miércoles, 25 de julio de 2012

CIENCIA Y FE por gabriel andrade

Hace unos dos años, uno de los físicos más eminentes del mundo, Stephen Hawking, dice en su libro más reciente, "El gran diseño", que las nuevas teorías dejan en claro que el fenómeno conocido como el Big Bang (la explosión que dio origen al Universo) fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física y no un voluntarismo de eso que llamamos Dios. Y algo de razón  puede que tenga.

Lo cierto es que el Dios literal de la Biblia, especialmente las concepciones del Antiguo Testamento -y más si a cosmología se refiere- simplemente no existe.
La idea de un dios personal es la de un período primitivo de la revelación y está formulado de forma ignorante. Se trata de un concepto antropomórfico (dios asociado a características físicas y sicológicas humanas; con enojos, rencores, celos, venganzas, arrepentimientos y, por supuesto, su sexo masculino) implican un estado larvado del conocimiento científico, tal cual se encontraban los autores inspirados de hace por lo menos 3800 años, tal la antigüedad del Génesis.
Como no podemos inter­venir a gusto en la naturaleza, la humanidad creó esta idea de que la administra un dios intervencionista con características benevolente que nos escucha e influye en nuestro destino, cuando en realidad -como humanidad- tenemos el maravilloso don de la libertad para construir nuestro futuro. Esta era una idea que ha estado ayudada por buena parte de los “profesionales de la fe” de las distintas religiones que generalmente administran pésimamente mal la religiosidad natural que todo ser humano tiene; muchas veces, como narcótico social para justificar y hacer perdurar un status quo de orden social, político y económico injusto. Todo esto no tiene sentido. Ni teológico, ni científico.


Dios y el universo
En rigor importa decir que ningún científico o matemático puede asegurar que Dios exista o que no exista. Técnicamente, es una posición ag­nóstica, no se tiene certidumbres sobre su existencia o su inexis­tencia. ¿Por qué? Porque no se conocen pruebas de la existencia de Dios, pero, sabiendo lo que se sabe sobre el universo, tampoco se puede estar seguro de que Dios (como una inteligencia máxima) no exista.
Es admitido por la ciencia que todo lo que nos rodea tiene una explicación. Lo “sobrenatural” no existe. Existe lo natural de lo que no sabemos su explicación.
Las cosas se rigen por leyes universales, absolutas y eternas, omnipotentes, omnipresentes y omniscientes. Esas sí son los atributos del Dios que puede o no existir y que corresponden a las leyes del universo. Eso ocurre por razones que, dadas las disposiciones de las cosas (o voluntad divina), se hacen naturales, no sobrenaturales. Las leyes del universo tienen esos atributos porque ésa es su naturaleza. Son absolutas porque no dependen de nada, afectan a los estados físicos pero éstos no las afectan. Son eternas porque no cambian con el tiempo, eran las mismas en el pasado y sin duda lo seguirán siendo en el futuro. Son omnipotentes porque nada se les escapa, ejercen su fuerza en todo lo que existe. Son omnipresentes porque se encuentran en cual­quier parte del universo, no hay unas leyes que se aplican aquí y otras diferentes que se aplican allá. Y son omniscientes por­que ejercen automáticamente su fuerza, no necesitan que lo sistemas las informen de su existencia.
¿Pero quien creó esas leyes? ¿De dónde vienen?
El origen de las leyes del universo constituye un gran misterio.
Y es verdad que esas leyes tienen todos los atributos que normalmente le otorgamos al Dios que concibe la fe madura.
Existe un determinado número de propiedades del universo que impiden afirmar rotundamente que el Dios de la fe madura no exista.
«Sutil es el Señor, pero no malicioso. La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astu­cia», en palabras de Einstein. Esa es la forma en que los misterios más profundos se mantienen habilidosamente ocultos. Por más que la ciencia intente llegar al meollo de un enigma, descubrimos que existe siempre una barrera sutil que nos impide desvelarlo por completo.

En astrofísica, el punto Alfa es el comienzo del universo; y el punto Omega es el fin. El Alfa y el Omega, el principio y el fin, el nacimiento y la muerte del universo.
Ahora, ¿por qué razón el universo tiene que tener un principio y un fin? ¿Cuál es el obstáculo para que el universo sea eterno? ¿Podría ser eterno?; un universo de duración infinita, un universo que siempre ha existido y siempre existirá.
¿Cómo se posiciona la fe en un Dios creador ante esta hipótesis?
¿Tiene la fe articulada por la institución iglesia algo que ver con esto?
La cuestión del principio y del fin del universo no es una cuestión exclusiva­mente científica, es un problema también teológico. Siendo una cuestión esencial, bordea ya las fronteras de la física, hasta asomarse en el terreno de la metafísica.
¿Ha habido o no ha habido Creación? Basándonos en lo que está escrito en la Biblia, la religión siempre ha preconi­zado un principio y un fin, un génesis y un apocalipsis, un Alfa y un Omega.
Según ­cuenta el Antiguo Testamento, Dios creó el universo mediante una explosión primordial de luz. Aunque ésta sigue siendo la explicación esencial para las religiones judía, cristiana y musulmana, la verdad es que la ciencia la ha cuestionado con vehemencia. La Biblia no es un texto científico.
La tesis del universo eterno pasó a ser la ex­plicación más aceptada a partir de las teorías de Copérnico, Galileo y después Newton. Sin embargo, en el siglo XIX se hizo un descubrimiento de gran importancia, uno de los mayores descubrimientos jamás efectuados por la cien­cia, una revelación que puso en entredicho la idea de la edad in­finita del universo: la Segunda Ley de la Termodinámica. Lo que esta ecuación nos plantea es que la variación de la entropía del universo es siempre mayor que cero. La for­muló Rudolf Julius Emmanuel Clausius en 1861. Clausius ya había for­mulado la ley de la conservación de la energía, afirmando que la energía del universo es una constante eterna, nunca puede ser creada ni destruida, sólo transformada. Después decidió propo­ner el concepto de entropía, que abarca todas las formas de ener­gía y la temperatura, creyendo que ella también sería una constante eterna. Si el universo era eterno, la energía tendría que ser eterna; y la entropía, también. Pero cuando comenzó a hacer mediciones, descubrió, sorprendido, que las fugas de calor de una máquina excedían siempre la transformación del calor en energía, provocando ineficiencias. Negándose a aceptar ese resul­tado, se puso a medir también la naturaleza, incluido el ser hu­mano, y concluyó que el fenómeno persistía en todas partes. Después de mucho indagar, tuvo que rendirse ante la evidencia. La entropía no era una constante, sino que estaba siempre au­mentando. Siempre. Nació así la segunda ley de la termodinámica. Clausius comprobó la existencia de esta ley en el compor­tamiento térmico, pero el concepto de entropía rápidamente se generalizó a todos los fenómenos naturales. Se dio cuenta de que la entropía existía en todo el universo.
¿Cuál es la consecuencia de este descubrimiento?
Las cosas envejecen. La se­gunda ley de la termodinámica vino a probar tres cosas: La primera es que, si las cosas envejecen, habrá entonces un punto en el tiempo en que van a morir. Eso ocu­rrirá cuando la entropía alcance su punto máximo, en el mo­mento en que la temperatura se esparza uniformemente por el universo.
La segunda es que existe una flecha del tiempo; o sea, que el universo puede estar determinado y su evolución es siempre del pasado hacia el futuro.
La tercera cosa que vino a probar es que, si todo está enveje­ciendo, habrá habido un momento en que todo era joven; más aún, hubo un momento en que la entropía era mínima: el mo­mento del nacimiento.
Clau­sius demostró entonces que hubo un nacimiento del universo.
Cuando se formuló y se demostró la segunda ley de la termodinámica, los científicos pronto se dieron cuenta de que la idea de un universo eterno era incompatible con la existen­cia de procesos físicos irreversibles. El universo está evolucio­nando hacia un estado de equilibrio termodinámico, en que deja de haber zonas frías y zonas cálidas, y se consolida una temperatura constante en todas partes.
Por tanto, ha habido realmente un punto Alfa. Pero aún quedaba un problema sin resolver, rela­cionado con la gravedad. Los científicos suponían que el uni­verso, siendo eterno, era también estático, y en ese presupuesto se asentó toda la física de Newton. El propio Newton, sin em­bargo, se dio cuenta de que su ley de la gravedad, que establece que toda la materia atrae materia, tenía como consecuencia úl­tima que todo el universo estaría amalgamado en una gran masa. Y, no obstante, ve que no es eso lo que pasa. La materia está distri­buida. ¿Cómo explicar ese fenómeno?
La respuesta la dio en la década de 1920 el astrónomo Edwin Hubble. Confirmó la existencia de galaxias más allá de la Vía Láctea, y, cuando se puso a medir el espectro de la luz que emitían, se dio cuenta de que todas estaban alejándose de nosotros. El universo está, en realidad, en expansión.
¿Cuál es la relevancia de este descubrimiento para el pro­blema del punto Alfa?
Que toda la materia del universo se esté alejando y ex­pandiendo se debe a que en el pasado estuvo unida. El descubrimiento del universo en expansión implica que hubo un movimiento inicial en el que todo se encon­traba unido y se proyectó en todas direcciones. Además, los científicos entendieron que eso encajaba con la teoría de la rela­tividad general, que incluía el concepto de un universo diná­mico.
Ahora bien: basándose en todos estos descubrimientos, hubo un sacerdote belga, llamado Georges Lemaître, que, en la década de los años veinte, propuso una nueva idea: el Big Bang. La gran explosión.
Lemaître sugirió que el universo nace de una colosal explosión inicial. La idea era extraordinaria y resol­vía de una vez todos los problemas derivados del concepto de un universo eterno y estático. El Big Bang estaba en consonancia con la segunda ley de la termodinámica, explicaba la actual configuración del universo frente a las exigencias de la ley de gravedad de Newton y encajaba con las teorías de la relatividad de Einstein. El universo comenzó con una gran explosión repentina, aunque tal vez la expresión más adecuada no sea explosión, sino expansión.
Pero antes de esa expansión, ¿qué había?
Simplemente no hubo antes. No estamos hablando aquí de un espacio en que existía vacío y que empezó a llenarse. El Big Bang implica que no había espacio siquiera. El espacio nació con la gran ex­pansión repentina, y, por lo tanto, el tiempo también. Las teorías de la rela­tividad establecen que espacio y tiempo son dos caras de la misma moneda. Siendo así, la conclusión es lógica. Si el espacio nació con el Big Bang, el tiempo también nació con ese acontecimiento primordial. No había «antes» porque no exis­tía el tiempo. El tiempo comenzó con el espacio, que comenzó con el Big Bang. Preguntar qué había antes de que existiese el tiempo es lo mismo que preguntar qué existe al sur del polo Sur.
Este problema del momento inicial es el más complejo de toda la teoría. Lo llaman una singu­laridad. Se piensa que todo el universo se encontraba compri­mido en un punto infinitamente pequeño de energía y que, de repente, hubo una erupción, en la que se creó la materia, el espacio, el tiempo y las leyes del universo.
Pero ¿qué provocó esa erupción? En una explicación contraintuitiva, los propios científicos que se muestran aún hoy perplejos frente a este problema, afirman sencillamente que el mecanismo causal no se aplica. No hubo causa que pueda explicar la física alguna. Todos los acontecimientos tienen causas, y sus efectos se vuelven causas de los acontecimientos siguientes; ésa es una evidencia de la física. Ahora bien: el pro­ceso causa-efecto-causa implica una cronología. Primero viene la causa, después se produce el efecto. Ahora, si el tiempo aún no existía en aquel punto infinita­mente pequeño, ¿cómo podía un acontecimiento generar otro? No había antes ni después. Luego, no había causas ni efectos, porque ningún acontecimiento podía preceder a otro. Esto es la explicación el Big Bang con los datos que tenemos hoy. La verdad es que, fuera del problema de la singularidad inicial, esta teoría re­suelve de hecho las paradojas suscitadas por la hipótesis del universo eterno. Y remite inexorablemente a un Creador que sin tiempo ni espacio dio el puntapié inicial para comenzar este cósmico partido.
A conti­nuación del Big Bang, ocurrió un proceso en algún sitio hace probablemente quince mil millones de años de una colosal explosión de energía de donde surgió la materia como transformación de aquella. En el primer instante, apareció el espacio y luego se expandió. Ahora bien: como el espacio está ligado al tiempo, la aparición del espacio implicó automáticamente la aparición del tiempo, que también se expandió. En ese primer instante aparecieron todas las leyes físicas. En unos tres minutos, se produjo el no­venta y ocho por ciento de la materia que existe o alguna vez existirá. Los átomos que forman parte de nuestro cuerpo se re­montan a ese momento. Eso significa que casi todos los átomos que se encuen­tran en nuestro cuerpo ya han pasado por diversas estrellas y ya han ocupado millares de organismos diferentes hasta llegar a nosotros. Y tenemos tantísimos átomos que se cal­cula que cada uno de nosotros posee por lo menos un millón que ya perteneció a cualquier persona que vivió hace mucho tiempo.
Al cabo de doscientos millones de años, se encendieron las primeras estrellas. Nacieron los sis­temas planetarios, las galaxias y los grupos de galaxias. Los planetas eran inicialmente pequeños cuerpos incandescentes que giraban alrededor de las estrellas, como si fuesen estrellas pequeñas. Esos cuerpos se enfriaron hasta solidificarse, como ocurrió con la Tierra. ¡Y aquí estamos nosotros!...
Al igual que los planetas que se solidificaron, todas las estrellas, incluida la nuestra, el Sol, van a morir. Pero primero morirá la Tierra, después morirá el Sol, después morirá la galaxia, por último morirá el universo. Ésa es la consecuencia inevitable de la se­gunda ley de la termodinámica. Todo lo que nace muere. Lo que nos remite directamente del punto Alfa al punto Omega. El fin del universo.
¿Y esto prueba la existencia de Dios?


Dios, su existencia y la vida

Todo depende de lo que se defina como Dios. Si esta­mos esperando ver a un patriarca viejo y barbudo, observando la Tierra con aire preocupado, vigilando lo que cada uno de no­sotros hace, piensa y pide, y que habla con una voz gruesa... Ese Dios no existe. Ni para la ciencia ni para la teología. Es sólo una construcción antropomórfica para visualizar algo que está por encima de nosotros.
Contrariamente, muchos científicos conciben a Dios como todo lo que nos ro­dea. No como una entidad por encima de nosotros, que nos vigila y protege, tal como preconiza la tradición judeocristiana de fe primitiva, sino como una inteligencia creadora, sutil y omnipresente que se encuentra a cada paso, en cada mirada, en cada respiración, presente en el cosmos y en los átomos, que todo lo integra y a todo le da sentido. Sin tiempo y sin espacio.
¿Y bajo este concepto será posible en­contrar la prueba de la existencia de Dios? Depende de lo que se defina como prueba.
El método científico es un diálogo entre el hombre y la naturaleza. A través del método científico, el hombre hace pre­guntas a la naturaleza y obtiene respuestas. El secreto está en la manera en que se formulan las preguntas y se entienden las respuestas. Si alguien está esperando que le consigamos imágenes en DVD de Dios observando el universo, con las Tablas de la Ley en una mano y acariciándose sus largas barbas blancas con la otra, desengañémonos. Esa imagen jamás será captada. Pero si estamos hablando de determinadas respuestas de la naturaleza a preguntas específicas, en ese caso la cuestión sería diferente.
El problema del Big Bang es un ejemplo. Si hubo Big Bang, quiere decir que el universo fue creado; por Dios, directamente, o indirectamente por leyes físicas que lo provocaron. Ese concepto tiene consecuencias profundas, ya que la cuestión de la creación remite al problema del creador. ¿Quién creó la creación?
Estamos hablando de un problema natural: Dios es un problema “natural”. Las alusiones a lo sobrenatural, los milagros, la magia, todo eso es un disparate. Si existe, Dios forma parte del universo. Dios es el universo. La creación del universo no fue un acto artificial, fue un acto natural, en obediencia a leyes específicas y a determina­das constantes universales. Pero la cuestión vuelve siempre al mismo punto. ¿Quién fue el que concibió las leyes del universo? ¿Quién fue el que determinó las constantes universales? ¿Quién fue el que dio el “soplo” de vida al universo o a sus leyes? Estas son las cuestiones centrales de la lógica.
La creación remite a un creador. Si bien la lógica no facilita ninguna prueba, ella nos da indicios. Dios, de existir, sólo deja ver una parcela de su existencia y oculta la prueba final detrás de un velo de elegantes sutilezas. Es como si Dios, existiendo, nos dijese: «Yo me ex­preso a través de la matemática, la matemática es mi lenguaje, pero no les daré la prueba de que así es. Se tendrán que conformar en última instancia con la fe». Nunca podremos obtener la prueba final de que Dios existe, en el sentido en que nunca po­dremos obtener la prueba final de que las afirmaciones no de­mostrables de un sistema lógico son verdaderas. Y no obstante, sabemos que las consecuencias de esas afirmaciones son verda­deras.
Los indicios más interesantes de la exis­tencia de Dios, en el campo de la lógica, los presentaron Platón y Aristóteles, que luego desarrolló santo Tomás de Aquino y que afinó Leibniz. Se trata del argumento causal. La idea fundamental es fácil de formular. Sabemos por la física y por nuestra experiencia cotidiana que todos los acontecimien­tos tienen una causa, siendo que sus consecuencias se convier­ten en causas de otros acontecimientos, en un efecto dominó in­terminable. Pero si el universo tuvo un principio, eso significa que esta cadena también tuvo un principio. Yendo de causa en causa llegamos así al mo­mento de la creación del universo, lo que hoy designamos como Big Bang. Pero, ¿cuál es la primera causa de todas? ¿Qué puso a la máquina en movimiento? ¿Cuál es el motivo del Big Bang? Eso es lo que se intuye y llamamos Dios, cuya prueba es imposible.
Que la creación remita a Dios no deja de ser para la física sólo una posibilidad. Este argumento lógico no constituye una prueba, sólo un indicio. Pero con la posibilidad cierta viene ligada la idea de que puede existir esta infinita inteligencia que llamamos Dios. Pero queda abierta la posibilidad que también puede existir un mecanismo cualquiera, aún desconocido, que resuelva ese problema.
¿Qué lo causó a Dios? ¿Dios sí es infinito?
Los físicos, llama­n al Big Bang una singularidad. En ese sentido, podríamos decir que Dios también es una singularidad, de la misma manera que el Big Bang lo es.
Por supuesto que este argumento no es para nada concluyente.

A partir de la física actual se intuye que necesariamente tiene que haber algo por detrás de la energía y de la materia.
Desde el siglo XVII, con el filósofo holandés Baruch Spinoza se exponía una fe más madura que creía en un Dios que se revela en el orden armonioso de lo que existe. Era un Dios que se revelaba en el universo. Desde entonces, empezó a ganar cuerpo la idea de que no era posible pro­bar la existencia de Dios, de la misma manera que no era posible probar su no existencia. Se pensaba entonces que sólo tenemos la capacidad de sentir lo misterioso, de experimentar la sensación de deslumbramiento por el maravilloso plan que se expresa en el universo.
Si preguntamos a un biólogo qué es la vida, responderá que la vida es un conjunto de procesos complejos basados en el átomo de carbono.
Todos los seres vivos que conocemos están constituidos por átomos de carbono, pero eso no es verdaderamente estructu­rante para la definición de la vida. Los átomos son sólo la materia que vuelve la vida posible. No interesa si un átomo es reemplazado por otro, ya que no dejaremos de ser nosotros mismos por ese motivo. Lo que hace que seamos nosotros es una es­tructura de información. No son los átomos, es la forma en que se organizan los átomos. Los átomos que están en el cuerpo son exactamente iguales a los átomos que están en esta mesa o en cualquier galaxia distante. La diferencia está en la forma en que se organizan y lo hacen conforme las leyes de la física.
¿Pero cómo puede un con­junto de átomos inanimados forman un sistema vivo?
La res­puesta está en la existencia de leyes de complejidad. Todos los estudios demuestran que los sistemas se organizan espontánea­mente, para crear siempre estructuras cada vez más complejas, en obediencia a leyes de la física y expresándose mediante ecua­ciones matemáticas. Es decir: los organismos vivos son el producto de una increíble complicación de los sistemas inorgánicos. Esa complicación no resulta de la actividad de una fuerza vital cualquiera, sino de la organización “espontánea” de la materia. El secreto de la vida no está en los átomos que constituyen una molécula, sino en su estructura, en su organización com­pleja.
¿Pero por qué “espontáneamente” se estructuró así la materia y no de otra forma incapaz de crear vida?
Este programa sería tal para asegurar la supervivencia de los genes. Hay biólogos que han de­finido al ser humano como una máquina de supervivencia. Pensado así, somos como ordenadores programados para preservar los genes.

Fijándonos en los seres vivos, éstos están hecho de una estructura de información que a su vez com­ponen los átomos. Y muchos átomos juntos forman una molécula. Y muchas molé­culas juntas forman una célula. Y muchas células juntas forman un órgano. Y todos los órganos juntos forman un cuerpo vivo. Habiendo dicho esto, no obstante, es un error decir que un ser vivo no es más que una colección de átomos o de moléculas o de células. Es cierto que un ser vivo reúne billones de átomos, miles de millones de moléculas, millones de células, pero cualquier descripción que se limite a esos datos, aunque verdaderos, pecará de insuficiente.
La vida se describe en dos planos. Uno es el plano reduc­cionista, en el que se sitúan los átomos, las moléculas, las célu­las, toda la mecánica de la vida. El otro plano es semántico. La vida es una estructura de información que se mueve con un propósito, en que el conjunto es más que la suma de las partes, en que el conjunto ni siquiera tiene conciencia de la existencia y el funcionamiento de cada una de las partes que lo constituye. En cuanto ser vivo inteligente, puedo estar en un plano semán­tico pensando en la existencia de Dios, y una célula de mi brazo estar en un plano reduccionista recibiendo oxígeno de una arteria. El yo semántico no percibe lo que el yo reduccio­nista está haciendo, puesto que ambos se sitúan en planos diferentes.
Ahora bien, estos dos planos pueden ser encontrados en todo. Puedo analizar una canción de The Beatles, de una forma reduccionista, y estu­diaré el sonido de la batería de Ringo Starr, las vibraciones de las voces de John Lennon y Paul McCartney, la osci­lación de las moléculas del aire en función de los sonidos de la guitarra de George Harrison; pero nada de eso me revelará verdaderamente lo qué es esta canción. Para en­tenderla, tendré que analizarla desde el plano semántico.
Cuando se ha estudiado el universo con el fin de conocer su ma­teria fundamental, su composición, sus fuerzas, sus leyes, se está haciendo un estudio reduccionista. Pero, ¿será posible hacer un análisis semántico del universo?
Si analizar la mecánica de la música constituye una forma muy incompleta y reductora de estudiar una canción, ¿por qué analizar los áto­mos y las fuerzas existentes en el cosmos ha de ser una forma satisfactoria de estudiar el universo? ¿No habrá también una semántica en el universo? ¿No existirá igualmente un mensaje más allá de los átomos? ¿Cuál es la función del universo?
La ciencia está abocada a estudiar la materia y las leyes de qué está hecho el universo. Pero ese estudio ¿nos revela ver­daderamente lo que “es” el universo? ¿No necesitaremos estu­diarlo también en un plano semántico? ¿No tendremos que escuchar su música y entender su poesía? Al pensar en el universo, ¿estaremos sólo centrados en un “hardware” e ignoraremos una dimensión tan importante como la del “software”? ¿Cómo se puede estu­diar el software del universo o de Dios?
¿Existe este software o todo es producto de casualidades cósmicas?
¿Existe una fuerza creadora, inteligente y conciente?
¿Qué significaría entonces aproximarse a probar la existencia de Dios?
La respuesta se asentaría en tres puntos:
- Dios es sutil. A través de diferentes teorías científicas (del caos, de los teoremas de la incomplitud y del principio de incertidumbre) acabamos en­tendiendo que el Creador ocultó su firma, se escondió detrás de un fino velo ingeniosamente concebido para que lo hiciese invi­sible.
- Dios no es inteligible a través de la observación. Esto quiere de­cir que no es posible probar su existencia mediante un telesco­pio o un microscopio. Ima­ginemos que el universo es Dios, como sostenía Einstein. ¿cómo observarlo en su totalidad? La ciencia observa el universo como un ingeniero en sistemas miraría una computadora. La observa en sus piezas, en su estructura mecánica y eléctrica, sus conectividades y sus utilidades. Pero una computadora es mucho más que eso, transmite información escrita, visual y auditiva; entreteni­miento, tiene un impacto psicológico en cada persona, permite la transmisión de mensajes, produce vastos efectos sociológicos en la sociedad, tiene dimensión política y cultural, etc., es algo mucho más amplio que la mera descripción de sus compo­nentes tecnológicos.
Es la problemática de la perspectiva reduccionista, que se centra en el hardware, y la perspectiva se­mántica, inserta en el software. Los físicos y los matemáticos miran el universo como un ingeniero mira un or­denador. Sólo ven los átomos y la materia, las fuerzas y las le­yes que las rigen, y todo eso no es más que el hardware. Pero, ¿cuál es el programa de este gigantesco ordenador? El universo tendría un programa, dispone de un software, posee una dimensión que está mucho más allá de la suma de sus componentes. O sea, que el universo es mucho más que el hardware que lo constituye. Es un gigantesco programa de software. El hardware sólo existe para hacer viable ese programa.
Como podría pensarse a un ser humano. Un ser humano está hecho de células, tejidos, ór­ganos, sangre y nervios. Eso es el hardware. Pero el ser humano es mucho más que eso. Es una estructura compleja que posee conciencia, que ríe, que llora, que piensa, que sufre, que canta, que sueña, que desea y principalmente, que tiene un componente de libertad más allá de sus condicionamientos deterministas para tomar decisiones entre sucesos posibles. O sea, somos mucho, mucho más que la mera suma de las partes que nos constituyen. Nuestro cuerpo es el hardware por donde pasa el software de nuestra concien­cia.
Dado que no­sotros, seres humanos, formamos parte del universo, eso signi­fica que nosotros somos parte del hardware; pero ¿acaso somos también, nosotros mismos, un universo? ¿Acaso el uni­verso es alguien inmensamente grande, tan grande que no lo vemos, tan grande que se vuelve invisible, como somos nosotros para nuestras células? ¿Acaso estamos en relación con el universo como las neuronas están en relación con nosotros? ¿Acaso somos el uni­verso de las neuronas y somos las neuronas de alguien mucho mayor? ¿Acaso el universo es una entidad orgánica y noso­tros no somos más que células minúsculas? ¿Seremos no­sotros el dios de nuestras células y nosotros las células de Dios?...


Dios y las casualidades cósmicas
Pero, a pesar de todas las dificultades, hay una manera indirecta de llegar al mayor indicio de la prueba de la existencia de Dios acercándose mucho y, por supuesto, no llegar a alcanzarla. Es a través de la búsqueda de dos rasgos esenciales: la inteligencia y la intención. Para saber si una inteligencia consciente creó el universo, tenemos que dar respuesta a una pregunta fundamental: ¿existe o no inteligencia e intención en la creación del universo?
Fijándonos en la rotación de la Tierra alrededor del Sol, parece evidente que hay inteligencia en el movimiento. Pero esa inteligencia ¿es intencional o fortuita? ¿Todo puede ser fruto de la mera causalidad? Si el universo es infinitamente grande, es inevitable que, en un número infinito de situaciones diferen­tes, algunas exhiban las características de la nuestra. Por tanto, si la inteligencia de las cosas es fortuita, no es posible ver ahí, con toda certidumbre, la mano de Dios.
Tenemos entonces que determinar también si hay intención.
El problema es que el concepto de intención es muy difí­cil de determinar.
Lo que realmente interesa es saber si Dios podría haber hecho el mundo de una manera diferente; o sea, si la necesidad de simplicidad lógica deja alguna libertad.
La respuesta es que resulta inevitable que el universo sea como es.
¿Si las condiciones iniciales fuesen diferentes, ¿cuán di­ferente sería el universo? La expresión «condiciones iniciales» se refiere a lo que ocurrió en los primeros instantes de creación del universo con la distribución de la energía y de la materia. Pero también hace falta considerar las leyes del universo, la organización de las diversas fuerzas, los valores de las constantes de la natura­leza, etc.
La teoría del caos proporcionó instrumentos matemáticos muy precisos para enfrentarse al problema de la alteración de las condiciones iniciales de un sistema.
Las constantes de la naturaleza son cantidades que desempeñan un papel fundamental en el com­portamiento de la materia y presentan el mismo valor en cualquier parte del universo y en cualquier momento de su historia. Por ejemplo, un átomo de hidrógeno es idéntico en la Tierra o en una lejana galaxia.
Pero, más que eso, las constantes de la naturaleza son una serie de valores misteriosos que se encuentran en la raíz del universo y que otorgan muchas de sus actuales características, constituyendo una especie de código que encierra los secretos de la existencia. Estas constantes son algo fundamental, constituyen una misteriosa propiedad del universo y condicionan todo lo que nos rodea. Se descubrió que el tamaño y la estructura de los átomos, de las moléculas, de las personas, de los planetas y de las estrellas no derivan del azar ni de un proceso de selección, sino de los valores de estas constantes.
¿Y si los valores de las constantes de la na­turaleza fuesen ligeramente diferentes? ¿Y si la fuerza de gravedad fuese ligeramente más dé­bil o más fuerte de lo que es? ¿Y si la luz presentase una velocidad en el vacío un poco mayor o un poco menor de la que tiene? ¿Qué ocurriría si tuviesen pequeñas al­teraciones esos valores?
Vayamos al problema del Omega. Existen dos fines posi­bles para el universo; o el universo detiene la expansión, se re­trae y acaba aplastado provocado por la gravedad (el Big Crunch), o se expande infinitamente hasta que se acabe toda su energía y se transforme en un cementerio helado (el Big Freeze).
Si la velo­cidad de expansión logra vencer la fuerza de gravedad, el universo se expandirá eternamente. Si no lo logra, regresará al punto de partida.
Pero existe una tercera hipótesis, según la cual la fuerza de la expansión es exactamente igual a la fuerza de la gravedad de toda la materia existente. La posibili­dad de que ello ocurra es ínfima, pues sería una extraor­dinaria coincidencia que, considerando los enormes valores que están en cuestión, la expansión del universo fuese exacta­mente compensada por la gravedad que ejerce toda la materia; pero, no obstante, es eso lo que nos dice la observación.
El universo está expandiéndose a una velocidad increíblemente próxima a la línea crítica que separa el universo del Big Freeze del universo del Big Crunch.
Era infinitamente im­probable que la expansión y la gravedad de toda la materia estuviesen equilibradas como parecen estar muy cerca de hallarse; algunos físicos dicen que se trata de un increíble azar. Si toda la energía que liberó el Big Bang fuese una pe­queñísima fracción más débil, la materia volvería hacia atrás y se aplastaría en un gigantesco agujero negro. Si fuese míni­mamente más fuerte, la materia se dispersaría tan deprisa que las galaxias ni siquiera llegarían a formarse.
Y cuando hablamos de una pequeñísima fracción no nos referimos al uno por ciento, sino a trillonesimales de porcentaje. Para que el universo pudiera expandirse de modo regular esa energía tendría que tener una precisión del orden de 1 dividido 10000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000 (un uno con 120 ceros). Hubiese bastado que la afinación hu­biese fallado una nonada para que el universo perdiese toda posibilidad de albergar vida. Retrocedería a un monumental agujero negro o se dispersaría sin formar galaxias.
¿Tuvimos mucha suerte?
La energía del Big Bang tenía este valor tan increíblemente pre­ciso, situado en un intervalo tan asombrosamente estrecho para que el universo pudiera organi­zarse.
Ahora bien, fijándonos en la cuestión de la creación de la materia, cuando se produjo la gran expansión creadora, no había materia. La tem­peratura era enormemente elevada, tan elevada que ni los áto­mos conseguían formarse. El universo era entonces una sopa hirviente de partículas y antipartículas, creadas a partir de la energía y siempre aniquilándose las unas a las otras. Esas par­tículas, los quarks y los antiquarks, son idénticas entre sí, pero con cargas opuestas, y, cuando se tocan, estallan y vuelven a ser energía. A medida que el universo se iba expandiendo, la temperatura iba bajando y los quarks y antiquarks fueron for­mando partículas mayores, llamadas hadrones, sin dejar de aniquilarse las unas a las otras. Se creó así la materia y la an­timateria. Como las cantidades de materia y de antimateria eran iguales y ambas se aniquilaban mutuamente, el universo se presentaba constituido por energía y partículas de existen­cia efímera y no había posibilidades de que se formase mate­ria duradera. Sin embargo, ocurrió que, por una razón aun hoy desconocida, la materia empezó a producirse en una cantidad minús­culamente mayor que la antimateria. Por cada diez mil millo­nes de antipartículas, se producían diez mil millones «más» una partículas: 10000000000 contra 10000000001 partículas. Una diferen­cia mínima, casi insignificante. Pero fue sufi­ciente para producir la materia. Es decir: diez mil millones de partículas eran destruidas por diez mil millones de antipartícu­las, pero sobraba siempre una que no era destruida. Fue justa­mente esa partícula sobreviviente la que, juntándose con otras sobrevivientes en las mismas circunstancias, formó la materia. En la creación del universo, se había producido un azar extraordinario más. Si el número de partículas y antipartículas hubiese seguido siendo exactamente el mis­mo, como parece lógico, no habría materia. Y sin materia, nosotros no estaríamos aquí...
Otra cuestión en la que el universo requiere una in­creíble afinación es en su homogeneidad. La distribución de la densidad de la materia es muy homogénica, pero no totalmen­te. Cuando se produjo el Big Bang, las diferencias de densidad eran increíblemente pequeñas y se fueron amplificando a lo largo del tiempo por la inestabilidad gravitacional de la mate­ria. Esta afinación acabó resultando otro increíble golpe de suerte. El grado de no uniformidad es extraordinariamente pequeño, del orden de uno cada cien mil (1/100000), exactamente el valor necesario para permi­tir la estructuración del universo. Ni más ni menos. Si fuese mínimamente mayor las galaxias se transformarían deprisa en densos aglomerados y se formarían agujeros negros antes de que se reúnan las condiciones para la vida. Por otro lado, si el grado de no uniformidad fuese mínimamente más pequeño, la densidad de la materia sería demasiado débil o las estrellas no se formarían. En otras palabras, era ne­cesario que la homogeneidad fuese exactamente ésta para ha­cer posible la vida. Y las posibilidades de que ello se diese eran minúsculas, pero se dieron.
La propia existencia de las estrellas con una estructura semejante a la del Sol, adecuada a la vida, resulta de un nuevo golpe de suerte. La estructura de una estrella depende de un equi­librio delicado en su interior. Si la irradiación de calor es de­masiado fuerte, la estrella se transforma en una gigante azul, y si es demasiado débil, la estrella se convierte en una enana roja. Una es excesivamente caliente y otra excesivamente fría, y ambas probablemente no tienen planetas. Pero la ma­yor parte de las estrellas, incluido el Sol, se sitúa entre estos dos extremos; y, lo extraordinario, es que los valores más allá de esos extremos son altamente probables, pero no llegaron a darse. En cambio, la relación de las fuerzas y la relación de las masas de las partículas disponen de un valor tal que parecen haber conspirado para que la generalidad de las estrellas se si­túen en el estrecho espacio entre los dos extremos, posibili­tando así la existencia y predominio de estrellas como el Sol. Altérese mínimamente el valor de la gravedad, de la fuerza electromagnética o de la relación de masas entre el electrón y el protón y nada de lo que vemos en el universo se torna po­sible.
Otras dos importantes constantes de la naturaleza son esta proporción de las masas de los electrones y protones, designada constante Beta, y la fuerza de interacción electromagnética, designada constante Alfa. Alterando mínimamente sus valores, y calculando las con­secuencias de tal alteración se descubrió que un pequeño aumento de Beta y las estructuras moleculares ordenadas dejan de ser posibles, dado que el ac­tual valor de Beta determina las posiciones bien definidas y estables de los núcleos de los átomos y obliga a los electrones a moverse en posiciones muy precisas en torno a esos núcleos. Si el valor de Beta es mínimamente diferente, los electrones comienzan a agitarse demasiado e imposibilitan la realización de procesos muy precisos, como la reproducción del ADN. Por otro lado, el actual valor de Beta, ligado con Alfa, calienta bas­tante el centro de las estrellas hasta el punto de generar reac­ciones nucleares. Si Beta excede en 0,005 el valor del cuadrado de Alfa, no habría estrellas. Sin estrellas, no habriá Sol, ni Tierra, ni vida.
A su vez, si Alfa aumenta sólo un cuatro por ciento, no po­dría producirse el carbono en las estrellas. Y si aumentara sólo el 0,1 no habría fusión ni estrellas. Sin carbono ni fusión estelar, no habría vida. Es decir: para que el universo pueda generar vida, es necesario que el valor de la constante de la estructura fina sea exactamente el que es. Ni más ni menos. Tuvimos mucha suerte.
Otra golpe de suerte es la fuerza nu­clear fuerte, la que provoca las fusiones nucleares en las estre­llas y en las bombas de hidrógeno. Si se aumenta la fuerza fuerte en sólo un cuatro por ciento, ocurriría que, en las fases iniciales después del Big Bang, se quemaría demasiado rápido todo el hidrógeno del universo, convirtiéndose en helio 2. Eso sería un desastre, por­que significaría que las estrellas agotarían deprisa su combus­tible y algunas se transformarían en agujeros negros antes de que se den las condiciones para la creación de vida. Por otro lado, si se redujese la fuerza fuerte en un diez por ciento, el núcleo de los átomos resultaría afectado de tal modo que im­pediría la formación de elementos más pesados que el hidró­geno. En consecuencia, sin elementos más pesados, uno de los cuales es el carbono, no hay vida. El valor de la fuerza fuerte dispone sólo de un pe­queño intervalo para crear las condiciones generadoras de vida, y, por un providencial milagro, la fuerza fuerte se sitúa justamente en ese estrechísimo intervalo.
Además, la conversión del hidrógeno en helio, crucial para la vida, es un proceso que requiere una afinación abso­luta. La transformación tiene que obedecer a un índice exacto de siete milésimas de su masa para energía. Si se desciende una fracción, la transformación no se produce y el universo sólo tiene hidrógeno. Si se aumenta una fracción, el hidrógeno se agota rápidamente en todo el universo:
0,006%, sólo hidrógeno; 0,008% hidrógeno agotado... O sea, que para que exista vida, es necesario que el ín­dice de conversión del hidrógeno en helio se sitúe exacta­mente en este intervalo. Y, qué coincidencia, ¡realmente llega a situarse!
Ahora analicemos lo que ha sucedido con el carbono. Por diversas razones, el carbono es el elemento en el que se asienta la vida. Sin carbono, la vida compleja espontánea no es posible, dado que sólo este elemento dispone de flexibilidad para formar las largas y complejas cadenas necesarias para los procesos vitales. Nin­gún otro elemento es capaz de hacerlo. El problema reside en que la formación del carbono sólo es posible debido a un con­junto de circunstancias extraordinarias. Para formar el carbono, es necesario que el berilio radioactivo absorba un nú­cleo de helio. Parece sencillo, ¿no? El problema es que el tiempo de vida del berilio radioactivo se limita a 0,0000000000000001 segundos.
El berilio radioactivo sólo dura ese instante. Es justa­mente en este periodo increíblemente corto cuando el núcleo del berilio radioactivo tiene que localizar, atacar y absorber un núcleo de helio para crear el carbono. La única forma de hacer que esto sea posible en un instante tan fugaz es que las ener­gías de estos núcleos sean exactamente iguales en el momento en que chocan. Y una nuevo golpe de suerte: ¡son realmente iguales! Si hubiese una li­gerísima discrepancia, por mínima que fuese, no se podría for­mar carbono. Pero, por extraordinario que parezca, no existe discrepancia alguna. Gracias a un brutal golpe de suerte, la energía de los constituyentes nucleares de las estrellas se sitúa exactamente en el punto adecuado, lo que permite la fusión.
Pero incluso se da otro asombroso golpe de suerte. El tiempo de colisión del helio es aún más efímero que el cortísimo tiempo de vida del berilio radiactivo, y eso permite la reacción nuclear que produce el carbono. Para colmo, existe el problema de que el carbono sobreviva a la subsiguiente actividad nuclear dentro de la estrella, lo que sólo es posible en condiciones muy especiales. Gracias a una nueva y extraordinaria coincidencia, se dieron esas condicio­nes y el carbono no se transformó en oxígeno. Cualquier físico consideraría que todo es producto de una suerte increíble.
Existen entonces infinidad de coincidencias altamente improbables que son absolutamente imprescindibles para que haya vida.
La increíble afinación requerida también son necesarias en nuestro propio planeta.
Por ejemplo, el problema de la inclinación del eje de un planeta. Debido a las resonancias entre la rotación de los planetas y el conjunto de los cuerpos del sistema solar, la Tierra debería tener una evolución caótica en la inclinación de su eje de rotación, lo que, como es obvio, impediría la existen­cia de vida. Un hemisferio podría pasar seis meses bajo el calor del Sol, sin ninguna noche, y otros seis meses helándose a la luz de las estrellas. Pero nuestro planeta tuvo una suerte in­creíble: la aparición de la Luna. La Luna es un objeto tan grande que sus efectos gravitacionales moderaron el ángulo de incli­nación de nuestro planeta, viabilizando así la vida. Todos los detalles parecen conspirar para viabilizar la vida en la Tierra. El hecho de que la Tierra posea níquel y hierro líquido en canti­dad suficiente en el núcleo para generar un campo magnético, imprescindible cuando se trata de defender la atmósfera de las letales partículas que emite el Sol, es una suerte. Otra ex­traordinaria coincidencia es el hecho de que el carbono es el elemento sólido más abundante en el espacio térmico en que el agua es líquida. La propia órbita de la Tierra es crucial. Un cinco por ciento más próxima al Sol, o un quince por ciento más alejada bastarían para imposibilitar el desarrollo de formas complejas de vida.
En fin, la lista de coincidencias e improbabilidades es aparentemente interminable...
Todo esto quiere decir que no fue sólo la vida la que se adaptó al universo. El propio universo se preparó para la vida. En cierto modo, es como si el universo siempre hubiese sabido que vendríamos con él. Nuestra mera existencia parece depender de una ex­traordinaria y misteriosa cadena de coincidencias e improba­bilidades. Las propiedades del universo, tal como están confi­guradas, son requisitos imprescindibles para la existencia de vida.
Al conjunto de todas estas “casualidades” se lo denomina “principio antrópico”.
El principio an­trópico dice que el universo está concebido a propósito para crear vida. Esa es la única explicación para el increíble conjunto de coincidencias e improbabilidades que nos permiten estar aquí.
¿Podrá ser todo coincidencia? Nos tocó ganar la lotería en cuanto a la afinación de la expansión del universo, en cuanto a la afinación de la temperatura primordial, en cuanto a la afinación de la homogeneidad de la materia, en cuanto a la ligerísima ventaja de la materia sobre la antimateria, en cuanto a la afinación de la constante de la estructura fina, en cuanto a la afinación de los valores de las fuerzas fuerte, electrodébil y de la gravedad, en cuanto a la afinación del índice de conversión del hidrógeno en helio, en cuanto al delicado pro­ceso de formación del carbono, en cuanto a la existencia en el núcleo de la Tierra de los metales que crean el campo magné­tico, en cuanto a la órbita del planeta..., en fin, en cuanto a to­dos y cada uno de los aspectos imprescindibles. Hubiera bas­tado conque los valores fuesen mínimamente diferentes en uno solo de estos factores y no habría habido vida. Pero no, todos coinciden... Es un poco como si fuéramos a dar una vuelta al mundo y comprásemos un billete de lo­tería en cada país por el que pasásemos y ganáramos en absolutamente todos. ¡Todos!
Es evidente que podríamos tener una suerte fantástica y ganar la lotería en uno de esos países. Ya sería absolutamente extraordinario, no obstante, si nos tocase la lotería en dos países. Pero si nos tocase la lotería en todos los países, ¡cuidado!, sería como para desconfiar, ¡la policía desconfiaría! No es necesario ser un gran genio para darse cuenta de que algo anormal está ocurriendo... Pues es justamente lo que ocurrió con la vida. Le tocó la lotería en todos los parámetros. ¡Todos!
Sólo cabe intuir una conclusión: se ha montado una voluntad de intencionalidad. Cuanto más se avanza en la observación y análisis del universo por la ciencia, más se concluye que revela las dos características fundamentales inherentes a la acción de una fuerza inteligente y consciente: una es la inteligencia conque todo está concebido y la otra es la intención de planear las cosas para crear vida.
El principio antrópico nos revela que hay intención en la concepción de la vida. La vida no es un accidente, no es fruto del azar, no es el producto fortuito de circunstancias anormales. Es el resultado inevitable de la mera aplicación de las leyes de la física y de los misteriosos valores de sus constantes.
El uni­verso está concebido para crear vida.
El descubrimiento del princi­pio antrópico constituye una fuerte intuición de la existencia de Dios, un Dios inteligente despojado de todas sus concepciones antropomórficas.
¿Dios podría haber hecho el mundo de una manera diferente?
¿La necesidad de simplicidad lógica deja alguna libertad?
La respuesta es no. Dios no podría haber hecho el mundo de ma­nera diferente.
Como es evidente, el principio antrópico constituye un poderoso indicio de la existencia del Dios inteligente de una fe madura y, también, inteligente.
Es decir, si todo está tan increíblemente afinado para posibilitar la existencia de vida, ello se debe a que el universo fue concebido, en efecto, para crearla. Pero persiste una duda residual que nos impide tener una certidumbre absoluta. ¿Y si todo no es más que un impresionante azar? ¿Y si todas esas circunstancias resultasen de un extraordinario juego fortuito de asombrosas coincidencias? Hemos ganado múltiples loterías cósmicas, es cierto e incuestionable, pero, por muy improbable que nos parezca, existe siempre la mi­núscula posibilidad de que todo haya sido un accidente desco­munal. Esa posibilidad existe. Y mientras exista esa vaga posibilidad, no se puede decir con toda seguridad que el principio antrópico sea la prueba fi­nal de la existencia del Dios inteligente. Es un poderoso indicio, es verdad, pero no es una prueba. Esto forma parte de las habituales sutilezas de este Dios que intuimos como la existencia de una fuerza inteligente y consciente por detrás de la arquitectura del universo. Dios se esconde en un juego de espejos de una sutileza postrera, sustrayendo la prueba final y definitiva.
El universo fue concebido con un ingenio tal que revela esta inteligencia y con una afinación tal que revela ese propósito. Nuestra existencia no tendría la menor posibilidad de ser accidental, por el simple hecho de que todo lo que no contiene conciencia está determinado desde el principio. Y solamente el ser humano posee la libertad de una conciencia que puede elegir entre sucesos posibles, desde los que carecen de importancia, hasta aquellos que impliquen la adhesión hacia el bien o hacia el mal. Siempre libertad ha sido una enorme palabra.Como siempre, la palabra final para cada uno se pronunciará en el territorio de nuestras conciencias mediante la adhesión libre (o no) de una fe que nos haga parte intencionada y querida de un amoroso plan de vida.