domingo, 21 de junio de 2009

Participación, utopías y proyecto - por gabriel andrade

“Vivimos en el mejor de los mundos posibles”, al menos eso es lo que nos repiten insistentemente desde Davos... Ni siquiera hace falta ya esforzarse por justificar moralmente este mundo. ¿Que no es un buen mundo? No hay otro posible, así que dejémonos de utopías moralistas. Lasciate ogni speranza, voi che entrate!; “¡Quien entre aquí, renuncie a toda esperanza!”, el Dante contempló escrito en las puertas del infierno... Este es el infierno que construyó el capitalismo para la mayoría de la Humanidad. “El capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” diría Eduardo Galeano.
Participo en un programa radial en que muchos jóvenes -atravesados por un “realismo cotidiano” impulsado como sentido común- interpelan al conductor y candidato a diputado nacional por Proyecto Sur Carlos del Frade, destilando escepticismo acerca de las posibilidades de cambio, de la intencionalidad de los actores que lo impulsan, de cualquier esperanza, de un futuro mejor.
Recordaba a Ernesto Sábato cuando decía que “el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños”...
Es el triunfo actual del infierno capitalista, del sinsentido de la esperanza de justicia, de la negación de la utopía y del futuro mejor para las mayorías.
Es reducir de sujetos a objetos manejables los sueños y la voluntad de quienes biológica y existencialmente tienen el mandato de cambio.
Ser sujeto es trascenderse, es ser más de lo que se es. El sujeto es tanto memoria como proyecto. No sólo tiene proyectos, sino que es proyecto; acto de proyectarse.
Pero la memoria no significa inmovilismo, repetición mecánica, vuelta al pasado o añoranza de otros tiempos. Precisamente la dimensión del proyectarse viene a sacarlo del inmovilismo, de la tentación de la regresión. Pero el proyectarse no puede realizarse en cualquier dirección, sin te­ner en cuenta los propios orígenes.
Pero así como somos memoria también somos imaginación. Es la imaginación la que dibuja el futuro y abre camino al proyec­to. Esto quiere decir que la imaginación no es una facultad o una cualidad que tenemos. No es algo que se agrega al sujeto constituido. Por el contrario, la imaginación nos constituye como nos constituye la memoria. Así como sin memoria no somos, tampoco somos sin imaginación.
Mediante la imaginación siempre estamos más allá. Nunca estamos donde estamos. Siempre nos estamos desplazando, siempre estamos pro­yectando, es decir, nos estamos proyectando. El día que dejamos de hacerlo comenzamos a morir, ya no somos más. Ser no es simplemente permanecer en el ser sino también ser-más.
De esta manera la imaginación penetra en el ámbito utópico. La uto­pía no conoce límites. Va siempre más allá. Abre el camino. Si nada gran­de se hace sin pasión, nada grande se hace tampoco sin utopía.
Y la utopía no sólo pertenece al ámbito de la racionalidad sino que es la que abre ese ámbito. Sin una gran utopía no se habrían logrado ninguna de las gran­des conquistas de las ciencias. Pero la utopía, el estar siempre más allá, es no sólo lo prometedor, sino también lo desconocido y amenazante. Atrae y repele, fascina, subyuga y amedrenta. Precisamente este aspecto será acentuado, exagerado, unilateralizado, por los sectores dominantes que temen la posibilidad de un cambio.
Todos los grandes cambios económicos, políticos, sociales y culturales que se han producido a lo largo de la historia de la humanidad siempre fueron precedidos por grandes utopías. La imaginación y su fabuloso poder utópico siem­pre adelantó lo que después la ciencia y la política realizaron. Naturalmen­te que el adelantamiento utópico de la imaginación siempre fue más perfec­to y hermoso que su realización­.
Los grandes ideales de libertad, igual­dad y fraternidad, fueron imaginados y pensados por multitud de hombres antes de que se hiciesen realidad con la Revolución Francesa. Su pobre realización hizo que la imaginación se siguiera adelantando y surgieran luego las uto­pías comunistas, traicionadas por la Unión Soviética y muy limitadamente alcanzadas con la revolución cubana.
Lo que transciende este mundo en dirección a otro mayor y mejor es la utopía, la fantasía y el deseo. Estas realidades que fueron dejadas de lado por el saber científico volvieron a ganar crédito y fueron rescatadas por el pensamiento más radical inclusive de cuño marxista como en Ernst Bloch y Lucien Goldman. Lo que subyace a este proceso es la conciencia de que también pertenece lo potencial, lo virtual, aquello que todavía no es pero que puede ser al mundo de lo real. Por eso, la utopía no se opone a la realidad. Es expresión de su dimensión potencial latente.
Justamente la fe en Dios de la justicia y la vida viven de ese ideal y de esa utopía. Si lo real incluye lo potencial, entonces, con más razón incluye al ser humano, lleno de ilimitadas potencialidades. El ser humano es un ser utópico. Nunca está acabado, siempre está en génesis, construyendo su existencia a partir de sus ideales, utopías y sueños. En nombre de ellos ha mostrado lo mejor de sí mismo.

Hace dos mil años, vivió inmerso en un pueblo sometido a todo tipo de injusticias un hombre con una utopía y con una esperanza. Una persona con una Causa por la que vivir y por la que luchar. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús de Nazaret; se trató de un rasgo fundamental de su vida y de su persona; fue un rasgo esencial en Él, y, por eso mismo, es un rasgo “revelador”, por lo que formó parte de esa revelación que fue y es Jesús de Nazaret.
Ese “vivir con Causa” de Jesús, es también revelación de cómo ese Dios de la vida y cómo debe ser el ser humano. Nos revela por una parte que Dios tiene una utopía, un sueño: su plan salvífico, su voluntad, su esperanza, su utopía, su reinado. Nos revela también que la Persona Humana Nueva revelada en Él es esencialmente utópica y esperanzada, y que, sin este rasgo, cualquier persona humana está lejos de acceder a la plenitud de sus posibilidades; aunque en este proceso de liberación, se puede hasta estar inmersos en la noche más oscura.
Un cristianismo sin esperanza, sin utopía, sin lucha apasionada por la construcción de ese Reino no sería seguimiento de Aquél apasionado luchador que mantuvo su esperanza sostenida hasta el final de su vida.
No podemos decir que Jesús no pueda ser modelo para nosotros en estos tiempos por el hecho de que él no hubiera vivido tiempos de crisis de esperanza como los nuestros. La lucha y la esperanza de Jesús también atravesó sus crisis.
Debió serle fácil al principio la esperanza, cuando constataba en el pueblo aquella respuesta entusiasta que le hacía venir en su búsqueda en muchedumbre o que le quería proclamar rey. Se debió sentir peor cuando muchos le fueron dejando quejándose de que aquel lenguaje era un tanto duro. La posterior “crisis de Galilea” debió ser una “noche oscura” para su esperanza: parecía que no había salida; aquél camino no conducía a ninguna parte. “¿Sigo o no sigo?”, se debió preguntar su parte humana. “¿Merece la pena esta lucha, o es mejor abandonar?”. Pero decidió continuar y “subir a Jerusalén”, a tumba abierta. Poco después sudaría sangre en el huerto, temblando ante los riesgos de muerte que estaban a punto de hacer presa en él. Siguió adelante, confiando quizá desesperadamente en que el Padre no le iba a abandonar, y en que hasta el último instante podría aparecer una salida. Pero el momento de la verdad llegó, desnudo como el beso de la muerte. Entre la espada y la pared, en la cruz y ante la muerte, Jesús debió sentir que ya no había tiempo para engañarse: el Padre le pedía no ya que esperara alguna salida, sino que confiara en Él sin tener ningún otro apoyo, con una esperanza contra toda esperanza. Y Jesús no falló: “en tus manos encomiendo mi espíritu, (mi Causa)”
Esa fue su mejor y mayor esperanza, mucho más valiosa que aquél primer optimismo entusiasta que le llevó por los caminos de Galilea fácilmente empujado por el fervor de las multitudes. La esperanza en la noche oscura de la crisis de Galilea, de Getsemaní y de la cruz, fue la consumación de su esperanza.
Como bien señala Imanol Zubero, la realidad de injusticia en que vivimos no tiene por qué alimentar necesariamente una actitud y una práctica de acomodo o de adaptación a la realidad presente. El hecho de que las cosas estén como están lo mismo puede llevarnos a la conclusión de que no hay nada que hacer como a la de que todo o casi todo está aún por hacer.
¿Cuántas almas no enfermas de capitalismo nos quedan? En su versión hebrea, la palabra enfermo significa “sin proyecto”, y ésta es la más grave enfermedad entre las muchas pestes de estos tiempos; mucho más si es en el espíritu de los jóvenes.
Como señaló acertadamente Milan Machovec: la fuerza del mensaje de Jesús, aquello que tocó los corazones y puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto un mensaje sobre el futuro que ha de venir a la manera de las tradiciones mesiánicas populares, sino un mensaje sobre un futuro que es asunto nuestro, a la vez promesa y reto a la movilización de todas nuestras capacidades de humanización del mundo ya, desde ahora. Jesús disuade a los hombres de una concepción de tipo profético-popular, en la que tradicionalmente se habían centrado los intereses y las atracciones de los descontentos. Y los lleva, más bien, a convencerse de que el futuro es “asunto suyo”, aquí y hoy, un asunto que atañe esencialmente a cada persona humana “interpelada” de ese modo. En este sentido Jesús sustrajo el futuro de las nubes del cielo para convertirlo en una cuestión presente de cada día; el futuro no es algo que “viene”, que llega de lejos, desde fuera, independientemente de nosotros, algo así como un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro, dado que en cada instante el futuro es una exigencia del presente, un reto a las capacidades humanas, que hemos de movilizar hasta el máximo en cada instante.
Es cierto que nada de esto elimina las dificultades derivadas de la urgencia por ver realizarse, aunque sólo sea de manera incipiente, la promesa de justicia de Dios. Pero sí nos ofrece una pauta de lectura de la realidad que nos permita discernir, desde ahora, los signos de liberación que anticipan la transformación que el futuro prometido por Dios está produciendo en nuestro tiempo. El futuro no es algo que esté ahí, algo que nos esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente, sin otra opción que la adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que es anticipado -definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actúa en el presente en la medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo que el futuro tiene que ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo.
Por eso, no es posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto de futuro. Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles y la estructural incertidumbre que la vida contiene -aquel concreto futuro que deseamos- exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso que el futuro nos transforma.
Estamos llamados a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza. La nuestra ha de ser una esperanza razonable, lo que no quiere decir que la exposición de las razones de nuestra esperanza sea suficiente para convencer a nadie. Probablemente, tal cosa no será posible si no logramos aprehender la realidad también desde la perspectiva de una razón sensible que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el seno de un mundo que gime con dolores de parto.
Aunque muchos que se dicen cristianos hablen de “justicia”, muchos cristianismos al uso no tienen verdadera presencia de la justicia del Reino. Ello se refleja sobre todo en su actitud ante las esperanzas y las utopías. Ante estos tipos de cristianos y de cristianismos, decimos que un cristianismo sin Reino no es verdadero cristianismo, ya que les falta lo esencial cristiano; no es simplemente una mayor o menor “calidad” del cristianismo, sino la afirmación o negación de su misma esencia. Son formas religiosas “paracristianas” que utilizan los símbolos y conceptos cristianos pero colocándolos fuera de todo planteamiento histórico-utópico propio del Reino. Están centradas en torno a un Jesús sin Reino, y, consecuentemente, a un Dios sin Reino. Toman el nombre de Jesús en vano. Y en falso, porque en su nombre hacen y difunden muchas veces lo contrario de lo que Él hizo, aquello incluso a lo que más se opuso en su tiempo.
¿Cuál es, entonces, la actualidad en la participación política y social del Reino de justicia predicado por Jesús? Probablemente la misma de siempre: la oportunidad que nos brinda para seguir encontrando, en medio del mal, experiencias concretas de humanización y liberación; y para comprender estas experiencias no como fragmentos inconexos, pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos de un naufragio que las aguas llevan hasta la playa, sino como hitos que señalan un sendero posible hacia un futuro distinto.
Hoy es el cristianismo de la liberación quienes ha asumido mayoritariamente la construcción del Reino en la denuncia profética, y han tenido que cargar sobre sí el mismo conflicto que los profetas bíblicos y que los profetas de siempre afrontaron tanto frente a los poderes civiles como frente a los detentadores del poder institucional de la respectiva religión establecida. El escándalo está ahí, a la vista de todos, pero tan profundamente introyectado en nuestro inconsciente que muchos no lo captan. El escándalo está en todos esos cristianismos “complacientes”, “suaves”, “sensatos”, “políticamente correctos”, que huyen de “radicalismos” conviviendo con el sistema sin mayores problemas. Son cristianismos “descafeinados”, que con el paso del tiempo han perdido la memoria peligrosa de Jesús y de su Causa. Han olvidado que originalmente eran seguidores de un profeta radical que murió como ajusticiado político y religioso porque su predicación y su esperanza subvertían el sistema del templo y del imperio.
Un pensador marxista como Enrique Dussel ha reconocido que en esta nueva hora, el pensamiento subversivo cristiano puede sacar adelante la esperanza que sostenía a estos otros viejos luchadores. Pero se refiere a la esperanza de calidad, fundamentada en la opción por los pobres y en la fe:
- en la verdadera opción por los pobres. No la de aquellos que optaron por los pobres porque en su análisis de materialismo dialéctico parecían los triunfadores del mañana, sino porque eran los perdedores de hoy. Y hoy día lo son más aún, y por eso los que optaron más duramente por los pobres encuentran más motivos aún para optar por ellos.
- en la fe: porque ahora ya no están estas “certezas científicas” -como las marxistas a su tiempo- en qué apoyarse. Por eso la esperanza hoy no puede ya auto engañarse: ha de ser esperanza contra toda esperanza, contra toda evidencia. No nos apoyamos en ninguna certeza humana, sino en la pura fe. Como decía un graffiti en un muro de la ciudad de Bogotá “dejemos el pesimismo para tiempos mejores”...
Si tuvieran razón los que se empeñan en hacernos creer que las utopías han fracasado y que ya no va a ser posible intentar una transformación del sistema, quien habría fracasado no serían simplemente esas utopías, sino el proyecto de justicia de Dios mismo, Jesús de Nazaret y su Buena Noticia, y entonces la humanidad misma. Sin el proyecto político del Reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia.
Para los creyentes, el Reino de Dios se consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre en nuestra historia se cosechará allá. No sabemos cómo. Ni cuándo. Quizá nos toque caminar, como Moisés, previendo que no entraremos en la tierra prometida. O quizá en cualquier momento aparezca en el horizonte una luz nueva. Quizá repentinamente se termine de quebrar esa arrogante solidez que el imperio dice poseer. Nosotros, en todo caso, no nos resignamos a dar por terminada la historia. Nos rebelamos contra el decreto de la desesperanza imperial.
La voluntad hace fermentar su proyecto más allá, más abajo, más al fondo y más adentro de lo que nosotros percibimos. También durante la noche oscura la semilla sigue creciendo, aunque nosotros no veamos cómo.
Esta esperanza, hecha de fe y de amor, puede ser el hilo conductor de la espiritualidad necesaria en las noches oscuras de utopías y de esperanzas. Y el gran papel de los cristianos (los que lo saben ser y los que ,o son sin saberlo) debe ser, en esta hora histórica, el testimonio de la inconformidad, del esclarecimiento de la verdad y la justicia, de la tenacidad de la esperanza; de la inclaudicable esperanza con el ejercicio de igual dignidad para todos que predicó Jesús.
La esperanza verdadera, como la fe, vale tanto más cuanto más gratuita es, cuantas menos evidencias tiene, cuanto más se nutre del amor al otro, cuanto más encuentra sus razones en el coraje de seguir apostando por la eterna Causa de amor a la justicia por la que vivió Jesús de Nazaret.
Y si nos toca, como diría un viejo sacerdote amigo, seremos soldados derrotados de una causa invencible...
¡Feliz el que se siente en el banquete del reino! (Apocalipsis 19,6-9).

lunes, 1 de junio de 2009

Ángeles y demonios - por gabriel andrade

El arma más poderosa creada por el hombre, una organización secreta sedienta de venganza... y apenas unas horas para evitar el desastre.
La eterna pugna entre ciencia y religión se ha convertido en una guerra real.
En un laboratorio de máxima seguridad, aparece asesinado un sacerdote científico con un extraño símbolo grabado a fuego en su pecho.. Para el profesor Robert Langdon no hay duda: los Illuminati, los hombres enfrentados ala Iglesia desde los tiempos de Galileo han regresado. Y esta vez disponen de la más mortífera arma que ha creado la humanidad, un artefacto a base de antimateria con el que pueden ganar la batalla final contra su eterno enemigo.
Acompañado por una joven científica y un audaz capitán de la Guardia Suiza Vaticana, Langdon comienza una carrera contra reloj, en una búsqueda desesperada por los rincones más secretos del Vaticano. Necesitará de todos sus conocimientos para descifrar las claves ocultas que los Illuminati han dejado a través de siglos en manuscritos y templos, y todo su coraje para vencer al despiadado asesino que siempre parece llevarle la delantera.
(de la contratapa del libro “Ángeles y demonios”)

El best-seller de Dan Brown publicado hace nueve años, Ángeles y Demonios, está basada esta película convertida en la Nº 1 de taquilla en Estados Unidos.
Continuadora en la saga de “El Código Da Vinci” (año 2006, pero publicado en libro cronológicamente anterior), se estrenó en Argentina el 14 de mayo de 2009 “Ángeles y Demonios”, policial clásico protagonizada por Robert Langdon (Tom Hanks), en donde el autor recurre a la misma fórmula del Código, induciendo al lector/espectador a inclinarse por unos asesinos que finalmente no lo son, siendo en verdad los menos esperados.
En esta nueva historia, Langdon descubre evidencia que indica que la hermandad secreta conocida como “Los Illuminati” se ha reagrupado, y que lo ha hecho con todo el poderío ancestral de la organización. De inmediato, el protagonista se percata de una grave amenaza que además implicaría a la más alta jerarquía de la institución católica de manera letal, ya que han robado de un laboratorio de investigaciones física la antimateria necesaria para destruir todo el Vaticano con sus centenares de cardenales dentro, dado que la trama se transcurre cuando en dicho lugar está desarrollándose el cónclave que elegirá un nuevo Papa.

La película peca desde el comienzo con el clásico concepto de que un par de centenar de cardenales, más la indigesta curia romana “son” la iglesia católica, cuando la iglesia (“ekklesía” en su palabra griega, que significa “asamblea”) la componen 600 millones de fieles y su “territorio” espiritual está diseminado por todo el mundo y no en el obsenamente lujoso Vaticano con sus 0.44 km2 de extensión y sus 932 habitantes permanentes.
Siguen los errores al plantear un supuesto enfrenamiento irracional entre fe y ciencia, cuando en la actualidad el Dios de una fe madura entronca perfectamente con la ciencia de última generación,; la teoría del Big Bang del sacerdote belga Georges Lemaître, la de la entropía de Rudolf Clausius, con la de la evolución de Darwin, con la negación de un dios intervencionista y protector como proyección de deseos humanos (dios antropomórfico de la religión antigua, distinto al Dios de la fe) del psicoanálisis de Freud, las teorías de la relatividad de Einstein, la cuántica de Max Planck, para terminar en la teoría de la intencionalidad del universo de Niels Bohr, según la cual, necesariamente existe algo detrás de la materia y la energía -que califica como una inteligencia superior- para que se hayan dado las afinadísimas condiciones (la posibilidad era 1 contra 10 elevado a la potencia 120 después de la gran expansión) para que en este planeta se desarrollara la vida. No existen científicos actuales que afirmen la imposibilidad matemática y física que Dios exista como un ente inteligente y ordenador, como no existen creyentes maduros que afirmen poder demostrar que Dios existe, más allá de la fe.
Y lo tercero y más grotesco es el tratamiento que se le da al tema de la logia secreta Illuminati, con el planteo de una supuesta guerra a muerte con la institución católica; tema tal que retomara cronológicamente a posterior con mucha más fuerza en la trama del Código Da Vinci, donde específicamente se la hace enemiga del Opus Dei. Echemos luz sobre esto.

En sus inicios, la masonería (de “masones”, “constructores de piedras”) fue una institución de carácter iniciático, filantrópico, filosófico y progresista, fundada en el sentimiento de fraternidad, igualdad y libertad. Tuvo como objetivo la búsqueda de la verdad y fomentando el desarrollo intelectual y moral del ser humano, además del progreso social. Los masones, se organizaron en estructuras de base denominadas logias, que a su vez pueden estar agrupadas en una organización de ámbito superior normalmente denominada "Gran Logia", "Gran Oriente" o "Gran Priorato".
Se consideraron filosóficas porque buscaban orientar al hombre hacia la investigación racional de las leyes de la naturaleza, con al esfuerzo del pensamiento desde la representación geométrica hasta la abstracción metafísica.
Se consideraron filantrópicas porque buscaban el altruismo, el bienestar de todos los seres humanos y no estaba inspirada en la búsqueda de lucros personales, con sus esfuerzos y recursos dedicados al progreso y felicidad de la especie humana, sin distinción de nacionalidad, raza, sexo ni religión, para lo cual apostaban a la elevación de los espíritus y a la tranquilidad de las conciencias.
Se consideraron progresistas porque enseñaban y practicaban la solidaridad humana y la absoluta libertad de pensamiento, teniendo por objeto la búsqueda de la verdad desechando el fanatismo abordando sin prejuicios todos los nuevos aportes de la invención humana, la moral universal y el cultivo de las ciencias y las artes, no poniendo obstáculo alguno en la investigación de la verdad.
Los masones fueron considerado como la orden fraternal más grande que alcanzó niveles mundiales y en un primer momento, las cofradías masónicas se limitaban a los trabajadores. No obstante, en el contexto de la reforma protestante, sobre todo en Inglaterra, estas fraternidades comenzaron a aceptar hombres provenientes de sectores altos de la sociedad, y fue entonces en donde sus ideales fundantes fueron traicionados.

Los Illuminati son una logia de estos masones y se originaron en los cultos precristianos y en las masonerías del mundo antiguo y medieval.
En la segunda mitad del siglo XVIII, la población de la región de Baviera (Alemania) era de mayoría católica y contaba con una aristocracia ampliamente asentada. Por entonces, Baviera contaba con más de 25.000 iglesias para 40.000 habitantes, además de 19 conventos y monasterios. En este escenario, el poder de los jesuitas era evidente en todos los lugares y Baviera era un opositor radical a la Reforma Protestante. A pesar de este talante religioso, el ateísmo, la apostasía y el deísmo eran más frecuentes en Baviera que en cualquier otro lugar. Con este marco, un oscuro personaje local, Adam Weishaupt, empezó a formar los Illuminati de Baviera cuando era profesor de derecho canónico en la universidad de Ingolstadt y estudiaba para hacerse sacerdote jesuita. Tras su fundación, Adam Weishaupt logró reclutar a su causa a un gran número de pensadores, filósofos, artistas, políticos y analistas; atrajo a jóvenes estudiantes y personalidades intelectuales. Sin embargo, cuando en 1773 el Papa Clemente XIV prohibió los Illuminati, su disgusto le llevó a romper con la Iglesia católica. Unió fuerzas con el mercader Kolmer, quien en su trayecto a Francia y Alemania, hacia 1770-73, se encontró con Cagliostro en la isla de Malta, antigua sede de los caballeros templarios.
La finalidad de Weishaupt al crear esta sociedad era derrocar a los gobiernos y reinos del mundo, además de erradicar a todas las religiones y creencias para unificar a la humanidad bajo un Nuevo Orden Mundial, basado en un sistema muy similar al comunista; el cual tuviera una moneda única y una religión universal. Esta sociedad, según sus creencias, permitiría que cada persona lograra la perfección. Este plan exigía que el grupo se expandiera haciendo ostensible su presencia en otros lugares.
Los Illuminati bávaros se extendieron rápidamente por Austria y otros puntos de Europa, afiliando a personalidades de la talla de Herder, Goethe, Cagliostro y el Conde de Saint-Germain, entre otros. El mismo Conde de Cagliostro creó la Masonería egipcia y fue asesinado en los calabozos de la Inquisición. Al parecer, Cagliostro, el futuro revolucionario francés, se involucró entonces en actividades masónicas, así como también lo hicieron Giovanni Giacomo Casanova (el eterno amante veneciano) y el enigmático conde de Saint-Germain. Habría sido Kolmer quien, en Alemania, transmitiera sus conocimientos secretos a Weishaupt, quien empleó muchos años en trabajar para consolidar los distintos sistemas ocultos en su sociedad secreta, los Illuminati.
Utilizó el soborno y el sexo para controlar a los que iban alcanzando posiciones superiores; posteriormente, el chantaje le garantizaba el mantenimiento de este control. En esta etapa, los Illuminati empiezan a utilizar a sus adeptos (los iniciados de grados superiores) como consejeros de políticos, pero siempre desde una posición discreta sin salir de su anonimato. De esta manera, las medidas adoptadas por aquellos beneficiaban a los Illuminati, que pretendían erradicar las condiciones sociales que fueran un obstáculo para conducir a los hombres hacia lo que consideraban su estado natural y de felicidad. Este «sueño» significaba eliminar a las monarquías y a la Iglesia, por lo tanto la orden pronto tuvo enemigos muy poderosos.
Una vez que Adam Weishaupt se percató del gran éxito que estaba teniendo con este movimiento, tomó la determinación de afiliarse a las logias francmasónicas de Baviera y luego de Europa, ordenando después la infiltración y el dominio de la misma. Sin embargo sus planes fracasaron, ya que en una reunión en 1782 de la masonería continental, se enfrentó ante la oposición de la Gran Logia de Inglaterra y los recelos de Los Iluminados Teósofos y del Gran Oriente de Francia. Por su parte, El Elector de Baviera, al intuir el peligro que significaban Los Illuminati para la Iglesia católica y las monarquías, por su ideología revolucionaria, igualitaria y libertaria; aprobó un edicto contra estos y la masonería el 22 de junio de 1784. Consecuentemente hubo persecuciones y se arrestaron a sus miembros hasta erradicarlos casi por completo. Para 1785 Weishaupt marchó al exilio de Ratisbona. Dirigió la orden desde el extranjero, falleciendo el 18 de noviembre de 1830.
Una vez muerto Weishaupt , el resto de la Orden de Los Illuminati se dirigieron a Estados Unidos y algunos se dispersaron por Europa. En Francia, el conde de Mirabeau introdujo la Orden en donde se alistaron los revolucionarios Saint-Just, Camile Desmoulins, Danton, Herbert y Marat.
Existen autores que aseguran la desaparición absoluta de Los Illuminati en Europa durante las primeras décadas del siglo XIX, caso contrario en los Estados Unidos. Ya que existen demasiadas pruebas que determinan su presencia como el sello del dólar de Estados Unidos, las órdenes norteamericanas que se declaran hoy herederas de Los Illuminati y una serie de cartas del siglo XIX que resultan reveladoras.
De la matriz de la Orden de Los Illuminati en Estados Unidos surge la conformación de la Logia Colombia de la Orden de los Illuminati en 1785 y a la que se integraron como Hermanos el gobernador De Witt; un ancestro de Franklin Delano Roosevelt, Clinton Roosevelt; Horace Greeley (director del Tribune); y el mismísimo Jefferson. Esta herencia se ha mantenido durante dos siglos en organizaciones iluministas cuyas principales son The Order, Skull & Bones, The Shriners y la Grand Lodge Rockefeller.
El presidente estadounidense F.D. Roosevelt, miembro de los Shriners, ordenó que apareciesen en billete estadounidense la pirámide truncada con el triángulo y el ojo "que todo lo ve" en la parte superior (símbolo de Los Illuminati de Weishaupt), los trece escalones de la pirámide (13 grados del Rito de los Iluminados de Baviera), las inscripciones en latín Annuit Coeptis y Novus Ordo Seculorum y la fecha 1776 (fecha de la fundación de Los Illuminati de Baviera); aunque existen autores que desmienten toda relación del billete con las órdenes iluminadas y asocian esto con los 13 estados norteamericanos a la fecha de la independencia.

En su novela Ángeles y demonios, el escritor estadounidense Dan Brown plantea que Galileo era miembro de los Illuminati. Una afirmación sin otra validez que la de aportar intriga a la trama de la novela. Lo cierto es que en 1610 Galileo fue invitado a formar parte de una sociedad italiana de científicos e investigadores llamada “Academia de los Linces” fundada por Federico Cesi en 1603. El nombre de este grupo procedía de Lynceus, el argonauta de la mitología griega dotado de una perspicaz vista y cuyos objetivos eran no sólo adquirir conocimiento de cosas y sabiduría y vivir juntos legal y píamente, sino también mostrarla a los hombres de una manera pacífica, tanto oralmente como por escrito, sin causar daño.
La aristocracia romana acusó a los miembros de la academia de practicar magia negra, oponerse a la doctrina católica y llevar una vida escandalosa. Así, durante algún tiempo sus miembros estuvieron exiliados y esparcidos, solamente manteniendo la unión por correspondencia.
Galileo fue el miembro más famoso y las publicaciones más prestigiosas de la Academia de los Linces fueron las suyas. En primer lugar apareció su «Tratado sobre las manchas solares» (1613) y luego, «El ensayador» (1623). Con la captación de Galileo, el número de miembros del grupo creció hasta 32. La muerte de su fundador Cesi, en 1630, precipitó el fin de la Academia.

Lo que actualmente más interesa resaltar, es la función que desarrollan las sociedades secretas como metodología de poder y que nos afectan en la cotidianidad de nuestras sociedades.
Desde hace varios siglos, los principales empresa­rios y banqueros suelen agruparse en sociedades secretas -muchas veces logias masónicas-, en las que toman con­tacto con personas de la actividad política. En un principio ese movimiento empresario constituía una estrategia defensiva: el afán de lucro estuvo muy mal visto en Europa Oc­cidental durante toda la Edad Media, debido al tipo de moral antiempresaria que la Iglesia Católica defendía. Además, las propias monar­quías europeas, más allá de oscilar entre la obediencia al papa­do y una abierta rebeldía contra éste, también constituían un factor de poder que miraba con recelo el creciente avance de una burguesía comercial y financiera que, generalmente sin antece­dentes aristocráticos, comenzaba a disputar cuotas de poder a las casas reales, pero que se financiaban con préstamos de esa misma burguesía financiera. Así, preso del Papa y las casas rea­les de esta burguesía financiera, el incipiente empresariado comercial y financiero vio con buenos ojos la asociación clandestina como forma de pre­sentar un frente unificado contra el poder político y religioso a los que se consideraba una verdadera amenaza para sus intereses. A medida que el capitalismo fue desarrollándose más en Eu­ropa, banqueros y comerciantes comenzaron a detentar una ma­yor cuota de poder, y la organización en sociedades secretas co­menzó a ser un factor preponderante en la lucha subterránea que buena parte del empresariado llevaba a cabo contra reyes y papas. En tal sentido, hay un año que representó un verdadero quiebre en la correlación de fuerzas entre el empresariado y las monarquías y el papado: 1776.
Ese año, el fundador de la pode­rosa dinastía financiera Rothschild financió en Bavaria a los Illuminati con el propósito de liderar las logias masónicas que se habían reorganizado en 1717 y respondían a la monarquía inglesa. Los Illuminati no fueron una sociedad secreta más, sino una sociedad con objetivos claramente políticos, dispuesta a apli­car una metodología revolucionaria, utilizando muchas veces golpes militares, actos de terrorismo y guerras para lograr sus objetivos de dominación global y debilitamiento de las políti­cas nacionales que han sido y son siempre una barrera para el empresariado financiero y comercial.
La matriz de esta organización, trasplantada a los Estados Unidos principalmente a través de sus uni­versidades y colegios, proliferó primero a través de la red elitis­ta de estudiantes y graduados llamada Phi Beta Kappa, y luego, desde 1832, bajo la forma de la sociedad Skull & Bones (Calave­ra y Huesos) afincada en la Universidad de Yale. Es necesario mencionar que algunos de los más prominentes miembros de Phi Beta Kappa participaron codo a codo con importantes ma­sones, como George Washington, Tomas Jefferson y Benjamin Franklin para producir la guerra de independencia norteamericana, suceso considerado apetecible por una vasta parte del empresariado eu­ropeo, incluso parte del inglés, dado que ayudaba a minar la au­toridad de la Corona británica y a acrecentar sus negocios ha­cia y desde el Nuevo Mundo.
Muchos presidentes norteamericanos han si­do miembros -de esta y otras sociedades secretas- tanto como muchísimos miembros de sus gabinetes, así como numerosos empresarios, diplomáticos, militares, pe­riodistas, etc., que han llegado a sus cargos merced al conoci­miento previo que la elite posee de ellos gracias a su pertenen­cia a dichas sociedades. Tanto George W. Bush como John Kerry, los contendientes en las elecciones norteamericanas de 2004, son miembros de Skull & Bones.
Sin embargo, a medida que las sociedades secretas avanza­ban hacia el objetivo de la elite que las domina, o sea, hacia un dominio político y económico global -representando en un Nuevo Orden Mundial caracterizado por países sin políticas económicas, educativas ni sociales realmente independientes- se toparon con un problema imprevisto. Su actividad realizada clandestinamente fue denunciada en una vasta cantidad de na­ciones, y la gente en aquellas épocas comenzó a presentir y pen­sar que había mucho de verdad en la idea de que muchos de los grandes sucesos políticos habían sido en realidad manipulados desde las sombras y carecían de la espontaneidad que muchas veces la historia oficial escrita por sus propios periodistas e intelectuales les adjudica. El peor de estos momen­tos se dio en torno de la Primera Guerra Mundial, donde las de­nuncias de las actividades de estas sociedades se realizaban muy seguido en Francia, Alemania, Inglaterra, Italia. Estados Unidos y Rusia, entre otros países.
Fue por este motivo, y por el efectivo control que las clases empresariales de Estados Unidos e Inglaterra ya ejercían tras la Primera Guerra Mundial sobre los recursos energéticos mundia­les, que los principales empresarios advirtieron la necesidad de que una buena parte de los objetivos económicos, políticos y sociales se trazara en forma menos secreta, aunque no totalmen­te pública. De esta manera nacieron el Consejo de Relaciones In­ternacionales (Council on Foreign Reintions: CFR) y el Instituto Real para los Asuntos Internacionales (Royal lnstitute (or Inter­national Afairs: RIIA). Ambos centros de poder fueron funda­dos en 1919 y 1921, con base en Nueva York y Londres con el fin de elaborar las políticas que los gobiernos -del partido po­lítico que fuere- deberían adoptar en prácticamente todos los terrenos: economía, educación, cultura, etcétera. Esos centros de poder trabajan en forma muy silenciosa, pero para nada clan­destina. En sus reuniones suele haber miembros prominentes de todas las disciplinas, y también dueños de los principales me­dios de comunicación y los principales periodistas. De tal mane­ra, los medios de comunicación posteriormente realizan lobby, o al menos hablan en forma benevolente -cierto disenso acota­do siempre se permite- de lo que se acuerda como "saludable" para que sea encarado tanto por Estados Unidos como por el resto del mundo en el marco de sus políticas de acción.
Estos centros de poder luego desarrollaron los llamados Grupo Bilderberg y Comisión Trilateral con el fin de incluir en algunas de sus deliberaciones a los principales empresarios y po­líticos de Europa Continental y Japón, y elaboran sus políticas con un complaciente silencio de prensa sobre sus reuniones, sus debates y sus objetivos; aunque sin la clandestinidad de sus ante­cesores, las sociedades secretas, que obviamente siguen existien­do y gozando de enorme poder, dado que sólo los "pretextos científicos y políticos" son dejados en manos del CFR, el RIIA, el Grupo de Bilderberg y la Comisión Trilateral.
No hay tema importante sobre las áreas de petróleo, finan­zas, políticas comerciales, invasiones a países "díscolos", o ne­gociaciones de países con el FMI o el Banco Mundial, que esca­pe al discreto control del CFR y el RIIA, grupos que ejercen un verdadero "gobierno mundial en las sombras" y que son los rea­les "apuntadores de letra" para los gobiernos de los Estados Uni­dos y se proyectan así en muchísimos otros países. Este es el verdadero rostro ideológico de la llamada “globalización”.
La creación de los servicios secretos como el FBI y la CIA, copian­do el modelo del espionaje inglés de principios del siglo XX, corresponde al mismo fenómeno. Esos servicios son una especie de "hijos naturales" de dichos centros de poder con el fin de que sean tales agencias las que lleven a cabo los procedimientos que estiman necesario realizar pero que no pueden ser aplicados por gobiernos legítimos sin despertar la indignación de las masas populares.
Estas sociedades secretas herederas de los Illuminati ha venido nutriéndose de la filosofía polí­tica de un alemán emigrado por motivos raciales durante el Ter­cer Reich: Leo Strauss. Afincado en los Estados Unidos, Strauss fue muy bien recibido en la Universidad de Chicago (fundada y dirigida por los intereses del petróleo, donde además trabajaban los economistas más conservadores como Milton Friedman). Strauss desarrolló sus teorías políticas de la misma manera que en el pasado más le­jano las sociedades secretas se nutrían de la filosofía de la his­toria hegeliana para llevar a cabo sus actividades revoluciona­rias.
Lector acrítico de Nicolás Maquiavelo, Strauss fue su con­tinuador y quien reformuló en el Siglo XX sus tesis. Su premisa básica es la si­guiente: “Por derecho natural, los fuertes deben gobernar sobre los dé­biles”.
Sus tres líneas de acción representan una verdadera meto­dología para lograr objetivos de dominio a través de la globali­zación:
a) Dado que no existen verdades absolutas, sino sólo relati­vas, es necesario que los gobiernos mientan. Los gobier­nos deben dar a la población a través de la prensa sólo un mínimo indispensable de información fidedigna a fin de mantener lo más monolíticamente posible la fe de las masas en un futuro mejor y en una escala de valo­res. El engaño deben ser las armas para im­pedir todo atisbo de escepticismo o nihilismo que bien podría llevar a la anarquía.
b) Contrariamente a lo que establece la mayoría de las cons­tituciones democráticas en lo que respecta a la necesidad de separar el Estado de la Iglesia, la fe religiosa conservadora y las invocacio­nes a un dios todopoderoso ayudan en buena medida a que ese escepticismo o nihilismo se reduzca a un míni­mo posible. La religión narcotizante es una potente arma de dominio, al igual que la mentira y el engaño, para lograr encolumnar al pueblo tras un líder y tras la clase dominante que debe gobernar un país por "derecho natural".
c) La base de cualquier Estado y de cualquier gobierno es la existencia de un enemigo. La lucha contra un enemi­go común sirve para aglutinar más a las masas. Un peli­groso enemigo externo muchas veces aparece de manera espontánea o imprevisible, pero, si ese enemigo no existe, es necesario crearlo. Si no hay uno a mano, és­te debe ser fabricado, porque sin un enemigo poderoso se corren riesgos de que se den las condiciones para que aparezcan importantes niveles de disenso interno que pongan en riesgo la conducción del Estado y el dominio de un país por los elegidos (los más fuertes). Obviamente que en un régimen capitalista global, los más fuertes no son otros que los más ricos.
Puede resultar curioso, pero a pesar de ser un perseguido de Hitler por motivos raciales, Strauss terminó por imitar a su odia­do enemigo. Si sustituimos "los más fuertes" por "la raza aria", nos encontraríamos con idénticas percepciones acerca de una raza o una clase "elegida" para gobernar el mundo por derecho natural.
Asimismo, la frase más famosa que se recuerda del ministro de Propaganda de Hitler Joseph Goebbels, era "miente, miente, que algo quedará", y es casi idéntica a la primera premisa straus­siana de gobierno. Durante el Tercer Reich no había una religión considerada de Estado, aunque las creencias paganas y los sím­bolos hindúes utilizados por el nazismo (como la cruz gamada), así como todas las creencias y leyendas sobre el origen indoeu­ropeo de la raza aria, constituían un sistema de creencias al es­tilo de las religiones, que cohesionaba a los alemanes, aun cuan­do Hitler no dejara de apoyar al catolicismo y al cristianismo en general. Finalmente, en la idea de crear un enemigo si éste no está a mano, Strauss no hace más que copiar algunas de las pro­pias tácticas de Adolf Hitler, cuando, por ejemplo en 1933, el Füh­rer habría ordenado incendiar el Reichstag (Parlamento) y luego culpar del alentado a un comunista con la finalidad de suspen­der totalmente la actividad de los partidos políticos, acabar con el Parlamento y gobernar dictatorialmente el país, siempre en guardia contra el posible avance del "comunismo" y el "pueblo judío".
En síntesis, Leo Strauss no ha propuesto otra cosa que un ré­gimen hitleriano sin Hitler bajo la apariencia de una democra­cia, donde la gente cree que vota por candidatos e ideas diferen­tes cuando, en realidad, los candidatos posibles han sido cooptados de antemano, bloqueando casi todo atisbo de posible salida hacia un esquema verdaderamente democrático.
Bajo la actual apariencia de democracia, los medios de comunicación adormecen a poblaciones enteras a través de noticieros vacíos de verdaderas noticias, repletos de casos policiales (presentados pa­ra que el televidente desconfíe del vecino o del desconocido y nunca del propio Estado o del sistema) y saturados de banales entretenimientos escapistas y deportes, en los cuales se sue­le depositar falazmente lo poco del nacionalismo que puede que­dar en la era de la globalización.
La misma palabra “democracia” esconde un engaño. El “demos” en la sociedad griega de la que deriva, refiere al pueblo entendido como tal en los que componen la “patria” poseyendo “patrimonio”. Sólo lo pueden ser entonces, los varones libres con capital. El resto, llamados “laos” -de donde deriva “legos” (inferiores) y de donde la institución iglesia lo toma para la figura de “laicos”- son los hombres sin posesiones, incluyendo a todos los varones esclavos, más la totalidad de las mujeres (libres o esclavas). Por eso, en conceptos del intelectual de la teología de la liberación Jung Mo Sung, debería hablarse buscando una “laocracia” que refiera al concepto extendido de gobierno de todo el pueblo, en vez de “democracia” que refiere, justamente, al gobierno de una elite. Por supuesto que este concepto no interesa difundir por los medios de comunicación dominantes ni por las corporaciones políticas, empresariales o eclesiásticas...
Así, el mundo entero se ha sumergido en pseudos dictaduras travestidas de democra­cia, con centro en Nueva York y Londres, hacia la cual los go­biernos presentan más o menos sumisión, en donde apenas pueden entablar negociaciones estratégicas de relativa oposición en el marco de una situación de muy clara debilidad.
Las sociedades secretas y sus organismos supranacionales de superficie actúan en las sombras como verdaderos titirite­ros de los gobiernos nacionales, incluido el de los Estados Unidos y los países centrales.
¿Y por el Vaticano como andamos?

Hasta hace no demasiado tiempo, las sociedades secretas y el Vaticano como corporación estaban enfrentados en una guerra de poder a muerte. Eran frecuentes las encíclicas papales condenan­do la masonería y toda suerte de sociedades secretas, excomulgando a cualquier cristiano que adhiriera a ellas. La causa que más se publicitó acerca de ese enfrentamiento era que la Iglesia percibía que las sociedades secretas practicaban rituales y creen­cias de origen pagano. Pero en realidad -y con mucha más fuerza desde la fundación de los Illuminati de Baviera- era fácil percibir que el motivo de la lucha no era otro que una pugna por el poder.
Como ya dijimos, durante toda la Edad Media y la Moderna el poder político en Europa estaba en mayor o menor medida concentrado en el papado y las monarquías. La burguesía comercial y financiera, si bien financiaba a esos poderes políticos sabía que la única forma de aumentar su dominio en Europa era socavar las bases del poder tanto de los papas como de los reyes. Por lo tanto se asociaban secretamente para llevar a cabo sus ob­jetivos. Buena parte del financiamiento que recibieron tanto los científicos e investigadores como los medios de comunicación en siglos pasados provenía de miembros de esas sociedades, quienes por medio de la ciencia y la prensa deseaban demostrar que las doctrinas religiosas del Vaticano eran equivocadas y que las casas reales europeas no tenían "derecho natural" alguno a ocupar sus lugares.
Las sociedades secretas -más allá de las prácticas ocultistas y a veces satanistas de las cuales sus enemigos más encarniza­dos las acusan, algunas veces con causa y razón justificada- se oponían al régimen político, social y religioso imperante en Eu­ropa no tanto por cuestiones ideológicas, religiosas o morales, sino como una forma efectiva de acumular poder en los esta­mentos en los que les estaba vedado. Es por esta causa que en general estaban -y están- compuestas por partidarios acérri­mos de la forma republicana de gobierno de la ya comentada “democracia”, no como producto de un deseo liberar a las masas de la opresión que podían padecer por el poder abusi­vo de reyes y papas, sino como alternativa política para alzarse con el poder. Esto -y ninguna otra motivación- fue lo que las impulsó a apoyar financieramente la serie de revoluciones que determinaron los cambios políticos en Euro­pa y los Estados Unidos hacia la forma republicana de gobier­no, demoliendo el poder de los rivales. Con este y no otro fin nacieron lo que hoy llamamos democracias.
Principalmente a través de los papas Pío IX y León XIII, la institución católica respondió con durísimas encíclicas que otros papas posteriores citaron repetidamente o profundizaron hasta que, princi­palmente luego de la Segunda Guerra Mundial, poco y nada hi­cieron para impedir su avance. Más aún, durante el largo papado de Juan Pablo II, el tercero más largo de la historia, prácticamen­te ningún documento fue elaborado en el Vaticano contra la actividad de su antiguo enemigo mortal. ¿Por qué?

Cuando Napoleón fue derrota­do en Waterloo (1815), mediante el Congreso de Viena se diseñó el nue­vo mapa europeo. Entre las disposiciones de ese congreso se convino en devolverle al papado algunas de las tierras que Napoleón le había confiscado. Esos territorios, gobernados directamente por los papas, constituían los denominados "Estados pontificios", abarcando cuatro áreas geográficas italianas (el Lazio, la Um­bria, las Marcas y la Emilia-Romagna) y reconstituyéndose así en la fuente de los ingresos papales a través de la recaudación de impuestos sobre la actividad económica.
Pero entre 1850 y 1870 los Estados pontificios vieron recortados progresivamente esos dominios, que se iban anexando a los reinos que luego conformarían lo que hoy es Italia. Fue entonces cuando los papas emitieron las más duras encíclicas contra la masonería y las so­ciedades secretas, dado que eran los Carbonari, la Giovane ltalia y la masonería -las sociedades que más luchaban para unificar el país- fueron despojando al papado de sus territorios y de sus fuentes de recaudación.
Desde 1850 entonces, el Vaticano debió recurrir regularmente a préstamos externos que eran otorgados por las casas bancarias de la fami­lia Rothschild, paradójicamente, principal impulsora de la más anticatólica de todas las sociedades secretas: los Illuminati de Baviera. En 1860, a fin de pagar los intereses de esas deudas y los gastos corrientes del papado, se estableció el actual sistema: el "óbolo de San Pedro", por medio del cual las diócesis extranjeras debían aportar una proporción de sus ingresos al Vaticano. Como desde la Guerra Civil norteamericana los Estados Unidos no cesaría de crecer hasta transfor­marse en la primera potencia mundial, las diócesis de ese país se fueron transformando en las primeras aportantes de los recursos económicos con los que cuenta la San­ta Sede; con lo que también se fueron estrechando los vínculos entre el Vaticano y las grandes empresas norteameri­canas.
Con esto, el Vaticano vio aumentar sus ingresos económicos cada vez que un gran crecimiento de la economía norteameri­cana hacía florecer a sus diócesis y por el otro los grandes capi­tales norteamericanos fueron logrando que la Iglesia Católica, aún muy fuerte en Europa y América latina, "facilitara" la imposición de la agenda globalizadora. Es por esa causa principal­mente que el Vaticano no levantó la voz ante la dura represión militar de los años setenta contra movimientos latinoamerica­nos de índole socialista, ni ante la intensa campaña privatiza­dora que se vivió en las naciones latinoamericanas durante la década de los noventa. Por lo mismo, existe una es­pecie de veto tácito proveniente de los poderosos cardenales norteamericanos a la posibilidad de que sea electo un papa la­tinoamericano: la idea sería impedir cualquier atisbo de "pro­gresismo religioso" que pueda complicar la agenda globalizado­ra de la elite.
Los lazos de la propia Iglesia Católica norteamericana con los objetivos de las principales corporaciones de los Estados Uni­dos y la CIA siempre han sido muy estrechos. Pero si la dependencia de los fondos de sus diócesis extran­jeras por parte del Vaticano desde 1870 ha ayudado a tejer fuertes lazos entre Roma y Wall Street, éstos no son de ninguna manera los úni­cos.
En 1929 se firmó el Tratado de Letrán entre el Vaticano y el gobierno de Mussolini, el cual estaba destinado a zanjar defini­tivamente los pleitos de la Iglesia Católica e Italia ocasionados por el despojo de los Estados pontificios. El gobierno de Musso­lini acordó, entre otras cosas, brindar al papa una compensación de 90 millones de dólares de la época por la confiscación de los Estados. Además, Italia se encargaría de sufragar los suel­dos y gastos de los sacerdotes italianos, lo que constituyó una manera de que éstos no levantaran la voz ante un acuerdo que podía resultarle escandaloso a muchos que estaban enterados de la "letra chica" del pacto.
Fue entonces cuando el Vaticano de Pío XI contrató los servicios de un financista llamado Bernardino Nogara con la intención de que invirtiera esos fondos a su leal saber y entender sin nin­guna consideración religiosa, simplemente teniendo en cuenta su propia estimación personal de rentabilidad y riesgo hacia di­ferentes activos financieros. Entre los años treinta y fines de los años cincuenta, Nogara fue un personaje sumamente poderoso en el Vaticano al lograr que los fondos se multiplicaran. A inicio de los años setenta, ya creada oficialmen­te la banca vaticana (IOR) esos fondos habrían llegado a supe­rar los 500 millones de dólares. Entre las empresas en las cua­les Nogara invirtió los fondos se cuentan Shell, Esso, General Electric, General Motors, JP Morgan, Chase Manhattan Bank y -según se especula- hasta empresas de armamentos. Las ope­raciones se hicieron generalmente a través del banco que había adquirido en parte minoritaria el Vaticano en los Estados Unidos: el Bankers Trust. Así, el Vaticano se convirtió en socio minoritario de los intereses de los sectores estadounidenses más relacionados con las pro­pias sociedades secretas contra las cuales los papas antecesores intentaban luchar, asociándose con los elitistas clanes familiares como los Rothschild y los Rockefeller que ma­nejan enormes megacorporaciones e influyen en forma determi­nante en las sociedades secretas.
Ahora bien, durante las décadas de 1930 y 1940 la Iglesia Católica comenzó a tener otro "socio adicional": el régimen nazi de Adolf Hitler que impuso un impuesto proporcional sobre to­dos los salarios alemanes para uso exclusivo y discrecional del Va­ticano, dado que, al igual que Mussolini, no sólo necesitaba una religión "de Estado", a pesar de sus propias creencias paganas, si­no que además no deseaba "propaganda hostil del Vaticano", co­nocedor de sus lazos con Nogara y Wall Street. Ese impuesto, lla­mado "Kirchenesteuex", nunca fue derogado, y contribuye a explicar la existencia actual de un papa alemán, más allá de su afi­nidad ideológica con el sector que hoy predomina ampliamente en la Iglesia: el más reaccionario.
Como se ve, este factor puede explicar también en buena me­dida la "neutralidad" del papa Pío XII en la Segunda Guerra Mundial frente a los dos bandos en lucha, su asentimiento táci­to a muchas de las políticas de Hitler e incluso la red secreta en la que se habría involucrado el Vaticano junto con la propia CIA- en la posguerra para sacar jerarcas nazis de Europa. La relación con Hitler también se había fortalecido por otros mo­tivos: Bernardino Nogara había hecho, a principios de los años treinta, fuertes inversiones en empresas italianas que colabora­ban estrechamente con el régimen de Mussolini y sus planes bé­licos expansionistas. La relación se acentuó con la "súbita desa­parición" del antibelicista Pío XI justo antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, y su reemplazo por Eugenio Pacelli (Pío XII) hermano de Francesco Pacelli, el cardenal que hizo ex­celentes lazos personales con funcionarios del régimen nazi du­rante los años treinta, cuando se encontraba destacado en Ale­mania.
Con la excepción del régimen comunista de la Unión Sovié­tica que había prohibido desde su propio inicio el culto religio­so, el papa era "amigo de todos".
Pero nada es gratis, y ese florecimiento de la riqueza finan­ciera vaticana trajo aparejado un inconveniente adicional: co­mo una proporción muy alta de los fondos invertidos por Noga­ra estaba colocada en acciones de empresas norteamericanas cotizantes en Wall Street, las finanzas del Vaticano quedaban atadas de pies y manos a los beneficios de las megacorporacio­nes estadounidenses. Por lo tanto, su dependencia de las gran­des empresas norteamericanas se daba por partida doble: por un lado, sus ganancias dependían -y dependen- de la "genero­sidad" de las donaciones de particulares, empresas o fundacio­nes estadounidenses, a las diócesis de los Estados Unidos. Por el otro, un alza de las acciones en Wall Street hace más rico al Vaticano, mientras que una baja lo empobrece. No debe extra­ñar en absoluto entonces que desde finales de la Segunda Gue­rra Mundial la sumisión de la institución católica a los grandes intereses de Wall Street haya ido en aumento.
En 1972 el papa Paulo VI había pronunciado una extraña frase en la homilía del 29 de junio: “De alguna grieta, el humo de Satanás ha entrado en el Vaticano”.
La referencia a Satanás tie­ne un significado más que “sonoro” en relación a la masonería. Paulo VI estaba diciendo que las sociedades secretas se habían infiltrado en el Vaticano con varios de sus miembros ocupando altos puestos dentro de él.
Lo cierto es que a su muerte el poder político y financiero de los Estados Unidos y Londres deseaba que accediera al papa­do un cardenal conservador que bloqueara los avances de la Teo­logía de la Liberación, que se consideraba "filomarxista", en América Latina, región muy densamente poblada por católicos. Se trataba justamente del momento en que era funcional a esos centros de poder la existencia de dictaduras militares en todo el continente -las cuales mantenían excelentes relaciones con los sectores más conservadores de la institución católica- y que aplicaban teorías económicas neoliberales.
A su vez, los cardenales sindicados como masones infiltra­dos -en una lista de miembros de la logia P-2 publicada en Il Giornale de Turín por el periodista Mino Pecorelli, quien luego fuera asesinado- eran nombrados Jean Vi­llot y Paul Marcinkus, y otras fuentes señalan a Poletti, Baggio y Casarolli- deseaban evitar a toda costa cualquier atisbo de re­novación en el Vaticano. No solamente compartían los intereses ideológicos de sus nuevos socios, los núcleos protestantes de po­der en Nueva York, Washington DC y Londres, sino que necesi­taban evitar que se destapara un gran escándalo financiero con la banca relacionada con la Santa Sede y en parte, propiedad del Vaticano. Lo peor es que esa relación financiera involucraba a la institución católica en el lavado de dinero de la droga y tráfico de armas, fon­dos de la mafia, y más.
Varios de esos cardenales masones dirigían las finanzas vaticanas. El Opus Dei también reclamaba un can­didato conservador, y estaba alineado, por una confluencia de factores, con la CIA y la masonería. A la muerte de Paulo VI, el candidato de estos sectores era el "ultraconservador" Siri, y su oponente, Giovanni Benelli, era un progresista nato. Pero ha­bía un empate técnico y ninguno podía llegar al papado. Era necesario encontrar un tercer candidato y fue gracias a la ince­sante actividad de Benelli que surgió como papa Albino Lucia­ni, llamado Juan Pablo I, quien era un progresista que quería depurar a la Iglesia de los miembros corrompidos que habían afectado y ensuciado al catolicismo con rarísimos movimientos financieros. También quería extender la actividad de los teólogos de la liberación en América Latina, dado que consideraba que la Iglesia debía aproximarse al pueblo. El obis­po John Magree declaró mucho tiempo más tarde (los medios de comunicación no lo reflejaron) que Juan Pablo I le confesó varias veces que su papado sería muy corto y su sucesor sería "El Extranjero" (Wojtyla estaba sentado ca­sualmente justo frente a Luciani en el cónclave que eligió a es­te último como papa).
Luciani sabía de la connivencia de los sectores más reaccio­narios y conservadores de la Iglesia con los oscuros centros de poder de la CIA con su socio la mafia siciliana, la masonería, el Opus Dei y las altas finanzas. Es claro que entreveía su próxima muerte, y muy probablemen­te su reemplazo por Wojtyla, dado que no estaba dispuesto a ce­der en sus convicciones y sabía muy bien el tamaño formidable de los intereses a los que se estaba oponiendo. Más precisamen­te lo sabía desde mucho antes de que tuviera una muy agria discusión con Marcinkus, cuando lejos aun de ser papa era Patriarca de Venecia, dado que aquél había vendido la Banca Cattolica del Veneto, la cual hasta entonces daba pequeños prés­tamos a las clases medias y bajas venecianas y de zonas aledañas. Marcinkus vendió ese banco católico al siniestro Banco Ambro­siano, y de nada sirvieron las arduas intervenciones del carde­nal Luciani por evitarlo.
El car­denal Benelli, enrolado en la línea de Luciani, también lo sabía muy bien. Pero Luciani no tenía la fuerza de Benelli, y el "blo­queo" a su nominación como papa por las partidarios del car­denal Siri había arruinado las oportunidades de que el cardenal italiano más progresista -verdaderamente fuerte y sagaz- lle­gara a la silla de Pedro. Quizás otra hubiera sido la histo­ria. Al menos Benelli, moviéndose con sagacidad, pudo lograr el nombramiento de Luciani, dado que en ese mismo cónclave ya se manejaba la posibilidad muy seria de que Wojtyla, un incondicional del grupo CIA-Opus Dei-masonería, fuera firme candi­dato al puesto ante el "bloqueo" del propio Benelli y su archie­nemigo Siri. Por eso Luciani se había referido a la brevedad de su papado y al "Extranjero".
Pero la situación puede comprenderse aun mucho más allá de los elementos ideológicos y geopolíticos involucrados en la conformación de esa "extraña" y non sancta alianza tripartita, si se entiende en detalle lo que estaba ocurriendo en forma es­pecífica con las finanzas vaticanas. Ocurre que los ingresos del Vaticano venían cayendo en relación con su incremento en los gastos. Como el Vaticano no genera ningún "producto de expor­tación", la financiación de los déficit se tornaba difícil. A fin de facilitar el financiamiento de esos déficit, Paulo VI había nombrado al arzobispo de Chicago, Paul Marcinkus, como jefe del Banco Vaticano (IOR). Marcinkus te­nía fuertes vinculaciones con la banca internacional, y se supo­nía que podía hacerse cargo con mayor eficiencia de las finan­zas vaticanas. Era el precio que había que pagar para obtener financiamiento, dada la membresía de muchos de los más pro­minentes banqueros occidentales respecto de las sociedades se­cretas. De otra manera no estarían en sus puestos en muchos bancos, pues las sociedades secretas y sus organizaciones de superficie son las asociaciones mediante las cuales la elite financie­ras toma contacto con personas con características pro­misorias y elige a los directivos de sus empresas.
Desde mediados de los años setenta el Vaticano se habría prestado a un acuerdo con el socio italiano de la banca estadounidense: la Mafia siciliana, que no es más que otra sociedad secreta, pero dedicada exclusivamente a negocios ilegales e inmorales, sin en­trar en consideraciones geopolíticas, geoestratégicas, ni de cual­quier tipo que no tengan que ver con el dinero contante y sonan­te. Cabe agregar además aquí que la Mafia ya venía colaborando estrechamente con la CIA desde finales de la Segunda Guerra Mundial (cuando la CIA se llamaba OSS) dado que Mussolini la perseguía tanto como a los aliados.
El acuerdo, entonces, habría sido el siguiente: el Vaticano prestaba su banco (IOR) para que la Mafia pudiera girar fondos al exterior (sobre todo a Suiza), al ser el único banco italiano exento de las duras restricciones a la fuga de capitales que ha­bía en aquella época en Italia, y a cambio podría quedarse con una muy generosa comisión sobre los fondos girados. A1 poco tiempo, el acuerdo se complementaría con otro mucho más es­trecho, dado que por medio del mismo el Banco del Vaticano se asociaba a capitales provenientes de bancos occidentales, espe­cialmente de la Mafia y de la logia masónica Propaganda Due (P-2), manejada por Licio Gelli -socio de la CIA-, a fin de manejar por partes iguales el Banco Ambrosiano. El acuerdo podría representar muy buenas fuen­tes de ingresos para el Vaticano, pero los directivos del Banco Am­brosiano vaciaron al mismo en los años setenta, de modo que cuando el Banco de Italia auditó sus cuentas descubrió un fal­tante de cientos de millones de dólares de entonces, factor que precipitó la intervención oficial del Banco Ambrosiano y su posterior liquidación. Pero la investigación oficial no terminó allí, sino que llegó hasta el propio Banco Vaticano (IOR), de tal manera que la co­nexión entre el Vaticano y la Mafia quedó al descubierto, como también el hecho de que parte de los fondos del Vaticano provenía del crimen organiza­do.
Albino Luciano no sólo estaba muy al tanto de todo desde mucho antes a raíz de aque­lla rara venta de la Banca Cattolica del Veneto al masónico Ban­co Ambrosiano, y sus protestas cayeron en saco roto, dado que Paulo VI era involuntario prisionero de los crónicos problemas financieros de la Santa Sede y del eje Villot-Marcinkus-Siri-Bag­gio-Poletti-Casarolli.
Luciani también sabía que el Vaticano estaba operando co­mo una suerte de "paraíso fiscal" por medio del cual la Mafia y la logia P-2 podían sacar de Italia cientos de millones de dóla­res sin control alguno, dado que su banco era extraterritorial, y sin pagar impuestos ni ser afectado por las regulaciones del mercado cambiario que en aquel momento la Banca de Italia establecía sobre todos los movimientos de capitales desde y ha­cia el país.
Lo cierto es que el Vaticano había dejado en manos de sus nuevos socios, los miembros de la P-2, el manejo del Banco Am­brosiano. Al quebrar éste, se encontró de la noche a la mañana, merced al fraude hecho por sus directivos Michele Sindona y Roberto Calvi, con un pasivo imprevisto de 500 millones de dó­lares de la época, por el cual debía responder. La situación fi­nanciera era sumamente difícil para la Iglesia, que sólo poseía las riquezas que Bernardino Nogara había dejado a través de su serie de inversiones en grandes empresas de Wall Street, pero no tenía ni un centavo más. El "agujero negro financiero" fue fi­nalmente cerrado merced a préstamos que obtuvo el cardenal Casarolli gracias a sus excelentes contactos con importantes ban­cos y sociedades secretas, pero los préstamos son eso: deudas que un día hay que pagar. El Vaticano había postergado -y no soluciona­do- un grave problema.
Cuando murió Paulo VI, el Vaticano ya habría estado virtual­mente en manos de los prestamistas y sus asociadas: las socie­dades secretas. Cuando se eligió como papa a Juan Pablo I, se pensaba en la po­sibilidad de convencerlo para que continuara manteniendo en secreto la precaria situación financiera y la enorme serie de "tra­pos sucios". Pero Luciani, lejos de mostrarse como el clérigo su­miso y dominable que muchos pensaban que era, parece haber decidido depurar a la Iglesia de sus miembros masónicos, expul­sar a Marcinkus y ventilar ampliamente a la prensa la situación. Iba a comenzar, más precisamente el día posterior a su muerte. El té que le sirvieron a Luciani la noche anterior a lo que habría sido su envenenamiento, determinó que no lo pudiera hacer y también un brusco cambio en la historia tanto del Vaticano co­mo de sus relaciones con el mundo, la Mafia, la CIA, el Opus Dei, la masonería, con la propia Unión Soviética y hasta con el naci­miento de la globalización...
Tras la muerte de Luciani era necesario elegir un sucesor que se prestara a seguir tapando la complicada situación y, a la vez, se hacía imprescindible conseguir financiamiento para salir de la ruinosa situación financiera. Allí entró a jugar el Opus Dei y su candidato, el polaco Karol Wojtyla, como el propio Luciani previó. El Opus Dei podría brindar el financiamiento que la Igle­sia Católica necesitaba merced a sus estrechos lazos con Wall Street, pero el problema sería qué hacer con la "vieja guardia" masónica, que ocupaba prominentes puestos en el Vaticano. En aquellos tiempos, el Opus Dei, tradicionalista a pie juntillas, seguía la doctrina oficial de la Iglesia y no soportaba escuchar ha­blar de la masonería y las sociedades secretas que eran sus ene­migas. No hay que olvidar que el Opus Dei nació en la España de Franco amigo íntimo de su fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, con el apoyo tácito del Generalísimo, que estaba em­peñado en una verdadera cruzada antimasónica. Pero todo ale­jamiento puede arreglarse cuando la necesidad aprieta, y mu­cho más precisamente cuando la misma viene del bolsillo. Fue en ese momento, entre la muerte de Luciani y el advenimiento del cardenal polaco con vocación de actor como posible sucesor, cuando se produjo un pacto entre el Opus Dei y la masonería: el Opus Dei proveería de financia­miento constante al Vaticano y respetaría los puestos de los cardenales y otros religiosos masones. Además, el asesinato de Luciani no sería investigado, se lo taparía como una muerte natural. A cambio, el Opus Dei obtendría el papado con un car­denal muy afín, coparía una serie de altos puestos y dictaría la línea oficial de la Iglesia alejándola de cualquier actitud pro­gresista. Y todos contentos: el Opus Dei, la masonería infiltra­da al más alto nivel, y por supuesto la CIA, con la "vía libre" para lanzar sus proyectos en América Latina, incluir a los nun­cios papales entre los "influyentes" que respaldaban a los dictadores e incluso comenzar a derribar a la Unión Soviética del todo.
La caída del Muro de Berlín y la disolu­ción del imperio soviético incluía la provocación de un gran clima de agitación social en Polonia, que iba a ser llevado a ca­bo por el sindicato Solidaridad dirigido por Lech Valesa y debía ser financiado por la CIA. El problema era que la CIA no conta­ba con medios humanos para sostener los grandes movimientos sociales que se desarrollarían en Polonia. La agencia no podía girar fondos a un banco polaco para que un agitador los retira­ra porque en Polonia, en aquella época tras la "Cortina de Hie­rro", había control de cambios y los fondos podían ser fácilmen­te identificados por las autoridades monetarias. Juan Pablo II coincidía con la posición de Reagan y Bush padre en el sentido de que el comunismo era el peor de los males que asolaban a la Tierra, por lo que los fondos se distribuyeron a través de miembros afines a la Iglesia Católica polaca.
Pero la colaboración de Juan Pablo II con la elite globalista no se limitó a desestabilizar al régimen soviético. A lo largo de su pontificado, el papa dio cada vez más preeminencia al Opus Dei, constitu­yéndolo en prelatura personal y elevando a la categoría de san­to a su fundador Josemaría Escrivá de Balaguer. El Opus Dei se ha constituido en una entidad de gran poderío económico y financiero en América latina, España y los Estados Unidos, don­de varios de sus miembros ocupan puestos muy prominentes en Wall Street. Asimismo, nombró a muchos de sus sacerdotes co­mo cardenales, y su actuación fue determinante a la hora de ele­gir a Joseph Ratzinger como nuevo Papa. Vale la pena mencio­nar especialmente al español Julián Herranz y a dos cardenales colombianos: Darío Castrillón Hoyos y Alfonso López Trujillo. Los tres organizaron conciliábulos previos al cónclave para que Joseph Ratzinger fuera Papa. El cardenal chileno Errazciuz, encumbrado como presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana y el Caribe es señalado como el responsable de falsificar los documentos de la última conferencia latinoamericana y el caribe de Aparecida del 2007, respondiendo a los intereses de su pertenencia al Opus Dei.
Este tradicionalismo católico de Ratzinger y Wojtyla se corres­ponde muy bien con el gran tradicionalismo y conservadurismo de las doctrinas del Opus Dei, enfrentado con las tendencias ter­cermundistas de muchas organizaciones católicas latinoameri­canas que permitieron la aplicación de las políticas libe­rales y la privatización de recursos naturales y de empresas pú­blicas en América Latina, donde la población es aún mayorita­riamente católica.
El Opus Dei correspondió de forma muy ge­nerosa al Vaticano por "inclinar la balanza" de la correlación de fuerzas en la Iglesia Latinoamericana a favor de sus tendencias tradicionalistas -y en contra de los grupos tercermundistas que podrían haber sido un duro obstáculo al liberalismo y a las pri­vatizaciones latinoamericanas-, ayudando a engrosar el presu­puesto del Vaticano, que hasta antes de Juan Pablo II mostraba muy fuertes "rojos" que ponían en peligro su estabilidad finan­ciera. Lo hizo mediante donaciones sistemáticas a la Santa Se­de por montos de hasta el 30% de los gastos de la misma, según una especie de "acuerdo tácito" de repartija de favores.
En realidad, Karol Wojtyla era un adepto del Opus Dei des­de mucho tiempo atrás. Mucho antes ya de la muerte de Pau­lo VI pertenecía a una sociedad del Opus Dei llamada Priest­ly Society of the Holly Cross (Sociedad Fraternal de la Santa Cruz). Cada vez que Wojtyla viajaba a Roma por asuntos reli­giosos como arzobispo de Cracovia, desde años antes de su lle­gada al papado, pernoctaba en una de las sedes del Opus Dei en esa ciudad, donde tenía la oportunidad de conversar e in­tercambiar pareceres con algunos de los más importantes miembros de esa organización, quienes así comenzaron a es­trechar lazos con él, a quien podían ver cada vez más como un potencial papable. Durante el papado de Paulo VI, la orga­nización había obtenido algunas ventajas dentro de la jerarquía católica, pero era aún un sector muy minoritario, y el propio Paulo VI parecía desconfiar de ella, y le negaba, cada vez que podía, el estatus de prelatura personal. El propio Es­crivá de Balaguer, su fundador, había ofrecido a Paulo VI apo­yo monetario para la alicaída situación financiera del Vatica­no, pero no había obtenido resultado alguno. Por lo tanto, los miembros del Opus Dei consideraban que debía ser sucedido por algún cardenal muy afín a su visión conservadora y tradi­cionalista en lo religioso, pero librecambista y privatista en lo político y económico. Durante su papado, Juan Pablo II no se quejó -más allá de lo meramente declamatorio- de los excesos visibles de pobreza, marginalidad y desempleo que la globalización provocaba cre­cientemente. Tampoco -más allá de cortas declaraciones forma­les- trató de impedir las guerras en que los Estados Unidos in­cursionaron durante su pontificado, y ni siquiera se refirió a la serie de guerras desatadas en Yugoslavia durante toda la era Clin­ton. Se limitó a viajar ince­santemente a países pobres, buscando el aplauso fácil de las ma­sas católicas, llevando mensajes de fe vacíos de contenido efectivo. Esos viajes, generalmente de contenido propagandístico, ayudaban a reforzar una fe católica primaria y narcotizante en las masas empobrecidas, pe­ro Juan Pablo II, en vez de condenar las políticas liberales con toda crudeza e insistentemente -lo que habría radicalizado los sentimientos antiglobalizadores de vastas poblaciones- se limi­tó a intentar renovar esa fe con su mera aparición en recónditos lugares del planeta. Su política era estar, sonreír, mostrarse y bendecir sin hacer ni decir de más. Recordemos que su verdadera vocación de juventud estaba relacionada con ser ac­tor, según él mismo expresó en varias oportunidades.
No le faltaba razón a Paulo VI entonces cuando señalaba que por alguna grieta el "humo de Satanás" había ingresado al Vati­cano. Pero lo que no se puede dejar de notar es que el origen y la extensión de esa profunda grieta no podían dejar de ser cono­cidos por casi todos los papas del siglo XX, quienes sin embar­go, al igual que el actual Benedicto XVI, optaron por silenciar el tácito pacto perverso existente entre Roma y Wall Street y de­jar de hostilizar a las sociedades secretas, dado que Estados Uni­dos es el paraíso de las mismas (en el año 1900 existían más de 600, según Albert Stevens), y ellas son funcionales a los intereses de las corporaciones anglo-norteamericanas.

Con respecto a Ratzinger, hay que decir que es el digno descendiente natural de Juan Pa­blo II, superando en actuación reaccionaria a su antecesor. Juan Pablo II, entre 1978 y 2005 tuvo suficiente tiempo como para designar su sucesor, nombrando, en esos 27 años, una abrumadora mayoría de cardenales filosóficamente afines a su agenda conservado­ra, factor que ha hecho perder ascendencia a la Iglesia Católica sobre sus fieles, la mitad de los cuales se concentra hoy en Amé­rica latina, y una parte importante restante en Europa. Esa pér­dida de ascendencia es un hecho muy deseado por la elite, socia y creadora de las sociedades secretas, dado que una Iglesia muy cercana a la gente podría resultar un enemigo muy digno de la agenda globalizadora de la elite.
Los pueblos de muchas naciones latinoamericanas y euro­peas podrían canalizar buena parte de su disgusto contra la glo­balización a través de una institución como la Iglesia, la cual, si estuviera muy cercana a las poblaciones, bien podría constituir­se en un poderoso factor antiglobalización. En vez de ello, du­rante la era de Juan Pablo II, más allá de sus frecuentes viajes apostólicos, la persistencia casi obsesiva del Vaticano en negar­se a dejar de lado algunos de sus dogmas más anticuados como la grave situación de pecado mortal para quienes acepten meca­nismos anticonceptivos, se divorcien o formen parejas homosexuales, alejó a muchísimos fieles. Como se ob­serva, el catolicismo oficial a sido mucho más que una re­ligión: una verdadera institución terrenal con el poderío sufi­ciente para disputar durante casi diecisiete siglos el poder de los más importantes reyes europeos. Pero ésta también resultó mu­chas veces una maquinaria recaudatoria de dinero mediante ne­fastos mecanismos como la Inquisición o diversos impuestos, cuyas víctimas resultaban precisamente los incipientes miem­bros de las burguesías, hermanados en sociedades secretas.
El hecho de que Ratzinger sea más conservador que su antecesor quedaba claro tan sólo con el dato, muy difundido, de que en su adolescencia perteneció a las Juventu­des Hitlerianas.
Ratzinger expresó, en su homilía navideña Urbi et orbe de 2005, una extraña llamada a un "Nuevo Orden Mundial", al igual que lo hizo años antes su antecesor Juan Pablo II y, entre otros, también lo había hecho George Bush padre, este último signifi­cativa o casualmente el día 11 de septiembre de 1990, en un fa­moso discurso. Muchos otros personajes "poderosos", como Gor­bachev pronunciaron "coincidentemente" esa misma expresión muchas veces, en público y frente a toda la prensa. "Nuevo Or­den Mundial" es la frase que está en latín (Novus Ordo Seculorum) en el reverso del billete de un dólar bajo la pirámide partida en su cumbre con y por el "Ojo que Todo lo Ve", característica de las sociedades secretas.
¿Cómo pueden haber­la dicho entonces Juan Pablo II y Benedicto XVI cuando el Vatica­no no podía desconocer la pertenencia de George W. Bush a la sociedad secreta de Skull & Bones, dado que el propio Bush lo reconoce en su autobiografía publicada en 1999?
Esa pregunta toma especial sentido si se tiene en cuen­ta que desde hace siglos la Iglesia estaba en­frentada mortalmente a las sociedades secretas.
Para despejar dudas acerca de quién es en realidad Ratzinger, hay que recordar que eli­gió nada menos que el 11 de septiembre de 2006 para pronun­ciar aquel polémico discurso, en el que no sólo citó una frase pronunciada por el emperador bizantino Manuel Paleólogo II en siglo XIV la ahora conocida:
Muéstrame qué es lo que Mahoma ha traído de nuevo, y so­lo encontrarás cosas malas e inhumanas, como su creencia de imponer la fe por la espada.
Benedicto XVI fue mucho más allá en ese discurso de Re­gensburg, pronunciado en esa fecha clave, porque dijo, tal co­mo lo refleja el New York Times del 12 de septiembre de 2006 -pero muchos medios silenciaron-, una frase indeleble, mucho más que significativa:
La violencia, encarnada en la idea musulmana de la Jihad, o guerra santa, es contraria tanto a la razón como al plan de Dios, y Occidente está obligado a razonar que el Islam no puede entenderlo.
Si esto no es un tácito llamado a una especie de "cruzada", ¿qué es? ¿Qué significa que Occidente está obligado a razonar que el Islam no puede entender su naturaleza violenta? ¿Esta­mos obligados a darnos cuenta de que todos los musulmanes no pueden entender que son irracionales y que se oponen al "plan de Dios"? ¿Cree el papa ser Dios mismo para hablar así? Para colmo de males, la frase fue dicha durante la perma­nencia ilegal de los Estados Unidos y el Reino Unido en lrak, las amenazas permanentes de los Estados Unidos a Irán, la invasión y destrucción de El Líbano por parte de Israel y las crecien­tes tensiones occidentales contra Siria. Nada dijo Ratzinger acerca de las permanentes agresiones e intromisiones de los Es­tados Unidos en terceras naciones, generalmente islámicas y donde se concentran los recursos petrolíferos y gasíferos, ni con­tra la globalización, empobrecedora creciente de las masas populares de países pobres y ricos, ni sobre la acumulación de ca­pital en manos de la elite globalista que aumenta su poder día a día. Las posteriores "disculpas" del Vaticano no pueden borrar el mensaje, mucho menos porque fue leído y no improvisado.

Mientras autores de best-sellers como Dan Brown en “El códi­go Da Vinci” y “Ángeles y demonios” ayudan a generar el imaginario colectivo de que actualmente se libra una lucha a muerte entre el Vaticano bajo la espada del Opus Dei, y las sociedades secretas como la masonería, la realidad parece ser bien diferente. Entre los sectores partida­rios del más acérrimo tradicionalismo católico y las sociedades secretas de naturaleza "pagana" parece haber un complaciente grado de colaboración. Si observamos hacia el pasado, encontraremos que si bien muchos papas se han expresado en forma pú­blica contra las sociedades secretas, instrumentos de poder de la elite globalista, no resulta infrecuente encontrar en el papado miembros de prominentes familias de banqueros o de la más ran­cia nobleza italiana. Según el autor católico Claudio Rendina en ­su obra The Popes: histories and secrets (Los papas: historias y se­cretos), los condes de Tuscolo tuvieron cinco papas, los condes de Segni: cuatro, las aristocráticas y ricas familias Savelli, Orsi­ni y Médici: tres cada una, y las opulentas familias Anici, Caeta­ni, Borgia, Colonna, Castiglioni, Della Rovere, Fieschi y Piccolo­mini, dos cada una. Es necesario hacer notar que esa lista está compuesta sólo de miembros de los respectivos clanes aristócra­tas. No incluye todos aquellos papas que muchas de las mismas familias lograron nombrar con el correr de los siglos a raíz de su influencia, dado que el sombrero de cardenal -puesto necesario para ser papable- se compró y vendió como una cara mercan­cía durante siglos. Por obvias razones, sólo selectas familias adi­neradas y aristocráticas podían acceder al cardenalato.
Por lo tanto, cabe concluir que el presente y el pasado recien­te de la institución católica no distan demasiado de siglos anteriores, cuando tras cónclaves presuntamente asépticos, los círculos de poder económicos lograban nombrar papas afines que convalidaran las guerras, invasiones y otros actos de barbarie que los grupos más elitistas debían llevar a cabo para hacerse de los recursos naturales o con las zonas geoestratégicamente vitales para sus cometidos. Tampoco se puede negar la penetración de las sociedades se­cretas en el propio corazón de la Iglesia Católica en siglos pasa­dos.
Dan Brown señala en su novela Ángeles y De­monios -en la que distorsiona gravemente información de los Illuminati de Baviera - que en la capi­lla Chigi (una poderosa familia de banqueros del siglo XVII) ubi­cada dentro de la iglesia de Santa María del Popolo, en pleno corazón de Roma, hay dos grandes pirámides de clara ascen­dencia masónica sobre la tumba familiar. Lo que Brown "olvi­da" señalar es que esa pirámide fue encargada y elaborada por el propio papa Alejandro VII (nacido Fabio Chigi), quien eviden­temente tenía cierta filiación con la masonería, al igual que sus antecesores banqueros.
Como vemos, las actuales asociaciones non sanctas de la institución católica con las sociedades secretas no son algo nuevo, sino que abundan en su historia. Sin embargo, hay que señalar que el gra­do de asociación del Vaticano con los intereses de la elite desde la Segunda Guerra Mundial. y de manera cada vez más progre­siva, constituye un peligro mucho más importante para el mun­do y para la fe liberadora de Jesús y su proyecto político del Reino de Dios, que la actividad cercana a los bancos y a las sociedades se­cretas que muchos papas pudieron haber tenido en el pasado. Esto se debe, sobre todo, a que ya no estamos tanto en un mun­do dividido por naciones o ideas enfrentadas, sino bajo el impe­rio de la globalización.
Hemos visto cómo la elite globalista ha sabido manejar a uno de sus otrora enemigos más poderosos: el Vaticano. Ahora sí en­tonces, los preceptos de Leo Strauss, en el sentido de que el fer­vor religioso bien puede servir para cohesionar a las masas y ser­vir a los intereses de la elite, han sido seguidos con éxito. Los papados de Benedicto XVI y Juan Pablo II han sido funcionales al poder financiero de Wall Street, las me­gacorporaciones y las sociedades secretas tan odiadas por el Va­ticano en otras épocas. De institución poderosa por peso y opinión propios, la institución católica se ha convertido cada vez más en un socio menor de la propia elite, a veces por su convicción anticomunista, pero en otras por pro­blemas financieros. De tal manera, una de las instituciones supranacionales que mayor riesgo podría representar para la elite globalizadora, ya no sólo no representa peligro alguno, sino que además se ha con­vertido en uno de sus mejores aliados para llevar a cabo la glo­balización. No hay que olvidar que el ecumenismo que ha sido impulsado con fuerza desde el papado de Juan Pablo II ha sido establecido en forma bastante desigual: mientras se han estre­chado fuertemente los lazos de la Iglesia Católica con el judaís­mo y el anglicanismo (religión preeminente en la elite de nego­cios inglesa y estadounidense), el acercamiento a otras religiones como las distintas versiones del Islam o el budismo ha sido mu­chísimo menor. O sea, ha coincidido con la propia política exte­rior de los Estados Unidos en las ultimas décadas, que observa como enemigos al fanatismo islámico en el corto plazo, y probablemente a China en el largo plazo.

El poder terrenal de la institución católica ha sido desastroso para la misión, el profetismo y la virtud de la iglesia comunidad fundada por Jesús de Nazareth y sus discípulos, desangrando su espíritu y denigrando su cuerpo.
La institución católica como tal ha traicionado el mensaje liberador de Jesús de Nazareth y su causa de la construcción del Reino de Dios por el que predicó, se manifestó y luchó, y por lo que fue perseguido, secuestrado, torturado y asesinado como subversivo político y religioso.
Traicionó sus opciones de vida al aliarse con aquellos a los que Jesús de Nazareth en su tiempo había rechazado y condenado.
Traicionó las comunidades fundada por Él y sus discípulos en las que reinaba un espíritu de horizontalidad, fraternidad, igualdad, inclusión y verdad; con una conciencia antiexcluyente, anticapistalista y antiimperialista.
Bien diría entonces San Ambrosio en el siglo IV, cuando el maridaje del Imperio Romano con la Iglesia Católica la transformó de una comunidad de fieles en una institución verticalista, cesárea y dictatorial: “los emperadores nos ayudaban más cuando nos perseguían, que ahora que nos protegen”...