jueves, 17 de diciembre de 2015

UNA BUENA NUEVA EN TIEMPOS DE INFAMIA - por Gabriel Andrade



El nacimiento

Cuando pienso en la idea de un Dios eligiendo nacer en las periferias del poder me reconforta hasta el éxtasis y renuevo todas mis ganas de seguir ejerciendo mi fe.
Pienso en ese Dios mostrando su amor desde el despojo, desde la igualdad con los humillados y ofendidos de esta tierra de todos los tiempos.
Un Dios encarnando en uno de los nuestros, para que desde allí creciera, trabajara, tuviera hambre y sed, fuera discriminado, calumniado, desterrado, perseguido hasta el asesinato mismo para luego ser eternamente glorificado.
Un Dios que, según nos enseña el Evangelio, “derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y arrojó de sí a los ricos con las manos vacías” (Lc 1; 46-55).
Siento entonces que celebrar la Navidad es celebrar el amor de Dios hecho niño, el amor de Dios hecho hermano, y sobre todo, el amor de Dios hecho ofrenda
Así el nacimiento de Jesús en Belén (o Nazaret, si nos ajustamos a historia) no es un dato civil, sino que se transforma en una afirmación teológica; no expresa un dato administrativa sino una fe. Decir que Jesús nació en Belén o Nazaret sigue siendo para los cristianos consecuentes -como lo fue para los primeros cristianos- una afirma­ción fundamental. Equivale a decir que Dios, a pesar de ser omnipotente y poderoso, optó por una ciudad minúscula. Es decir, prefirió apostar por la debilidad, por la humildad, por los oprimidos, por la mansedumbre.
¡Significa que un Mesías frágil y endeble basta para quebrar el poder de los podero­sos de este mundo! Y que quienes afirman seguir a este Mesías a partir de la prosecución de su Causa deben emplear sus mismos modos.


Dos mil años después

Pero, muchos tienen una memoria distorsionada de este Dios y del Hijo enviado. Hay tanta paranoia en las calles las semanas previas, tantos ruidos y fuegos de artificio que tapan la luz de la estrella, tantos colores impúdicos ciegos a negras realidades existenciales, tanta comida orgiástica a espaldas de los hambrientos, tantas risotadas que burlan a los que sufren injusticias, tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de los recursos reales, que vale preguntarse a cuántas almas no infectadas de consumismo les queda un instante para darse cuenta de que semejante incoherencia no puede celebrar el nacimiento de un niño que nació hace unos 2000 años en una familia pobre y despreciada, de un caserío insignificante en medio de un pueblo invadido y oprimido por un gigantesco imperio.
Mil millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran e hicieran gala de una hipocresía repugnante. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta esta parodia infectada de excesos de alcohol, drogas, comidas, ruidos, lujos, irresponsabilidades de toda clase...
Sería interesante saber cuántos de ellos en el fondo de su alma creen que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.
A esto se suma el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en nuestra América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos cumplían con la representación del evento. Todo aquello cambió especialmente en el último siglo, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural, política y religiosa contra el Reino de Dios.


Un carnaval de terror

Aquel Niño Dios del pesebre de Belén -de peligrosa memoria- fue destronado por el indigesto Papal Noel de shoppings y comercios.
Nos llegó con toda su parafernalia de símbolos vacíos del espíritu de Belén y Nazaret migrando a nuestras latitudes: el trineo tirado por los ciervos (tracción a sangre,  ¡qué abuso!...), el arbolito con nieve del polo norte (no vaya a ser que pensemos que del sur pueda venir algo bueno...) y toda esa cultura de contrabando incluida la comida invernal y copiosa y estos quince días de consumismo frenético y psicótico al que muy pocos nos atrevemos a rechazar con asco.
Con todo, tal vez lo más siniestro de estas navidades de consumo, sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales espantosas, la molestísima pirotecnia como si se conmemorara una guerra, esas campanitas de vidrio, esas funerarias coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones insípidas que son los villancicos traducidos del inglés y tantas otras estupideces para las cuales ni siquiera valía la pena haber inventado la electricidad...
Todo esto en torno a una fiesta que el consumismo capitalista ha convertido, para muchos, en la más espantosa del año. Para demasiados, no es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere para “tener” que juntarse. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables. Es la alegría por decreto del almanaque, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior y coman todo aquello que hacen sus comensales aunque no les agrade.
No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine con discusiones, peleas a golpes de puño o directamente a los tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en una metrópolis de los Estados Unidos…

Un gordo farsante, usurpador y mercantilista
Pero ese gordo impúdico con nariz de alcohólico y de gruesas risotadas -que a menudo asusta a los más pequeños- sigue allí riéndose no sabemos muy bien de qué.
Ni siquiera honra la leyenda que le dio origen, sino más bien la mansilla.
Esta leyenda deriva directamente de figura de San Nicolás de Bari (280-350), obispo de Myra y santo que -según la tradición- entregó todos sus bienes a los pobres para hacerse monje y obispo, distinguiéndose siempre por su generosidad hacia los niños.
San Nicolás
En la Edad Media, la leyenda de San Nicolás se arraigó de forma extraordinaria en Europa, particularmente en Italia (a la ciudad italiana de Bari fueron trasladados sus restos en el 1087), y también en países germánicos como los estados alemanes y holandeses. Particularmente en Holanda adquirió notable relieve su figura, al extremo de convertirse en patrón de los marineros holandeses y de la ciudad de Amsterdam. Cuando los holandeses colonizaron Nueva Amsterdam (la actual isla de Manhattan), erigieron una imagen de San Nicolás, e hicieron todo lo posible para mantener su culto y sus tradiciones en el Nuevo Mundo.
La devoción de los inmigrantes holandeses por San Nicolás era tan profunda y al mismo tiempo tan pintoresca y llamativa que, en 1809, el escritor norteamericano Washington Irving (1783-1859) trazó un cuadro muy vivo y satírico de ellas (y de otras costumbres holandesas) en un libro titulado “La historia de Nueva York según Knickerbocker”. En el libro de Irving comienza a forjarse esta caricatura de San Nicolás, despojándolo de sus atributos obispales y convirtiéndolo en un hombre mayor, grueso, generoso y sonriente, vestido con sombrero de alas, calzón y pipa holandesa. Tras llegar a Nueva York a bordo de un barco holandés, se dedicaba a arrojar regalos por las chimeneas que sobrevolaba gracias a un caballo volador que arrastraba un trineo prodigioso. El hecho de que Washington Irving denominase a este personaje "guardián de Nueva York" hizo que su popularidad se desbordase y contagiase a los norteamericanos de origen inglés, que comenzaron también a celebrar su fiesta cada 6 de diciembre, y que los habitantes de la emancipada colonia inglesa convirtieran al "Sinterklaas" o "Sinter Klaas" holandés en el "Santa Claus" norteamericano.
Pocos años después, la figura de Santa Claus había adquirido tal popularidad en la costa este de los Estados Unidos que, en 1823, un poema anónimo titulado “Una visita de San Nicolás”, publicado en el periódico Sentinel (El Centinela) de Nueva York, encontró una acogida sensacional y contribuyó enormemente a la evolución de los rasgos típicos de este personaje ya definitivamente deformado de aquel San Nicolás de Bari. Aunque publicado sin nombre de autor (hasta el año 1862, ya octogenario, no reconocería Moore su autoría), el poema había sido escrito por un oscuro profesor de teología, Clement Moore, que lo dedicó a sus numerosos hijos. En el poema, San Nicolás aparecía sobre un trineo tirado por renos y adornado de sonoras campanillas. Su estatura se hizo más baja y gruesa, y adquirió algunos rasgos próximos a la representación tradicional de los gnomos (que precisamente también algunas viejas leyendas germánicas consideraban recompensadores o castigadores tradicionales de los niños). Los zuecos holandeses en los que los niños esperaban que depositase sus dones se convirtieron en anchos calcetines. Finalmente, Moore desplazó la llegada del personaje del 6 de diciembre típico de la tradición holandesa, al 25 de ese mes, lo que influyó en el progresivo traslado de la fiesta de los regalos al día de la Navidad, vaciando así de significación cristiana la Navidad del Niño Dios por la aparición de un gnomo volador.
El proceso de popularización del personaje siguió en aumento. El 6 de diciembre de 1835, Washington Irving y otros amigos suyos crearon una especie de secta literaria dedicada a San Nicolás, que tuvo su sede en la propia casa de Irving. En las reuniones, era obligado fumar en pipa y observar numerosas costumbres holandesas como parte de los ritos de esta logia.
El otro gran contribuyente a la representación típica de San Nicolás en el siglo XIX fue un inmigrante  alemán llamado Thomas Nast. Nacido en Landau (Alemania) en 1840, se estableció con su familia en Nueva York desde que era un niño, y alcanzó gran prestigio como dibujante y periodista. En 1863, Nast publicó en el periódico Harper's Weekly su primer dibujo de Santa Claus, cuya iconografía había variado hasta entonces, fluctuando desde las representaciones de hombrecillo bajito y rechoncho hasta las de anciano alto y corpulento. El dibujo de Nast lo presentaba con figura próxima a la de un gnomo, en el momento de entrar por una chimenea. Sus dibujos de los años siguientes (siguió realizándolos para el mismo periódico hasta el año 1886) fueron transformando sustancialmente la imagen de Santa Claus, que ganó en estatura, adquirió una barriga muy prominente, mandíbula de gran tamaño, y se rodeó de elementos como el ancho cinturón, el abeto, el muérdago y el acebo. Aunque fue representado varias veces como viajero desde el Polo Norte, su voluntariosa aceptación de las tareas del hogar y sus simpáticos diálogos con padres y niños lo convirtieron en una figura todavía próxima y entrañable. Cuando las técnicas de reproducción industrial hicieron posible la incorporación de colores a los dibujos publicados en la prensa, Nast pintó su abrigo de un color rojo muy intenso. No se sabe si fue él el primero en hacerlo, o si fue el impresor de Boston Louis Prang, quien ya en 1886 publicaba postales navideñas en que aparecía Santa Claus con su característico vestido rojo. La posibilidad de hacer grandes tiradas de tarjetas de felicitaciones popularizó aún más la figura de este personaje, al cual numerosas tiendas y negocios comenzaron a usar para fines publicitarios. Llegó incluso a ser habitual que, durante las celebraciones navideñas, los adultos se vistieran como él y saliesen a las calles y tiendas a obsequiar a los niños y hacer propaganda de todo tipo de productos. Entre 1873 y 1940 se publicó la revista infantil St. Nicholas, que alcanzó una enorme difusión.
Ya estaba en todo su apogeo la maquinaria comercial que destruiría profundamente el verdadero espíritu navideño en grandes sectores consumistas de occidente del siglo XX.
La segunda mitad del siglo XIX fue trascendental en el proceso de consolidación y difusión de la figura de Santa Claus. Por un lado, quedaron fijados (aunque todavía no definitivamente) sus rasgos y  atributos más típicos. Por otro, se profundizó en el proceso de progresiva laicización del personaje; Santa Claus dejó definitivamente de ser una figura religiosa, y se convirtió más bien en un emblema cultural comercial, celebrado por personas que excedían las barreras de credos y costumbres diferentes; al tiempo que aceptaban como suyos sus abiertos y generales mensajes de paz, solidaridad y prosperidad de las clases consumistas, sin ningún atisbo de la justicia del Reino de Dios predicado por el Niño de la gruta de Belén. Dejó de ser un personaje asociado específicamente a la sociedad norteamericana de origen holandés y se convirtió en patrón de todos los niños norteamericanos -sin distinción de orígenes geográficos y culturales-. Se lo usó como superestructura cultural propagandística de narcotización de las conciencias por sobre todo mensaje liberador del Evangelio, que se manifiesta desde el mismo nacimiento de Jesucristo en la periferia de todo poder. Prueba de ello fue que, por aquella época, hizo también su viaje de vuelta a Europa, donde influyó extraordinariamente en la revitalización de las figuras del "Father Christmas" o "Padre Navidad" británico, o del "Père Noël" o "Papá Noel" francés, que adoptaron muchos de sus rasgos y atributos típicos, como forma de colonización cultural globalizante de lo que ya se perfilaba como la vocación imperialista norteamericana de filosofía capitalista.
El último momento de inflexión importante en la evolución iconográfica de Santa Claus tuvo lugar con la campaña publicitaria de la empresa norteamericana Coca-Cola, en la Navidad de 1930; momento histórico entre las dos grandes guerras mundiales en que el mayor estado terrorista del mundo -los Estados Unidos de América- se afianzaba como imperio militar y comercial. En el cartel anunciador de su campaña navideña, la empresa publicó una imagen de Santa Claus escuchando peticiones de niños en un centro comercial. Aunque la campaña tuvo éxito, los dirigentes de la empresa pidieron al pintor de Chicago de origen sueco, Habdon Sundblom, que remodelara el Santa Claus de Nast. El artista, que tomó como primer modelo a un vendedor jubilado llamado Lou Prentice, hizo que perdiera su aspecto de gnomo y ganase en realismo. Santa Claus se hizo más alto, grueso, de rostro alegre y bondadoso, ojos pícaros y amables, y vestido de color rojo con ribetes blancos, que eran los colores oficiales de Coca-Cola. El personaje estrenó su nueva imagen, con gran éxito, en la campaña de Coca-Cola de 1931, y el pintor siguió haciendo retoques en los años siguientes. Muy pronto se incorporó a sí mismo como modelo del personaje, y a sus hijos y nietos como modelos de los niños que aparecían en los cuadros y postales. Los dibujos y cuadros que Sundblom pintó entre 1931 y 1966 fueron reproducidos en todas las campañas navideñas que Coca-Cola realizó en el mundo, y tras la muerte del pintor en 1976, su obra ha seguido difundiéndose constantemente.
Por el cauce de las postales, cuentos, cómics, películas, todas norteamericanas, la burda figura de Santa Claus sigue ganando popularidad comercial y cultural en todo el mundo occidental capitalista, al punto que hoy puede decirse que constituye una de las advocaciones como benefactor de niños (pudientes) más conocidas.


Un deseo

En este tiempo en que todo aquello que connota la figura de este impresentable Papa Noel avanza sobre innumerables valores evangélicos.
En donde se distorsiona el imaginario popular lo que fue ese inmenso acontecimiento histórico del “Dios con nosotros” (el Emmanuel evangélico) que dividió la historia humana en un antes y un después para la dignidad y la salvación individual y social de todos los Hijos de Dios.
En un tiempo donde se inunda con gestos que “enternecen” tanto al recordar el humilde origen de Jesús. pero que el resto del año -y especialmente en épocas de elecciones- ignoran a los demás, en especial de los más necesitados y encima exhiben obscenamente la suficiente soberbia para juzgarlos.
En un tiempo donde muchos que declaman un “feliz navidad” tienen como dios a la fuerza, la prepotencia, la soberbia o una pretendida superioridad racial, social o económica.
En este tiempo donde se destilan comentarios en contra de planes en beneficios de los desocupados, de ayudas a humildes familias numerosas, de jubilaciones a los que quedaron desocupados en los 90, de los planes sociales que promueven la inclusión en la escuela, la informática o la vivienda, de inclusión de los inmigrantes, de los “negros de mierda” o de la justicia en derechos humanos; al mismo tiempo que penan amargamente quejándose porque deben pagar impuestos para “mantener la demagogia" hacia las clases desfavorecidas.
En un tiempo en donde la hipocresía humana llega a límites de llegar a votar a Herodes, porque estúpidamente se piensa en que un tirano adorador del mercado puede beneficiar a una clase media irremediablemente sumida en el odio, el resentimiento y la avaricia.

Yo les deseo de con todo mi corazón una verdadera conversión a los valores evangélicos, lejos de la prédica de los profetas del odio, el resentimiento y la avaricia, y que rescaten el verdadero significado que tiene este nacimiento subversivo del Niño Dios en la periferia del poder y renazcan junto a Él a lo mejor de todos ustedes.

¡Feliz nacimiento a todos aquellos que elijan seguir naciendo a la utopía de Jesús!