la voluntad del Creador.
Nada de todo esto está más alejado de una fe madura y responsable que -aunque sin quererlo y libre de toda culpa- cae en graves desviaciones de nuestra fe tentando a Dios, tomando su Santo Nombre en vano, e incumpliendo con el deber de cuidar la creación; en especial si se trata de nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo donde late Cristo por la gracia del bautismo y es sagrario en la eucaristía.
En vez de utilizar positivamente el dolor y elaborarlo creativamente -al mismo tiempo que asumiéndose sujetos del propio destino se busca una salida- se hunden en la esperanza inmobilista de aguardar lo que en realidad tienen que salir a buscar.
Para echar luz sobre este tema propongo ir a las fuentes: la voluntad de Dios transmitida progresivamente en la Biblia y su plenitud en Jesús de Nazaret.


Un Dios terrorífico

Leemos en el Génesis (22; 1-19) cómo Dios exige una prueba terrorífica a Abraham consistente en sacrificar a su niño Isaac ofreciéndoselo en holocausto (quemándolo totalmente). Abraham obedece fielmente hasta que al final un ángel desde el cielo le gritó que la prueba estaba superada y que suspendiera la ejecución. Finalmente Abraham sacrificaría un cordero que este Dios habría dispuesto para la ocasión.
La prueba no podía ser más cruel. Abraham y Sara eran ya longevos y estériles e Isaac su único hijo. Y el detalle del infinito sufrimiento de Abraham -ya que el final le era desconocido- adorna la historia con ribetes de sadismo.
Pero como todo texto de la Biblia, sin el marco histórico este relato es fácilmente desvirtuado en su enseñanza. Hoy en día no existe biblista que afirme que el relato corresponda a un hecho histórico.
En la época del relato los israelitas vivían rodeados por los pueblos vecinos como los cananeos, amonitas, maobitas, edomitas; todos practicantes de sacrificios humanos, que solían matar a sus niños para tributarles a los dioses para que éstos terminaran las sequías, el hambre o determinaran el éxito en una guerra. La idea de que la voluntad de los dioses estaba por encima de la felicidad humana justificaba todo, incluso el infanticidio agravado por el vínculo.
En el 1200 aC, cuando los israelitas llegaron a Canaán, entraron en contactos con estos ritos macabros y muchos cayeron en la tentación de imitarlos. Si ofrendaban a Dios mucho, obtendrían de Él mucho; ¡enorme muestra de fe en Dios!...
Lo cierto es que la revelación progresiva de Yahvé a los israelitas les hizo ver que su Dios ama la vida -especialmente la de los niños- y no la muerte.
Lo que se concluye del relato, es que la enseñanza a dar por el texto es que Dios no quiere sacrificios humanos y -en esa etapa de la revelación- tolera el de animales.
A raíz de esto el Levítico (18; 22 / 20; 2-5) prohíbe el sacrificio de niños, condenando a muerte a quien lo haga; lo que constituyó un avance religioso y cultural.
Pero a lo largo de la historia, personajes importantes (Jefté, Salomón, Ajaz, Manasés, Jiei, etc.) recayeron una y otra vez en esta tentación. De nada sirvieron las condenas de profetas como Miqueas (6; 7), Jeremías (7; 31), Ezequiel (20; 31).
Finalmente, un autor judío al que los biblistas llaman “Elohísta”, a fin de dar mayor autoridad a esta prohibición, compuso la historia del sacrificio de Isaac, para remontar a Abraham (1800 aC) una revelación que había sido dada al pueblo de Israel a lo largo de los siglos posteriores. Con esto, Abraham, que también vivió en Canaán, se vio tentado en inmolar a su hijo pero Dios se lo impidió y en su lugar sacrificó un cordero, que fue lo que terminó haciendo el pueblo de Israel.
El Dios de Abraham no era en absoluto cruel y despiadado como los otros dioses. Este Dios enseñó a Abraham y a su pueblo el respeto total a la vida y la dignidad de cada persona, que no se podían violar ni en su Nombre.
A pesar de la humanización producida en la sociedad a través de los siglos, aun se conserva hasta nuestros días esta idea del sacrificio por el sacrificio mismo sin beneficio alguno para otros. Así encontramos a creyentes que con toda buena fe ayunan sin destinar el alimento privado al hambriento, o quienes hacen abstinencia de carne ingiriendo opulentas comidas a base de pescados y verduras acompañadas con abundante vino... Todo enmarcado en una idea de una especie de burocracia divina destinada a cobrar tributo para sacar de la indiferencia a un Dios distraído y hasta un poquito sádico, que sabiendo de nuestras necesidades -incluso las más urgentes y graves- mira para otro lado. Otro tanto sucede con el cumplimiento de los preceptos eclesiales en quienes los toman casi como una obligación fiscal destinados a asegurarse una vacante en la casa de este Padre legalista, implacable y severo.


Un Dios que atormenta

Si existe un personaje impiadosamente atormentado por Dios en toda la Biblia ese es el desgraciado de Job.
Si bien este buen hombre tiene fama de paciente (especialmente entre los que no han leído su libro), nadie nunca insultó tanto a Dios como Job hasta su conversión.
Empecemos puntualizando que Job jamás existió, sino que su historia trata de una leyenda (uno de los tantos géneros literarios de la biblia) compuesta para dejar una enseñanza con respecto al dolor dirigida a los fieles de aquella época.
Por aquellos tiempos, los judíos creían que con la muerte se terminaba su existencia. Por lo tanto, Dios debía premiar a los buenos seres humanos en vida y castigar a los malos. Es lo que enseñan los Proverbios (11; 3-8 / 19; 16) y los Salmos (37; 1-9 / 49; 6-18). Pero la cruda realidad cotidiana contradecía esto.
Para explicarlo recurrieron a la primitiva idea de que se les podía castigar intergeneracionalmente por el mal realizado por algún miembro de su familia, en especial los padres, como lo menciona, por ejemplo, el Éxodo (20; 5-6 / 34; 7); el Deuteronomio (5; 9) o Números (14; 18).
Igual funcionaba para aquellos injustos e infieles que se los veía con beneficios y prosperidades y se los atribuía a supuestos mérito sus ancestros.
Pero alrededor del siglo VII aC el país atravesó por circunstancias muy difíciles y esta explicación no alcanzaba a conformar al pueblo creyente con lo que se empezó a cuestionar la injusticia que significaba que los hijos paguen en herencia por los padres. Hizo punta entonces el profeta Jeremías (620 aC) cuestionando al mismísimo Dios esta actitud (12; 1).
Cuando en el 587 aC la ciudad de Jerusalén fue destruída y saqueada, los teólogos se convencieron que no podía ser voluntad de Dios semejante catástrofe. Aparece entonces el profeta Ezequiel que inspirado por Dios predica que cada uno es castigado por sus propios pecados y premiado por sus buenas acciones (12;14-23 / 18; 1-20), con lo que se abandona para siempre la responsabilidad intergeneracional.
Pero la cruda realidad seguía allí y seguían existiendo mala gente próspera y con gran bienestar y fieles a Dios para los que la vida les era una dura carga.
Así fue como en el siglo V aC -para cubrir esta aparente injusticia por parte de un Dios que sólo tenía la vida terrena para castigar o premiar- el “ala progresista” de los rabí de Israel escribió el libro de Job tomado de una leyenda popular que narra que un hombre bueno y justo es atormentado por Dios y sin embargo no se rebela contra su voluntad. En compensación, al final del relato, Dios le devuelve el doble de lo que le había quitado. Querían mostrar un Dios que “prueba” al ser humano pero que al final de la existencia lo recompensa con sobras.
Pero este Job era tan irreal que se tornaba inimitable y para nada didáctico.
Fue entonces cuando los autores del libro deciden hacer hablar a Job quejándose del dolor y las injusticias. Así se partió la leyenda original en dos: un prólogo (cap 1-2) y un epílogo (cap 42) y en el medio insertaron toda una serie de lamentos, reproches, imprecaciones, rebeldías y antagonismos con Dios (cap 3-41).
En esta parte nueva, los autores hacen aparecer a tres amigos que tratan de consolarlos tributando a la teología de la resignación. Job los tolera por siete días pero finalmente estalla con todo su furor haciéndose reconociblemente realista.
Los amigos quieren convencerlo de que “algo habrá hecho” para que Dios lo castigue (¿nos suena conocido?...) y Job los tilda de “charlatanes”, “médicos matasanos” y que “sólo muestran inteligencia cuando callan”; y a sus enseñanzas como “recetas inservibles”, “fórmulas de porquería”, en una clara toma de posición de los autores del libro contra esa teología de la resignación. Job realmente no arremete de forma tan violenta contra el verdadero Dios, sino contra esa imagen del Dios castigador de sus hijos. Para Job, ese dios es “malvado, una fiera, un triturador de cráneos, gozador del sufrimiento ajeno, ser caprichoso, sordo a la oración de nadie, aliado a los malvados”... En el colmo de su ira llega a negar sus cualidades principales: “bondad, santidad, sabiduría y justicia”. Jamás nadie se atrevió a tanto.
Después de nueve virulentos discursos el diálogo se agota sin definición alguna. Los autores saben que de Dios no proviene ninguna prueba ni castigo pero no tienen la solución a las razonables quejas de Job. La resurrección no es todavía concebida y Dios ha sido desafiado y desautorizado como tal. Por lo tanto, zanjan la cuestión haciendo aparecer al verdadero Dios con una larga serie de preguntas sobre los secretos más ininteligibles de la naturaleza y el universo que sólo el misterio de Dios puede conocer. De esta forma, si bien no desentrañan el problema del sufrimiento en el mundo por parte de los justos, deshace la idea teológica del dolor como consecuencia del pecado, agregando a Job la sentencia de que nadie debe pedirle explicación de su obrar en el mundo reservándose el juicio y desautorizando a los tres personajes defensores de la antigua teología.
Así, el libro resultaba ser un texto violento, anticonformista y provocativo pero pobre e insuficiente en cuanto a explicaciones al problema.
Fue entonces cuando nuevos autores incluyeron la presencia de un cuarto personaje (cap 32-37) que resaltan el valor positivo del dolor y que forma parte de la pedagogía divina, con lo que quedó por el momento cerrado el tema hasta donde la inspiración divina permitió a los autores responder en su tiempo.
La conclusión a la que nos quiere llevar el relato es que no por pecador el hombre sufre ya que los justos también pueden sufrir como de hecho sucede, y que los motivos sólo Dios los sabe y pertenecen al misterio divino.
Más adelante otros nuevos autores agregarían la idea de que el sufrimiento posee un valor salvífico y que sirve para purificar y santificar a los seres humanos; lo cual, también es incorrecto como lo anunciaría todo el Nuevo Testamento.
Faltan unos cuatro siglos para que un nazareno irrumpa con toda su fuerza de vida y dé las respuestas finales en la plenitud de la revelación de Dios.


Un Dios que ama la vida de toda su creación

Hacia el año 27 Palestina estaba dominada por el mayor imperio jamás conocido; su rey Herodes Antipas tanto como su alto clero estaban de rodillas al servicio de Roma -tanto que eran elegidos por ésta para controlar al pueblo- con una gran masa de éste oprimido por el hambre, la indignidad y la injusticia. La “pax romana” era impuesta por la sangre de la espada y la paz basada en la justicia del “Malkuta Yahvé” (Reino de Dios) era una esperanza demasiada demorada.
Pero por los caminos de Galilea se alzaba la voz de un profeta que iba predicando que la justicia del Reino de Dios irrumpía en la historia con toda su compasión, misericordia y fuerza. Ya no se refería a Dios como Yavhé sino que su proximidad lo hacía llamarlo “Abba” (papi). Él hablaba de un Dios Padre bueno y bondadoso que ama a sus criaturas por encima de cualquier norma social, política, económica o religiosa; un Dios que no se complace en preceptos dogmáticos por encima de la igual dignidad de todos sus hijos, un Dios de la vida plena para todos.
Ese Dios es el que manda su Mesías para llevar vida en abundancia para todos. Ese Abba es el que irrumpe en la historia encarnado en un pobre, de un poblado despreciado, en un país tiranizado para plenificar su revelación de vida.
Su ungido es Jesús de Nazaret. Su misión es predicar el amor en la justicia de Dios.

Entre el pesado equipaje de su misión, Jesús carga XVIII siglos en que los libros del Antiguo Testamento muestran a un Dios implacable con sus preceptos y mandamientos y que no vacila en castigar a quien le es infiel y hasta azota sin razones aparentes. En buena parte del sentido común de la época es Él el que ocasiona los males en el mundo a voluntad. Destruye Sodoma (Gn. 19; 24); petrifica a la esposa de Lot (Gn. 19; 26); vuelve estéril a Raquel (Gn. 30; 1-2); hace nacer tartamudo a Moisés (Ex. 4; 10-12); mata a los primogénitos de los egipcios (Ex. 12; 29-30) y luego los ahoga en el Mar Rojo (Ex. 14; 26-29); provoca miles de muertes con las derrotas militares de los israelitas (Jos. 7; 2-15 / Jc. 2; 14-15); mata al hijo de David por pecados del padre (2º Sam. 12; 15); causa desastrosas consecuencias en vidas con la división del reino de Israel (1º Rey. 11; 9-11); ciega a los arameos en Dotán causando miles de bajas (2º Rey. 6; 18-20).
Pero además es responsable de los males naturales: Yavhé envió serpientes venenosas que mordieron a los israelitas en el desierto (Num. 21; 6); provocó un terremoto que mató a los que se revelaron contra Moisés (Num. 16; 31-32); mandó la peste contra Israel en la que murieron 70000 hombres (2º Sam. 24; 15); provocó mortales sequías durante tres años en el país (1º Rey. 17; 1).
El libro de Isaías lo responzabiliza de todo bien o mal claramente (Is. 44; 7); el de Oseas (6; 1) o incluso algunos Salmos (88; 16-17).
Alguien calculó en más de dos millones las muertes responsabilizadas a Dios en el Antiguo Testamento que lo hacen un dios impiadoso, cruel y sanguinario que descarga su “ira” contra su propio pueblo.

En la época de Jesús se lee cómo los enfermos no eran solamente personas a las que les faltaba la salud sino “impuros”, castigados por el designio de Yavhé y dignos de discriminación, indignidad y desprecio.
Jesús entonces entra en la historia privilegiando a los humillados y ofendidos de su pueblo; a los últimos, a los desamparados, a los descartados por la religión. Y empieza a curar como signo del Reino de Dios y en nombre de Dios. Reanima a tres muertos imponiendo el símbolo de la vida. Desautoriza definitivamente la creencia de las enfermedades como castigos intergeneracionales (Jn. 9; 1); puntualiza que ningún accidente es querido por Dios (Lc. 13; 4-5).
Enseña que Dios no manda males a nadie, ni como castigo ni como prueba; ni a justos ni a pecadores ya que “hace salir el sol para todos y llover sobre todos” (Mt. 5; 45). Jesús da vida plena en nombre de Dios y enseña que de Dios procede sólo lo bueno que hay en la vida porque es Dios quien ama profundamente al ser humano y a toda la creación ¡Esta sí que es una Buena Nueva!
Después de siglos de oscurantismo, el Yavhé severo de antes se presenta en Jesús como un Abba bueno, miseridordioso, solidario en el dolor y que señala en Jesús la igual dignidad de todos. Todos son Hijos e Hijas de Dios. A todos los ama y bendice.
Jesús no explicó de dónde vienen los males, pero sí de dónde no vienen: de Dios.

Faltarían largos siglos para que la ciencia vaya desentrañando las leyes casuísticas de la naturaleza y corra -y siga corriendo- el velo de tanta superstición revestida de castigo divino. La creación tiene sus leyes físicas en constante descubrimiento, incluyendo los mecanismos de la vida terrena en base a la cadena de carbono con su inigualable propiedad de formar moléculas infinitamente complejas que en su evolución conformó al ser humano. Es un mecanismo de nuestro mundo en el que todo lo vivo nace, crece, alcanza su mayor desarrollo para después degradarse hasta morir y formar nueva vida en un infinito círculo maravilloso. Y en este camino por la vida, Dios acompaña al ser humano desde el don de la fe al que sufre, como lo relata Mateo (10; 29) poniendo en boca de Jesús aquello de que “ni un pajarito cae por tierra sin el Padre (sin que esté a su lado el Padre)”; mal traducido como “sin que el Padre lo permita”.

Dios está allí y acompaña en las pruebas que pone toda existencia sin intervenir directamente. Dios dotó al hombre del don maravilloso de la libertad y éste es permanentemente convocado al ejercicio pleno y responsable de la misma. La primera respuesta a la consabida pregunta sobre qué hace Dios ante cualquier tipo de sufrimiento o injusticia es la conocida contestación inmediata de que nos hizo a cada uno de nosotros y nos dotó de inteligencia y voluntad. Está en nuestra medida comprometernos con el mandato existencial de construirnos la mejor vida posible, como construir un mundo mejor, haciendo uso y cargo de esa libertad, para nosotros y para todos.
Dios -que actúa regularmente sólo a través de sus hijos a partir del ejercicio de la libertad concedida- está definitivamente ausente del mundo en forma directa y mágica. “Nada sólido intelectual y existencialmente se puede edificar mientras la ausencia de Dios no se haya afrontado, comprendido a partir del Evangelio y aceptado”, en palabras del eminente sacerdote y teólogo católico François Varone.
El Dios del amor proclamado por Jesús de Nazareth quedaría en una posición algo sádica y hasta integralmente perversa si, sabiendo de nuestras necesidades y penurias, (si estando dentro de su mecánica de relación con los hombres y mujeres producto de su creación la intervención directa y milagrosa en la historia suspendiendo las leyes naturales que Él mismo creó) esperara en forma distraída y casi indiferente nuestros pedidos de salud, trabajo, dinero o amor. Más aun, cuando muchos de estos pedidos -aun los más nobles- nunca encuentran satisfacción. ¿Qué clase de Padre es nuestro Dios que nos haría esto? Definitivamente no es éste el Dios que nos presenta Jesús y en el que maduramente deberíamos creer.
Creemos en un Dios a quien lo único coherentemente que le podemos pedir es que nos incremente la fe, haciéndonos cargo de nuestra respuesta para asumirla y hacerla centro de nuestra vida. Este es el Dios de la fe, bien distinto al dios de la religión, que con sus ministros “expertos” mal administran la religiosidad natural que tiene todo ser humano, y que con sus preceptos y ritos -incluida la parte componente de oración sin acción- pretende sacarlo de su supuesta indiferencia.

Millones de muertes son causadas a diario a causa del mal uso que se hace de la libertad por Dios concedida al ser humano y que es respetada totalmente. Y no sólo el mal uso de la libertad de aquellos que provocan la muerte de otros a causa de una codicia y apropiación desmedida de las riquezas de la creación a costa de millones que nada tienen y son tan herederos de estos bienes como aquellos.
Existe una grave irresponsabilidad sobre la libertad dada por Dios al maltratar el propio cuerpo y el propio espíritu en una fe desviada que violenta las leyes puestas por Dios en la creación y que pone mágicamente en manos del Creador una responsabilidad que es sólo nuestra, hecho tal muchas veces alentado por los “profesionales de las religiones” (más si se erigen como “curas sanadores”) que alientan una solución tan interior como mágica con un discurso lineal y efectista acompañado con ritos más o menos circenses. La realidad siempre resulta ser mucho más compleja para los que están enfermos o para los que tienen hambre, y así luego reaparecen estos problemas ya que las causas de estos sufrimientos continúan. De persistir con esta actitud por el sufriente, esto se transforma en una “patología de lo religioso”; que anestesia los problemas reales obstruyendo la posibilidad de una solución aceptable, ya que anula a la persona como sujeto de su propia vida natural, transformándose en objeto manejable de una supuesta fatalidad cósmica y divina y transformando la fe en un fetiche.
Una de las tentaciones en el desierto a Jesús fue que violentara las leyes naturales de la vida terrena: “tírate desde la cima del Templo hacia abajo. Dios ordenará a sus ángeles que te lleven para que tus pies no tropiecen. Jesús replicó: dice la Escritura: no tentarás al Señor tu Dios” (Mt. 3; 5-7). ¿Cuántas interpretaciones le pueden caber a un pasaje tan claro en cuanto a enseñanzas en boca del mismísimo Jesús?
El dejar nuestras dificultades “en manos de Dios” sin hacer lo nuestro, escondiéndonos en una fe fatalista, por más sacramentada que ésta sea, no deja de ser una grave desviación al pretender “tentar a Dios” al tiempo que estamos incumpliendo el segundo mandamiento al tomar el Santo Nombre de Dios en vano.
Otro tanto sucede al querer mimetizar el sufrimiento por cuestiones naturales a toda existencia (enfermedad, accidentes, catástrofes naturales) con la pasión de Jesús. Jesús no estaba enfermo, ni sufrió un accidente cotidiano, ni lo alcanzó un rayo. A Jesús lo asesinaron por predicar la justicia del Reino de Dios que amenazaba el (des)orden político económico social de Roma y el religioso del Templo. Jesús no se dejó estar en una cuestión natural de la vida ni buscó directa o indirectamente su muerte. Jesús fue martirizado como tantos que lo fueron después por defender su Causa. El martirio nos lo imponen, no se busca. Lo contrario tiene otro nombre: suicidio. Dios no quería la muerte de Jesús pero sí su fidelidad a la Causa del Reino y esto trajo como consecuencia el accionar criminal del antirreino.
Querer comparar una fe fatalista de una supuesta redención a partir de un padecimiento natural con un martirio por la fe y acción en la Causa del Reino de Dios es como comparar la inocencia de un niño de dos años al romper un objeto con el lavado de manos de Poncio Pilatos.

En todo caso lo que nos pone a prueba es la vida que nos provocamos, los amigos que elegimos, las parejas que nos buscamos, los vecinos que nos encontramos, los trabajos que nos conseguimos, las circunstancias que nos vienen, las debilidades que tenemos, las idioteces que hacemos, las torturas que nos infligimos, las culpas que creamos, las opciones de vida que tomamos.
Dios no prueba nada porque sabe de antemano lo que somos: “Nadie cuando se vea probado diga: es Dios quien me prueba. Porque Dios ni es probado por el mal, ni prueba a nadie. Cada uno es probado por sus propias pasiones que lo atraen y seducen” (Santiago 1; 13-15).
Dios ni ahorca ni aprieta. Dios es el Dios de la vida, no de la muerte (Mc. 12; 27). Dios “no dispone que nos enfermemos” sino que nos enfermamos por las inevitables causas naturales a las complejas interacciones de nuestro mundo. No nos morimos porque así lo determinó Dios, sino por estas mismas leyes de la vida corpórea que mencionamos. Dios nos entrega la vida y nos acompaña en esta dimensión de tiempo espacio para que vayamos construyendo la vida eterna. Conforme vayamos sumando años -quien pueda sumarlos- tenemos la responsabilidad de ir procurando esta vida en abundancia para nosotros y para los demás junto a toda la creación.
Es una ofensa al Padre pensar que nuestro Dios gusta provocarnos sufrimientos para afirmar su grandeza a costa de nuestra felicidad; que nos infringe dificultades para confirmar lo que ya sabe que vamos a hacer; que nos tienta para que caigamos y debamos humillarnos suplicando nos devuelva el bien perdido. Jamás puede entrar en la voluntad de Dios algo que nos haga sufrir. En lo particular, tendría razones de sobras para ser ateo de un dios así.
El amor conque Dios nos asiste es el que, aceptado, nos puede hacer más suave el peso del sufrimiento conque nos puede golpear toda existencia y hacernos reponer para seguir construyendo esa vida en abundancia a la que nos invita Jesús.
Que el Dios de la vida entre en la dimensión de cada quien para llenarlos de felicidad, transitar este paso con la mayor dignidad y plenificar la existencia.
Como siempre, esto depende de cada uno.

Bibliografía de consulta:

Biblia Latinoamericana – Ediciones Paulinas
¿Dónde está tu Dios? – Consejo Pontificio para la Lectura (San Pablo – 2006)
¿Prueba Dios con el sufrimiento? – Ariel Álvarez Valdez (San Pablo – 2001)
Ciencia y espiritualidad – Leonardo Boff (Servicios Koinonia)
El Dios ausente – François Varone (Sal Terrae - 1987)
El Dios “sádico” – François Varone (Sal Terrae - 1989)
El ser social, el ser moral y el misterio. - Justo Laguna (Tiempo de Ideas – 1993)
Enigmas de la Biblia 3 – Ariel Álvarez Valdez (San Pablo – 2005)
Enigmas de la Religión – Rubem Alvez (1975)
La indiferencia de Dios – Thierry de Beaucé (Editorial Andrés Bello – 1995)