miércoles, 25 de julio de 2012

CIENCIA Y FE por gabriel andrade

Hace unos dos años, uno de los físicos más eminentes del mundo, Stephen Hawking, dice en su libro más reciente, "El gran diseño", que las nuevas teorías dejan en claro que el fenómeno conocido como el Big Bang (la explosión que dio origen al Universo) fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física y no un voluntarismo de eso que llamamos Dios. Y algo de razón  puede que tenga.

Lo cierto es que el Dios literal de la Biblia, especialmente las concepciones del Antiguo Testamento -y más si a cosmología se refiere- simplemente no existe.
La idea de un dios personal es la de un período primitivo de la revelación y está formulado de forma ignorante. Se trata de un concepto antropomórfico (dios asociado a características físicas y sicológicas humanas; con enojos, rencores, celos, venganzas, arrepentimientos y, por supuesto, su sexo masculino) implican un estado larvado del conocimiento científico, tal cual se encontraban los autores inspirados de hace por lo menos 3800 años, tal la antigüedad del Génesis.
Como no podemos inter­venir a gusto en la naturaleza, la humanidad creó esta idea de que la administra un dios intervencionista con características benevolente que nos escucha e influye en nuestro destino, cuando en realidad -como humanidad- tenemos el maravilloso don de la libertad para construir nuestro futuro. Esta era una idea que ha estado ayudada por buena parte de los “profesionales de la fe” de las distintas religiones que generalmente administran pésimamente mal la religiosidad natural que todo ser humano tiene; muchas veces, como narcótico social para justificar y hacer perdurar un status quo de orden social, político y económico injusto. Todo esto no tiene sentido. Ni teológico, ni científico.


Dios y el universo
En rigor importa decir que ningún científico o matemático puede asegurar que Dios exista o que no exista. Técnicamente, es una posición ag­nóstica, no se tiene certidumbres sobre su existencia o su inexis­tencia. ¿Por qué? Porque no se conocen pruebas de la existencia de Dios, pero, sabiendo lo que se sabe sobre el universo, tampoco se puede estar seguro de que Dios (como una inteligencia máxima) no exista.
Es admitido por la ciencia que todo lo que nos rodea tiene una explicación. Lo “sobrenatural” no existe. Existe lo natural de lo que no sabemos su explicación.
Las cosas se rigen por leyes universales, absolutas y eternas, omnipotentes, omnipresentes y omniscientes. Esas sí son los atributos del Dios que puede o no existir y que corresponden a las leyes del universo. Eso ocurre por razones que, dadas las disposiciones de las cosas (o voluntad divina), se hacen naturales, no sobrenaturales. Las leyes del universo tienen esos atributos porque ésa es su naturaleza. Son absolutas porque no dependen de nada, afectan a los estados físicos pero éstos no las afectan. Son eternas porque no cambian con el tiempo, eran las mismas en el pasado y sin duda lo seguirán siendo en el futuro. Son omnipotentes porque nada se les escapa, ejercen su fuerza en todo lo que existe. Son omnipresentes porque se encuentran en cual­quier parte del universo, no hay unas leyes que se aplican aquí y otras diferentes que se aplican allá. Y son omniscientes por­que ejercen automáticamente su fuerza, no necesitan que lo sistemas las informen de su existencia.
¿Pero quien creó esas leyes? ¿De dónde vienen?
El origen de las leyes del universo constituye un gran misterio.
Y es verdad que esas leyes tienen todos los atributos que normalmente le otorgamos al Dios que concibe la fe madura.
Existe un determinado número de propiedades del universo que impiden afirmar rotundamente que el Dios de la fe madura no exista.
«Sutil es el Señor, pero no malicioso. La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astu­cia», en palabras de Einstein. Esa es la forma en que los misterios más profundos se mantienen habilidosamente ocultos. Por más que la ciencia intente llegar al meollo de un enigma, descubrimos que existe siempre una barrera sutil que nos impide desvelarlo por completo.

En astrofísica, el punto Alfa es el comienzo del universo; y el punto Omega es el fin. El Alfa y el Omega, el principio y el fin, el nacimiento y la muerte del universo.
Ahora, ¿por qué razón el universo tiene que tener un principio y un fin? ¿Cuál es el obstáculo para que el universo sea eterno? ¿Podría ser eterno?; un universo de duración infinita, un universo que siempre ha existido y siempre existirá.
¿Cómo se posiciona la fe en un Dios creador ante esta hipótesis?
¿Tiene la fe articulada por la institución iglesia algo que ver con esto?
La cuestión del principio y del fin del universo no es una cuestión exclusiva­mente científica, es un problema también teológico. Siendo una cuestión esencial, bordea ya las fronteras de la física, hasta asomarse en el terreno de la metafísica.
¿Ha habido o no ha habido Creación? Basándonos en lo que está escrito en la Biblia, la religión siempre ha preconi­zado un principio y un fin, un génesis y un apocalipsis, un Alfa y un Omega.
Según ­cuenta el Antiguo Testamento, Dios creó el universo mediante una explosión primordial de luz. Aunque ésta sigue siendo la explicación esencial para las religiones judía, cristiana y musulmana, la verdad es que la ciencia la ha cuestionado con vehemencia. La Biblia no es un texto científico.
La tesis del universo eterno pasó a ser la ex­plicación más aceptada a partir de las teorías de Copérnico, Galileo y después Newton. Sin embargo, en el siglo XIX se hizo un descubrimiento de gran importancia, uno de los mayores descubrimientos jamás efectuados por la cien­cia, una revelación que puso en entredicho la idea de la edad in­finita del universo: la Segunda Ley de la Termodinámica. Lo que esta ecuación nos plantea es que la variación de la entropía del universo es siempre mayor que cero. La for­muló Rudolf Julius Emmanuel Clausius en 1861. Clausius ya había for­mulado la ley de la conservación de la energía, afirmando que la energía del universo es una constante eterna, nunca puede ser creada ni destruida, sólo transformada. Después decidió propo­ner el concepto de entropía, que abarca todas las formas de ener­gía y la temperatura, creyendo que ella también sería una constante eterna. Si el universo era eterno, la energía tendría que ser eterna; y la entropía, también. Pero cuando comenzó a hacer mediciones, descubrió, sorprendido, que las fugas de calor de una máquina excedían siempre la transformación del calor en energía, provocando ineficiencias. Negándose a aceptar ese resul­tado, se puso a medir también la naturaleza, incluido el ser hu­mano, y concluyó que el fenómeno persistía en todas partes. Después de mucho indagar, tuvo que rendirse ante la evidencia. La entropía no era una constante, sino que estaba siempre au­mentando. Siempre. Nació así la segunda ley de la termodinámica. Clausius comprobó la existencia de esta ley en el compor­tamiento térmico, pero el concepto de entropía rápidamente se generalizó a todos los fenómenos naturales. Se dio cuenta de que la entropía existía en todo el universo.
¿Cuál es la consecuencia de este descubrimiento?
Las cosas envejecen. La se­gunda ley de la termodinámica vino a probar tres cosas: La primera es que, si las cosas envejecen, habrá entonces un punto en el tiempo en que van a morir. Eso ocu­rrirá cuando la entropía alcance su punto máximo, en el mo­mento en que la temperatura se esparza uniformemente por el universo.
La segunda es que existe una flecha del tiempo; o sea, que el universo puede estar determinado y su evolución es siempre del pasado hacia el futuro.
La tercera cosa que vino a probar es que, si todo está enveje­ciendo, habrá habido un momento en que todo era joven; más aún, hubo un momento en que la entropía era mínima: el mo­mento del nacimiento.
Clau­sius demostró entonces que hubo un nacimiento del universo.
Cuando se formuló y se demostró la segunda ley de la termodinámica, los científicos pronto se dieron cuenta de que la idea de un universo eterno era incompatible con la existen­cia de procesos físicos irreversibles. El universo está evolucio­nando hacia un estado de equilibrio termodinámico, en que deja de haber zonas frías y zonas cálidas, y se consolida una temperatura constante en todas partes.
Por tanto, ha habido realmente un punto Alfa. Pero aún quedaba un problema sin resolver, rela­cionado con la gravedad. Los científicos suponían que el uni­verso, siendo eterno, era también estático, y en ese presupuesto se asentó toda la física de Newton. El propio Newton, sin em­bargo, se dio cuenta de que su ley de la gravedad, que establece que toda la materia atrae materia, tenía como consecuencia úl­tima que todo el universo estaría amalgamado en una gran masa. Y, no obstante, ve que no es eso lo que pasa. La materia está distri­buida. ¿Cómo explicar ese fenómeno?
La respuesta la dio en la década de 1920 el astrónomo Edwin Hubble. Confirmó la existencia de galaxias más allá de la Vía Láctea, y, cuando se puso a medir el espectro de la luz que emitían, se dio cuenta de que todas estaban alejándose de nosotros. El universo está, en realidad, en expansión.
¿Cuál es la relevancia de este descubrimiento para el pro­blema del punto Alfa?
Que toda la materia del universo se esté alejando y ex­pandiendo se debe a que en el pasado estuvo unida. El descubrimiento del universo en expansión implica que hubo un movimiento inicial en el que todo se encon­traba unido y se proyectó en todas direcciones. Además, los científicos entendieron que eso encajaba con la teoría de la rela­tividad general, que incluía el concepto de un universo diná­mico.
Ahora bien: basándose en todos estos descubrimientos, hubo un sacerdote belga, llamado Georges Lemaître, que, en la década de los años veinte, propuso una nueva idea: el Big Bang. La gran explosión.
Lemaître sugirió que el universo nace de una colosal explosión inicial. La idea era extraordinaria y resol­vía de una vez todos los problemas derivados del concepto de un universo eterno y estático. El Big Bang estaba en consonancia con la segunda ley de la termodinámica, explicaba la actual configuración del universo frente a las exigencias de la ley de gravedad de Newton y encajaba con las teorías de la relatividad de Einstein. El universo comenzó con una gran explosión repentina, aunque tal vez la expresión más adecuada no sea explosión, sino expansión.
Pero antes de esa expansión, ¿qué había?
Simplemente no hubo antes. No estamos hablando aquí de un espacio en que existía vacío y que empezó a llenarse. El Big Bang implica que no había espacio siquiera. El espacio nació con la gran ex­pansión repentina, y, por lo tanto, el tiempo también. Las teorías de la rela­tividad establecen que espacio y tiempo son dos caras de la misma moneda. Siendo así, la conclusión es lógica. Si el espacio nació con el Big Bang, el tiempo también nació con ese acontecimiento primordial. No había «antes» porque no exis­tía el tiempo. El tiempo comenzó con el espacio, que comenzó con el Big Bang. Preguntar qué había antes de que existiese el tiempo es lo mismo que preguntar qué existe al sur del polo Sur.
Este problema del momento inicial es el más complejo de toda la teoría. Lo llaman una singu­laridad. Se piensa que todo el universo se encontraba compri­mido en un punto infinitamente pequeño de energía y que, de repente, hubo una erupción, en la que se creó la materia, el espacio, el tiempo y las leyes del universo.
Pero ¿qué provocó esa erupción? En una explicación contraintuitiva, los propios científicos que se muestran aún hoy perplejos frente a este problema, afirman sencillamente que el mecanismo causal no se aplica. No hubo causa que pueda explicar la física alguna. Todos los acontecimientos tienen causas, y sus efectos se vuelven causas de los acontecimientos siguientes; ésa es una evidencia de la física. Ahora bien: el pro­ceso causa-efecto-causa implica una cronología. Primero viene la causa, después se produce el efecto. Ahora, si el tiempo aún no existía en aquel punto infinita­mente pequeño, ¿cómo podía un acontecimiento generar otro? No había antes ni después. Luego, no había causas ni efectos, porque ningún acontecimiento podía preceder a otro. Esto es la explicación el Big Bang con los datos que tenemos hoy. La verdad es que, fuera del problema de la singularidad inicial, esta teoría re­suelve de hecho las paradojas suscitadas por la hipótesis del universo eterno. Y remite inexorablemente a un Creador que sin tiempo ni espacio dio el puntapié inicial para comenzar este cósmico partido.
A conti­nuación del Big Bang, ocurrió un proceso en algún sitio hace probablemente quince mil millones de años de una colosal explosión de energía de donde surgió la materia como transformación de aquella. En el primer instante, apareció el espacio y luego se expandió. Ahora bien: como el espacio está ligado al tiempo, la aparición del espacio implicó automáticamente la aparición del tiempo, que también se expandió. En ese primer instante aparecieron todas las leyes físicas. En unos tres minutos, se produjo el no­venta y ocho por ciento de la materia que existe o alguna vez existirá. Los átomos que forman parte de nuestro cuerpo se re­montan a ese momento. Eso significa que casi todos los átomos que se encuen­tran en nuestro cuerpo ya han pasado por diversas estrellas y ya han ocupado millares de organismos diferentes hasta llegar a nosotros. Y tenemos tantísimos átomos que se cal­cula que cada uno de nosotros posee por lo menos un millón que ya perteneció a cualquier persona que vivió hace mucho tiempo.
Al cabo de doscientos millones de años, se encendieron las primeras estrellas. Nacieron los sis­temas planetarios, las galaxias y los grupos de galaxias. Los planetas eran inicialmente pequeños cuerpos incandescentes que giraban alrededor de las estrellas, como si fuesen estrellas pequeñas. Esos cuerpos se enfriaron hasta solidificarse, como ocurrió con la Tierra. ¡Y aquí estamos nosotros!...
Al igual que los planetas que se solidificaron, todas las estrellas, incluida la nuestra, el Sol, van a morir. Pero primero morirá la Tierra, después morirá el Sol, después morirá la galaxia, por último morirá el universo. Ésa es la consecuencia inevitable de la se­gunda ley de la termodinámica. Todo lo que nace muere. Lo que nos remite directamente del punto Alfa al punto Omega. El fin del universo.
¿Y esto prueba la existencia de Dios?


Dios, su existencia y la vida

Todo depende de lo que se defina como Dios. Si esta­mos esperando ver a un patriarca viejo y barbudo, observando la Tierra con aire preocupado, vigilando lo que cada uno de no­sotros hace, piensa y pide, y que habla con una voz gruesa... Ese Dios no existe. Ni para la ciencia ni para la teología. Es sólo una construcción antropomórfica para visualizar algo que está por encima de nosotros.
Contrariamente, muchos científicos conciben a Dios como todo lo que nos ro­dea. No como una entidad por encima de nosotros, que nos vigila y protege, tal como preconiza la tradición judeocristiana de fe primitiva, sino como una inteligencia creadora, sutil y omnipresente que se encuentra a cada paso, en cada mirada, en cada respiración, presente en el cosmos y en los átomos, que todo lo integra y a todo le da sentido. Sin tiempo y sin espacio.
¿Y bajo este concepto será posible en­contrar la prueba de la existencia de Dios? Depende de lo que se defina como prueba.
El método científico es un diálogo entre el hombre y la naturaleza. A través del método científico, el hombre hace pre­guntas a la naturaleza y obtiene respuestas. El secreto está en la manera en que se formulan las preguntas y se entienden las respuestas. Si alguien está esperando que le consigamos imágenes en DVD de Dios observando el universo, con las Tablas de la Ley en una mano y acariciándose sus largas barbas blancas con la otra, desengañémonos. Esa imagen jamás será captada. Pero si estamos hablando de determinadas respuestas de la naturaleza a preguntas específicas, en ese caso la cuestión sería diferente.
El problema del Big Bang es un ejemplo. Si hubo Big Bang, quiere decir que el universo fue creado; por Dios, directamente, o indirectamente por leyes físicas que lo provocaron. Ese concepto tiene consecuencias profundas, ya que la cuestión de la creación remite al problema del creador. ¿Quién creó la creación?
Estamos hablando de un problema natural: Dios es un problema “natural”. Las alusiones a lo sobrenatural, los milagros, la magia, todo eso es un disparate. Si existe, Dios forma parte del universo. Dios es el universo. La creación del universo no fue un acto artificial, fue un acto natural, en obediencia a leyes específicas y a determina­das constantes universales. Pero la cuestión vuelve siempre al mismo punto. ¿Quién fue el que concibió las leyes del universo? ¿Quién fue el que determinó las constantes universales? ¿Quién fue el que dio el “soplo” de vida al universo o a sus leyes? Estas son las cuestiones centrales de la lógica.
La creación remite a un creador. Si bien la lógica no facilita ninguna prueba, ella nos da indicios. Dios, de existir, sólo deja ver una parcela de su existencia y oculta la prueba final detrás de un velo de elegantes sutilezas. Es como si Dios, existiendo, nos dijese: «Yo me ex­preso a través de la matemática, la matemática es mi lenguaje, pero no les daré la prueba de que así es. Se tendrán que conformar en última instancia con la fe». Nunca podremos obtener la prueba final de que Dios existe, en el sentido en que nunca po­dremos obtener la prueba final de que las afirmaciones no de­mostrables de un sistema lógico son verdaderas. Y no obstante, sabemos que las consecuencias de esas afirmaciones son verda­deras.
Los indicios más interesantes de la exis­tencia de Dios, en el campo de la lógica, los presentaron Platón y Aristóteles, que luego desarrolló santo Tomás de Aquino y que afinó Leibniz. Se trata del argumento causal. La idea fundamental es fácil de formular. Sabemos por la física y por nuestra experiencia cotidiana que todos los acontecimien­tos tienen una causa, siendo que sus consecuencias se convier­ten en causas de otros acontecimientos, en un efecto dominó in­terminable. Pero si el universo tuvo un principio, eso significa que esta cadena también tuvo un principio. Yendo de causa en causa llegamos así al mo­mento de la creación del universo, lo que hoy designamos como Big Bang. Pero, ¿cuál es la primera causa de todas? ¿Qué puso a la máquina en movimiento? ¿Cuál es el motivo del Big Bang? Eso es lo que se intuye y llamamos Dios, cuya prueba es imposible.
Que la creación remita a Dios no deja de ser para la física sólo una posibilidad. Este argumento lógico no constituye una prueba, sólo un indicio. Pero con la posibilidad cierta viene ligada la idea de que puede existir esta infinita inteligencia que llamamos Dios. Pero queda abierta la posibilidad que también puede existir un mecanismo cualquiera, aún desconocido, que resuelva ese problema.
¿Qué lo causó a Dios? ¿Dios sí es infinito?
Los físicos, llama­n al Big Bang una singularidad. En ese sentido, podríamos decir que Dios también es una singularidad, de la misma manera que el Big Bang lo es.
Por supuesto que este argumento no es para nada concluyente.

A partir de la física actual se intuye que necesariamente tiene que haber algo por detrás de la energía y de la materia.
Desde el siglo XVII, con el filósofo holandés Baruch Spinoza se exponía una fe más madura que creía en un Dios que se revela en el orden armonioso de lo que existe. Era un Dios que se revelaba en el universo. Desde entonces, empezó a ganar cuerpo la idea de que no era posible pro­bar la existencia de Dios, de la misma manera que no era posible probar su no existencia. Se pensaba entonces que sólo tenemos la capacidad de sentir lo misterioso, de experimentar la sensación de deslumbramiento por el maravilloso plan que se expresa en el universo.
Si preguntamos a un biólogo qué es la vida, responderá que la vida es un conjunto de procesos complejos basados en el átomo de carbono.
Todos los seres vivos que conocemos están constituidos por átomos de carbono, pero eso no es verdaderamente estructu­rante para la definición de la vida. Los átomos son sólo la materia que vuelve la vida posible. No interesa si un átomo es reemplazado por otro, ya que no dejaremos de ser nosotros mismos por ese motivo. Lo que hace que seamos nosotros es una es­tructura de información. No son los átomos, es la forma en que se organizan los átomos. Los átomos que están en el cuerpo son exactamente iguales a los átomos que están en esta mesa o en cualquier galaxia distante. La diferencia está en la forma en que se organizan y lo hacen conforme las leyes de la física.
¿Pero cómo puede un con­junto de átomos inanimados forman un sistema vivo?
La res­puesta está en la existencia de leyes de complejidad. Todos los estudios demuestran que los sistemas se organizan espontánea­mente, para crear siempre estructuras cada vez más complejas, en obediencia a leyes de la física y expresándose mediante ecua­ciones matemáticas. Es decir: los organismos vivos son el producto de una increíble complicación de los sistemas inorgánicos. Esa complicación no resulta de la actividad de una fuerza vital cualquiera, sino de la organización “espontánea” de la materia. El secreto de la vida no está en los átomos que constituyen una molécula, sino en su estructura, en su organización com­pleja.
¿Pero por qué “espontáneamente” se estructuró así la materia y no de otra forma incapaz de crear vida?
Este programa sería tal para asegurar la supervivencia de los genes. Hay biólogos que han de­finido al ser humano como una máquina de supervivencia. Pensado así, somos como ordenadores programados para preservar los genes.

Fijándonos en los seres vivos, éstos están hecho de una estructura de información que a su vez com­ponen los átomos. Y muchos átomos juntos forman una molécula. Y muchas molé­culas juntas forman una célula. Y muchas células juntas forman un órgano. Y todos los órganos juntos forman un cuerpo vivo. Habiendo dicho esto, no obstante, es un error decir que un ser vivo no es más que una colección de átomos o de moléculas o de células. Es cierto que un ser vivo reúne billones de átomos, miles de millones de moléculas, millones de células, pero cualquier descripción que se limite a esos datos, aunque verdaderos, pecará de insuficiente.
La vida se describe en dos planos. Uno es el plano reduc­cionista, en el que se sitúan los átomos, las moléculas, las célu­las, toda la mecánica de la vida. El otro plano es semántico. La vida es una estructura de información que se mueve con un propósito, en que el conjunto es más que la suma de las partes, en que el conjunto ni siquiera tiene conciencia de la existencia y el funcionamiento de cada una de las partes que lo constituye. En cuanto ser vivo inteligente, puedo estar en un plano semán­tico pensando en la existencia de Dios, y una célula de mi brazo estar en un plano reduccionista recibiendo oxígeno de una arteria. El yo semántico no percibe lo que el yo reduccio­nista está haciendo, puesto que ambos se sitúan en planos diferentes.
Ahora bien, estos dos planos pueden ser encontrados en todo. Puedo analizar una canción de The Beatles, de una forma reduccionista, y estu­diaré el sonido de la batería de Ringo Starr, las vibraciones de las voces de John Lennon y Paul McCartney, la osci­lación de las moléculas del aire en función de los sonidos de la guitarra de George Harrison; pero nada de eso me revelará verdaderamente lo qué es esta canción. Para en­tenderla, tendré que analizarla desde el plano semántico.
Cuando se ha estudiado el universo con el fin de conocer su ma­teria fundamental, su composición, sus fuerzas, sus leyes, se está haciendo un estudio reduccionista. Pero, ¿será posible hacer un análisis semántico del universo?
Si analizar la mecánica de la música constituye una forma muy incompleta y reductora de estudiar una canción, ¿por qué analizar los áto­mos y las fuerzas existentes en el cosmos ha de ser una forma satisfactoria de estudiar el universo? ¿No habrá también una semántica en el universo? ¿No existirá igualmente un mensaje más allá de los átomos? ¿Cuál es la función del universo?
La ciencia está abocada a estudiar la materia y las leyes de qué está hecho el universo. Pero ese estudio ¿nos revela ver­daderamente lo que “es” el universo? ¿No necesitaremos estu­diarlo también en un plano semántico? ¿No tendremos que escuchar su música y entender su poesía? Al pensar en el universo, ¿estaremos sólo centrados en un “hardware” e ignoraremos una dimensión tan importante como la del “software”? ¿Cómo se puede estu­diar el software del universo o de Dios?
¿Existe este software o todo es producto de casualidades cósmicas?
¿Existe una fuerza creadora, inteligente y conciente?
¿Qué significaría entonces aproximarse a probar la existencia de Dios?
La respuesta se asentaría en tres puntos:
- Dios es sutil. A través de diferentes teorías científicas (del caos, de los teoremas de la incomplitud y del principio de incertidumbre) acabamos en­tendiendo que el Creador ocultó su firma, se escondió detrás de un fino velo ingeniosamente concebido para que lo hiciese invi­sible.
- Dios no es inteligible a través de la observación. Esto quiere de­cir que no es posible probar su existencia mediante un telesco­pio o un microscopio. Ima­ginemos que el universo es Dios, como sostenía Einstein. ¿cómo observarlo en su totalidad? La ciencia observa el universo como un ingeniero en sistemas miraría una computadora. La observa en sus piezas, en su estructura mecánica y eléctrica, sus conectividades y sus utilidades. Pero una computadora es mucho más que eso, transmite información escrita, visual y auditiva; entreteni­miento, tiene un impacto psicológico en cada persona, permite la transmisión de mensajes, produce vastos efectos sociológicos en la sociedad, tiene dimensión política y cultural, etc., es algo mucho más amplio que la mera descripción de sus compo­nentes tecnológicos.
Es la problemática de la perspectiva reduccionista, que se centra en el hardware, y la perspectiva se­mántica, inserta en el software. Los físicos y los matemáticos miran el universo como un ingeniero mira un or­denador. Sólo ven los átomos y la materia, las fuerzas y las le­yes que las rigen, y todo eso no es más que el hardware. Pero, ¿cuál es el programa de este gigantesco ordenador? El universo tendría un programa, dispone de un software, posee una dimensión que está mucho más allá de la suma de sus componentes. O sea, que el universo es mucho más que el hardware que lo constituye. Es un gigantesco programa de software. El hardware sólo existe para hacer viable ese programa.
Como podría pensarse a un ser humano. Un ser humano está hecho de células, tejidos, ór­ganos, sangre y nervios. Eso es el hardware. Pero el ser humano es mucho más que eso. Es una estructura compleja que posee conciencia, que ríe, que llora, que piensa, que sufre, que canta, que sueña, que desea y principalmente, que tiene un componente de libertad más allá de sus condicionamientos deterministas para tomar decisiones entre sucesos posibles. O sea, somos mucho, mucho más que la mera suma de las partes que nos constituyen. Nuestro cuerpo es el hardware por donde pasa el software de nuestra concien­cia.
Dado que no­sotros, seres humanos, formamos parte del universo, eso signi­fica que nosotros somos parte del hardware; pero ¿acaso somos también, nosotros mismos, un universo? ¿Acaso el uni­verso es alguien inmensamente grande, tan grande que no lo vemos, tan grande que se vuelve invisible, como somos nosotros para nuestras células? ¿Acaso estamos en relación con el universo como las neuronas están en relación con nosotros? ¿Acaso somos el uni­verso de las neuronas y somos las neuronas de alguien mucho mayor? ¿Acaso el universo es una entidad orgánica y noso­tros no somos más que células minúsculas? ¿Seremos no­sotros el dios de nuestras células y nosotros las células de Dios?...


Dios y las casualidades cósmicas
Pero, a pesar de todas las dificultades, hay una manera indirecta de llegar al mayor indicio de la prueba de la existencia de Dios acercándose mucho y, por supuesto, no llegar a alcanzarla. Es a través de la búsqueda de dos rasgos esenciales: la inteligencia y la intención. Para saber si una inteligencia consciente creó el universo, tenemos que dar respuesta a una pregunta fundamental: ¿existe o no inteligencia e intención en la creación del universo?
Fijándonos en la rotación de la Tierra alrededor del Sol, parece evidente que hay inteligencia en el movimiento. Pero esa inteligencia ¿es intencional o fortuita? ¿Todo puede ser fruto de la mera causalidad? Si el universo es infinitamente grande, es inevitable que, en un número infinito de situaciones diferen­tes, algunas exhiban las características de la nuestra. Por tanto, si la inteligencia de las cosas es fortuita, no es posible ver ahí, con toda certidumbre, la mano de Dios.
Tenemos entonces que determinar también si hay intención.
El problema es que el concepto de intención es muy difí­cil de determinar.
Lo que realmente interesa es saber si Dios podría haber hecho el mundo de una manera diferente; o sea, si la necesidad de simplicidad lógica deja alguna libertad.
La respuesta es que resulta inevitable que el universo sea como es.
¿Si las condiciones iniciales fuesen diferentes, ¿cuán di­ferente sería el universo? La expresión «condiciones iniciales» se refiere a lo que ocurrió en los primeros instantes de creación del universo con la distribución de la energía y de la materia. Pero también hace falta considerar las leyes del universo, la organización de las diversas fuerzas, los valores de las constantes de la natura­leza, etc.
La teoría del caos proporcionó instrumentos matemáticos muy precisos para enfrentarse al problema de la alteración de las condiciones iniciales de un sistema.
Las constantes de la naturaleza son cantidades que desempeñan un papel fundamental en el com­portamiento de la materia y presentan el mismo valor en cualquier parte del universo y en cualquier momento de su historia. Por ejemplo, un átomo de hidrógeno es idéntico en la Tierra o en una lejana galaxia.
Pero, más que eso, las constantes de la naturaleza son una serie de valores misteriosos que se encuentran en la raíz del universo y que otorgan muchas de sus actuales características, constituyendo una especie de código que encierra los secretos de la existencia. Estas constantes son algo fundamental, constituyen una misteriosa propiedad del universo y condicionan todo lo que nos rodea. Se descubrió que el tamaño y la estructura de los átomos, de las moléculas, de las personas, de los planetas y de las estrellas no derivan del azar ni de un proceso de selección, sino de los valores de estas constantes.
¿Y si los valores de las constantes de la na­turaleza fuesen ligeramente diferentes? ¿Y si la fuerza de gravedad fuese ligeramente más dé­bil o más fuerte de lo que es? ¿Y si la luz presentase una velocidad en el vacío un poco mayor o un poco menor de la que tiene? ¿Qué ocurriría si tuviesen pequeñas al­teraciones esos valores?
Vayamos al problema del Omega. Existen dos fines posi­bles para el universo; o el universo detiene la expansión, se re­trae y acaba aplastado provocado por la gravedad (el Big Crunch), o se expande infinitamente hasta que se acabe toda su energía y se transforme en un cementerio helado (el Big Freeze).
Si la velo­cidad de expansión logra vencer la fuerza de gravedad, el universo se expandirá eternamente. Si no lo logra, regresará al punto de partida.
Pero existe una tercera hipótesis, según la cual la fuerza de la expansión es exactamente igual a la fuerza de la gravedad de toda la materia existente. La posibili­dad de que ello ocurra es ínfima, pues sería una extraor­dinaria coincidencia que, considerando los enormes valores que están en cuestión, la expansión del universo fuese exacta­mente compensada por la gravedad que ejerce toda la materia; pero, no obstante, es eso lo que nos dice la observación.
El universo está expandiéndose a una velocidad increíblemente próxima a la línea crítica que separa el universo del Big Freeze del universo del Big Crunch.
Era infinitamente im­probable que la expansión y la gravedad de toda la materia estuviesen equilibradas como parecen estar muy cerca de hallarse; algunos físicos dicen que se trata de un increíble azar. Si toda la energía que liberó el Big Bang fuese una pe­queñísima fracción más débil, la materia volvería hacia atrás y se aplastaría en un gigantesco agujero negro. Si fuese míni­mamente más fuerte, la materia se dispersaría tan deprisa que las galaxias ni siquiera llegarían a formarse.
Y cuando hablamos de una pequeñísima fracción no nos referimos al uno por ciento, sino a trillonesimales de porcentaje. Para que el universo pudiera expandirse de modo regular esa energía tendría que tener una precisión del orden de 1 dividido 10000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000 (un uno con 120 ceros). Hubiese bastado que la afinación hu­biese fallado una nonada para que el universo perdiese toda posibilidad de albergar vida. Retrocedería a un monumental agujero negro o se dispersaría sin formar galaxias.
¿Tuvimos mucha suerte?
La energía del Big Bang tenía este valor tan increíblemente pre­ciso, situado en un intervalo tan asombrosamente estrecho para que el universo pudiera organi­zarse.
Ahora bien, fijándonos en la cuestión de la creación de la materia, cuando se produjo la gran expansión creadora, no había materia. La tem­peratura era enormemente elevada, tan elevada que ni los áto­mos conseguían formarse. El universo era entonces una sopa hirviente de partículas y antipartículas, creadas a partir de la energía y siempre aniquilándose las unas a las otras. Esas par­tículas, los quarks y los antiquarks, son idénticas entre sí, pero con cargas opuestas, y, cuando se tocan, estallan y vuelven a ser energía. A medida que el universo se iba expandiendo, la temperatura iba bajando y los quarks y antiquarks fueron for­mando partículas mayores, llamadas hadrones, sin dejar de aniquilarse las unas a las otras. Se creó así la materia y la an­timateria. Como las cantidades de materia y de antimateria eran iguales y ambas se aniquilaban mutuamente, el universo se presentaba constituido por energía y partículas de existen­cia efímera y no había posibilidades de que se formase mate­ria duradera. Sin embargo, ocurrió que, por una razón aun hoy desconocida, la materia empezó a producirse en una cantidad minús­culamente mayor que la antimateria. Por cada diez mil millo­nes de antipartículas, se producían diez mil millones «más» una partículas: 10000000000 contra 10000000001 partículas. Una diferen­cia mínima, casi insignificante. Pero fue sufi­ciente para producir la materia. Es decir: diez mil millones de partículas eran destruidas por diez mil millones de antipartícu­las, pero sobraba siempre una que no era destruida. Fue justa­mente esa partícula sobreviviente la que, juntándose con otras sobrevivientes en las mismas circunstancias, formó la materia. En la creación del universo, se había producido un azar extraordinario más. Si el número de partículas y antipartículas hubiese seguido siendo exactamente el mis­mo, como parece lógico, no habría materia. Y sin materia, nosotros no estaríamos aquí...
Otra cuestión en la que el universo requiere una in­creíble afinación es en su homogeneidad. La distribución de la densidad de la materia es muy homogénica, pero no totalmen­te. Cuando se produjo el Big Bang, las diferencias de densidad eran increíblemente pequeñas y se fueron amplificando a lo largo del tiempo por la inestabilidad gravitacional de la mate­ria. Esta afinación acabó resultando otro increíble golpe de suerte. El grado de no uniformidad es extraordinariamente pequeño, del orden de uno cada cien mil (1/100000), exactamente el valor necesario para permi­tir la estructuración del universo. Ni más ni menos. Si fuese mínimamente mayor las galaxias se transformarían deprisa en densos aglomerados y se formarían agujeros negros antes de que se reúnan las condiciones para la vida. Por otro lado, si el grado de no uniformidad fuese mínimamente más pequeño, la densidad de la materia sería demasiado débil o las estrellas no se formarían. En otras palabras, era ne­cesario que la homogeneidad fuese exactamente ésta para ha­cer posible la vida. Y las posibilidades de que ello se diese eran minúsculas, pero se dieron.
La propia existencia de las estrellas con una estructura semejante a la del Sol, adecuada a la vida, resulta de un nuevo golpe de suerte. La estructura de una estrella depende de un equi­librio delicado en su interior. Si la irradiación de calor es de­masiado fuerte, la estrella se transforma en una gigante azul, y si es demasiado débil, la estrella se convierte en una enana roja. Una es excesivamente caliente y otra excesivamente fría, y ambas probablemente no tienen planetas. Pero la ma­yor parte de las estrellas, incluido el Sol, se sitúa entre estos dos extremos; y, lo extraordinario, es que los valores más allá de esos extremos son altamente probables, pero no llegaron a darse. En cambio, la relación de las fuerzas y la relación de las masas de las partículas disponen de un valor tal que parecen haber conspirado para que la generalidad de las estrellas se si­túen en el estrecho espacio entre los dos extremos, posibili­tando así la existencia y predominio de estrellas como el Sol. Altérese mínimamente el valor de la gravedad, de la fuerza electromagnética o de la relación de masas entre el electrón y el protón y nada de lo que vemos en el universo se torna po­sible.
Otras dos importantes constantes de la naturaleza son esta proporción de las masas de los electrones y protones, designada constante Beta, y la fuerza de interacción electromagnética, designada constante Alfa. Alterando mínimamente sus valores, y calculando las con­secuencias de tal alteración se descubrió que un pequeño aumento de Beta y las estructuras moleculares ordenadas dejan de ser posibles, dado que el ac­tual valor de Beta determina las posiciones bien definidas y estables de los núcleos de los átomos y obliga a los electrones a moverse en posiciones muy precisas en torno a esos núcleos. Si el valor de Beta es mínimamente diferente, los electrones comienzan a agitarse demasiado e imposibilitan la realización de procesos muy precisos, como la reproducción del ADN. Por otro lado, el actual valor de Beta, ligado con Alfa, calienta bas­tante el centro de las estrellas hasta el punto de generar reac­ciones nucleares. Si Beta excede en 0,005 el valor del cuadrado de Alfa, no habría estrellas. Sin estrellas, no habriá Sol, ni Tierra, ni vida.
A su vez, si Alfa aumenta sólo un cuatro por ciento, no po­dría producirse el carbono en las estrellas. Y si aumentara sólo el 0,1 no habría fusión ni estrellas. Sin carbono ni fusión estelar, no habría vida. Es decir: para que el universo pueda generar vida, es necesario que el valor de la constante de la estructura fina sea exactamente el que es. Ni más ni menos. Tuvimos mucha suerte.
Otra golpe de suerte es la fuerza nu­clear fuerte, la que provoca las fusiones nucleares en las estre­llas y en las bombas de hidrógeno. Si se aumenta la fuerza fuerte en sólo un cuatro por ciento, ocurriría que, en las fases iniciales después del Big Bang, se quemaría demasiado rápido todo el hidrógeno del universo, convirtiéndose en helio 2. Eso sería un desastre, por­que significaría que las estrellas agotarían deprisa su combus­tible y algunas se transformarían en agujeros negros antes de que se den las condiciones para la creación de vida. Por otro lado, si se redujese la fuerza fuerte en un diez por ciento, el núcleo de los átomos resultaría afectado de tal modo que im­pediría la formación de elementos más pesados que el hidró­geno. En consecuencia, sin elementos más pesados, uno de los cuales es el carbono, no hay vida. El valor de la fuerza fuerte dispone sólo de un pe­queño intervalo para crear las condiciones generadoras de vida, y, por un providencial milagro, la fuerza fuerte se sitúa justamente en ese estrechísimo intervalo.
Además, la conversión del hidrógeno en helio, crucial para la vida, es un proceso que requiere una afinación abso­luta. La transformación tiene que obedecer a un índice exacto de siete milésimas de su masa para energía. Si se desciende una fracción, la transformación no se produce y el universo sólo tiene hidrógeno. Si se aumenta una fracción, el hidrógeno se agota rápidamente en todo el universo:
0,006%, sólo hidrógeno; 0,008% hidrógeno agotado... O sea, que para que exista vida, es necesario que el ín­dice de conversión del hidrógeno en helio se sitúe exacta­mente en este intervalo. Y, qué coincidencia, ¡realmente llega a situarse!
Ahora analicemos lo que ha sucedido con el carbono. Por diversas razones, el carbono es el elemento en el que se asienta la vida. Sin carbono, la vida compleja espontánea no es posible, dado que sólo este elemento dispone de flexibilidad para formar las largas y complejas cadenas necesarias para los procesos vitales. Nin­gún otro elemento es capaz de hacerlo. El problema reside en que la formación del carbono sólo es posible debido a un con­junto de circunstancias extraordinarias. Para formar el carbono, es necesario que el berilio radioactivo absorba un nú­cleo de helio. Parece sencillo, ¿no? El problema es que el tiempo de vida del berilio radioactivo se limita a 0,0000000000000001 segundos.
El berilio radioactivo sólo dura ese instante. Es justa­mente en este periodo increíblemente corto cuando el núcleo del berilio radioactivo tiene que localizar, atacar y absorber un núcleo de helio para crear el carbono. La única forma de hacer que esto sea posible en un instante tan fugaz es que las ener­gías de estos núcleos sean exactamente iguales en el momento en que chocan. Y una nuevo golpe de suerte: ¡son realmente iguales! Si hubiese una li­gerísima discrepancia, por mínima que fuese, no se podría for­mar carbono. Pero, por extraordinario que parezca, no existe discrepancia alguna. Gracias a un brutal golpe de suerte, la energía de los constituyentes nucleares de las estrellas se sitúa exactamente en el punto adecuado, lo que permite la fusión.
Pero incluso se da otro asombroso golpe de suerte. El tiempo de colisión del helio es aún más efímero que el cortísimo tiempo de vida del berilio radiactivo, y eso permite la reacción nuclear que produce el carbono. Para colmo, existe el problema de que el carbono sobreviva a la subsiguiente actividad nuclear dentro de la estrella, lo que sólo es posible en condiciones muy especiales. Gracias a una nueva y extraordinaria coincidencia, se dieron esas condicio­nes y el carbono no se transformó en oxígeno. Cualquier físico consideraría que todo es producto de una suerte increíble.
Existen entonces infinidad de coincidencias altamente improbables que son absolutamente imprescindibles para que haya vida.
La increíble afinación requerida también son necesarias en nuestro propio planeta.
Por ejemplo, el problema de la inclinación del eje de un planeta. Debido a las resonancias entre la rotación de los planetas y el conjunto de los cuerpos del sistema solar, la Tierra debería tener una evolución caótica en la inclinación de su eje de rotación, lo que, como es obvio, impediría la existen­cia de vida. Un hemisferio podría pasar seis meses bajo el calor del Sol, sin ninguna noche, y otros seis meses helándose a la luz de las estrellas. Pero nuestro planeta tuvo una suerte in­creíble: la aparición de la Luna. La Luna es un objeto tan grande que sus efectos gravitacionales moderaron el ángulo de incli­nación de nuestro planeta, viabilizando así la vida. Todos los detalles parecen conspirar para viabilizar la vida en la Tierra. El hecho de que la Tierra posea níquel y hierro líquido en canti­dad suficiente en el núcleo para generar un campo magnético, imprescindible cuando se trata de defender la atmósfera de las letales partículas que emite el Sol, es una suerte. Otra ex­traordinaria coincidencia es el hecho de que el carbono es el elemento sólido más abundante en el espacio térmico en que el agua es líquida. La propia órbita de la Tierra es crucial. Un cinco por ciento más próxima al Sol, o un quince por ciento más alejada bastarían para imposibilitar el desarrollo de formas complejas de vida.
En fin, la lista de coincidencias e improbabilidades es aparentemente interminable...
Todo esto quiere decir que no fue sólo la vida la que se adaptó al universo. El propio universo se preparó para la vida. En cierto modo, es como si el universo siempre hubiese sabido que vendríamos con él. Nuestra mera existencia parece depender de una ex­traordinaria y misteriosa cadena de coincidencias e improba­bilidades. Las propiedades del universo, tal como están confi­guradas, son requisitos imprescindibles para la existencia de vida.
Al conjunto de todas estas “casualidades” se lo denomina “principio antrópico”.
El principio an­trópico dice que el universo está concebido a propósito para crear vida. Esa es la única explicación para el increíble conjunto de coincidencias e improbabilidades que nos permiten estar aquí.
¿Podrá ser todo coincidencia? Nos tocó ganar la lotería en cuanto a la afinación de la expansión del universo, en cuanto a la afinación de la temperatura primordial, en cuanto a la afinación de la homogeneidad de la materia, en cuanto a la ligerísima ventaja de la materia sobre la antimateria, en cuanto a la afinación de la constante de la estructura fina, en cuanto a la afinación de los valores de las fuerzas fuerte, electrodébil y de la gravedad, en cuanto a la afinación del índice de conversión del hidrógeno en helio, en cuanto al delicado pro­ceso de formación del carbono, en cuanto a la existencia en el núcleo de la Tierra de los metales que crean el campo magné­tico, en cuanto a la órbita del planeta..., en fin, en cuanto a to­dos y cada uno de los aspectos imprescindibles. Hubiera bas­tado conque los valores fuesen mínimamente diferentes en uno solo de estos factores y no habría habido vida. Pero no, todos coinciden... Es un poco como si fuéramos a dar una vuelta al mundo y comprásemos un billete de lo­tería en cada país por el que pasásemos y ganáramos en absolutamente todos. ¡Todos!
Es evidente que podríamos tener una suerte fantástica y ganar la lotería en uno de esos países. Ya sería absolutamente extraordinario, no obstante, si nos tocase la lotería en dos países. Pero si nos tocase la lotería en todos los países, ¡cuidado!, sería como para desconfiar, ¡la policía desconfiaría! No es necesario ser un gran genio para darse cuenta de que algo anormal está ocurriendo... Pues es justamente lo que ocurrió con la vida. Le tocó la lotería en todos los parámetros. ¡Todos!
Sólo cabe intuir una conclusión: se ha montado una voluntad de intencionalidad. Cuanto más se avanza en la observación y análisis del universo por la ciencia, más se concluye que revela las dos características fundamentales inherentes a la acción de una fuerza inteligente y consciente: una es la inteligencia conque todo está concebido y la otra es la intención de planear las cosas para crear vida.
El principio antrópico nos revela que hay intención en la concepción de la vida. La vida no es un accidente, no es fruto del azar, no es el producto fortuito de circunstancias anormales. Es el resultado inevitable de la mera aplicación de las leyes de la física y de los misteriosos valores de sus constantes.
El uni­verso está concebido para crear vida.
El descubrimiento del princi­pio antrópico constituye una fuerte intuición de la existencia de Dios, un Dios inteligente despojado de todas sus concepciones antropomórficas.
¿Dios podría haber hecho el mundo de una manera diferente?
¿La necesidad de simplicidad lógica deja alguna libertad?
La respuesta es no. Dios no podría haber hecho el mundo de ma­nera diferente.
Como es evidente, el principio antrópico constituye un poderoso indicio de la existencia del Dios inteligente de una fe madura y, también, inteligente.
Es decir, si todo está tan increíblemente afinado para posibilitar la existencia de vida, ello se debe a que el universo fue concebido, en efecto, para crearla. Pero persiste una duda residual que nos impide tener una certidumbre absoluta. ¿Y si todo no es más que un impresionante azar? ¿Y si todas esas circunstancias resultasen de un extraordinario juego fortuito de asombrosas coincidencias? Hemos ganado múltiples loterías cósmicas, es cierto e incuestionable, pero, por muy improbable que nos parezca, existe siempre la mi­núscula posibilidad de que todo haya sido un accidente desco­munal. Esa posibilidad existe. Y mientras exista esa vaga posibilidad, no se puede decir con toda seguridad que el principio antrópico sea la prueba fi­nal de la existencia del Dios inteligente. Es un poderoso indicio, es verdad, pero no es una prueba. Esto forma parte de las habituales sutilezas de este Dios que intuimos como la existencia de una fuerza inteligente y consciente por detrás de la arquitectura del universo. Dios se esconde en un juego de espejos de una sutileza postrera, sustrayendo la prueba final y definitiva.
El universo fue concebido con un ingenio tal que revela esta inteligencia y con una afinación tal que revela ese propósito. Nuestra existencia no tendría la menor posibilidad de ser accidental, por el simple hecho de que todo lo que no contiene conciencia está determinado desde el principio. Y solamente el ser humano posee la libertad de una conciencia que puede elegir entre sucesos posibles, desde los que carecen de importancia, hasta aquellos que impliquen la adhesión hacia el bien o hacia el mal. Siempre libertad ha sido una enorme palabra.Como siempre, la palabra final para cada uno se pronunciará en el territorio de nuestras conciencias mediante la adhesión libre (o no) de una fe que nos haga parte intencionada y querida de un amoroso plan de vida.

martes, 5 de junio de 2012

El humo de Satanás ha entrado en el Vaticano - por gabriel andrade

Hasta hace no demasiado tiempo, las sociedades secretas y el Vaticano como corporación, estaban enfrentados en una guerra de poder a muerte. Eran frecuentes las encíclicas papales condenando la masonería y toda suerte de sociedades secretas, excomulgando a cualquier cristiano que adhiriera a ellas. La causa que más se publicitó acerca de ese enfrentamiento era que la Iglesia percibía que las sociedades secretas practicaban rituales y creencias de origen pagano. Pero en realidad -y con mucha más fuerza desde la fundación de la sociedad masónica de los Illuminati de Baviera- era fácil percibir que el motivo de la lucha no era otro que una pugna por el poder.

Durante toda la Edad Media y la Moderna el poder político en Europa estaba en mayor o menor medida concentrado en el papado y las monarquías. La burguesía comercial y financiera, si bien financiaba a esos poderes políticos sabía que la única forma de aumentar su dominio en Europa era socavar las bases del poder tanto de los papas como de los reyes. Por lo tanto se asociaban secretamente para llevar a cabo sus objetivos. Buena parte del financiamiento que recibieron tanto los científicos e investigadores como los medios de comunicación en siglos pasados provenía de miembros de esas sociedades, quienes por medio de la ciencia y la prensa deseaban demostrar que las doctrinas religiosas del Vaticano eran equivocadas y que las casas reales europeas no tenían "derecho natural" alguno a ocupar sus lugares.

Las sociedades secretas -más allá de las prácticas ocultistas y a veces satanistas de las cuales sus enemigos más encarnizados las acusan, algunas veces con causa y razón justificada- se oponían al régimen político, social y religioso imperante en Europa no tanto por cuestiones ideológicas, religiosas o morales, sino como una forma efectiva de acumular poder en los estamentos en los que les estaba vedado. Es por esta causa que en general estaban -y están- compuestas por partidarios acérrimos de la forma republicana de gobierno de la “democracia”, no como producto de un deseo liberar a las masas de la opresión que podían padecer por el poder abusivo de reyes y papas, sino como alternativa política para alzarse con el poder. Esto -y ninguna otra motivación- fue lo que las impulsó a apoyar financieramente la serie de revoluciones que determinaron los cambios políticos en Europa y los Estados Unidos hacia la forma republicana (democráticas) de gobierno, demoliendo el poder de los rivales.

Principalmente a través de los papas Pío IX y León XIII, la institución católica respondió con durísimas encíclicas que otros papas posteriores citaron repetidamente o profundizaron hasta que, principalmente luego de la Segunda Guerra Mundial, poco y nada hicieron para impedir su avance. Más aún, durante el largo papado de Juan Pablo II, el tercero más largo de la historia, prácticamente ningún documento fue elaborado en el Vaticano contra la actividad de su antiguo enemigo mortal. ¿Por qué?



Cuando Napoleón fue derrotado en Waterloo (1815), mediante el Congreso de Viena se diseñó el nuevo mapa europeo. Entre las disposiciones de ese congreso se convino en devolverle al papado algunas de las tierras que Napoleón le había confiscado. Esos territorios, gobernados directamente por los papas, constituían los denominados "Estados pontificios", abarcando cuatro áreas geográficas italianas (el Lazio, la Umbria, las Marcas y la Emilia-Romagna) y reconstituyéndose así en la fuente de los ingresos papales a través de la recaudación de impuestos sobre la actividad económica.

Pero entre 1850 y 1870 los Estados pontificios vieron recortados progresivamente esos dominios, que se iban anexando a los reinos que luego conformarían lo que hoy es Italia. Fue entonces cuando los papas emitieron las más duras encíclicas contra la masonería y las sociedades secretas, dado que eran los Carbonari, la Giovane ltalia y la masonería -las sociedades que más luchaban para unificar el país- fueron despojando al papado de sus territorios y de sus fuentes de recaudación.

Desde 1850 entonces, el Vaticano debió recurrir regularmente a préstamos externos que eran otorgados por las casas bancarias de la familia Rothschild, paradójicamente, principal impulsora de la más anticatólica de todas las sociedades secretas: los Illuminati de Baviera. En 1860, a fin de pagar los intereses de esas deudas y los gastos corrientes del papado, se estableció el actual sistema: el "óbolo de San Pedro", por medio del cual las diócesis extranjeras debían aportar una proporción de sus ingresos al Vaticano. Como desde la Guerra Civil norteamericana los Estados Unidos no cesaría de crecer hasta transformarse en la primera potencia mundial, las diócesis de ese país se fueron transformando en las primeras aportantes de los recursos económicos con los que cuenta la Santa Sede; con lo que también se fueron estrechando los vínculos entre el Vaticano y las grandes empresas norteamericanas.

Con esto, el Vaticano vio aumentar sus ingresos económicos cada vez que un gran crecimiento de la economía norteamericana hacía florecer a sus diócesis y por el otro los grandes capitales norteamericanos fueron logrando que la Iglesia Católica, aún muy fuerte en Europa y América latina, "facilitara" la imposición de la agenda globalizadora. Es por esa causa principalmente que el Vaticano no levantó la voz ante la dura represión militar de los años setenta contra movimientos latinoamericanos de índole socialista, ni ante la intensa campaña privatizadora que se vivió en las naciones latinoamericanas durante la década de los noventa. Por lo mismo, existe una especie de veto tácito proveniente de los poderosos cardenales norteamericanos a la posibilidad de que sea electo un papa latinoamericano: la idea sería impedir cualquier atisbo de "progresismo religioso" que pueda complicar la agenda globalizadora de la elite.

Los lazos de la propia Iglesia Católica norteamericana con los objetivos de las principales corporaciones de los Estados Unidos y la CIA siempre han sido muy estrechos. Pero si la dependencia de los fondos de sus diócesis extranjeras por parte del Vaticano desde 1870 ha ayudado a tejer fuertes lazos entre Roma y Wall Street, éstos no son de ninguna manera los únicos.

En 1929 se firmó el Tratado de Letrán entre el Vaticano y el gobierno de Mussolini, el cual estaba destinado a zanjar definitivamente los pleitos de la Iglesia Católica e Italia ocasionados por el despojo de los Estados pontificios. El gobierno de Mussolini acordó, entre otras cosas, brindar al papa una compensación de 90 millones de dólares de la época por la confiscación de los Estados. Además, Italia se encargaría de sufragar los sueldos y gastos de los sacerdotes italianos, lo que constituyó una manera de que éstos no levantaran la voz ante un acuerdo que podía resultarle escandaloso a muchos que estaban enterados de la "letra chica" del pacto.

Fue entonces cuando el Vaticano de Pío XI contrató los servicios de un financista llamado Bernardino Nogara con la intención de que invirtiera esos fondos a su leal saber y entender sin ninguna consideración religiosa, simplemente teniendo en cuenta su propia estimación personal de rentabilidad y riesgo hacia diferentes activos financieros. Entre los años treinta y fines de los años cincuenta, Nogara fue un personaje sumamente poderoso en el Vaticano al lograr que los fondos se multiplicaran. A inicio de los años setenta, ya creada oficialmente la banca vaticana (IOR: Instituto para las Obras de Religión) esos fondos habrían llegado a superar los 500 millones de dólares. Entre las empresas en las cuales Nogara invirtió los fondos se cuentan Shell, Esso, General Electric, General Motors, JP Morgan, Chase Manhattan Bank y -según se especula- hasta empresas de armamentos. Las operaciones se hicieron generalmente a través del banco que había adquirido en parte minoritaria el Vaticano en los Estados Unidos: el Bankers Trust. Así, el Vaticano se convirtió en socio minoritario de los intereses de los sectores estadounidenses más relacionados con las propias sociedades secretas contra las cuales los papas antecesores intentaban luchar, asociándose con los elitistas clanes familiares como los Rothschild y los Rockefeller que manejan enormes megacorporaciones e influyen en forma determinante en las sociedades secretas.



Ahora bien, durante las décadas de 1930 y 1940 la Iglesia Católica comenzó a tener otro "socio adicional": el régimen nazi de Adolf Hitler que impuso un impuesto proporcional sobre todos los salarios alemanes para uso exclusivo y discrecional del Vaticano, dado que, al igual que Mussolini, no sólo necesitaba una religión "de Estado", a pesar de sus propias creencias paganas, sino que además no deseaba "propaganda hostil del Vaticano", conocedor de sus lazos con Nogara y Wall Street.

Ese impuesto, llamado "Kirchenesteuex", nunca fue derogado, y contribuye a explicar la existencia actual de un papa alemán, más allá de su afinidad ideológica con el sector que hoy predomina ampliamente en la Iglesia: el más reaccionario.

Como se ve, este factor puede explicar también en buena medida la "neutralidad" del papa Pío XII en la Segunda Guerra Mundial frente a los dos bandos en lucha, su asentimiento tácito a muchas de las políticas de Hitler -e incluso la red secreta en la que se habría involucrado el Vaticano junto con la propia CIA- en la posguerra para sacar jerarcas nazis de Europa. La relación con Hitler también se había fortalecido por otros motivos: Bernardino Nogara había hecho, a principios de los años treinta, fuertes inversiones en empresas italianas que colaboraban estrechamente con el régimen de Mussolini y sus planes bélicos expansionistas. La relación se acentuó con la "súbita desaparición" del antibelicista Pío XI justo antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, y su reemplazo por Eugenio Pacelli (Pío XII) hermano de Francesco Pacelli, el cardenal que hizo excelentes lazos personales con funcionarios del régimen nazi durante los años treinta, cuando se encontraba destacado en Alemania.

Con la excepción del régimen comunista de la Unión Soviética que había prohibido desde su propio inicio el culto religioso, el papa era "amigo de todos".

Pero nada es gratis, y ese florecimiento de la riqueza financiera vaticana trajo aparejado un inconveniente adicional: como una proporción muy alta de los fondos invertidos por Nogara estaba colocada en acciones de empresas norteamericanas cotizantes en Wall Street, las finanzas del Vaticano quedaban atadas de pies y manos a los beneficios de las megacorporaciones estadounidenses. Por lo tanto, su dependencia de las grandes empresas norteamericanas se daba por partida doble: por un lado, sus ganancias dependían -y dependen- de la "generosidad" de las donaciones de particulares, empresas o fundaciones estadounidenses, a las diócesis de los Estados Unidos. Por el otro, un alza de las acciones en Wall Street hace más rico al Vaticano, mientras que una baja lo empobrece. No debe extrañar en absoluto entonces que desde finales de la Segunda Guerra Mundial la sumisión de la institución católica a los grandes intereses de Wall Street haya ido en aumento.

En 1972 el papa Paulo VI había pronunciado una extraña frase en la homilía del 29 de junio: “De alguna grieta, el humo de Satanás ha entrado en el Vaticano”.

La referencia a Satanás tiene un significado más que “sonoro” en relación a la masonería. Paulo VI estaba diciendo que las sociedades secretas se habían infiltrado en el Vaticano con varios de sus miembros ocupando altos puestos dentro de él.

Lo cierto es que a su muerte el poder político y financiero de los Estados Unidos y Londres deseaba que accediera al papado un cardenal conservador que bloqueara los avances de la Teología de la Liberación, que se consideraba "filomarxista", en América Latina, región muy densamente poblada por católicos. Se trataba justamente del momento en que era funcional a esos centros de poder la existencia de dictaduras militares en todo el continente -las cuales mantenían excelentes relaciones con los sectores más conservadores de la institución católica- y que aplicaban teorías económicas neoliberales de neocolonización.

A su vez, los cardenales sindicados como masones infiltrados -en una lista de miembros de la logia P-2 publicada en Il Giornale de Turín por el periodista Mino Pecorelli, quien luego fuera asesinado- eran nombrados Jean Villot y Paul Marcinkus, y otras fuentes señalan a Poletti, Baggio y Casarolli- deseaban evitar a toda costa cualquier atisbo de renovación en el Vaticano. No solamente compartían los intereses ideológicos de sus nuevos socios, los núcleos protestantes de poder en Nueva York, Washington DC y Londres, sino que necesitaban evitar que se destapara un gran escándalo financiero con la banca relacionada con la Santa Sede y en parte, propiedad del Vaticano. Lo peor es que esa relación financiera involucraba a la institución católica en el lavado de dinero de la droga y tráfico de armas, fondos de la mafia, y más.

Varios de esos cardenales masones dirigían las finanzas vaticanas. El Opus Dei también reclamaba un candidato conservador, y estaba alineado, por una confluencia de factores, con la CIA y la masonería. A la muerte de Paulo VI, el candidato de estos sectores era el "ultraconservador" Siri, y su oponente, Giovanni Benelli, era un progresista nato. Pero había un empate técnico y ninguno podía llegar al papado. Era necesario encontrar un tercer candidato y fue gracias a la incesante actividad de Benelli que surgió como papa Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, quien era un progresista que quería depurar a la Iglesia de los miembros corrompidos que habían afectado y ensuciado al catolicismo con rarísimos movimientos financieros. También quería extender la actividad de los teólogos de la liberación en América Latina, dado que consideraba que la Iglesia debía aproximarse al pueblo. El obispo John Magree declaró mucho tiempo más tarde (los medios de comunicación no lo reflejaron) que Juan Pablo I le confesó varias veces que su papado sería muy corto y su sucesor sería "El Extranjero" (Wojtyla estaba sentado casualmente justo frente a Luciani en el cónclave que eligió a este último como papa).

Luciani sabía de la connivencia de los sectores más reaccionarios y conservadores de la Iglesia con los oscuros centros de poder de la CIA con su socio la mafia siciliana, la masonería, el Opus Dei y las altas finanzas. Es claro que entreveía su próxima muerte, y muy probablemente su reemplazo por Wojtyla, dado que no estaba dispuesto a ceder en sus convicciones y sabía muy bien el tamaño formidable de los intereses a los que se estaba oponiendo. Más precisamente lo sabía desde mucho antes de que tuviera una muy agria discusión con Marcinkus, cuando lejos aun de ser papa era Patriarca de Venecia, dado que aquél había vendido la Banca Cattolica del Veneto, la cual hasta entonces daba pequeños préstamos a las clases medias y bajas venecianas y de zonas aledañas. Marcinkus vendió ese banco católico al siniestro Banco Ambrosiano, y de nada sirvieron las arduas intervenciones del cardenal Luciani por evitarlo.

El cardenal Benelli, enrolado en la línea de Luciani, también lo sabía muy bien. Pero Luciani no tenía la fuerza de Benelli, y el "bloqueo" a su nominación como papa por las partidarios del cardenal Siri había arruinado las oportunidades de que el cardenal italiano más progresista -verdaderamente fuerte y sagaz- llegara a la silla de Pedro.

Quizás otra hubiera sido la historia. Al menos Benelli, moviéndose con sagacidad, pudo lograr el nombramiento de Luciani, dado que en ese mismo cónclave ya se manejaba la posibilidad muy seria de que Wojtyla, un incondicional del grupo CIA-Opus Dei-masonería, fuera firme candidato al puesto ante el "bloqueo" del propio Benelli y su archienemigo Siri.



Pero la situación puede comprenderse aun mucho más allá de los elementos ideológicos y geopolíticos involucrados en la conformación de esa "extraña" y non sancta alianza tripartita, si se entiende en detalle lo que estaba ocurriendo en forma específica con las finanzas vaticanas. Ocurre que los ingresos del Vaticano venían cayendo en relación con su incremento en los gastos. Como el Vaticano no genera ningún "producto de exportación", la financiación de los déficit se tornaba difícil. A fin de facilitar el financiamiento de esos déficit, Paulo VI había nombrado al arzobispo de Chicago, Paul Marcinkus, como jefe del Banco Vaticano (Instituto para la Orden de la Religión - IOR). Marcinkus tenía fuertes vinculaciones con la banca internacional, y se suponía que podía hacerse cargo con mayor eficiencia de las finanzas vaticanas. Era el precio que había que pagar para obtener financiamiento, dada la membresía de muchos de los más prominentes banqueros occidentales respecto de las sociedades secretas. De otra manera no estarían en sus puestos en muchos bancos, pues las sociedades secretas y sus organizaciones de superficie son las asociaciones mediante las cuales la elite financieras toma contacto con personas con características promisorias y elige a los directivos de sus empresas.

Desde mediados de los años setenta el Vaticano se habría prestado a un acuerdo con el socio italiano de la banca estadounidense: la Mafia siciliana, que no es más que otra sociedad secreta, pero dedicada exclusivamente a negocios ilegales e inmorales, sin entrar en consideraciones geopolíticas, geoestratégicas, ni de cualquier tipo que no tengan que ver con el dinero contante y sonante. Cabe agregar además que la Mafia ya venía colaborando estrechamente con la CIA desde finales de la Segunda Guerra Mundial (cuando la CIA se llamaba OSS) dado que Mussolini la perseguía tanto como a los aliados.

El acuerdo, entonces, habría sido el siguiente: el Vaticano prestaba su banco (IOR) para que la Mafia pudiera girar fondos al exterior (sobre todo a Suiza), al ser el único banco italiano exento de las duras restricciones a la fuga de capitales que había en aquella época en Italia, y a cambio podría quedarse con una muy generosa comisión sobre los fondos girados. Al poco tiempo, el acuerdo se complementaría con otro mucho más estrecho, dado que por medio del mismo el Banco del Vaticano se asociaba a capitales provenientes de bancos occidentales, especialmente de la Mafia y de la logia masónica Propaganda Due (P-2), manejada por Licio Gelli -socio de la CIA-, a fin de manejar por partes iguales el Banco Ambrosiano. El acuerdo podría representar muy buenas fuentes de ingresos para el Vaticano, pero los directivos del Banco Ambrosiano vaciaron al mismo en los años setenta, de modo que cuando el Banco de Italia auditó sus cuentas descubrió un faltante de cientos de millones de dólares de entonces, factor que precipitó la intervención oficial del Banco Ambrosiano y su posterior liquidación. Pero la investigación oficial no terminó allí, sino que llegó hasta el propio Banco Vaticano (IOR), de tal manera que la conexión entre el Vaticano y la Mafia quedó al descubierto, como también el hecho de que parte de los fondos del Vaticano provenía del crimen organizado.

Albino Luciano no sólo estaba muy al tanto de todo desde mucho antes, a raíz de aquella rara venta de la Banca Cattolica del Veneto al masónico Banco Ambrosiano, y sus protestas cayeron en saco roto dado que Paulo VI era involuntario prisionero de los crónicos problemas financieros de la Santa Sede y del eje Villot-Marcinkus-Siri-Baggio-Poletti-Casarolli.

Luciani también sabía que el Vaticano estaba operando como una suerte de "paraíso fiscal" por medio del cual la Mafia y la logia P-2 podían sacar de Italia cientos de millones de dólares sin control alguno, dado que su banco era extraterritorial, y sin pagar impuestos ni ser afectado por las regulaciones del mercado cambiario que en aquel momento la Banca de Italia establecía sobre todos los movimientos de capitales desde y hacia el país.

Lo cierto es que el Vaticano había dejado en manos de sus nuevos socios, los miembros de la P-2, el manejo del Banco Ambrosiano. Al quebrar éste, se encontró de la noche a la mañana, merced al fraude hecho por sus directivos Michele Sindona y Roberto Calvi, con un pasivo imprevisto de 500 millones de dólares de la época, por el cual debía responder. La situación financiera era sumamente difícil para la Iglesia, que sólo poseía las riquezas que Bernardino Nogara había dejado a través de su serie de inversiones en grandes empresas de Wall Street, pero no tenía ni un centavo más. El "agujero negro financiero" fue finalmente cerrado merced a préstamos que obtuvo el cardenal Casarolli gracias a sus excelentes contactos con importantes bancos y sociedades secretas, pero los préstamos son eso: deudas que un día hay que pagar.

El Vaticano había postergado -y no solucionado- un grave problema.

Cuando murió Paulo VI, el Vaticano ya habría estado virtualmente en manos de los prestamistas y sus asociadas: las sociedades secretas. Cuando se eligió como papa a Juan Pablo I, se pensaba en la posibilidad de convencerlo para que continuara manteniendo en secreto la precaria situación financiera y la enorme serie de "trapos sucios". Pero Luciani, lejos de mostrarse como el clérigo sumiso y dominable que muchos pensaban que era, parece haber decidido depurar a la Iglesia de sus miembros masónicos, expulsar a Marcinkus y ventilar ampliamente a la prensa la situación. Iba a comenzar, más precisamente el día posterior a su muerte. El té que le sirvieron a Luciani la noche anterior a lo que habría sido su envenenamiento, determinó que no lo pudiera hacer y también un brusco cambio en la historia tanto del Vaticano como de sus relaciones con el mundo, la Mafia, la CIA, el Opus Dei, la masonería, con la propia Unión Soviética y hasta con el nacimiento de la globalización...

Tras la muerte de Luciani era necesario elegir un sucesor que se prestara a seguir tapando la complicada situación y, a la vez, se hacía imprescindible conseguir financiamiento para salir de la ruinosa situación financiera. Allí entró a jugar el Opus Dei y su candidato, el polaco Karol Wojtyla, como el propio Luciani previó. El Opus Dei podría brindar el financiamiento que la Iglesia Católica necesitaba merced a sus estrechos lazos con Wall Street, pero el problema sería qué hacer con la "vieja guardia" masónica, que ocupaba prominentes puestos en el Vaticano. En aquellos tiempos, el Opus Dei, tradicionalista a pie juntillas, seguía la doctrina oficial de la Iglesia y no soportaba escuchar hablar de la masonería y las sociedades secretas que eran sus enemigas. No hay que olvidar que el Opus Dei nació en la España de Franco amigo íntimo de su fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, con el apoyo tácito del Generalísimo, que estaba empeñado en una verdadera cruzada antimasónica. Pero todo alejamiento puede arreglarse cuando la necesidad aprieta, y mucho más precisamente cuando la misma viene del bolsillo. Fue en ese momento, entre la muerte de Luciani y el advenimiento del cardenal polaco con vocación de actor como posible sucesor, cuando se produjo un pacto entre el Opus Dei y la masonería: el Opus Dei proveería de financiamiento constante al Vaticano y respetaría los puestos de los cardenales y otros religiosos masones. Además, el asesinato de Luciani no sería investigado, se lo taparía como una muerte natural. A cambio, el Opus Dei obtendría el papado con un cardenal muy afín, coparía una serie de altos puestos y dictaría la línea oficial de la Iglesia alejándola de cualquier actitud progresista. Y todos contentos: el Opus Dei, la masonería infiltrada al más alto nivel, y por supuesto la CIA, con la "vía libre" para lanzar sus proyectos en América Latina, incluir a los nuncios papales entre los "influyentes" que respaldaban a los dictadores e incluso comenzar a derribar a la Unión Soviética del todo.

La caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético incluía la provocación de un gran clima de agitación social en Polonia, que iba a ser llevado a cabo por el sindicato Solidaridad dirigido por Lech Valesa y debía ser financiado por la CIA. El problema era que la CIA no contaba con medios humanos para sostener los grandes movimientos sociales que se desarrollarían en Polonia. La agencia no podía girar fondos a un banco polaco para que un agitador los retirara porque en Polonia, en aquella época tras la "Cortina de Hierro", había control de cambios y los fondos podían ser fácilmente identificados por las autoridades monetarias. Juan Pablo II coincidía con la posición de Reagan y Bush padre en el sentido de que el comunismo era el peor de los males que asolaban a la Tierra, por lo que los fondos se distribuyeron a través de miembros afines a la Iglesia Católica polaca.

Pero la colaboración de Juan Pablo II con la elite globalista no se limitó a desestabilizar al régimen soviético. A lo largo de su pontificado, el papa dio cada vez más preeminencia al Opus Dei, constituyéndolo en prelatura personal y elevando a la categoría de santo a su fundador Josemaría Escrivá de Balaguer. El Opus Dei se ha constituido en una entidad de gran poderío económico y financiero en América latina, España y los Estados Unidos, donde varios de sus miembros ocupan puestos muy prominentes en Wall Street. Asimismo, nombró a muchos de sus sacerdotes como cardenales, y su actuación fue determinante a la hora de elegir a Joseph Ratzinger como nuevo Papa. Vale la pena mencionar especialmente al español Julián Herranz y a dos cardenales colombianos: Darío Castrillón Hoyos y Alfonso López Trujillo. Los tres organizaron conciliábulos previos al cónclave para que Joseph Ratzinger fuera Papa. Y un detalle posterior, el cardenal chileno Errazciuz, encumbrado como presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana y el Caribe es señalado como el responsable de falsificar los documentos de la última conferencia latinoamericana y el caribe de Aparecida del 2007, respondiendo a los intereses de su pertenencia al Opus Dei.

Este tradicionalismo católico de Ratzinger y Wojtyla se corresponde muy bien con el gran tradicionalismo y conservadurismo de las doctrinas del Opus Dei, enfrentado con las tendencias tercermundistas de muchas organizaciones católicas latinoamericanas que permitieron la aplicación de las políticas liberales y la privatización de recursos naturales y de empresas públicas en Latinoamérica, donde la población es mayoritariamente católica.

El Opus Dei correspondió de forma muy generosa al Vaticano por "inclinar la balanza" de la correlación de fuerzas en la Iglesia Latinoamericana a favor de sus tendencias tradicionalistas -y en contra de los grupos tercermundistas que podrían haber sido un duro obstáculo al liberalismo y a las privatizaciones latinoamericanas-, ayudando a engrosar el presupuesto del Vaticano, que hasta antes de Juan Pablo II mostraba muy fuertes "rojos" que ponían en peligro su estabilidad financiera. Lo hizo mediante donaciones sistemáticas a la Santa Sede por montos de hasta el 30% de los gastos de la misma, según una especie de "acuerdo tácito" de repartija de favores.

En realidad, Karol Wojtyla era un adepto del Opus Dei desde mucho tiempo atrás. Mucho antes ya de la muerte de Paulo VI pertenecía a una sociedad del Opus Dei llamada Priestly Society of the Holly Cross (Sociedad Fraternal de la Santa Cruz). Cada vez que Wojtyla viajaba a Roma por asuntos religiosos como arzobispo de Cracovia, desde años antes de su llegada al papado, pernoctaba en una de las sedes del Opus Dei en esa ciudad, donde tenía la oportunidad de conversar e intercambiar pareceres con algunos de los más importantes miembros de esa organización, quienes así comenzaron a estrechar lazos con él, a quien podían ver cada vez más como un potencial papable. Durante el papado de Paulo VI, la organización había obtenido algunas ventajas dentro de la jerarquía católica, pero era aún un sector muy minoritario, y el propio Paulo VI parecía desconfiar de ella, y le negaba, cada vez que podía, el estatus de prelatura personal. El propio Escrivá de Balaguer, su fundador, había ofrecido a Paulo VI apoyo monetario para la alicaída situación financiera del Vaticano, pero no había obtenido resultado alguno. Por lo tanto, los miembros del Opus Dei consideraban que debía ser sucedido por algún cardenal muy afín a su visión conservadora y tradicionalista en lo religioso, pero librecambista y privatista en lo político y económico. Durante su papado, Juan Pablo II no se quejó -más allá de lo meramente declamatorio- de los excesos visibles de pobreza, marginalidad y desempleo que la globalización provocaba crecientemente.

Tampoco -más allá de cortas declaraciones formales- trató de impedir las guerras en que los Estados Unidos incursionaron durante su pontificado, y ni siquiera se refirió a la serie de guerras desatadas en Yugoslavia durante toda la era Clinton. Se limitó a viajar incesantemente a países pobres, buscando el aplauso fácil de las masas católicas, llevando mensajes de fe vacíos de contenido efectivo. Esos viajes, generalmente de contenido propagandístico, ayudaban a reforzar una fe católica primaria y narcotizante en las masas empobrecidas, pero Juan Pablo II en vez de condenar las políticas liberales con toda crudeza e insistentemente -lo que habría radicalizado los sentimientos antiglobalizadores de vastas poblaciones- se limitó sonreír, mostrarse y bendecir sin hacer ni decir de más.

No le faltaba razón a Paulo VI entonces cuando señalaba que por alguna grieta el "humo de Satanás" había ingresado al Vaticano. Pero lo que no se puede dejar de notar es que el origen y la extensión de esa profunda grieta no podían dejar de ser conocidos por casi todos los papas del siglo XX, quienes sin embargo, al igual que el actual Benedicto XVI, optaron por silenciar el tácito pacto perverso existente entre Roma y Wall Street y dejar de hostilizar a las sociedades secretas, dado que Estados Unidos es el paraíso de las mismas (en el año 1900 existían más de 600, según Albert Stevens), y ellas son funcionales a los intereses de las corporaciones anglo-norteamericanas.



Con respecto a Ratzinger, hay que decir que es el digno descendiente natural de Juan Pablo II, superando en actuación reaccionaria a su antecesor. Juan Pablo II, entre 1978 y 2005 tuvo suficiente tiempo como para designar su sucesor, nombrando, en esos 27 años, una abrumadora mayoría de cardenales filosóficamente afines a su agenda conservadora, factor que ha hecho perder ascendencia a la Iglesia Católica sobre sus fieles, la mitad de los cuales se concentra hoy en América latina, y una parte importante restante en Europa. Esa pérdida de ascendencia es un hecho muy deseado por la elite, socia y creadora de las sociedades secretas, dado que una Iglesia muy cercana a la gente podría resultar un enemigo muy digno de la agenda globalizadora de la elite.

Los pueblos de muchas naciones latinoamericanas y europeas podrían canalizar buena parte de su disgusto contra la globalización a través de una institución como la Iglesia, la cual, si estuviera muy cercana a las poblaciones, bien podría constituirse en un poderoso factor antiglobalización. En vez de ello, durante la era de Juan Pablo II, más allá de sus frecuentes viajes apostólicos, la persistencia casi obsesiva del Vaticano en negarse a dejar de lado algunos de sus dogmas más anticuados como la grave situación de pecado mortal para quienes acepten mecanismos anticonceptivos, se divorcien o formen parejas homosexuales, alejó a muchísimos fieles. Como se observa, el catolicismo oficial a sido mucho más que una religión: una verdadera institución terrenal con el poderío suficiente para disputar durante casi diecisiete siglos el poder de los más importantes reyes europeos. Pero ésta también resultó muchas veces una maquinaria recaudatoria de dinero mediante nefastos mecanismos como la Inquisición o diversos impuestos, cuyas víctimas resultaban precisamente los incipientes miembros de las burguesías, hermanados en sociedades secretas.

El hecho de que Ratzinger sea más conservador que su antecesor quedaba claro tan sólo con el dato, muy difundido, de que en su adolescencia perteneció a las Juventudes Hitlerianas.

Ratzinger expresó, en su homilía navideña Urbi et orbe de 2005, una extraña llamada a un "Nuevo Orden Mundial", al igual que lo hizo años antes su antecesor Juan Pablo II y, entre otros, también lo había hecho George Bush padre, este último significativa o casualmente el día 11 de septiembre de 1990, en un famoso discurso. Muchos otros personajes "poderosos", como Gorbachev pronunciaron "coincidentemente" esa misma expresión muchas veces, en público y frente a toda la prensa. "Nuevo Orden Mundial" es la frase que está en latín (Novus Ordo Seculorum) en el reverso del billete de un dólar bajo la pirámide partida en su cumbre con y por el "Ojo que Todo lo Ve", característica de las sociedades secretas.

Pero haciendo la vista gorda a su antiguo enemigo, el Vaticano eligió faltar a todo profetismo que le es misión, traicionar el Evangelio y a la causa de Jesús de Nazaret sin condenar jamás la permanencia ilegal de los Estados Unidos y el Reino Unido en lrak, las amenazas permanentes de los Estados Unidos a Irán, la invasión y destrucción de El Líbano por parte de Israel y las crecientes tensiones occidentales contra Siria. Nada dijo Ratzinger acerca de las permanentes agresiones e intromisiones de los Estados Unidos en terceras naciones, generalmente islámicas y donde se concentran los recursos petrolíferos y gasíferos, ni contra la globalización, empobrecedora creciente de las masas populares de países pobres y ricos, ni sobre la acumulación de capital en manos de la elite globalista que aumenta su poder día a día. Las posteriores "disculpas" del Vaticano no pueden borrar el mensaje, mucho menos porque fue leído y no improvisado.

Entre los sectores partidarios del más acérrimo tradicionalismo católico y las sociedades secretas de naturaleza "pagana" parece haber un complaciente grado de colaboración. Si observamos hacia el pasado, encontraremos que si bien muchos papas se han expresado en forma pública contra las sociedades secretas, instrumentos de poder de la elite globalista, no resulta infrecuente encontrar en el papado miembros de prominentes familias de banqueros o de la más rancia nobleza italiana. Según el autor católico Claudio Rendina en su obra The Popes: histories and secrets (Los papas: historias y secretos), los condes de Tuscolo tuvieron cinco papas, los condes de Segni: cuatro, las aristocráticas y ricas familias Savelli, Orsini y Médici: tres cada una, y las opulentas familias Anici, Caetani, Borgia, Colonna, Castiglioni, Della Rovere, Fieschi y Piccolomini, dos cada una. Es necesario hacer notar que esa lista está compuesta sólo de miembros de los respectivos clanes aristócratas. No incluye todos aquellos papas que muchas de las mismas familias lograron nombrar con el correr de los siglos a raíz de su influencia, dado que el sombrero de cardenal -puesto necesario para ser papable- se compró y vendió como una cara mercancía durante siglos. Por obvias razones, sólo selectas familias adineradas y aristocráticas podían acceder al cardenalato.

Después de 20 siglos esta institución ya poco tiene de herencia con aquella iglesia formada por Jesús de Nazaret y sus discipulos.



Por lo tanto, cabe concluir que el presente y el pasado reciente de la institución católica no distan demasiado de siglos anteriores, cuando tras cónclaves presuntamente asépticos, los círculos de poder económicos lograban nombrar papas afines que convalidaran las guerras, invasiones y otros actos de barbarie que los grupos más elitistas debían llevar a cabo para hacerse de los recursos naturales o con las zonas geoestratégicamente vitales para sus cometidos. Tampoco se puede negar la penetración de las sociedades secretas en el propio corazón de la Iglesia Católica en siglos pasados.

Las actuales asociaciones non sanctas de miembros de la institución católica con las sociedades secretas no son algo nuevo, sino que abundan en su historia. Sin embargo, hay que señalar que el grado de asociación del Vaticano con los intereses de la elite desde la Segunda Guerra Mundial. y de manera cada vez más progresiva, constituye un peligro mucho más importante para el mundo y para la fe liberadora de Jesús y su proyecto político del Reino de Dios, que la actividad cercana a los bancos y a las sociedades secretas que muchos papas pudieron haber tenido en el pasado.

Esto se debe, sobre todo, a que ya no estamos tanto en un mundo dividido por naciones o ideas enfrentadas, sino bajo el imperio de la globalización que excluye, descarta y mata.

Hemos visto cómo la elite globalista ha sabido manejar a uno de sus otrora enemigos más poderosos: el Vaticano. El fervor religioso funcionó de hecho como anestésico para cohesionar a las masas y servir a los intereses de la elite. Los papados de Benedicto XVI y Juan Pablo II han sido funcionales al poder financiero de Wall Street, las megacorporaciones y las sociedades secretas tan odiadas por el Vaticano en otras épocas. De institución poderosa por peso y opinión propios, la institución católica se ha convertido cada vez más en un socio menor de la propia elite, a veces por su convicción anticomunista, pero en otras por problemas financieros. De tal manera, una de las instituciones supranacionales que mayor riesgo podría representar para la elite globalizadora, ya no sólo no representa peligro alguno, sino que además se ha convertido en uno de sus mejores aliados para llevar a cabo la globalización. No hay que olvidar que el ecumenismo que ha sido impulsado con fuerza desde el papado de Juan Pablo II ha sido establecido en forma bastante desigual: mientras se han estrechado fuertemente los lazos de la Iglesia Católica con el judaísmo y el anglicanismo (religión preeminente en la elite de negocios inglesa y estadounidense), el acercamiento a otras religiones como las distintas versiones del Islam o el budismo ha sido muchísimo menor. O sea, ha coincidido con la propia política exterior de los Estados Unidos en las últimas décadas, que observa como enemigos al fanatismo islámico en el corto plazo, y probablemente a China en el largo plazo.

El poder terrenal de la institución católica ha sido desastroso para la misión, el profetismo y la virtud de la iglesia comunidad fundada por Jesús de Nazareth y sus discípulos, desangrando su espíritu y denigrando su cuerpo.

La institución católica como tal ha traicionado el mensaje liberador de Jesús de Nazareth y su causa de la construcción del Reino de Dios por el que predicó, se manifestó y luchó, y por lo que fue perseguido, secuestrado, torturado y asesinado como subversivo político y religioso.

Traicionó sus opciones de vida al aliarse con aquellos a los que Jesús de Nazareth en su tiempo había rechazado y condenado.

Traicionó las comunidades fundada por Él y sus discípulos en las que reinaba un espíritu de horizontalidad, fraternidad, igualdad, inclusión y verdad; con una conciencia antiexcluyente, anticapistalista y antiimperialista.

Bien diría entonces San Ambrosio en el siglo IV, cuando el maridaje del Imperio Romano con la Iglesia Católica la transformó de una comunidad de fieles en una institución verticalista, cesárea y dictatorial: “los emperadores nos ayudaban más cuando nos perseguían, que ahora que nos protegen”...



Bibliografía de consulta:



Hitler ganó la guerra – Walter Graciano (Ed. Planeta - 2007)

Nadie vio Matrix – Walter Graciano (Ed. Planeta - 2007)

Jesuitas y masones – Töhötöm Nagy (Ed. Del autor - 1963)

La masonería - Catholic.net

Aproximación a la masonería - Fernando José Vaquero Oroquieta (Catholic Net)

La Iglesia y la masonería. Revista Scriptorium Victoriense, Nº 27. Año 1980.

¡Abrid las puertas a la masonería! - Brunelli, Lucio. Revista 30 días en la Iglesia y en el mundo, Nº 7 - Edición española - 1990).

La red del poder - Cervera, Juan Antonio (Ed. DYRSA. Madrid, 1984).

Esquema filosófico de la masonería - Espinar Lafuente, Francisco. (Ed. Istmo - 1981).

Síntesis de la historia de la Iglesia - Hughes, Philip. (Ed. Herder - 1984).

La franc-masonería vista por dentro - Leveder, Roger. (Ed. Obelisco - 1987).

Siete maestros masones. Símbolo, rito, iniciación. (Ed. Obelisco. Barcelona - 1987).

La Masonería y el poder - Vaca de Osma, José Antonio (Ed. Planeta - 1992).

Autoritarismo y democracia en la Biblia y en la Iglesia – Rubén Dri (Biblos – 1996)

La violencia en la iglesia – Camilo Masicce (Servicios Koinonia)

Infalible & absoluto – Claudio Fantini (Editorial del Nuevo Extremo – 2003)

Su santidad – Bernstein / Politi (Ed. Norma - 1996)

El poder y la gloria – David Yallop (Ed. Planeta - 2006)

La puta de Babilonia – Fernando Vallejo (Ed. Planeta - 2007)

La Iglesia increíble – Luis Perez Aguirre (Lumen – 1993)

¿Por voluntad de Dios? – David Yallop (Sudamericana – 1992)

La Iglesia Católica ¿una gran secta? – Leonardo Boff (Servicios Koinonia)

Catolicismo, sociedad, estado – Fortunato Mallimaci (Centro Nueva Tierra - 1997)

La cara oculta de la Iglesia – Héctor Ruiz Nuñez (de la Urraca – 1998)

La historia del cristianismo – Paul Johnson (Vergara – 1989)

La violencia en la iglesia – Camilo Masicce (Servicios Koinonia)

Iglesia: carisma y poder – Leonardo Boff (Sal Terrae – 1982)



miércoles, 28 de marzo de 2012

VIDA y ABORTO - por gabriel andrade

Desarrollo de la vida
La vida de un ser humano es un largo proceso que se inicia cuando de dos gametos -uno masculino y otro femenino- surge una nueva vida biológica, fruto de la fecundación, quien en las distintas etapas de su desarrollo recibe nombres distintos:
1º: cigoto: es la primera célula que resulta de la fusión de las células masculina y femenina.
2º: mórula: es el que aparece tras las primeras divisiones celulares en la que pronto aparecerá una diferenciación entre las células que formarán el embrión (embrión preimplantado o preembrión) y las destinadas a formar la placenta.
3º: blastocito: es la nueva fase en donde placenta y embrión anidarán en la pared del útero de su madre.
4º: feto: se encuentra en la fase cuando se van diferenciando sus órganos, unos antes que otros, durante todo el período embrionario, al tiempo que la placenta se desarrolla por completo. Así continúa su crecimiento mientras se produce la maduración funcional de sus órganos hasta que, en un momento dado, nacerá
5º: nonato: se llama así al recién nacido.
Y este proceso único continúa después del nacimiento, y el neonato se hace niño; el niño, adolescente; el adolescente, joven; el joven, adulto y el adulto, anciano.
Todos éstos son los nombres que distinguen las etapas de la vida de un solo ser biológico que surgió con la fecundación y que será el mismo hasta que muera, aunque su apariencia externa sea muy diferente en una u otra fase.
La discusión se plantea en el momento que este ser biológico califica de ser humano.
Unos plantean de que el hecho de que en una determinada fase de su vida el hijo necesite el ambiente del vientre materno para subsistir no implica que sea una parte de la madre. Es un hecho de que desde la fecundación tiene ya su propio patrimonio genético distinto del de la madre, y su propio sistema inmunológico diferente también del de la madre; por tanto, no por estar dentro forma parte de la madre. Así, la capacidad de subsistir fuera del seno materno ha de ser forzosamente ajena a la determinación del inicio de la vida humana, porque un recién nacido es también absolutamente incapaz de subsistir por sí mismo sin recibir los oportunos cuidados. El nacimiento determina un cambio en el modo de recibir el oxígeno y un cambio en el modo de alimentarse, pero el resto del desarrollo continúa el curso que ya se inició en la vida intrauterina.
La ciencia ha determinado estos períodos de desarrollo más notables:
A las dos semanas se inicia el desarrollo del sistema nervioso.
A las tres semanas de vida empieza a diferenciarse el cerebro, aparecen esbozos de lo que serán las piernas y los brazos y el corazón inicia sus latidos.
A las cuatro semanas ya empiezan a formarse los ojos.
A las seis semanas la cabeza tiene su forma casi definitiva, el cerebro está muy desarrollado, comienzan a formarse manos y pies, y muy pronto aparecerán las huellas dactilares, las que tendrá toda su vida.
A las ocho semanas el estómago comienza la secreción gástrica; aparecen las uñas.
A las nueve semanas se perfecciona el funcionamiento del sistema nervioso: reacciona a los estímulos y detecta sabores, pues se ha comprobado que si se endulza el líquido amniótico -en el que vive nadando dentro del vientre materno- ingiere más, mientras que si se sala o se acidula, lo rechaza.
A las once semanas ya se chupa el dedo, lo que puede verse en una ecografía.
La mayor parte de los órganos están completamente formados al final de la duodécima semana, y casi todos ellos funcionarán ya en la segunda mitad de la vida intrauterina. Pero hay cambios que no se producirán más que después de nacer: la primera dentición sólo aparece seis meses después del nacimiento, los dientes definitivos lo hacen hacia los siete años y algunas veces las últimas muelas no salen hasta bien avanzada la edad adulta. La pubertad, con todos sus cambios anatómicos y fisiológicos, irrumpe en la segunda década de la vida, y la capacidad reproductora en la mujer se inicia poco después de la pubertad y cesa en el climaterio.
Es decir sin discusión alguna, la vida en sí es un proceso único, que empieza en la fecundación y no se detiene hasta la muerte, con sus etapas evolutivas e involutivas.
El hijo desde su etapa intrauterina, es un ser por completo distinto de su madre, que se desarrolla y reacciona por su cuenta, aunque la dependencia de su madre sea muy intensa, dependencia que, por cierto, continúa mucho tiempo después del nacimiento. Ni siquiera forman parte del cuerpo de la madre la placenta, el cordón umbilical o el líquido amniótico, sino que estos órganos los ha generado el hijo desde su etapa de cigoto porque le son necesarios para sus primeras fases de desarrollo, y los abandona al nacer, de modo semejante a como, varios años después del nacimiento, abandona los dientes de leche cuando ya no le son útiles para seguir creciendo.

Aborto
La Medicina entiende por aborto toda expulsión del feto, natural o provocada, en el período no viable de su vida intrauterino, es decir, cuando no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir. Si esa expulsión del feto se realiza en período viable pero antes del término del embarazo, se denomina parto prematuro, tanto si el feto sobrevive como si muere.
El Derecho Canónico considera aborto la muerte del feto mediante su destrucción mientras depende del claustro materno o por su expulsión prematuramente provocada para que muera, tanto si no es viable como si lo es.

Concepciones filosóficas de persona
La concepción cristiana actual considera que desde que se produce la fecundación mediante la unión del espermatozoide con el óvulo, surge un nuevo ser humano persona distinto de todos los que han existido, existen y existirán. En ese momento se inicia un proceso vital esencialmente nuevo y diferente a los del espermatozoide y del óvulo, que tiene ya esperanza de vida en plenitud. Desde ese primer instante, la vida del nuevo ser merece respeto y protección, porque el desarrollo humano es un continuo en el que no hay saltos cualitativos, sino la progresiva realización de ese destino personal.
Así, desde que se forma el nuevo patrimonio genético con la fecundación existe un ser humano al que sólo le hace falta desarrollarse y crecer para convertirse en adulto. A partir de la fecundación se produce un desarrollo continuo en el nuevo individuo de la especie humana, pero en este desarrollo nunca se da un cambio cualitativo que permita afirmar que primero no existía un ser humano y después, sí. Este cambio cualitativo únicamente ocurre en la fecundación, y a partir de entonces el nuevo ser, en interacción con la madre, sólo precisa de factores externos para llegar a adulto: oxígeno, alimentación y paso del tiempo. El resto está ya en él desde el principio.
En la vida intrauterina este ser humano primero es un embrión preimplantado (hasta la llamada anidación, unos 12-14 días después de la fecundación, en que cabe la posibilidad de que de un mismo óvulo fecundado surjan gemelos); después es un embrión hasta que se forman todos sus órganos; luego, mientras éstos van madurando, un feto, hasta formarse el bebé tal como nace.
Así, no tendría sentido decir que un niño proviene de un feto, sino que él mismo fue antes un feto, del mismo modo que un adulto no proviene de un niño, sino que antes fue niño, y siempre es el mismo ser humano,
El que puedan llegar a existir dos seres humanos a partir de un mismo óvulo fecundado no significaría que antes de la división no haya ninguno, sino más bien que donde había uno -por un proceso todavía no bien conocido- llega a haber más de uno.
Hay que tener en cuenta que no es lo mismo individualidad que indivisibilidad. Un ser vivo puede ser individual, pero divisible; es el caso de las bacterias y otros microorganismos. Pero una bacteria no es un ser humano. ¿Y un embrión preimplantado lo es?
Aquí se desarrolla la diferencia esencial entre las concepciones en pugna.
Para unos, el que en una determinada época de su evolución biológica un ser vivo pueda ser divisible no invalida su carácter de individuo único en los momentos anteriores. El ser humano, como se ha dicho antes, hasta aproximadamente el día 12-14 de su evolución es individual, pero divisible, y a partir de la anidación es ya único e indivisible.
Para otros, esto es prueba suficiente para probar que este ente biológico no llega a ser un individuo como tal, por lo tanto no es persona ni ser humano.
En la opinión del eminente teólogo Leonardo Boff, referencia que se debe entender la vida humana como un proceso que nunca está terminada. El código genético, que conoce varias fases, se va desarrollando lentamente, hasta que el ser concebido adquiere una relativa autonomía. Incluso después de nacidos no estamos todavía terminados, pues no tenemos ningún órgano especializado que asegure nuestra supervivencia. Necesitamos del cuidado de los otros, del trabajo sobre la naturaleza para garantizar nuestra supervivencia. Todo este proceso es humano, pero puede ser interrumpido en una de sus fases. Esto querría decir que se produce la interrupción de un proceso que tendía a la plenitud humana, pero que no llegó a término. El aborto puede ser situado en este marco. Debemos proteger el proceso lo más posible, pero debemos también entender que puede ser interrumpido por razones aleatorias o por decisión humana. Ésta no está exenta de responsabilidad ética, pero debe tener en cuenta el carácter procesual de la constitución de la vida hasta alcanzar su autonomía. No es una agresión al ser humano propiamente dicho, sino al proceso que tendía a constituir un ser humano. Aunque entonces sería similar a la interrupción evolutiva de un niño o un puber que no ha alcanzado su madurez.

Breve Historia jurídica del aborto
En los Archivos Reales de China, casi 3.000 años antes de Cristo, se anota una técnica abortiva. Un papiro egipcio de 1.550 años antes de Cristo describe también algunas técnicas abortivas. Entre los griegos y los romanos, el aborto era una situación común. De ellos, se dice que «hicieron del aborto la base de una bien ordenada política de población». Sólo para la medicina greco-romana se ha llegado a catalogar más de 400 procedimientos de efectuar abortos. En estas culturas, el aborto, así como el infanticidio, estaban permitidos y socialmente aceptados. El historiador judío romanizado Flavio Josefo cuenta cómo se obstruían los desagües de la antigua Roma por los cadáveres de las niñas bebés, ya que para una familia romana era una desproporción tener más de una hija mujer, a diferencia de la cultura judía, a la que -sólo por este tema- era despreciada.
Santo Tomás de Aquino anotaba que el alma no estaba infundida en el embrión hasta que éste no se formara. Según su pensamiento, ningún ser humano tenía existencia en el período temprano de gestación. Creía que el aborto tenía que ser permitido en este período. Se pensaba que el feto sólo se convertía en ser humano a los 40 días para los varones, según Aristóteles, a los 80 días para las hembras, según sugiere el Levítico.
El Papa Gregorio IX en el siglo XIII declaró que el aborto era aceptado si se hacía antes de que el feto se moviera. Esta noción se mantuvo por 300 años, hasta que en 1588 el Papa Sixto V mediante la Bula Effraenatam, condenó el aborto y la anticoncepción. Sólo tres años más tarde, el Papa Gregorio XIV abolió todas las penas contra el aborto, excepto aquellas que se aplicaban al aborto contra un feto con alma (más de 40 días de embarazo). Esta norma se mantuvo hasta 1869 cuando el Papa Pío IX volvió a la condenación contenida en la Bula Effraenatam contra el aborto, decisión que la Iglesia Católica mantiene a partir de entonces, hasta hoy.
A partir de esta bula y su influencia en las legislaciones y el derecho, en algunos países el aborto se empezó a considerar como un crimen.
Luego, y entrado el siglo XX, se han producido varias modificaciones en esa situación: la Unión Soviética permitió el aborto en 1920, y en la década de los 30 se añadieron varios países escandinavos y posteriormente otros del Este de Europa entonces bajo la dominación soviética, así como Japón. A partir de finales de los años 60 se va permitiendo el aborto provocado -con más o menos restricciones, según los países- en el mundo occidental, aunque en muchas naciones sigue respetándose y protegiéndose el derecho a la vida del no nacido como un ser humano en proceso de plenitud.

Iglesia y aborto. Herejía y excomunión
La Iglesia, a efectos de su ética interna, puede establecer el momento de la concepción de la vida humana; pero deber ser consciente de que está entrando en un campo en el cual no tiene competencia específica, el campo de la ciencia. Si entendemos la vida humana como un proceso cósmico que culmina en la fecundación del óvulo, debemos entonces cuidar de todos los procesos necesarios para la emergencia de la vida, como son la infraestructura ambiental y social. Todo lo que concurre para el surgimiento de la vida debe ser objeto del cuidado de todos. Todos los seres, especialmente los vivos, son interdependientes. No se puede pensar la vida humana fuera del contexto mayor de la vida en general, de la biosfera y de las condiciones ecológicas que sostienen todo el proceso completo. Tales conocimientos raramente son evocados en el debate actual.
Por otra parte, el aborto como herejía lo sería sólo si se considera como una verdad de fe divina y católica. Es verdad que Dios prohíbe matar. Pero no sólo a los no nacidos, sino a todo ser humano. Sin embargo, la institución católica no amenaza con la herejía a quienes admiten la pena de muerte. Y, durante siglos, los clérigos enseñaron que matar a herejes, infieles, homosexuales y otras gentes rechazadas por la religión, eso no era pecado, sino un deber. Así las cosas, un católico tiene que estar en contra de la muerte. Pero de la muerte de todo ser humano. Y aquí habría que volver a aclarar dos cosas: 1) a partir de qué momento un embrión empieza a ser un "ser humano", un asunto sobre el que no hay un consenso ni en la comunidad científica, ni en la comunidad creyente. 2) por qué los obispos son tan exigentes en el tema del aborto y no lo son en otras agresiones mortales a la vida humana, como es el caso de la guerra o de la pena de muerte.
La excomunión es la privación de la comunión sacramental y de la participación en cualquier ceremonia de culto sagrado, así como desempeñar oficios o cargos eclesiásticos (can. 1331). Por tanto, es un castigo que se refiere directamente a la Eucaristía y, por eso, a la vida cultual de la Iglesia en todas sus manifestaciones. Aquí es conveniente recordar que, según cuentan los evangelios, Jesús no excluyó jamás nadie de su mesa. Ni siquiera excluyó a Judas en la Cena en que instituyó la Eucaristía. Es más, sabemos que a Jesús se le acusaba de que precisamente solía compartir sus comidas con pecadores y gentes de mala fama (Lc 15, 1 ss), lo que era motivo de escándalo para los observantes de entonces. Pasado el tiempo, se introdujo la costumbre de prohibir la comunión a los pecadores "escandalosos". Esta práctica se mantuvo hasta finales del s. VII. Pero, si el problema estaba en los pecados "escandalosos", eso quiere decir que eran hechos "públicos" y "notorios". No hay datos que demuestren con seguridad que la "vida privada" de los cristianos fuera motivo de exclusión de la Eucaristía. Como es lógico, la interrupción del embarazo, si se practica en los comienzos de la gestación, parece que se sitúa en el ámbito de la privacidad de la persona.

Legislaciones abortivas
Estas legislaciones prevén ciertas circunstancias y condiciones dentro de las cuales no se castiga a quien lo practique ni a quien consienta que se le practique.
Estas circunstancias son de tres clases: unas, relativas a la madre: que preste su consentimiento al aborto; que del embarazo se derive un grave peligro para su vida o su salud física o psíquica, o que el embarazo sea el resultado de un delito de violación. Otras, relativas al hijo: que se presuma que habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas. Otras, en fin, relativas a la misma práctica del aborto: que cuando se realice en virtud de uno de los casos anteriores, se haga en un centro autorizado para ello; que se practique por un médico o bajo su dirección; que, en algunos casos, haya uno o más dictámenes médicos que aconsejen el aborto, y que éste se realice no más tarde de determinados plazos en los casos de violación o de presuntas malformaciones del hijo.
A partir de esto, existe dos tipos de legislaciones bien diferenciadas en el mundo:
a) el “sistema de indicaciones” (a cada indicación suele corresponder un plazo de embarazo en que el aborto provocado no es punible) en que la Ley considera la vida del no nacido como un bien digno de protección, aunque se piense que no debe castigarse penalmente a quien aborta si existe un conflicto de bienes que el Estado no quiere prejuzgar cómo se resuelve. Esta legislación argumenta que, en casos límites, no puede exigirse de las madres angustiadas una conducta heroica, ya que ésa no es función de la norma penal. Así, abortar bajo estas condiciones es un delito pero el delincuente por su estado de necesidad no sería punible.
b) El “sistema de plazos” en donde el aborto es legal en determinado plazo del embarazo. Se parte de la base de que el hijo concebido y no nacido no merece ninguna protección legal más que a partir de determinado tiempo de vida intrauterino, que es cuando se le empieza a considerar merecedor de protección. Aquí, cumpliendo determinados requisitos, abortar no sería delito e incluso es una conducta socialmente respetable.

Estado, Mujer y aborto
a) En la concepción de que estamos en presencia de un ser humano desde el cigoto concluimos que el aborto no es un problema de conciencia individual de la madre, ni del padre, pues afecta a alguien distinto de ellos: el hijo ya concebido y todavía no nacido. Aquí, los Estados tienen obligación de poner los medios, también los jurídicos, para que no se practiquen abortos, del mismo modo que tienen obligación de poner los medios necesarios para que no se asesine, se viole o se robe; y conforme a las técnicas jurídicas actuales, la tipificación penal del aborto como delito es la medida jurídica proporcionada a la gravedad del atentado que supone contra la vida humana.
b) En la concepción de que no estamos en presencia de un ser humano hasta pasando un tiempo que varía según los casos, entonces el aborto es un problema de conciencia individual y privado de la madre, pues afecta sólo a ella y su cuerpo, y los Estados que respeten las libertades individuales de las personas no tendrían derecho a inmiscuirse en sus asuntos privados.
En cualquier caso, los Estados no están exentos de proveer los medios jurídicos para que se desarrolle una política contraria a la práctica de abortos (protección total de salud integral a la madre con embarazo no querido, cobertura legal para la donación en adopción del hijo no querido, premios o subvenciones a la natalidad indeseada, acompañamiento sicosociológico para todas estas decisiones de vida, etc.).
El carácter evasivo del Estado no estaría proporcionado a la gravedad intrínseca de la problemática integral del aborto, que, por tratarse de un tema donde se discute un bien básico y fundamental, merece la máxima protección jurídica, que hoy se queda muy corta al tipificarlo livianamente como delito o no. Así, el Estado está obligado también a favorecer la vida de las personas y su dignidad, ayudando a resolver los problemas sociales que están en el fondo de la decisión o la tentación de abortar (ayudando a la maternidad, favoreciendo la adopción, creando un marco de costumbres públicas que favorezcan la vida y la vida digna...), y buscando el ideal de que no sea necesario aplicar las penas del delito porque las medidas positivas sean más eficaces.

Moral y aborto
La cuestión del aborto es un problema científico, político y social grave. Pero también es, y en gran medida, un serio problema moral para cualquiera, sea o no creyente. Estas consideraciones no forman parte sólo de la doctrina y la moral católicas, sino que dividen el sentido común humanista. Oponerse al aborto provocado se ve tanto como una obligación indeclinable para todos los que creen en el derecho a la vida y que la conciben desde la formación del cigoto, tanto como un militancia existencial para todos los que honestamente creen que este cigoto no es un ser humano y entonces reclaman como derecho la dignidad y libertad de decisión de la madre que lo contiene, más allá del riesgo o no de su salud, de ser aceptado, querido o deseado el embarazo o no.
Sale sobrando cualquier excusa a favor o en contra fuera de esta disyuntiva:
a) las circunstancias en la cual se deba optar ente la vida de la madre o la del hijo en la actualidad son realmente pocas. El temido caso de los embarazos "ectópicos" o que progresan fuera del útero materno están siendo manejados médicamente cada vez con mayor facilidad. Por otro lado, el código de ética médica señala que en el caso de complicaciones en el embarazo deben hacerse los esfuerzos proporcionados para salvar a madre e hijo y nunca tener como salida la muerte premeditada de uno de ellos.
b) El caso de aquellos embarazos que siguen a una violación son extremadamente raros.
Una vez consumada la espantosa agresión de la violación parece claro que el aborto no va a quitar ningún dolor físico o psicológico producido ella. Es de esperar que esto le va a agregar las complicaciones físicas y psíquicas que ya el aborto tiene de por sí.
Aquí es donde entra a tallar un conflictos de intereses entre el derecho de la madre de no engendrar el fruto de esta violación y la vida de: i) un ser humano en evolución que es a todas luces inocente, o ii) un cigoto que todavía no es un ser humano y puede ser extirpado como un tumor maligno.
c) Con respecto a los "abortos eugenésicos", se los justifica cuando se comprueba deficiencias físicas o mentales del feto para establecer el criterio de valor de cuándo una vida vale o no para proseguir su proceso de desarrollo. Aquí es donde el conflictos de intereses se enfrentan entre un declamado derecho de los padres de interrumpir el embarazo por no satisfacer éste a sus expectativas y el derecho a la vida de: i) un ser humano en evolución que, aunque defectuoso, tiene derecho y querrá vivir si pudiera hacerlo, o ii) un cigoto que todavía no es un ser humano y puede ser eliminado como un error humano par volver a intentarlo más tarde buscando mejor suerte. Es de mencionar que una de las manifestaciones contra el aborto más impresionantes en el estado norteamericano de California fue la realizada por un numeroso grupo de minusválidos reunidos bajo un gran cartel: "Gracias mamá porque no me abortaste". Dr. Paul Cameron ha demostrado ante la Academia de Psicólogos Americanos que no hay diferencia entre las personas normales y anormales en lo que concierne a satisfacción de la vida, actitud hacia el futuro y vulnerabilidad a la frustración. "Decir que estos niños disfrutarían menos de la vida es una opinión que carece de apoyo empírico teórico", dice el experto. Incluso son numerosos los testimonios de los padres de niños disminuidos física o mentalmente que manifiestan el amor y la alegría que esos hijos les han prodigado.
Pero de nuevo nos encontramos en esta disyuntiva esencial del asunto de que si el embrión es o no es una persona, con el aditivo de que científicamente, las pruebas prenatales no tienen seguridad del 100% para determinar malformaciones o defectos.
d) Por último nos queda el argumento de que el aborto debe ser legal porque todo niño debe ser deseado. El "deseo" o "no deseo" no afecta en nada la dignidad y el valor intrínseco de una persona si desde el cigoto ya lo es. De ser así, este embrión no puede ser considerado una "cosa" sobre cuyo valor puede decidir otro de acuerdo a su estado de ánimo. De todavía no conformar una persona, se podría tolerar semejante liviandad en la actuación de los progenitores ya que sería de competencia íntima y privada, siendo la madre la que correría con todos los riesgos Por otro lado, el que una mujer no esté contenta con su embarazo durante los primeros meses no indica que esta misma mujer no vaya a amar a su bebé una vez nacido y podríamos seguir así con las especulaciones hasta el infinito sin definir el derecho de la madre sobre lo que se ha engendrado dentro de su cuerpo sin fisiológicamente pertenecer a él o el derecho de esta vida que no alcanzamos a definir como persona o no.
e) Con respecto que con la legalización del aborto se terminarían los abortos clandestinos, las estadísticas en los países "desarrollados" demuestran que esto no es así. La gran mayoría de abortos no son por un motivo "sentimental", "terapéutico" o "eugenésico", sino por un embarazo considerado "inconveniente", no es extraño que una mujer implicada en algún tipo de falta (moral, social, económica, contractual) busque igualmente métodos abortivos por fuera del sistema por la sencilla razón de que una ley, aunque quite la pena legal, no quita el deseo de ocultamiento por múltiples diferentes motivos.Pero volvemos siempre a lo mismo: sea el motivo que fuese será válido si no se afecta con el aborto la vida insipiente de un ser humano o se reducirá al ámbito de lo privado si se consideran los primeros momentos de gestación como una fase prehumana de la persona a ser.

Consecuencias físicas y psíquicas del aborto
Después de un aborto legal, aumenta la esterilidad en un 10%, los abortos espontáneos también en un 10%, y los problemas emocionales suben del 9 al 59%. Además, hay complicaciones si los embarazos son consecutivos y la mujer tiene el factor RH negativo. Los embarazos extra-uterinos aumentan de un 0.5% a un 3.5%, y los partos prematuros de un 5% a un 15%. También pueden darse perforación del útero, coágulos sanguíneos en los pulmones, infección, y hepatitis producida por las transfusiones, que podría ser fatal.
Además, cada vez más investigaciones tienden a confirmar una importante tesis médica: que la interrupción violenta del proceso de gestación mediante el aborto afecta las células de las mamas, haciéndolas sensiblemente más propensas al cáncer. Algunos partidarios del aborto incluso han llegado a plantear que el aborto es menos peligroso que un parto. Esta afirmación es falsa: el aborto, especialmente en los últimos meses del embarazo, es notablemente más peligroso. En los países ricos mueren dos veces más mujeres por aborto legal que por disfunciones del parto. Por otro lado, algunas mujeres tienen problemas emocionales y psicológicos inmediatamente después del aborto, otras los tienen muchos años después: se trata del Síndrome Post Aborto.
Las mujeres que lo padecen niegan y reprimen cualquier sentimiento negativo por un periodo promedio de al menos cinco años. Después surgen una variedad de síntomas, desde sudoraciones y palpitaciones hasta anorexia, alucinaciones y pesadillas. Los síntomas son sorprendentemente similares a los del Síndrome de tensión post traumático que sufrieron algunos veteranos, 10 años o más después de haber combatido en una guerra.

Conclusión a nivel personal
Volvemos siempre a la disyuntiva central: sea el motivo que fuese por el cual una persona se practica un aborto; más allá de toda legalidad y consecuencia física o psíquica el aborto será válido si no se afecta con éste la vida insipiente de lo que desde el comienzo de la concepción es ya un ser humano, o se reducirá al ámbito de lo privado, personal y reivindicativo del derecho individual de cada quien si se consideran los primeros momentos de gestación como una fase prehumana de la persona que todavía no es.
En lo particular, es una respuesta que no estoy en condiciones de dar, pero que ante la duda elijo considerar a la persona humana desde su concepción y concederle a ese ser humano insipiente todas las garantías desde el Estado para asegurar la dignidad plena de esta vida y del proceso que la lleva a su plenitud.
Eso sí, una vez ocurrido un aborto, considero inconducente un castigo penal de la madre ya que la creo tan víctima como la vida que acaba de abortar.