En 1571 la cristiandad era
amenazada por los turcos de un Imperio Otomano al acecho llevado a su máxima
expansión y apogeo por el emperador Soliman II, el Magnífico, y desde hacía 5
años gobernado por su sucesor, Selim II. Europa y con ella toda la cristiandad
estaba en grave peligro de extinción. Los turcos habían tomado Tierra Santa y
Medio Oriente, Constantinopla, Grecia, Albania, África del Norte y la Península Ibérica.
En esas extensas regiones el cristianismo era perseguido; muchas diócesis
desaparecieron completamente y muchos mártires derramaron su sangre. Después de
700 años de lucha por la reconquista, España y Portugal pudieron librarse
finalmente del dominio musulmán con la conquista de Granada, cuando los reyes
católicos Fernando e Isabel expulsaron a los moros de la península en el 1492;
fecha de inestimable importancia política si se tiene en cuenta que para ese
año se descubriría América y comenzaría su “evangelización” (imposición
generalmente brutal del “cristianismo”, quien proporcionó justificación
ideológica del genocidio a los habitantes originarios, del avasallamiento de
sus culturas, del saqueo de sus riquezas y de todo el accionar contrario al
Evangelio de los imperios colonizadores).
Pero la amenaza turca
alargaba su sombra una vez más sobre toda Europa. El imperio turco necesitaba
hacerse del viejo continente para ganar el Atlántico y con él sus costas y
todas sus rutas comerciales, anexándolas a las del Mediterráneo que ya
dominaba; tomar sus riquezas materiales y a sus habitantes como esclavos,
cerrando el círculo con una dominación ideológica que necesariamente tendría
que incluir desterrar la fe cristiana.
La situación para los
cristianos era entonces casi desesperada. Los musulmanes controlaban el Mar
Mediterráneo y preparaban la invasión a la Europa cristiana. Italia se encontraba desolada
por una hambruna, el arsenal de Venecia estaba devastado por un incendio.
Aprovechando esa situación, los turcos invadieron a Chipre con un formidable
ejército, torturando y esclavizando a sus defensores locales. Los reyes
católicos de Europa estaban divididos y parecían no darse cuenta del peligro
inminente.
El Papa Pío V (Miguel
Ghislieri; 1566-1572), clérigo perteneciente a la orden dominica (según la cual
la Virgen María
en persona enseñó a Sto. Domingo a rezar el rosario en el año 1208 y le dijo
que propagara esta devoción y la utilizara como “arma poderosa en contra de los
enemigos de la fe”), otrora Gran Inquisidor, fuerte impulsor de la educación
entre el clero y al extremo puritano, trató de unificar a los cristianos. Pidió
ayuda pero se le hizo poco caso. El 17 de septiembre de 1569 pidió al mundo
cristiano que se rezase el Santo Rosario para encontrar una solución al
problema europeo. La situación empeoraba día a día y el peligro de una invasión
crecía.
Por fin se ratificó una
alianza en mayo del 1571 y la responsabilidad de defender el cristianismo y a
Europa cayó principalmente en Felipe II, rey de España, los soldados de los
Estados Papales, los de Venecia y los de Génova. Para evitar rencillas, se
declaró al Papa como jefe de la liga, Marco Antonio Colonna como general de los
galeones y Don Juan de Austria, héroe del ejército español, generalísimo de la
alianza. El ejército contaba con 20.000 soldados, además de marineros. La flota
tenía 101 galeones y otros barcos más pequeños. El Papa envió su bendición apostólica
y predijo la victoria. Haciendo uso de su puritanismo ordenó además que sacaran
a cualquier soldado cuyo comportamiento pudiese ser inmoral y ofender al Señor
(cosa de dudosa concreción si pensamos en que soldados no sobraban y en cierta
“relajación” en las costumbres de la baja milicia...). Pío V, convencido de la
necesidad y justicia de su empresa y del poder de la devoción al Santo Rosario,
pidió a toda la
Cristiandad que lo rezara particularmente y que hiciera
ayuno, suplicándole a la
Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro.
Poco antes del amanecer del
7 de Octubre de 1571 la
Liga Cristiana encontró a la flota turca anclada en el Golfo
de Corinto, cerca de la ciudad griega de Lepanto. La flota cristiana se jugaba
el todo por el todo. Cuenta la historia que antes del ataque, las tropas
cristianas rezaron el Santo Rosario con devoción. Al ver los turcos a los
cristianos, fortalecieron sus tropas y salieron en orden de batalla. Los turcos
poseían la flota más poderosa del mundo; contaban con 300 galeras y además
tenían miles de cristianos esclavos de remeros. Los cristianos estaban en gran
desventaja siendo su flota mucho más pequeña.
En la bandera de la nave
capitana de la escuadra cristiana ondeaban la Santa Cruz y el Santo
Rosario.
La línea de combate era de 2 kilómetros y medio.
A la armada cristiana se le dificultaban los movimientos por las rocas y
escollos que destacan de la costa y un viento fuerte que le era contrario. La
más numerosa escuadra turca tenía facilidad de movimiento en el ancho golfo y
el viento la favorecía grandemente.
Mientras tanto, la
tradición cuenta que miles de cristianos en todo el mundo ayunaban y dirigían
su plegaria a la Virgen
María con el rosario en mano, para que ayudara a los
cristianos en aquella batalla decisiva.
Don Juan mantuvo el centro
y tuvo por segundos a Colonna y al general Veneciano, Venieri. Andrés Doria
dirigía el ala derecha y Austin Barbarigo la izquierda. Pedro Justiniani, quien
comandaba los galeones de Malta, y Pablo Jourdain estaban en cada extremo de la
línea. El Marques de Santa Cruz estaba en reserva con 60 barcos listo para
relevar a cualquier parte en peligro. Juan de Córdova con 8 barcos avanzaba
para espiar y proveer información y 6 barcos Venecianos formaban la avanzada de
la flota.
La flota turca, con 330
barcos de todo tipo, tenía casi en el mismo orden de batalla, pero según su
costumbre, en forma decreciente. No utilizaban un escuadrón de reserva por lo
que su línea era mucho más ancha, teniendo gran ventaja al comenzar la batalla.
Hali estaba en el centro,
frente a Don Juan de Austria; Petauch era su segundo; Louchali y Siroch
capitaneaban las dos alas contra Doria y Barbarigo.
Don Juan dio la señal de
batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado
y de la Virgen
y se santiguó. Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la
señal para rezar. Los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y
continuaron en esa postura de oración ferviente hasta que las flotas se
aproximaron. Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez, pues
el viento les era favorable, especialmente siendo superiores en número y en el
ancho de su línea.
Pronto el viento comenzó en
la otra dirección, ahora favorable a los cristianos. El humo y el fuego de la
artillería se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y al fin agotándolos.
La batalla fue terrible y
sangrienta. Después de tres horas de lucha, el ala izquierda cristiana, bajo
Barbarigo, logró hundir el galeón de Siroch. Su pérdida desanimó a su escuadrón
y presionado por los venecianos se retiró hacia la costa. Don Juan, viendo esta
ventaja de su ala derecha, redobló el fuego, matando así a Hali, el general
turco, abordó su galeón, bajó su bandera y gritó: ¡Victoria!. Desde ese momento
los cristianos procedieron a devastar el centro.
Louchali, el turco, con
gran ventaja numérica y un frente mas ancho, mantenía a Doria y el ala derecha
a distancia hasta que el Marqués de Santa Cruz vino en su ayuda. El turco
entonces escapó con 30 galeones, el resto fueron hundidos o capturados.
La batalla duró desde
alrededor de las 6 de la mañana hasta la noche, cuando la oscuridad y las aguas
picadas obligaron a los cristianos a buscar refugio.
Cuentan que el Papa Pío V,
desde el Vaticano, no cesó de pedirle a Dios, con manos elevadas como Moisés.
Durante la batalla se hizo procesión del Rosario en la Iglesia de Minerva en la
que se pedía por la victoria. El Papa estaba conversando con algunos cardenales
pero, de repente los dejó, se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el
cielo, y cerrando el marco de la ventana
dijo: "No es hora de hablar más sino de dar gracias a Dios por la
victoria que ha concedido a las armas cristianas". La historia cuenta
que las autoridades después compararon el preciso momento de las palabras del
Papa Pío V con los registros de la batalla y encontraron que concordaban de
forma precisa.
En la batalla de Lepanto
murieron unos 30.000 turcos junto con su general, Hali. 5.000 fueron tomados
prisioneros, entre ellos oficiales de alto rango. 15.000 esclavos fueron
encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados. Perdieron más de 200
barcos y galeones. Los cristianos recuperaron además un gran botín de tesoros
que los turcos habían pirateado.
Los turcos, y en especial
su emperador, fueron presa de la mayor consternación ante la derrota. La
opresión turca hacia naciones cristianas tuvo su límite y empezó a retroceder,
impidiéndose que el cristianismo desapareciera. Fue la última batalla entre
galeones de remos.
Los cristianos lograron una
victoria con ribetes “milagrosos” que cambió el curso de la historia. Con este
triunfo se reforzó intensamente la devoción al Santo Rosario.
En conmemoración a esto, el
Papa Pío V instituyó la fiesta de la
Virgen de las Victorias, después conocida como la Fiesta del Rosario, para el
primer domingo de Octubre. A la letanía de Nuestra Señora añadió "Auxilio
de los cristianos" y definió la forma tradicional del rosario.
En 1573, el Papa Gregorio
XIII le cambió el nombre a la fiesta, por el de Nuestra Señora del Rosario. El
Papa Clemente XI extendió la fiesta del Santo Rosario a toda la Iglesia de Occidente. El
Papa Benedicto XIII la introdujo en el Breviario Romano y Pío X la fijó en el 7
de Octubre.
Pero Lepanto no es el
primer antecedente de “milagros militares” atribuidos al Santo Rosario. Simón
de Montfort, dirigente del ejército cristiano del sur de Francia por el siglo
XIII y a la vez amigo de Santo Domingo de Guzmán (fundador de la orden que a la
postre llevaría su nombre), hizo que éste enseñara a las tropas a rezar el
rosario. La historia cuenta que lo rezaron con gran devoción antes de su
batalla más importante, en Muret, obteniendo la victoria. De Montfort consideró
que su triunfo había sido un verdadero milagro y el resultado del rezo del
Rosario. Como signo de gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a
Nuestra Señora del Rosario.
También después de Lepanto
los turcos seguían siendo poderosos en tierra y, en el siglo siguiente,
invadieron a Europa desde el Este. Después de tomar enormes territorios,
sitiaron a Viena, capital de Austria. Una vez más, las tropas enemigas eran muy
superiores. Si conquistaban esta ciudad toda Europa se hacia muy vulnerable.
Vuelve a contar la historia que el emperador de Austria puso su esperanza en
Nuestra Señora del Rosario. Hubo gran lucha y derramamiento de sangre y la
ciudad parecía perdida. El alivio llegó el día de la fiesta del Santo Nombre de
María, 12 de septiembre de 1683, cuando el rey de Polonia, conduciendo un
ejército de rescate, derrotó a los turcos.
Al siglo siguiente, los
turcos padecieron otra gran derrota en manos del Príncipe Eugenio de Saboya,
comandante de los ejércitos cristianos, en la batalla de Temesvar (en la Rumania moderna), el 5 de
agosto de 1716. En aquel entonces era la fiesta de Nuestra Señora de las
Nieves. El Papa Clemente XI atribuyó esta victoria a la devoción manifestada a
Nuestra Señora del Rosario. En acción de gracias, mandó que la fiesta del Santo
Rosario fuera celebrada por la
Iglesia universal.
Bajo
la protección Nuestra Señora de la
Merced -Generala del Ejército Libertador-, el General Manuel
Belgrano decía: “Ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas
justas, como la liberación social y política de nuestro pueblo" (en
contra de los ejércitos colonialistas europeos y sin más patria que la justicia
evangélica).
Se
puede pensar que, al igual que como María apoyó la misión liberadora de Jesús
hasta el desgarro en una ocupada Palestina por el Imperio Romano y arrendada
por la casta sacerdotal judía contraria a la tradición liberadora de los
profetas y de la aristocracia laica judía -opresora también del Pueblo de
Dios-, ella también es dada a apoyar a todos aquellos hijos que trabajan en el
mismo sentido evangélico de justicia integral.
Justamente
éste debiera ser el sentido de la fe cristiana con respecto a las devociones.
De la “lectura religiosa” de Lepanto se
traduce claramente cuál es la forma de intervención divina en la historia
cuando la causa es justa.
Tanto en la Batalla de Lepanto, como
en la anterior de Muret; en el sitio de Viena o en Temesvar, la invocación de
ayuda, de bendiciones y de éxitos a María (como a cualquier santo o al Dios uno
y trino), es a partir -primeramente- de una acción comunitaria, de una comunión
social del conjunto de voluntades seguida de la acción, del sacrificio y de la
lucha de aquellos cristianos quienes están invocando. Antes que nada se
ayudaron a sí mismos, pusieron el cuerpo a sus creencias y todo lo que estaba a
su alcance para lograr su objetivo. Y recién después sí, se encomendaron
pidiendo con fe, con razón, con justificación, con motivo, con argumentos y con
todo el derecho a profesar con coherencia su fe, de que Dios los bendiga
concediéndole una ayuda, que pudo ser más o menos “milagrosa” y que no dependía
humanamente de ellos poder lograr.
“Ayúdate que te ayudaré”,
se podría resumir esta teología cristiana con respecto a los acontecimientos en
que se cree adivinar una intervención divina a favor de lo justo.
Pero ninguna relación tiene
con esto lo milagrero, lo mágico, lo fácil; el cruzarse de brazos mirando una
imagen de yeso o una estampita por más “benditas” que estén, prendiendo velitas
de colores o bañarse con agua bendita mientras se rezan mil rosarios
alienándose la persona sin hacer lo que de ella dependa para solucionar su
problema individual, si fuese el caso, o en comunión con sus semejantes, si el
motivo involucrase a su comunidad.
El proyecto de Jesús de la
construcción cotidiana del Reino de Dios -Reino de verdad y justicia- es una
tarea comunitaria, de esfuerzo y de sacrificio social. Y cuando la construcción
de ese Reino requirió de una guerra justa para alcanzarlo, hizo falta la
decisión y hasta el martirio de sus mejores hijos como instrumentos para
llevarlo adelante, necesaria e imprescindiblemente junto a cualquier plegaria
piadosa.
Sólo así las oraciones y
rezos elevados al Cielo tienen sentido cristiano.
Quien no entienda esto ha
convertido su religiosidad en un simple ritualismo estéril, más cerca de la
idolatría que del verdadero Dios, y lejos del Evangelio predicado por Jesús.
La batalla de Lepanto deja
como primera y esencial enseñanza el punto justo entre la oración y la acción
comunitaria.
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