miércoles, 7 de octubre de 2015

LA BATALLA DE LEPANTO Y LA VIRGEN DEL ROSARIO - por Gabriel Andrade

En 1571 la cristiandad era amenazada por los turcos de un Imperio Otomano al acecho llevado a su máxima expansión y apogeo por el emperador Soliman II, el Magnífico, y desde hacía 5 años gobernado por su sucesor, Selim II. Europa y con ella toda la cristiandad estaba en grave peligro de extinción. Los turcos habían tomado Tierra Santa y Medio Oriente, Constantinopla, Grecia, Albania, África del Norte y la Península Ibérica. En esas extensas regiones el cristianismo era perseguido; muchas diócesis desaparecieron completamente y muchos mártires derramaron su sangre. Después de 700 años de lucha por la reconquista, España y Portugal pudieron librarse finalmente del dominio musulmán con la conquista de Granada, cuando los reyes católicos Fernando e Isabel expulsaron a los moros de la península en el 1492; fecha de inestimable importancia política si se tiene en cuenta que para ese año se descubriría América y comenzaría su “evangelización” (imposición generalmente brutal del “cristianismo”, quien proporcionó justificación ideológica del genocidio a los habitantes originarios, del avasallamiento de sus culturas, del saqueo de sus riquezas y de todo el accionar contrario al Evangelio de los imperios colonizadores).
Pero la amenaza turca alargaba su sombra una vez más sobre toda Europa. El imperio turco necesitaba hacerse del viejo continente para ganar el Atlántico y con él sus costas y todas sus rutas comerciales, anexándolas a las del Mediterráneo que ya dominaba; tomar sus riquezas materiales y a sus habitantes como esclavos, cerrando el círculo con una dominación ideológica que necesariamente tendría que incluir desterrar la fe cristiana.
La situación para los cristianos era entonces casi desesperada. Los musulmanes controlaban el Mar Mediterráneo y preparaban la invasión a la Europa cristiana. Italia se encontraba desolada por una hambruna, el arsenal de Venecia estaba devastado por un incendio. Aprovechando esa situación, los turcos invadieron a Chipre con un formidable ejército, torturando y esclavizando a sus defensores locales. Los reyes católicos de Europa estaban divididos y parecían no darse cuenta del peligro inminente.
El Papa Pío V (Miguel Ghislieri; 1566-1572), clérigo perteneciente a la orden dominica (según la cual la Virgen María en persona enseñó a Sto. Domingo a rezar el rosario en el año 1208 y le dijo que propagara esta devoción y la utilizara como “arma poderosa en contra de los enemigos de la fe”), otrora Gran Inquisidor, fuerte impulsor de la educación entre el clero y al extremo puritano, trató de unificar a los cristianos. Pidió ayuda pero se le hizo poco caso. El 17 de septiembre de 1569 pidió al mundo cristiano que se rezase el Santo Rosario para encontrar una solución al problema europeo. La situación empeoraba día a día y el peligro de una invasión crecía.
Por fin se ratificó una alianza en mayo del 1571 y la responsabilidad de defender el cristianismo y a Europa cayó principalmente en Felipe II, rey de España, los soldados de los Estados Papales, los de Venecia y los de Génova. Para evitar rencillas, se declaró al Papa como jefe de la liga, Marco Antonio Colonna como general de los galeones y Don Juan de Austria, héroe del ejército español, generalísimo de la alianza. El ejército contaba con 20.000 soldados, además de marineros. La flota tenía 101 galeones y otros barcos más pequeños. El Papa envió su bendición apostólica y predijo la victoria. Haciendo uso de su puritanismo ordenó además que sacaran a cualquier soldado cuyo comportamiento pudiese ser inmoral y ofender al Señor (cosa de dudosa concreción si pensamos en que soldados no sobraban y en cierta “relajación” en las costumbres de la baja milicia...). Pío V, convencido de la necesidad y justicia de su empresa y del poder de la devoción al Santo Rosario, pidió a toda la Cristiandad que lo rezara particularmente y que hiciera ayuno, suplicándole a la Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro.

Poco antes del amanecer del 7 de Octubre de 1571 la Liga Cristiana encontró a la flota turca anclada en el Golfo de Corinto, cerca de la ciudad griega de Lepanto. La flota cristiana se jugaba el todo por el todo. Cuenta la historia que antes del ataque, las tropas cristianas rezaron el Santo Rosario con devoción. Al ver los turcos a los cristianos, fortalecieron sus tropas y salieron en orden de batalla. Los turcos poseían la flota más poderosa del mundo; contaban con 300 galeras y además tenían miles de cristianos esclavos de remeros. Los cristianos estaban en gran desventaja siendo su flota mucho más pequeña.
En la bandera de la nave capitana de la escuadra cristiana ondeaban la Santa Cruz y el Santo Rosario.
La línea de combate era de 2 kilómetros y medio. A la armada cristiana se le dificultaban los movimientos por las rocas y escollos que destacan de la costa y un viento fuerte que le era contrario. La más numerosa escuadra turca tenía facilidad de movimiento en el ancho golfo y el viento la favorecía grandemente.
Mientras tanto, la tradición cuenta que miles de cristianos en todo el mundo ayunaban y dirigían su plegaria a la Virgen María con el rosario en mano, para que ayudara a los cristianos en aquella batalla decisiva.
Don Juan mantuvo el centro y tuvo por segundos a Colonna y al general Veneciano, Venieri. Andrés Doria dirigía el ala derecha y Austin Barbarigo la izquierda. Pedro Justiniani, quien comandaba los galeones de Malta, y Pablo Jourdain estaban en cada extremo de la línea. El Marques de Santa Cruz estaba en reserva con 60 barcos listo para relevar a cualquier parte en peligro. Juan de Córdova con 8 barcos avanzaba para espiar y proveer información y 6 barcos Venecianos formaban la avanzada de la flota.
La flota turca, con 330 barcos de todo tipo, tenía casi en el mismo orden de batalla, pero según su costumbre, en forma decreciente. No utilizaban un escuadrón de reserva por lo que su línea era mucho más ancha, teniendo gran ventaja al comenzar la batalla.
Hali estaba en el centro, frente a Don Juan de Austria; Petauch era su segundo; Louchali y Siroch capitaneaban las dos alas contra Doria y Barbarigo.
Don Juan dio la señal de batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado y de la Virgen y se santiguó. Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar. Los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y continuaron en esa postura de oración ferviente hasta que las flotas se aproximaron. Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez, pues el viento les era favorable, especialmente siendo superiores en número y en el ancho de su línea.
Pero el viento que era muy fuerte se calmó justo al comenzar la batalla.
Pronto el viento comenzó en la otra dirección, ahora favorable a los cristianos. El humo y el fuego de la artillería se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y al fin agotándolos.
La batalla fue terrible y sangrienta. Después de tres horas de lucha, el ala izquierda cristiana, bajo Barbarigo, logró hundir el galeón de Siroch. Su pérdida desanimó a su escuadrón y presionado por los venecianos se retiró hacia la costa. Don Juan, viendo esta ventaja de su ala derecha, redobló el fuego, matando así a Hali, el general turco, abordó su galeón, bajó su bandera y gritó: ¡Victoria!. Desde ese momento los cristianos procedieron a devastar el centro.
Louchali, el turco, con gran ventaja numérica y un frente mas ancho, mantenía a Doria y el ala derecha a distancia hasta que el Marqués de Santa Cruz vino en su ayuda. El turco entonces escapó con 30 galeones, el resto fueron hundidos o capturados.
La batalla duró desde alrededor de las 6 de la mañana hasta la noche, cuando la oscuridad y las aguas picadas obligaron a los cristianos a buscar refugio.

Cuentan que el Papa Pío V, desde el Vaticano, no cesó de pedirle a Dios, con manos elevadas como Moisés. Durante la batalla se hizo procesión del Rosario en la Iglesia de Minerva en la que se pedía por la victoria. El Papa estaba conversando con algunos cardenales pero, de repente los dejó, se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el cielo,  y cerrando el marco de la ventana dijo: "No es hora de hablar más sino de dar gracias a Dios por la victoria que ha concedido a las armas cristianas". La historia cuenta que las autoridades después compararon el preciso momento de las palabras del Papa Pío V con los registros de la batalla y encontraron que concordaban de forma precisa.
En la batalla de Lepanto murieron unos 30.000 turcos junto con su general, Hali. 5.000 fueron tomados prisioneros, entre ellos oficiales de alto rango. 15.000 esclavos fueron encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados. Perdieron más de 200 barcos y galeones. Los cristianos recuperaron además un gran botín de tesoros que los turcos habían pirateado.
Los turcos, y en especial su emperador, fueron presa de la mayor consternación ante la derrota. La opresión turca hacia naciones cristianas tuvo su límite y empezó a retroceder, impidiéndose que el cristianismo desapareciera. Fue la última batalla entre galeones de remos. 

Los cristianos lograron una victoria con ribetes “milagrosos” que cambió el curso de la historia. Con este triunfo se reforzó intensamente la devoción al Santo Rosario. 
En conmemoración a esto, el Papa Pío V instituyó la fiesta de la Virgen de las Victorias, después conocida como la Fiesta del Rosario, para el primer domingo de Octubre. A la letanía de Nuestra Señora añadió "Auxilio de los cristianos" y definió la forma tradicional del rosario.
En 1573, el Papa Gregorio XIII le cambió el nombre a la fiesta, por el de Nuestra Señora del Rosario. El Papa Clemente XI extendió la fiesta del Santo Rosario a toda la Iglesia de Occidente. El Papa Benedicto XIII la introdujo en el Breviario Romano y Pío X la fijó en el 7 de Octubre.

Pero Lepanto no es el primer antecedente de “milagros militares” atribuidos al Santo Rosario. Simón de Montfort, dirigente del ejército cristiano del sur de Francia por el siglo XIII y a la vez amigo de Santo Domingo de Guzmán (fundador de la orden que a la postre llevaría su nombre), hizo que éste enseñara a las tropas a rezar el rosario. La historia cuenta que lo rezaron con gran devoción antes de su batalla más importante, en Muret, obteniendo la victoria. De Montfort consideró que su triunfo había sido un verdadero milagro y el resultado del rezo del Rosario. Como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del Rosario.
También después de Lepanto los turcos seguían siendo poderosos en tierra y, en el siglo siguiente, invadieron a Europa desde el Este. Después de tomar enormes territorios, sitiaron a Viena, capital de Austria. Una vez más, las tropas enemigas eran muy superiores. Si conquistaban esta ciudad toda Europa se hacia muy vulnerable. Vuelve a contar la historia que el emperador de Austria puso su esperanza en Nuestra Señora del Rosario. Hubo gran lucha y derramamiento de sangre y la ciudad parecía perdida. El alivio llegó el día de la fiesta del Santo Nombre de María, 12 de septiembre de 1683, cuando el rey de Polonia, conduciendo un ejército de rescate, derrotó a los turcos.
Al siglo siguiente, los turcos padecieron otra gran derrota en manos del Príncipe Eugenio de Saboya, comandante de los ejércitos cristianos, en la batalla de Temesvar (en la Rumania moderna), el 5 de agosto de 1716. En aquel entonces era la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves. El Papa Clemente XI atribuyó esta victoria a la devoción manifestada a Nuestra Señora del Rosario. En acción de gracias, mandó que la fiesta del Santo Rosario fuera celebrada por la Iglesia universal.

Bajo la protección Nuestra Señora de la Merced -Generala del Ejército Libertador-, el General Manuel Belgrano decía: “Ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas, como la liberación social y política de nuestro pueblo" (en contra de los ejércitos colonialistas europeos y sin más patria que la justicia evangélica).
Se puede pensar que, al igual que como María apoyó la misión liberadora de Jesús hasta el desgarro en una ocupada Palestina por el Imperio Romano y arrendada por la casta sacerdotal judía contraria a la tradición liberadora de los profetas y de la aristocracia laica judía -opresora también del Pueblo de Dios-, ella también es dada a apoyar a todos aquellos hijos que trabajan en el mismo sentido evangélico de justicia integral.
Justamente éste debiera ser el sentido de la fe cristiana con respecto a las devociones. De la “lectura religiosa” de Lepanto se traduce claramente cuál es la forma de intervención divina en la historia cuando la causa es justa.
Tanto en la Batalla de Lepanto, como en la anterior de Muret; en el sitio de Viena o en Temesvar, la invocación de ayuda, de bendiciones y de éxitos a María (como a cualquier santo o al Dios uno y trino), es a partir -primeramente- de una acción comunitaria, de una comunión social del conjunto de voluntades seguida de la acción, del sacrificio y de la lucha de aquellos cristianos quienes están invocando. Antes que nada se ayudaron a sí mismos, pusieron el cuerpo a sus creencias y todo lo que estaba a su alcance para lograr su objetivo. Y recién después sí, se encomendaron pidiendo con fe, con razón, con justificación, con motivo, con argumentos y con todo el derecho a profesar con coherencia su fe, de que Dios los bendiga concediéndole una ayuda, que pudo ser más o menos “milagrosa” y que no dependía humanamente de ellos poder lograr.
“Ayúdate que te ayudaré”, se podría resumir esta teología cristiana con respecto a los acontecimientos en que se cree adivinar una intervención divina a favor de lo justo.
Pero ninguna relación tiene con esto lo milagrero, lo mágico, lo fácil; el cruzarse de brazos mirando una imagen de yeso o una estampita por más “benditas” que estén, prendiendo velitas de colores o bañarse con agua bendita mientras se rezan mil rosarios alienándose la persona sin hacer lo que de ella dependa para solucionar su problema individual, si fuese el caso, o en comunión con sus semejantes, si el motivo involucrase a su comunidad.
El proyecto de Jesús de la construcción cotidiana del Reino de Dios -Reino de verdad y justicia- es una tarea comunitaria, de esfuerzo y de sacrificio social. Y cuando la construcción de ese Reino requirió de una guerra justa para alcanzarlo, hizo falta la decisión y hasta el martirio de sus mejores hijos como instrumentos para llevarlo adelante, necesaria e imprescindiblemente junto a cualquier plegaria piadosa.
Sólo así las oraciones y rezos elevados al Cielo tienen sentido cristiano.
Quien no entienda esto ha convertido su religiosidad en un simple ritualismo estéril, más cerca de la idolatría que del verdadero Dios, y lejos del Evangelio predicado por Jesús.

La batalla de Lepanto deja como primera y esencial enseñanza el punto justo entre la oración y la acción comunitaria.