domingo, 21 de junio de 2009

Participación, utopías y proyecto - por gabriel andrade

“Vivimos en el mejor de los mundos posibles”, al menos eso es lo que nos repiten insistentemente desde Davos... Ni siquiera hace falta ya esforzarse por justificar moralmente este mundo. ¿Que no es un buen mundo? No hay otro posible, así que dejémonos de utopías moralistas. Lasciate ogni speranza, voi che entrate!; “¡Quien entre aquí, renuncie a toda esperanza!”, el Dante contempló escrito en las puertas del infierno... Este es el infierno que construyó el capitalismo para la mayoría de la Humanidad. “El capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” diría Eduardo Galeano.
Participo en un programa radial en que muchos jóvenes -atravesados por un “realismo cotidiano” impulsado como sentido común- interpelan al conductor y candidato a diputado nacional por Proyecto Sur Carlos del Frade, destilando escepticismo acerca de las posibilidades de cambio, de la intencionalidad de los actores que lo impulsan, de cualquier esperanza, de un futuro mejor.
Recordaba a Ernesto Sábato cuando decía que “el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños”...
Es el triunfo actual del infierno capitalista, del sinsentido de la esperanza de justicia, de la negación de la utopía y del futuro mejor para las mayorías.
Es reducir de sujetos a objetos manejables los sueños y la voluntad de quienes biológica y existencialmente tienen el mandato de cambio.
Ser sujeto es trascenderse, es ser más de lo que se es. El sujeto es tanto memoria como proyecto. No sólo tiene proyectos, sino que es proyecto; acto de proyectarse.
Pero la memoria no significa inmovilismo, repetición mecánica, vuelta al pasado o añoranza de otros tiempos. Precisamente la dimensión del proyectarse viene a sacarlo del inmovilismo, de la tentación de la regresión. Pero el proyectarse no puede realizarse en cualquier dirección, sin te­ner en cuenta los propios orígenes.
Pero así como somos memoria también somos imaginación. Es la imaginación la que dibuja el futuro y abre camino al proyec­to. Esto quiere decir que la imaginación no es una facultad o una cualidad que tenemos. No es algo que se agrega al sujeto constituido. Por el contrario, la imaginación nos constituye como nos constituye la memoria. Así como sin memoria no somos, tampoco somos sin imaginación.
Mediante la imaginación siempre estamos más allá. Nunca estamos donde estamos. Siempre nos estamos desplazando, siempre estamos pro­yectando, es decir, nos estamos proyectando. El día que dejamos de hacerlo comenzamos a morir, ya no somos más. Ser no es simplemente permanecer en el ser sino también ser-más.
De esta manera la imaginación penetra en el ámbito utópico. La uto­pía no conoce límites. Va siempre más allá. Abre el camino. Si nada gran­de se hace sin pasión, nada grande se hace tampoco sin utopía.
Y la utopía no sólo pertenece al ámbito de la racionalidad sino que es la que abre ese ámbito. Sin una gran utopía no se habrían logrado ninguna de las gran­des conquistas de las ciencias. Pero la utopía, el estar siempre más allá, es no sólo lo prometedor, sino también lo desconocido y amenazante. Atrae y repele, fascina, subyuga y amedrenta. Precisamente este aspecto será acentuado, exagerado, unilateralizado, por los sectores dominantes que temen la posibilidad de un cambio.
Todos los grandes cambios económicos, políticos, sociales y culturales que se han producido a lo largo de la historia de la humanidad siempre fueron precedidos por grandes utopías. La imaginación y su fabuloso poder utópico siem­pre adelantó lo que después la ciencia y la política realizaron. Naturalmen­te que el adelantamiento utópico de la imaginación siempre fue más perfec­to y hermoso que su realización­.
Los grandes ideales de libertad, igual­dad y fraternidad, fueron imaginados y pensados por multitud de hombres antes de que se hiciesen realidad con la Revolución Francesa. Su pobre realización hizo que la imaginación se siguiera adelantando y surgieran luego las uto­pías comunistas, traicionadas por la Unión Soviética y muy limitadamente alcanzadas con la revolución cubana.
Lo que transciende este mundo en dirección a otro mayor y mejor es la utopía, la fantasía y el deseo. Estas realidades que fueron dejadas de lado por el saber científico volvieron a ganar crédito y fueron rescatadas por el pensamiento más radical inclusive de cuño marxista como en Ernst Bloch y Lucien Goldman. Lo que subyace a este proceso es la conciencia de que también pertenece lo potencial, lo virtual, aquello que todavía no es pero que puede ser al mundo de lo real. Por eso, la utopía no se opone a la realidad. Es expresión de su dimensión potencial latente.
Justamente la fe en Dios de la justicia y la vida viven de ese ideal y de esa utopía. Si lo real incluye lo potencial, entonces, con más razón incluye al ser humano, lleno de ilimitadas potencialidades. El ser humano es un ser utópico. Nunca está acabado, siempre está en génesis, construyendo su existencia a partir de sus ideales, utopías y sueños. En nombre de ellos ha mostrado lo mejor de sí mismo.

Hace dos mil años, vivió inmerso en un pueblo sometido a todo tipo de injusticias un hombre con una utopía y con una esperanza. Una persona con una Causa por la que vivir y por la que luchar. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús de Nazaret; se trató de un rasgo fundamental de su vida y de su persona; fue un rasgo esencial en Él, y, por eso mismo, es un rasgo “revelador”, por lo que formó parte de esa revelación que fue y es Jesús de Nazaret.
Ese “vivir con Causa” de Jesús, es también revelación de cómo ese Dios de la vida y cómo debe ser el ser humano. Nos revela por una parte que Dios tiene una utopía, un sueño: su plan salvífico, su voluntad, su esperanza, su utopía, su reinado. Nos revela también que la Persona Humana Nueva revelada en Él es esencialmente utópica y esperanzada, y que, sin este rasgo, cualquier persona humana está lejos de acceder a la plenitud de sus posibilidades; aunque en este proceso de liberación, se puede hasta estar inmersos en la noche más oscura.
Un cristianismo sin esperanza, sin utopía, sin lucha apasionada por la construcción de ese Reino no sería seguimiento de Aquél apasionado luchador que mantuvo su esperanza sostenida hasta el final de su vida.
No podemos decir que Jesús no pueda ser modelo para nosotros en estos tiempos por el hecho de que él no hubiera vivido tiempos de crisis de esperanza como los nuestros. La lucha y la esperanza de Jesús también atravesó sus crisis.
Debió serle fácil al principio la esperanza, cuando constataba en el pueblo aquella respuesta entusiasta que le hacía venir en su búsqueda en muchedumbre o que le quería proclamar rey. Se debió sentir peor cuando muchos le fueron dejando quejándose de que aquel lenguaje era un tanto duro. La posterior “crisis de Galilea” debió ser una “noche oscura” para su esperanza: parecía que no había salida; aquél camino no conducía a ninguna parte. “¿Sigo o no sigo?”, se debió preguntar su parte humana. “¿Merece la pena esta lucha, o es mejor abandonar?”. Pero decidió continuar y “subir a Jerusalén”, a tumba abierta. Poco después sudaría sangre en el huerto, temblando ante los riesgos de muerte que estaban a punto de hacer presa en él. Siguió adelante, confiando quizá desesperadamente en que el Padre no le iba a abandonar, y en que hasta el último instante podría aparecer una salida. Pero el momento de la verdad llegó, desnudo como el beso de la muerte. Entre la espada y la pared, en la cruz y ante la muerte, Jesús debió sentir que ya no había tiempo para engañarse: el Padre le pedía no ya que esperara alguna salida, sino que confiara en Él sin tener ningún otro apoyo, con una esperanza contra toda esperanza. Y Jesús no falló: “en tus manos encomiendo mi espíritu, (mi Causa)”
Esa fue su mejor y mayor esperanza, mucho más valiosa que aquél primer optimismo entusiasta que le llevó por los caminos de Galilea fácilmente empujado por el fervor de las multitudes. La esperanza en la noche oscura de la crisis de Galilea, de Getsemaní y de la cruz, fue la consumación de su esperanza.
Como bien señala Imanol Zubero, la realidad de injusticia en que vivimos no tiene por qué alimentar necesariamente una actitud y una práctica de acomodo o de adaptación a la realidad presente. El hecho de que las cosas estén como están lo mismo puede llevarnos a la conclusión de que no hay nada que hacer como a la de que todo o casi todo está aún por hacer.
¿Cuántas almas no enfermas de capitalismo nos quedan? En su versión hebrea, la palabra enfermo significa “sin proyecto”, y ésta es la más grave enfermedad entre las muchas pestes de estos tiempos; mucho más si es en el espíritu de los jóvenes.
Como señaló acertadamente Milan Machovec: la fuerza del mensaje de Jesús, aquello que tocó los corazones y puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto un mensaje sobre el futuro que ha de venir a la manera de las tradiciones mesiánicas populares, sino un mensaje sobre un futuro que es asunto nuestro, a la vez promesa y reto a la movilización de todas nuestras capacidades de humanización del mundo ya, desde ahora. Jesús disuade a los hombres de una concepción de tipo profético-popular, en la que tradicionalmente se habían centrado los intereses y las atracciones de los descontentos. Y los lleva, más bien, a convencerse de que el futuro es “asunto suyo”, aquí y hoy, un asunto que atañe esencialmente a cada persona humana “interpelada” de ese modo. En este sentido Jesús sustrajo el futuro de las nubes del cielo para convertirlo en una cuestión presente de cada día; el futuro no es algo que “viene”, que llega de lejos, desde fuera, independientemente de nosotros, algo así como un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro, dado que en cada instante el futuro es una exigencia del presente, un reto a las capacidades humanas, que hemos de movilizar hasta el máximo en cada instante.
Es cierto que nada de esto elimina las dificultades derivadas de la urgencia por ver realizarse, aunque sólo sea de manera incipiente, la promesa de justicia de Dios. Pero sí nos ofrece una pauta de lectura de la realidad que nos permita discernir, desde ahora, los signos de liberación que anticipan la transformación que el futuro prometido por Dios está produciendo en nuestro tiempo. El futuro no es algo que esté ahí, algo que nos esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente, sin otra opción que la adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que es anticipado -definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actúa en el presente en la medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo que el futuro tiene que ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo.
Por eso, no es posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto de futuro. Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles y la estructural incertidumbre que la vida contiene -aquel concreto futuro que deseamos- exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso que el futuro nos transforma.
Estamos llamados a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza. La nuestra ha de ser una esperanza razonable, lo que no quiere decir que la exposición de las razones de nuestra esperanza sea suficiente para convencer a nadie. Probablemente, tal cosa no será posible si no logramos aprehender la realidad también desde la perspectiva de una razón sensible que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el seno de un mundo que gime con dolores de parto.
Aunque muchos que se dicen cristianos hablen de “justicia”, muchos cristianismos al uso no tienen verdadera presencia de la justicia del Reino. Ello se refleja sobre todo en su actitud ante las esperanzas y las utopías. Ante estos tipos de cristianos y de cristianismos, decimos que un cristianismo sin Reino no es verdadero cristianismo, ya que les falta lo esencial cristiano; no es simplemente una mayor o menor “calidad” del cristianismo, sino la afirmación o negación de su misma esencia. Son formas religiosas “paracristianas” que utilizan los símbolos y conceptos cristianos pero colocándolos fuera de todo planteamiento histórico-utópico propio del Reino. Están centradas en torno a un Jesús sin Reino, y, consecuentemente, a un Dios sin Reino. Toman el nombre de Jesús en vano. Y en falso, porque en su nombre hacen y difunden muchas veces lo contrario de lo que Él hizo, aquello incluso a lo que más se opuso en su tiempo.
¿Cuál es, entonces, la actualidad en la participación política y social del Reino de justicia predicado por Jesús? Probablemente la misma de siempre: la oportunidad que nos brinda para seguir encontrando, en medio del mal, experiencias concretas de humanización y liberación; y para comprender estas experiencias no como fragmentos inconexos, pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos de un naufragio que las aguas llevan hasta la playa, sino como hitos que señalan un sendero posible hacia un futuro distinto.
Hoy es el cristianismo de la liberación quienes ha asumido mayoritariamente la construcción del Reino en la denuncia profética, y han tenido que cargar sobre sí el mismo conflicto que los profetas bíblicos y que los profetas de siempre afrontaron tanto frente a los poderes civiles como frente a los detentadores del poder institucional de la respectiva religión establecida. El escándalo está ahí, a la vista de todos, pero tan profundamente introyectado en nuestro inconsciente que muchos no lo captan. El escándalo está en todos esos cristianismos “complacientes”, “suaves”, “sensatos”, “políticamente correctos”, que huyen de “radicalismos” conviviendo con el sistema sin mayores problemas. Son cristianismos “descafeinados”, que con el paso del tiempo han perdido la memoria peligrosa de Jesús y de su Causa. Han olvidado que originalmente eran seguidores de un profeta radical que murió como ajusticiado político y religioso porque su predicación y su esperanza subvertían el sistema del templo y del imperio.
Un pensador marxista como Enrique Dussel ha reconocido que en esta nueva hora, el pensamiento subversivo cristiano puede sacar adelante la esperanza que sostenía a estos otros viejos luchadores. Pero se refiere a la esperanza de calidad, fundamentada en la opción por los pobres y en la fe:
- en la verdadera opción por los pobres. No la de aquellos que optaron por los pobres porque en su análisis de materialismo dialéctico parecían los triunfadores del mañana, sino porque eran los perdedores de hoy. Y hoy día lo son más aún, y por eso los que optaron más duramente por los pobres encuentran más motivos aún para optar por ellos.
- en la fe: porque ahora ya no están estas “certezas científicas” -como las marxistas a su tiempo- en qué apoyarse. Por eso la esperanza hoy no puede ya auto engañarse: ha de ser esperanza contra toda esperanza, contra toda evidencia. No nos apoyamos en ninguna certeza humana, sino en la pura fe. Como decía un graffiti en un muro de la ciudad de Bogotá “dejemos el pesimismo para tiempos mejores”...
Si tuvieran razón los que se empeñan en hacernos creer que las utopías han fracasado y que ya no va a ser posible intentar una transformación del sistema, quien habría fracasado no serían simplemente esas utopías, sino el proyecto de justicia de Dios mismo, Jesús de Nazaret y su Buena Noticia, y entonces la humanidad misma. Sin el proyecto político del Reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia.
Para los creyentes, el Reino de Dios se consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre en nuestra historia se cosechará allá. No sabemos cómo. Ni cuándo. Quizá nos toque caminar, como Moisés, previendo que no entraremos en la tierra prometida. O quizá en cualquier momento aparezca en el horizonte una luz nueva. Quizá repentinamente se termine de quebrar esa arrogante solidez que el imperio dice poseer. Nosotros, en todo caso, no nos resignamos a dar por terminada la historia. Nos rebelamos contra el decreto de la desesperanza imperial.
La voluntad hace fermentar su proyecto más allá, más abajo, más al fondo y más adentro de lo que nosotros percibimos. También durante la noche oscura la semilla sigue creciendo, aunque nosotros no veamos cómo.
Esta esperanza, hecha de fe y de amor, puede ser el hilo conductor de la espiritualidad necesaria en las noches oscuras de utopías y de esperanzas. Y el gran papel de los cristianos (los que lo saben ser y los que ,o son sin saberlo) debe ser, en esta hora histórica, el testimonio de la inconformidad, del esclarecimiento de la verdad y la justicia, de la tenacidad de la esperanza; de la inclaudicable esperanza con el ejercicio de igual dignidad para todos que predicó Jesús.
La esperanza verdadera, como la fe, vale tanto más cuanto más gratuita es, cuantas menos evidencias tiene, cuanto más se nutre del amor al otro, cuanto más encuentra sus razones en el coraje de seguir apostando por la eterna Causa de amor a la justicia por la que vivió Jesús de Nazaret.
Y si nos toca, como diría un viejo sacerdote amigo, seremos soldados derrotados de una causa invencible...
¡Feliz el que se siente en el banquete del reino! (Apocalipsis 19,6-9).

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