martes, 31 de marzo de 2015

RESUCITÓ AL TERCER DÍA - por Gabriel Andrade


La enorme mayoría de los que se dicen cristianos no sabrían dar razón convincente ni convencida de lo que cree acerca de la resurrección de Jesús.
Muchos todavía piensan la resurrección de Jesús como un hecho “físico milagroso”. La fuerza simbólica de las narraciones de las apariciones es tan fuerte, que pasan por literalmente históricas. Pero la resurrección no es la reanimación de un cadáver.
La resurrección tiene carácter trascendente, no espacio-temporal, por lo que resulta absurdo tomar literalmente esos relatos del tipo “tocar sus llagas”, “oír sus palabras”, “ver comer” al Resucitado... Lo cual no quiere decir que sean hechos irreales, sino que su realidad está más allá de lo físico. No es que estas visiones sean verdad o mentira, sino que carece de sentido hablar de la percepción concreta de una realidad trascendente. No se puede percibir físicamente al Resucitado por la misma razón que no se puede ver a Dios; aunque sí se puede tener una experiencia subjetiva de Ellos.
Siempre hemos expresado nuestra fe a este respecto diciendo que Jesús resucitó para nunca más morir. Si Jesús hubiera vuelto a esta nuestra forma de existencia, habría estado sometido de nuevo a la muerte. Jesús no revivió, sino que resucitó.
Esto quiere decir que Jesús no volvió a esta vida -como tampoco lo haremos nosotros- sino con un “cuerpo glorioso, celestial e incorruptible” (1º Cor 15, 34 -58), en la dimensión de Dios.

Esto lo dan a entender los textos del Nuevo Testamento cuando nos presentan a Jesús comportándose de muy distinta manera que antes de su muerte: súbitamente aparece y desaparece; no se lo ve dormir, no está sujeto ni al espacio ni a la resistencia de los materiales ya que entra estando cerradas todas las puertas; no es reconocido por María Magdalena ni por los discípulos de Emaús, con lo que se nos da a entender que -al no haber vuelto Jesús a la vida mundana- no es perceptible como una persona física sino que Él ha entrado en otra dimensión y que se puede estar a su lado sin caer en la cuenta de que es él.
Así, Jesús resucitado tiene que ser reconocido con los ojos de la fe. Por eso sólo se aparece al que puede creer. Cuando los discípulos de esta primera comunidad sienten interiormente esta presencia transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las pruebas exteriores de la misma. El contenido simbólico de los relatos del Resucitado revela el proceso renovador que opera Éste en el interior de las personas y del grupo.
Y ese es el efecto que la Resurrección tendría que producir también hoy entre nosotros. La capacidad del perdón; de la reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás; la capacidad de reunificación; la de transformarse en proclamadores eficientes de la presencia viva del Resucitado, puede operarse también entre nosotros como en aquel puñado de hombres tristes, cobardes y desperdigados a quienes transformó el milagro de la Resurrección.

Profesar la resurrección de Jesús no significa entonces aceptar un milagro absurdo, sino creer el poder de Dios, quien respeta la creación sin atarse a la ley de corrupción de la muerte que, según aquellas creencias judías, comenzaba al tercer día.
La resurrección como superación de la muerte -bajo su eliminación conceptual-, es el motor que ha impulsado e impulsa la historia del hombre.
Jesús fue rechazado, excomulgado, perseguido, condenado y asesinado por las autoridades imperiales políticas y religiosas legalistas de su tiempo. De repente se encontró solo. Sus discípulos lo traicionaron o abandonaron y Dios mismo guardó silencio. Todo pareció concluir con su crucifixión. Todos se dispersaron y quisieron olvidar.
Pero allí ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Jesús y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. “Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes crucificaron” (Hch 2; 36), proclama Pedro. Dios lo ha resucitado, ha confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra, de su obra y de su Causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo asesinaron y despreciaron su Causa. Dios rechazó al imperio y a esos sacerdotes legalistas. Esta resurrección connotó así un significado de protesta contra la “justicia” y el “derecho” con los que fue condenado Jesús, convirtiéndose en la matriz de la esperanza liberadora de todos los tiempos.
Y justamente esto fue lo que irritó al poder religioso y político: Jesús los irritó estando vivo, y los irritó igualmente estando resucitado. Lo que les irritó no fue la idea de un hecho físico de la reanimación de su cadáver; lo que no podían tolerar era pensar que la Causa de Jesús, su proyecto, su utopía, que tan peligrosa habían considerado en vida de Jesús y que ya creían enterrada, volviera a ponerse de pie, resucitara. Y no podían aceptar que Dios lo avalara con todo su poder. Ellos creían en otro Dios, si es que alguna vez creyeron en alguno…
Lo más específico de la resurrección de Jesús para conocer a Dios no es entonces lo que Dios hace con un cadáver, sino lo que hace con una víctima: la resurrección de Jesús muestra insoslayablemente el triunfo de la justicia sobre la injusticia.
La resurrección de Jesús se convierte directamente en buena noticia para las víctimas: por una vez, y en plenitud, la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo, y Dios se convierte -como en el Éxodo, en los profetas y ahora en Jesús de Nazaret- en el Dios de las víctimas.

Creer entonces en la resurrección no es la afirmación de un hecho físico-histórico que nunca sucedió, ni en una verdad teórica abstracta (la vida posmortal), sino la afirmación contundente de la validez suprema de la Causa de Jesús, a la altura misma de Dios, por la que es necesario vivir y luchar hasta dar la vida.
Creer en la resurrección de Jesús es creer que su Palabra, su Proyecto y su Causa, el Reino: una sociedad alternativa con valores de justicia, que expresan el valor fundamental de nuestra vida y lo que nos define como personas.
Si nuestra fe reproduce realmente la fe de Jesús -su visión de la vida, su opción ante la historia, su actitud ante los pobres y ante los poderes- será tan conflictiva como lo fue en la predicación de los apóstoles o en la vida misma de Jesús.
Si reducimos la resurrección de Jesús a un símbolo universal de vida posmortal, o a la simple afirmación de la vida sobre la muerte, o a un hecho físico-histórico que hace veinte siglos nunca ocurrió, entonces queda vaciada del contenido que tuvo en Jesús y ya no dice nada a nadie, ni irrita a los poderes de este mundo, y hasta incluso desmoviliza en el camino por la Causa de Jesús.
Lo importante no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino tener la fe de Jesús: su actitud ante la historia, su opción por los pobres, su propuesta, su lucha decidida, su Causa.
Creer lúcidamente en Jesús en esta América Latina, o en este Occidente hipócritamente llamado "cristiano", donde la noticia de su resurrección ya no irrita a tantos que invocan su nombre para justificar incluso las actitudes contrarias a las que Él tuvo, implica volver a descubrir al Jesús histórico y el verdadero sentido de la fe en la resurrección.
Creyendo con esa fe de Jesús conocemos que el único camino hacia ese Cielo prometido pasa por hacer nueva esta vieja Tierra. Que habrá que hacerla nacer en el doloroso parto de la Historia construyendo en nuestro mundo su Reinado.
Reinado de Vida en abundancia para todos, de la Justicia imprescindible para esto, de la Paz que de aquella se desprende y del Amor que viabiliza todo lo anterior.

Feliz Resurrección para todos.

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