jueves, 17 de diciembre de 2015

UNA BUENA NUEVA EN TIEMPOS DE INFAMIA - por Gabriel Andrade



El nacimiento

Cuando pienso en la idea de un Dios eligiendo nacer en las periferias del poder me reconforta hasta el éxtasis y renuevo todas mis ganas de seguir ejerciendo mi fe.
Pienso en ese Dios mostrando su amor desde el despojo, desde la igualdad con los humillados y ofendidos de esta tierra de todos los tiempos.
Un Dios encarnando en uno de los nuestros, para que desde allí creciera, trabajara, tuviera hambre y sed, fuera discriminado, calumniado, desterrado, perseguido hasta el asesinato mismo para luego ser eternamente glorificado.
Un Dios que, según nos enseña el Evangelio, “derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y arrojó de sí a los ricos con las manos vacías” (Lc 1; 46-55).
Siento entonces que celebrar la Navidad es celebrar el amor de Dios hecho niño, el amor de Dios hecho hermano, y sobre todo, el amor de Dios hecho ofrenda
Así el nacimiento de Jesús en Belén (o Nazaret, si nos ajustamos a historia) no es un dato civil, sino que se transforma en una afirmación teológica; no expresa un dato administrativa sino una fe. Decir que Jesús nació en Belén o Nazaret sigue siendo para los cristianos consecuentes -como lo fue para los primeros cristianos- una afirma­ción fundamental. Equivale a decir que Dios, a pesar de ser omnipotente y poderoso, optó por una ciudad minúscula. Es decir, prefirió apostar por la debilidad, por la humildad, por los oprimidos, por la mansedumbre.
¡Significa que un Mesías frágil y endeble basta para quebrar el poder de los podero­sos de este mundo! Y que quienes afirman seguir a este Mesías a partir de la prosecución de su Causa deben emplear sus mismos modos.


Dos mil años después

Pero, muchos tienen una memoria distorsionada de este Dios y del Hijo enviado. Hay tanta paranoia en las calles las semanas previas, tantos ruidos y fuegos de artificio que tapan la luz de la estrella, tantos colores impúdicos ciegos a negras realidades existenciales, tanta comida orgiástica a espaldas de los hambrientos, tantas risotadas que burlan a los que sufren injusticias, tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de los recursos reales, que vale preguntarse a cuántas almas no infectadas de consumismo les queda un instante para darse cuenta de que semejante incoherencia no puede celebrar el nacimiento de un niño que nació hace unos 2000 años en una familia pobre y despreciada, de un caserío insignificante en medio de un pueblo invadido y oprimido por un gigantesco imperio.
Mil millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran e hicieran gala de una hipocresía repugnante. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta esta parodia infectada de excesos de alcohol, drogas, comidas, ruidos, lujos, irresponsabilidades de toda clase...
Sería interesante saber cuántos de ellos en el fondo de su alma creen que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.
A esto se suma el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en nuestra América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos cumplían con la representación del evento. Todo aquello cambió especialmente en el último siglo, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural, política y religiosa contra el Reino de Dios.


Un carnaval de terror

Aquel Niño Dios del pesebre de Belén -de peligrosa memoria- fue destronado por el indigesto Papal Noel de shoppings y comercios.
Nos llegó con toda su parafernalia de símbolos vacíos del espíritu de Belén y Nazaret migrando a nuestras latitudes: el trineo tirado por los ciervos (tracción a sangre,  ¡qué abuso!...), el arbolito con nieve del polo norte (no vaya a ser que pensemos que del sur pueda venir algo bueno...) y toda esa cultura de contrabando incluida la comida invernal y copiosa y estos quince días de consumismo frenético y psicótico al que muy pocos nos atrevemos a rechazar con asco.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas navidades de consumo, sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales espantosas, la molestísima pirotecnia como si se conmemorara una guerra, esas campanitas de vidrio, esas funerarias coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones insípidas que son los villancicos traducidos del inglés y tantas otras estupideces para las cuales ni siquiera valía la pena haber inventado la electricidad...
Todo esto en torno a una fiesta que el consumismo capitalista ha convertido, para muchos, en la más espantosa del año. Para demasiados, no es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere para “tener” que juntarse. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables. Es la alegría por decreto del almanaque, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior y coman todo aquello que hacen sus comensales aunque no les agrade.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine con discusiones, peleas a golpes de puño o directamente a los tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en una metrópolis de los Estados Unidos…

Un gordo farsante, usurpador y mercantilista
Pero ese gordo impúdico con nariz de alcohólico y de gruesas risotadas -que a menudo asusta a los más pequeños- sigue allí riéndose no sabemos muy bien de qué.
Ni siquiera honra la leyenda que le dio origen, sino más bien la mansilla.
Esta leyenda deriva directamente de figura de San Nicolás de Bari (280-350), obispo de Myra y santo que -según la tradición- entregó todos sus bienes a los pobres para hacerse monje y obispo, distinguiéndose siempre por su generosidad hacia los niños.
San Nicolás
En la Edad Media, la leyenda de San Nicolás se arraigó de forma extraordinaria en Europa, particularmente en Italia (a la ciudad italiana de Bari fueron trasladados sus restos en el 1087), y también en países germánicos como los estados alemanes y holandeses. Particularmente en Holanda adquirió notable relieve su figura, al extremo de convertirse en patrón de los marineros holandeses y de la ciudad de Amsterdam. Cuando los holandeses colonizaron Nueva Amsterdam (la actual isla de Manhattan), erigieron una imagen de San Nicolás, e hicieron todo lo posible para mantener su culto y sus tradiciones en el Nuevo Mundo.
La devoción de los inmigrantes holandeses por San Nicolás era tan profunda y al mismo tiempo tan pintoresca y llamativa que, en 1809, el escritor norteamericano Washington Irving (1783-1859) trazó un cuadro muy vivo y satírico de ellas (y de otras costumbres holandesas) en un libro titulado “La historia de Nueva York según Knickerbocker”. En el libro de Irving comienza a forjarse esta caricatura de San Nicolás, despojándolo de sus atributos obispales y convirtiéndolo en un hombre mayor, grueso, generoso y sonriente, vestido con sombrero de alas, calzón y pipa holandesa. Tras llegar a Nueva York a bordo de un barco holandés, se dedicaba a arrojar regalos por las chimeneas que sobrevolaba gracias a un caballo volador que arrastraba un trineo prodigioso. El hecho de que Washington Irving denominase a este personaje "guardián de Nueva York" hizo que su popularidad se desbordase y contagiase a los norteamericanos de origen inglés, que comenzaron también a celebrar su fiesta cada 6 de diciembre, y que los habitantes de la emancipada colonia inglesa convirtieran al "Sinterklaas" o "Sinter Klaas" holandés en el "Santa Claus" norteamericano.
Pocos años después, la figura de Santa Claus había adquirido tal popularidad en la costa este de los Estados Unidos que, en 1823, un poema anónimo titulado “Una visita de San Nicolás”, publicado en el periódico Sentinel (El Centinela) de Nueva York, encontró una acogida sensacional y contribuyó enormemente a la evolución de los rasgos típicos de este personaje ya definitivamente deformado de aquel San Nicolás de Bari. Aunque publicado sin nombre de autor (hasta el año 1862, ya octogenario, no reconocería Moore su autoría), el poema había sido escrito por un oscuro profesor de teología, Clement Moore, que lo dedicó a sus numerosos hijos. En el poema, San Nicolás aparecía sobre un trineo tirado por renos y adornado de sonoras campanillas. Su estatura se hizo más baja y gruesa, y adquirió algunos rasgos próximos a la representación tradicional de los gnomos (que precisamente también algunas viejas leyendas germánicas consideraban recompensadores o castigadores tradicionales de los niños). Los zuecos holandeses en los que los niños esperaban que depositase sus dones se convirtieron en anchos calcetines. Finalmente, Moore desplazó la llegada del personaje del 6 de diciembre típico de la tradición holandesa, al 25 de ese mes, lo que influyó en el progresivo traslado de la fiesta de los regalos al día de la Navidad, vaciando así de significación cristiana la Navidad del Niño Dios por la aparición de un gnomo volador.
El proceso de popularización del personaje siguió en aumento. El 6 de diciembre de 1835, Washington Irving y otros amigos suyos crearon una especie de secta literaria dedicada a San Nicolás, que tuvo su sede en la propia casa de Irving. En las reuniones, era obligado fumar en pipa y observar numerosas costumbres holandesas como parte de los ritos de esta logia.
El otro gran contribuyente a la representación típica de San Nicolás en el siglo XIX fue un inmigrante  alemán llamado Thomas Nast. Nacido en Landau (Alemania) en 1840, se estableció con su familia en Nueva York desde que era un niño, y alcanzó gran prestigio como dibujante y periodista. En 1863, Nast publicó en el periódico Harper's Weekly su primer dibujo de Santa Claus, cuya iconografía había variado hasta entonces, fluctuando desde las representaciones de hombrecillo bajito y rechoncho hasta las de anciano alto y corpulento. El dibujo de Nast lo presentaba con figura próxima a la de un gnomo, en el momento de entrar por una chimenea. Sus dibujos de los años siguientes (siguió realizándolos para el mismo periódico hasta el año 1886) fueron transformando sustancialmente la imagen de Santa Claus, que ganó en estatura, adquirió una barriga muy prominente, mandíbula de gran tamaño, y se rodeó de elementos como el ancho cinturón, el abeto, el muérdago y el acebo. Aunque fue representado varias veces como viajero desde el Polo Norte, su voluntariosa aceptación de las tareas del hogar y sus simpáticos diálogos con padres y niños lo convirtieron en una figura todavía próxima y entrañable. Cuando las técnicas de reproducción industrial hicieron posible la incorporación de colores a los dibujos publicados en la prensa, Nast pintó su abrigo de un color rojo muy intenso. No se sabe si fue él el primero en hacerlo, o si fue el impresor de Boston Louis Prang, quien ya en 1886 publicaba postales navideñas en que aparecía Santa Claus con su característico vestido rojo. La posibilidad de hacer grandes tiradas de tarjetas de felicitaciones popularizó aún más la figura de este personaje, al cual numerosas tiendas y negocios comenzaron a usar para fines publicitarios. Llegó incluso a ser habitual que, durante las celebraciones navideñas, los adultos se vistieran como él y saliesen a las calles y tiendas a obsequiar a los niños y hacer propaganda de todo tipo de productos. Entre 1873 y 1940 se publicó la revista infantil St. Nicholas, que alcanzó una enorme difusión.
Ya estaba en todo su apogeo la maquinaria comercial que destruiría profundamente el verdadero espíritu navideño en grandes sectores consumistas de occidente del siglo XX.
La segunda mitad del siglo XIX fue trascendental en el proceso de consolidación y difusión de la figura de Santa Claus. Por un lado, quedaron fijados (aunque todavía no definitivamente) sus rasgos y  atributos más típicos. Por otro, se profundizó en el proceso de progresiva laicización del personaje; Santa Claus dejó definitivamente de ser una figura religiosa, y se convirtió más bien en un emblema cultural comercial, celebrado por personas que excedían las barreras de credos y costumbres diferentes; al tiempo que aceptaban como suyos sus abiertos y generales mensajes de paz, solidaridad y prosperidad de las clases consumistas, sin ningún atisbo de la justicia del Reino de Dios predicado por el Niño de la gruta de Belén. Dejó de ser un personaje asociado específicamente a la sociedad norteamericana de origen holandés y se convirtió en patrón de todos los niños norteamericanos -sin distinción de orígenes geográficos y culturales-. Se lo usó como superestructura cultural propagandística de narcotización de las conciencias por sobre todo mensaje liberador del Evangelio, que se manifiesta desde el mismo nacimiento de Jesucristo en la periferia de todo poder. Prueba de ello fue que, por aquella época, hizo también su viaje de vuelta a Europa, donde influyó extraordinariamente en la revitalización de las figuras del "Father Christmas" o "Padre Navidad" británico, o del "Père Noël" o "Papá Noel" francés, que adoptaron muchos de sus rasgos y atributos típicos, como forma de colonización cultural globalizante de lo que ya se perfilaba como la vocación imperialista norteamericana de filosofía capitalista.
El último momento de inflexión importante en la evolución iconográfica de Santa Claus tuvo lugar con la campaña publicitaria de la empresa norteamericana Coca-Cola, en la Navidad de 1930; momento histórico entre las dos grandes guerras mundiales en que el mayor estado terrorista del mundo -los Estados Unidos de América- se afianzaba como imperio militar y comercial. En el cartel anunciador de su campaña navideña, la empresa publicó una imagen de Santa Claus escuchando peticiones de niños en un centro comercial. Aunque la campaña tuvo éxito, los dirigentes de la empresa pidieron al pintor de Chicago de origen sueco, Habdon Sundblom, que remodelara el Santa Claus de Nast. El artista, que tomó como primer modelo a un vendedor jubilado llamado Lou Prentice, hizo que perdiera su aspecto de gnomo y ganase en realismo. Santa Claus se hizo más alto, grueso, de rostro alegre y bondadoso, ojos pícaros y amables, y vestido de color rojo con ribetes blancos, que eran los colores oficiales de Coca-Cola. El personaje estrenó su nueva imagen, con gran éxito, en la campaña de Coca-Cola de 1931, y el pintor siguió haciendo retoques en los años siguientes. Muy pronto se incorporó a sí mismo como modelo del personaje, y a sus hijos y nietos como modelos de los niños que aparecían en los cuadros y postales. Los dibujos y cuadros que Sundblom pintó entre 1931 y 1966 fueron reproducidos en todas las campañas navideñas que Coca-Cola realizó en el mundo, y tras la muerte del pintor en 1976, su obra ha seguido difundiéndose constantemente.
Por el cauce de las postales, cuentos, cómics, películas, todas norteamericanas, la burda figura de Santa Claus sigue ganando popularidad comercial y cultural en todo el mundo occidental capitalista, al punto que hoy puede decirse que constituye una de las advocaciones como benefactor de niños (pudientes) más conocidas.


Un deseo

En este tiempo en que todo aquello que connota la figura de este impresentable Papa Noel avanza sobre innumerables valores evangélicos.
En donde se distorsiona el imaginario popular lo que fue ese inmenso acontecimiento histórico del “Dios con nosotros” (el Emmanuel evangélico) que dividió la historia humana en un antes y un después para la dignidad y la salvación individual y social de todos los Hijos de Dios.
En un tiempo donde se inunda con gestos que “enternecen” tanto al recordar el humilde origen de Jesús. pero que el resto del año -y especialmente en épocas de elecciones- ignoran a los demás, en especial de los más necesitados y encima exhiben obscenamente la suficiente soberbia para juzgarlos.
En un tiempo donde muchos que declaman un “feliz navidad” tienen como dios a la fuerza, la prepotencia, la soberbia o una pretendida superioridad racial, social o económica.
En este tiempo donde se destilan comentarios en contra de planes en beneficios de los desocupados, de ayudas a humildes familias numerosas, de jubilaciones a los que quedaron desocupados en los 90, de los planes sociales que promueven la inclusión en la escuela, la informática o la vivienda, de inclusión de los inmigrantes, de los “negros de mierda” o de la justicia en derechos humanos; al mismo tiempo que penan amargamente quejándose porque deben pagar impuestos para “mantener la demagogia" hacia las clases desfavorecidas.
En un tiempo en donde la hipocresía humana llega a límites de llegar a votar a Herodes, porque estúpidamente se piensa en que un tirano adorador del mercado puede beneficiar a una clase media irremediablemente sumida en el odio, el resentimiento y la avaricia.

Yo les deseo de con todo mi corazón una verdadera conversión a los valores evangélicos, lejos de la prédica de los profetas del odio, el resentimiento y la avaricia, y que rescaten el verdadero significado que tiene este nacimiento subversivo del Niño Dios en la periferia del poder y renazcan junto a Él a lo mejor de todos ustedes.

¡Feliz nacimiento a todos aquellos que elijan seguir naciendo a la utopía de Jesús!

miércoles, 7 de octubre de 2015

LA BATALLA DE LEPANTO Y LA VIRGEN DEL ROSARIO - por Gabriel Andrade

En 1571 la cristiandad era amenazada por los turcos de un Imperio Otomano al acecho llevado a su máxima expansión y apogeo por el emperador Soliman II, el Magnífico, y desde hacía 5 años gobernado por su sucesor, Selim II. Europa y con ella toda la cristiandad estaba en grave peligro de extinción. Los turcos habían tomado Tierra Santa y Medio Oriente, Constantinopla, Grecia, Albania, África del Norte y la Península Ibérica. En esas extensas regiones el cristianismo era perseguido; muchas diócesis desaparecieron completamente y muchos mártires derramaron su sangre. Después de 700 años de lucha por la reconquista, España y Portugal pudieron librarse finalmente del dominio musulmán con la conquista de Granada, cuando los reyes católicos Fernando e Isabel expulsaron a los moros de la península en el 1492; fecha de inestimable importancia política si se tiene en cuenta que para ese año se descubriría América y comenzaría su “evangelización” (imposición generalmente brutal del “cristianismo”, quien proporcionó justificación ideológica del genocidio a los habitantes originarios, del avasallamiento de sus culturas, del saqueo de sus riquezas y de todo el accionar contrario al Evangelio de los imperios colonizadores).
Pero la amenaza turca alargaba su sombra una vez más sobre toda Europa. El imperio turco necesitaba hacerse del viejo continente para ganar el Atlántico y con él sus costas y todas sus rutas comerciales, anexándolas a las del Mediterráneo que ya dominaba; tomar sus riquezas materiales y a sus habitantes como esclavos, cerrando el círculo con una dominación ideológica que necesariamente tendría que incluir desterrar la fe cristiana.
La situación para los cristianos era entonces casi desesperada. Los musulmanes controlaban el Mar Mediterráneo y preparaban la invasión a la Europa cristiana. Italia se encontraba desolada por una hambruna, el arsenal de Venecia estaba devastado por un incendio. Aprovechando esa situación, los turcos invadieron a Chipre con un formidable ejército, torturando y esclavizando a sus defensores locales. Los reyes católicos de Europa estaban divididos y parecían no darse cuenta del peligro inminente.
El Papa Pío V (Miguel Ghislieri; 1566-1572), clérigo perteneciente a la orden dominica (según la cual la Virgen María en persona enseñó a Sto. Domingo a rezar el rosario en el año 1208 y le dijo que propagara esta devoción y la utilizara como “arma poderosa en contra de los enemigos de la fe”), otrora Gran Inquisidor, fuerte impulsor de la educación entre el clero y al extremo puritano, trató de unificar a los cristianos. Pidió ayuda pero se le hizo poco caso. El 17 de septiembre de 1569 pidió al mundo cristiano que se rezase el Santo Rosario para encontrar una solución al problema europeo. La situación empeoraba día a día y el peligro de una invasión crecía.
Por fin se ratificó una alianza en mayo del 1571 y la responsabilidad de defender el cristianismo y a Europa cayó principalmente en Felipe II, rey de España, los soldados de los Estados Papales, los de Venecia y los de Génova. Para evitar rencillas, se declaró al Papa como jefe de la liga, Marco Antonio Colonna como general de los galeones y Don Juan de Austria, héroe del ejército español, generalísimo de la alianza. El ejército contaba con 20.000 soldados, además de marineros. La flota tenía 101 galeones y otros barcos más pequeños. El Papa envió su bendición apostólica y predijo la victoria. Haciendo uso de su puritanismo ordenó además que sacaran a cualquier soldado cuyo comportamiento pudiese ser inmoral y ofender al Señor (cosa de dudosa concreción si pensamos en que soldados no sobraban y en cierta “relajación” en las costumbres de la baja milicia...). Pío V, convencido de la necesidad y justicia de su empresa y del poder de la devoción al Santo Rosario, pidió a toda la Cristiandad que lo rezara particularmente y que hiciera ayuno, suplicándole a la Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro.

Poco antes del amanecer del 7 de Octubre de 1571 la Liga Cristiana encontró a la flota turca anclada en el Golfo de Corinto, cerca de la ciudad griega de Lepanto. La flota cristiana se jugaba el todo por el todo. Cuenta la historia que antes del ataque, las tropas cristianas rezaron el Santo Rosario con devoción. Al ver los turcos a los cristianos, fortalecieron sus tropas y salieron en orden de batalla. Los turcos poseían la flota más poderosa del mundo; contaban con 300 galeras y además tenían miles de cristianos esclavos de remeros. Los cristianos estaban en gran desventaja siendo su flota mucho más pequeña.
En la bandera de la nave capitana de la escuadra cristiana ondeaban la Santa Cruz y el Santo Rosario.
La línea de combate era de 2 kilómetros y medio. A la armada cristiana se le dificultaban los movimientos por las rocas y escollos que destacan de la costa y un viento fuerte que le era contrario. La más numerosa escuadra turca tenía facilidad de movimiento en el ancho golfo y el viento la favorecía grandemente.
Mientras tanto, la tradición cuenta que miles de cristianos en todo el mundo ayunaban y dirigían su plegaria a la Virgen María con el rosario en mano, para que ayudara a los cristianos en aquella batalla decisiva.
Don Juan mantuvo el centro y tuvo por segundos a Colonna y al general Veneciano, Venieri. Andrés Doria dirigía el ala derecha y Austin Barbarigo la izquierda. Pedro Justiniani, quien comandaba los galeones de Malta, y Pablo Jourdain estaban en cada extremo de la línea. El Marques de Santa Cruz estaba en reserva con 60 barcos listo para relevar a cualquier parte en peligro. Juan de Córdova con 8 barcos avanzaba para espiar y proveer información y 6 barcos Venecianos formaban la avanzada de la flota.
La flota turca, con 330 barcos de todo tipo, tenía casi en el mismo orden de batalla, pero según su costumbre, en forma decreciente. No utilizaban un escuadrón de reserva por lo que su línea era mucho más ancha, teniendo gran ventaja al comenzar la batalla.
Hali estaba en el centro, frente a Don Juan de Austria; Petauch era su segundo; Louchali y Siroch capitaneaban las dos alas contra Doria y Barbarigo.
Don Juan dio la señal de batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado y de la Virgen y se santiguó. Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar. Los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y continuaron en esa postura de oración ferviente hasta que las flotas se aproximaron. Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez, pues el viento les era favorable, especialmente siendo superiores en número y en el ancho de su línea.
Pero el viento que era muy fuerte se calmó justo al comenzar la batalla.
Pronto el viento comenzó en la otra dirección, ahora favorable a los cristianos. El humo y el fuego de la artillería se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y al fin agotándolos.
La batalla fue terrible y sangrienta. Después de tres horas de lucha, el ala izquierda cristiana, bajo Barbarigo, logró hundir el galeón de Siroch. Su pérdida desanimó a su escuadrón y presionado por los venecianos se retiró hacia la costa. Don Juan, viendo esta ventaja de su ala derecha, redobló el fuego, matando así a Hali, el general turco, abordó su galeón, bajó su bandera y gritó: ¡Victoria!. Desde ese momento los cristianos procedieron a devastar el centro.
Louchali, el turco, con gran ventaja numérica y un frente mas ancho, mantenía a Doria y el ala derecha a distancia hasta que el Marqués de Santa Cruz vino en su ayuda. El turco entonces escapó con 30 galeones, el resto fueron hundidos o capturados.
La batalla duró desde alrededor de las 6 de la mañana hasta la noche, cuando la oscuridad y las aguas picadas obligaron a los cristianos a buscar refugio.

Cuentan que el Papa Pío V, desde el Vaticano, no cesó de pedirle a Dios, con manos elevadas como Moisés. Durante la batalla se hizo procesión del Rosario en la Iglesia de Minerva en la que se pedía por la victoria. El Papa estaba conversando con algunos cardenales pero, de repente los dejó, se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el cielo,  y cerrando el marco de la ventana dijo: "No es hora de hablar más sino de dar gracias a Dios por la victoria que ha concedido a las armas cristianas". La historia cuenta que las autoridades después compararon el preciso momento de las palabras del Papa Pío V con los registros de la batalla y encontraron que concordaban de forma precisa.
En la batalla de Lepanto murieron unos 30.000 turcos junto con su general, Hali. 5.000 fueron tomados prisioneros, entre ellos oficiales de alto rango. 15.000 esclavos fueron encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados. Perdieron más de 200 barcos y galeones. Los cristianos recuperaron además un gran botín de tesoros que los turcos habían pirateado.
Los turcos, y en especial su emperador, fueron presa de la mayor consternación ante la derrota. La opresión turca hacia naciones cristianas tuvo su límite y empezó a retroceder, impidiéndose que el cristianismo desapareciera. Fue la última batalla entre galeones de remos. 

Los cristianos lograron una victoria con ribetes “milagrosos” que cambió el curso de la historia. Con este triunfo se reforzó intensamente la devoción al Santo Rosario. 
En conmemoración a esto, el Papa Pío V instituyó la fiesta de la Virgen de las Victorias, después conocida como la Fiesta del Rosario, para el primer domingo de Octubre. A la letanía de Nuestra Señora añadió "Auxilio de los cristianos" y definió la forma tradicional del rosario.
En 1573, el Papa Gregorio XIII le cambió el nombre a la fiesta, por el de Nuestra Señora del Rosario. El Papa Clemente XI extendió la fiesta del Santo Rosario a toda la Iglesia de Occidente. El Papa Benedicto XIII la introdujo en el Breviario Romano y Pío X la fijó en el 7 de Octubre.

Pero Lepanto no es el primer antecedente de “milagros militares” atribuidos al Santo Rosario. Simón de Montfort, dirigente del ejército cristiano del sur de Francia por el siglo XIII y a la vez amigo de Santo Domingo de Guzmán (fundador de la orden que a la postre llevaría su nombre), hizo que éste enseñara a las tropas a rezar el rosario. La historia cuenta que lo rezaron con gran devoción antes de su batalla más importante, en Muret, obteniendo la victoria. De Montfort consideró que su triunfo había sido un verdadero milagro y el resultado del rezo del Rosario. Como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del Rosario.
También después de Lepanto los turcos seguían siendo poderosos en tierra y, en el siglo siguiente, invadieron a Europa desde el Este. Después de tomar enormes territorios, sitiaron a Viena, capital de Austria. Una vez más, las tropas enemigas eran muy superiores. Si conquistaban esta ciudad toda Europa se hacia muy vulnerable. Vuelve a contar la historia que el emperador de Austria puso su esperanza en Nuestra Señora del Rosario. Hubo gran lucha y derramamiento de sangre y la ciudad parecía perdida. El alivio llegó el día de la fiesta del Santo Nombre de María, 12 de septiembre de 1683, cuando el rey de Polonia, conduciendo un ejército de rescate, derrotó a los turcos.
Al siglo siguiente, los turcos padecieron otra gran derrota en manos del Príncipe Eugenio de Saboya, comandante de los ejércitos cristianos, en la batalla de Temesvar (en la Rumania moderna), el 5 de agosto de 1716. En aquel entonces era la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves. El Papa Clemente XI atribuyó esta victoria a la devoción manifestada a Nuestra Señora del Rosario. En acción de gracias, mandó que la fiesta del Santo Rosario fuera celebrada por la Iglesia universal.

Bajo la protección Nuestra Señora de la Merced -Generala del Ejército Libertador-, el General Manuel Belgrano decía: “Ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas, como la liberación social y política de nuestro pueblo" (en contra de los ejércitos colonialistas europeos y sin más patria que la justicia evangélica).
Se puede pensar que, al igual que como María apoyó la misión liberadora de Jesús hasta el desgarro en una ocupada Palestina por el Imperio Romano y arrendada por la casta sacerdotal judía contraria a la tradición liberadora de los profetas y de la aristocracia laica judía -opresora también del Pueblo de Dios-, ella también es dada a apoyar a todos aquellos hijos que trabajan en el mismo sentido evangélico de justicia integral.
Justamente éste debiera ser el sentido de la fe cristiana con respecto a las devociones. De la “lectura religiosa” de Lepanto se traduce claramente cuál es la forma de intervención divina en la historia cuando la causa es justa.
Tanto en la Batalla de Lepanto, como en la anterior de Muret; en el sitio de Viena o en Temesvar, la invocación de ayuda, de bendiciones y de éxitos a María (como a cualquier santo o al Dios uno y trino), es a partir -primeramente- de una acción comunitaria, de una comunión social del conjunto de voluntades seguida de la acción, del sacrificio y de la lucha de aquellos cristianos quienes están invocando. Antes que nada se ayudaron a sí mismos, pusieron el cuerpo a sus creencias y todo lo que estaba a su alcance para lograr su objetivo. Y recién después sí, se encomendaron pidiendo con fe, con razón, con justificación, con motivo, con argumentos y con todo el derecho a profesar con coherencia su fe, de que Dios los bendiga concediéndole una ayuda, que pudo ser más o menos “milagrosa” y que no dependía humanamente de ellos poder lograr.
“Ayúdate que te ayudaré”, se podría resumir esta teología cristiana con respecto a los acontecimientos en que se cree adivinar una intervención divina a favor de lo justo.
Pero ninguna relación tiene con esto lo milagrero, lo mágico, lo fácil; el cruzarse de brazos mirando una imagen de yeso o una estampita por más “benditas” que estén, prendiendo velitas de colores o bañarse con agua bendita mientras se rezan mil rosarios alienándose la persona sin hacer lo que de ella dependa para solucionar su problema individual, si fuese el caso, o en comunión con sus semejantes, si el motivo involucrase a su comunidad.
El proyecto de Jesús de la construcción cotidiana del Reino de Dios -Reino de verdad y justicia- es una tarea comunitaria, de esfuerzo y de sacrificio social. Y cuando la construcción de ese Reino requirió de una guerra justa para alcanzarlo, hizo falta la decisión y hasta el martirio de sus mejores hijos como instrumentos para llevarlo adelante, necesaria e imprescindiblemente junto a cualquier plegaria piadosa.
Sólo así las oraciones y rezos elevados al Cielo tienen sentido cristiano.
Quien no entienda esto ha convertido su religiosidad en un simple ritualismo estéril, más cerca de la idolatría que del verdadero Dios, y lejos del Evangelio predicado por Jesús.

La batalla de Lepanto deja como primera y esencial enseñanza el punto justo entre la oración y la acción comunitaria.

martes, 31 de marzo de 2015

RESUCITÓ AL TERCER DÍA - por Gabriel Andrade


La enorme mayoría de los que se dicen cristianos no sabrían dar razón convincente ni convencida de lo que cree acerca de la resurrección de Jesús.
Muchos todavía piensan la resurrección de Jesús como un hecho “físico milagroso”. La fuerza simbólica de las narraciones de las apariciones es tan fuerte, que pasan por literalmente históricas. Pero la resurrección no es la reanimación de un cadáver.
La resurrección tiene carácter trascendente, no espacio-temporal, por lo que resulta absurdo tomar literalmente esos relatos del tipo “tocar sus llagas”, “oír sus palabras”, “ver comer” al Resucitado... Lo cual no quiere decir que sean hechos irreales, sino que su realidad está más allá de lo físico. No es que estas visiones sean verdad o mentira, sino que carece de sentido hablar de la percepción concreta de una realidad trascendente. No se puede percibir físicamente al Resucitado por la misma razón que no se puede ver a Dios; aunque sí se puede tener una experiencia subjetiva de Ellos.
Siempre hemos expresado nuestra fe a este respecto diciendo que Jesús resucitó para nunca más morir. Si Jesús hubiera vuelto a esta nuestra forma de existencia, habría estado sometido de nuevo a la muerte. Jesús no revivió, sino que resucitó.
Esto quiere decir que Jesús no volvió a esta vida -como tampoco lo haremos nosotros- sino con un “cuerpo glorioso, celestial e incorruptible” (1º Cor 15, 34 -58), en la dimensión de Dios.

Esto lo dan a entender los textos del Nuevo Testamento cuando nos presentan a Jesús comportándose de muy distinta manera que antes de su muerte: súbitamente aparece y desaparece; no se lo ve dormir, no está sujeto ni al espacio ni a la resistencia de los materiales ya que entra estando cerradas todas las puertas; no es reconocido por María Magdalena ni por los discípulos de Emaús, con lo que se nos da a entender que -al no haber vuelto Jesús a la vida mundana- no es perceptible como una persona física sino que Él ha entrado en otra dimensión y que se puede estar a su lado sin caer en la cuenta de que es él.
Así, Jesús resucitado tiene que ser reconocido con los ojos de la fe. Por eso sólo se aparece al que puede creer. Cuando los discípulos de esta primera comunidad sienten interiormente esta presencia transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las pruebas exteriores de la misma. El contenido simbólico de los relatos del Resucitado revela el proceso renovador que opera Éste en el interior de las personas y del grupo.
Y ese es el efecto que la Resurrección tendría que producir también hoy entre nosotros. La capacidad del perdón; de la reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás; la capacidad de reunificación; la de transformarse en proclamadores eficientes de la presencia viva del Resucitado, puede operarse también entre nosotros como en aquel puñado de hombres tristes, cobardes y desperdigados a quienes transformó el milagro de la Resurrección.

Profesar la resurrección de Jesús no significa entonces aceptar un milagro absurdo, sino creer el poder de Dios, quien respeta la creación sin atarse a la ley de corrupción de la muerte que, según aquellas creencias judías, comenzaba al tercer día.
La resurrección como superación de la muerte -bajo su eliminación conceptual-, es el motor que ha impulsado e impulsa la historia del hombre.
Jesús fue rechazado, excomulgado, perseguido, condenado y asesinado por las autoridades imperiales políticas y religiosas legalistas de su tiempo. De repente se encontró solo. Sus discípulos lo traicionaron o abandonaron y Dios mismo guardó silencio. Todo pareció concluir con su crucifixión. Todos se dispersaron y quisieron olvidar.
Pero allí ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Jesús y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. “Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes crucificaron” (Hch 2; 36), proclama Pedro. Dios lo ha resucitado, ha confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra, de su obra y de su Causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo asesinaron y despreciaron su Causa. Dios rechazó al imperio y a esos sacerdotes legalistas. Esta resurrección connotó así un significado de protesta contra la “justicia” y el “derecho” con los que fue condenado Jesús, convirtiéndose en la matriz de la esperanza liberadora de todos los tiempos.
Y justamente esto fue lo que irritó al poder religioso y político: Jesús los irritó estando vivo, y los irritó igualmente estando resucitado. Lo que les irritó no fue la idea de un hecho físico de la reanimación de su cadáver; lo que no podían tolerar era pensar que la Causa de Jesús, su proyecto, su utopía, que tan peligrosa habían considerado en vida de Jesús y que ya creían enterrada, volviera a ponerse de pie, resucitara. Y no podían aceptar que Dios lo avalara con todo su poder. Ellos creían en otro Dios, si es que alguna vez creyeron en alguno…
Lo más específico de la resurrección de Jesús para conocer a Dios no es entonces lo que Dios hace con un cadáver, sino lo que hace con una víctima: la resurrección de Jesús muestra insoslayablemente el triunfo de la justicia sobre la injusticia.
La resurrección de Jesús se convierte directamente en buena noticia para las víctimas: por una vez, y en plenitud, la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo, y Dios se convierte -como en el Éxodo, en los profetas y ahora en Jesús de Nazaret- en el Dios de las víctimas.

Creer entonces en la resurrección no es la afirmación de un hecho físico-histórico que nunca sucedió, ni en una verdad teórica abstracta (la vida posmortal), sino la afirmación contundente de la validez suprema de la Causa de Jesús, a la altura misma de Dios, por la que es necesario vivir y luchar hasta dar la vida.
Creer en la resurrección de Jesús es creer que su Palabra, su Proyecto y su Causa, el Reino: una sociedad alternativa con valores de justicia, que expresan el valor fundamental de nuestra vida y lo que nos define como personas.
Si nuestra fe reproduce realmente la fe de Jesús -su visión de la vida, su opción ante la historia, su actitud ante los pobres y ante los poderes- será tan conflictiva como lo fue en la predicación de los apóstoles o en la vida misma de Jesús.
Si reducimos la resurrección de Jesús a un símbolo universal de vida posmortal, o a la simple afirmación de la vida sobre la muerte, o a un hecho físico-histórico que hace veinte siglos nunca ocurrió, entonces queda vaciada del contenido que tuvo en Jesús y ya no dice nada a nadie, ni irrita a los poderes de este mundo, y hasta incluso desmoviliza en el camino por la Causa de Jesús.
Lo importante no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino tener la fe de Jesús: su actitud ante la historia, su opción por los pobres, su propuesta, su lucha decidida, su Causa.
Creer lúcidamente en Jesús en esta América Latina, o en este Occidente hipócritamente llamado "cristiano", donde la noticia de su resurrección ya no irrita a tantos que invocan su nombre para justificar incluso las actitudes contrarias a las que Él tuvo, implica volver a descubrir al Jesús histórico y el verdadero sentido de la fe en la resurrección.
Creyendo con esa fe de Jesús conocemos que el único camino hacia ese Cielo prometido pasa por hacer nueva esta vieja Tierra. Que habrá que hacerla nacer en el doloroso parto de la Historia construyendo en nuestro mundo su Reinado.
Reinado de Vida en abundancia para todos, de la Justicia imprescindible para esto, de la Paz que de aquella se desprende y del Amor que viabiliza todo lo anterior.

Feliz Resurrección para todos.