domingo, 22 de diciembre de 2013

La Navidad de los Hijos de Dios - por Gabriel Andrade

corrección de textos: Prof. María Valeria Segura

Me reconforta y me llena de una inmensa esperanza la idea de un Dios eligiendo nacer en las periferias del poder. Encarnarse en uno de los nuestros para que desde allí creciera, trabajara, tuviera hambre y sed, fuera discriminado, calumniado, desterrado, perseguido hasta el asesinato mismo para luego ser eternamente glorificado. Un Dios que se eligió unos padres de altísima calidad espiritual y moral pero verdaderamente pobres, privilegiando su amor divino por éstos en detrimento de los otras “gente bien”. En el extenso monólogo de María con su prima Isabel nos cuenta: “Derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y arrojó de sí a los ricos con las manos vacías”.
Un Dios mostrando su amor desde el despojo, desde la igualdad con los humillados y ofendidos de esta tierra de todos los tiempos. “Hubiese sido muy difícil creer en el amor de Dios si en vez de paja hubiera habido seda, si en lugar de pañales, armiño, si en lugar de pastores hubiera habido embajadores; pero no es difícil amarlo contemplando su Navidad en Belén, viendo su nacimiento en la pobreza, la autoridad, y hasta la miseria”, nos decía el Obispo Zazpe en su último mensaje navideño del 25 de diciembre de 1983; y agregaba: “Por eso se puede celebrar la Navidad en la cárcel o en el hospital, en los vagones de los inundados o en los ranchos de los indigentes. Por eso la pueden celebrar los discapacitados, los solitarios, los changarines, los desocupados, los marginados. Pueden celebrar la Navidad los sencillos, los limpios de corazón, los misericordiosos, los que lloran, los pacientes, los que tienen hambre y sed de justicia. Pueden celebrar la Navidad los que perdonan, los que bendicen, los que aman, los que se reconcilian, los pecadores que se arrepienten, los adúlteros que vuelven a la fidelidad, los orgullosos que se humillan, los egoístas que se abren a los demás. Celebrar la Navidad es celebrar el amor de Dios hecho niño, el amor de Dios hecho hermano, y sobre todo, el amor de Dios hecho ofrenda”.
Veamos más profundamente de qué se trató todo aquello...


Un tiempo: la fecha de parir una nueva humanidad
La noche del 24 de diciembre millones de personas en todo el mundo conmemoran aquella no­che de hace unos dos mil años, en la que Jesucristo vino al mundo en una pobre gruta de animales. Ninguna otra celebración religiosa, ni siquiera la Pascua -la más importante de las fiestas cristianas- tiene más reconocimiento popular que el que encierra la Navidad.El 25 de diciembre tiene un toque casi mágico. Pero, ¿por qué ese 25?
Si bien es posible fijar el año de su nacimiento con bas­tante aproximación (alrededor del año 7 a.C.), es en cambio imposible saber el día dado los datos que se disponen.
Pero si atendiéramos a las informaciones bíbli­cas debemos concluir que diciembre es altamente improbable como mes en que Jesús pudo haber nacido.
El Evangelio de Lucas nos dice que la noche en la que Él nació había cerca de Belén unos pastores que dormían al aire libre en e1 campo y vigilaban sus ovejas por turno durante la noche (2,8). Pero diciembre es ple­no invierno en Palestina, y en la región cercana a Belén caen heladas durante este tiempo, además de ser la época que tiene los promedios más altos de lluvias, difícilmente se puede pensar que en ese mes haya habido unos pastores al aire libre cuidando sus rebaños. Todos ellos, rebaños y pasto­res, permanecen dentro de los establos. Sólo a partir de mar­zo mejoran las condiciones climáticas y ellos suelen pasar la noche a la intemperie.
¿Por qué entonces celebra­mos la Navidad el 25 de diciembre?
Resulta que desde muy antiguo los cristianos tuvieron que fijar la fecha del nacimiento de Jesús para poder celebrar su natalicio. Como era imposible saberla, se propusieron varias fechas probables. San Clemente de Alejandría, en el siglo III, decía que era el 20 de abril. San Epifanio sugería el 6 de enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero al no llegar a un acuerdo, duran­te los tres primeros siglos esta fiesta se mantuvo incierta.
Pero en el siglo IV ocurrió algo que obligó a la Iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente sentada. Apareció una herejía que trajo perturbación en las enseñanzas cristianas. Era el "arrianismo", doctrina formulada por el sacerdote Arrio de la ciudad de Alejandría en Egipto.
Arrio era un hombre estudioso y culto, a la vez que impe­tuoso y apasionado. Tenía la palabra elocuente y gozaba de un notable poder persuasivo. Hacia el año 315 comenzó a desplegar una enorme actividad en Egipto y sus prácticas ascéticas las cuales, unidas a su gran capacidad de oratoria y convicción, le atra­jeron rápidamente numerosos admiradores entre los que se encontraron no sólo el pueblo simple y numerosos sa­cerdotes, sino también a dos grandes obispos: Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea.
Su nueva doctrina afirmaba que Jesús no era realmente Dios. Era, sí, un ser extraordinario, maravilloso, grandioso, una criatura perfec­ta, pero no era Dios mismo. Dios lo había creado para salvar a la humanidad y por su actitud de vida a favor de la justicia del Reino se hizo digno del título de “Dios”, que el Padre le concedió. Pero no fue verda­dero Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gra­cias a la misión cumplida en la tierra.
La teoría de Arrio fascinó la inteligencia de muchos, es­pecialmente de la gente sencilla, para quien era más com­prensible la idea de que Jesús fuera elevado por sus méritos a la categoría de Dios, que el hecho grandioso e impresio­nante de que Dios mismo haya nacido (encarnado) en este mundo en una vulnerable criatura tanto en lo económico como en lo social, lo político y lo religioso. El arrianismo qui­taba entonces el misterio de la divinidad de Cristo y pretendía poner al alcance de la inteligencia hu­mana uno de los misterios del cristianismo: que Jesucristo era Dios y hombre desde su nacimiento.
La prédica de Arrio desató una fuerte discusión religiosa dentro de la Iglesia -que ya empezaba a hacerse imperial, alejándose de aquella de las primeras comunidades- y se vio de pronto divi­dida por una dolorosa guerra interna. Emperadores, papas, obispos, diáconos y sacerdotes, intervinieron tempestuosamente en el conflicto. El mismo pue­blo participaba ardorosamente en disputas y riñas callejeras. La doctrina de Arrio se expandió de tal manera que San Jerónímo llegó a exclamar: “el mundo se ha despertado arriano”.
En medio de este violento debate, se resolvió convocar a un concilio universal de obispos para resolver la cuestión. El 20 de mayo del año 325, en Nicea, pequeña ciudad del Asia Menor, ubicada casi frente a Constantinopla (por en­tonces la capital del Imperio), dio comienzo la asam­blea. Participaron unos 300 obispos de todo el mundo y fue el primer concilio universal reunido en la historia de la lgle­sia. Los presentes en el concilio, en su inmensa mayoría, reconocieron que las ideas de Arrio estaban equivocadas y de­clararon que Jesús era Dios desde el mismo momento de su nacimiento. Para ello acuñaron un credo, llamado el Credo de Nicea, que decía: Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los si­glos. Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado.
Al final del concilio de Nicea el arrianismo fue condena­do, y sus principales defensores debieron abandonar los pues­tos que ocupaban en la Iglesia.
Pero a pesar de la derrota, Arrio y sus partidarios no se ame­drentaron. Convencidos de su verdad, continuaron sembrando sus errores por toda la Iglesia. Y su prédica re­sultó tan efïcaz que siguió logrando gran cantidad de adep­tos, a tal punto que unos treinta años más tarde, en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el credo propuesto en Nicea.
Frente a este panorama, el entonces papa Julio I comprendió que una manera rápida y efi­caz de difundir la idea de la divinidad de Cristo, y así con­trarrestar las enseñanzas de Arrio, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese momento. Si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo glorificado. Y para ello había que buscarle una fecha definitiva.
¿Cuál elegir, si no se sabía a ciencia cierta qué día era?
Alguien (no sabemos exactamente quién) tuvo una idea de marketing genial: tomar una fiesta muy popular romana, llamada “Día natal del Sol Invicto”. Se tra­taba de una celebración pagana antiquísima, traída a Roma por el emperador Aureliano desde Oriente en el siglo III, y en la cual se adoraba al sol como al dios invencible.
Como en el hemisferio norte a medida que se va acercando el solsticio de diciembre (comienzo del invierno) se van acortando los días, la oscuridad se prolonga, el sol sale más tar­de, se pone más temprano y se vuelve cada vez más débil para disipar el frío, todo hace temer su desapari­ción. Hasta que llega el 21 de diciembre, el día más corto del año, y la gente con la mentalidad primitiva de aquella época se preguntaba: ¿Desaparecerá el sol? ¿Las tinieblas y el frío ganarán la partida?
Pero no. A partir del 22, los días lentamente comienzan a alargarse. El sol no ha sido vencido por las tinieblas. Hay esperanzas de que vuelva a brillar con toda su intensidad. Habrá otra vez primavera, y llegará después el verano carga­do de frutos de la tierra. El sol es invencible. Jamás las som­bras ni la oscuridad podrán apagarlo. Se imponía el festejo. Y entonces el 25 de diciembre, des­pués de que los días habían vuelto a alargarse, se celebraba el nacimiento del Sol Invicto.
Ahora bien, para los cristianos Jesucristo era el verdade­to Sol. Por dos motivos: en primer lugar, porque la Biblia así lo afirmaba. En efecto, en el siglo V a.C. el profeta Ma­laquías (3,20) había anunciado que cuando llegara el final de los tiempos brillaría el Sol de Justicia, cuyos rayos serían la salvación. Y como al venir Jesús entramos en el final de los tiempos, el Sol que brilló no pudo ser otro que Jesucris­to. También el Evangelio de Lucas dice que nos visitará una salida de So1 para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte (1,78). Y el libro del Apocalipsis predi­ce que en los últimos tiempos (es decir, los actuales) no ha­brá necesidad del sol, pues será reemplazado por Jesús, el nuevo Sol que nos ilumina desde ahora (21,23). En segundo lugar, porque también hubo un día en que a Jesús las tinieblas parecieron vencerlo, derrotarlo y matarlo, cuando lo llevaron al sepulcro. Pero él terminó triunfando sobre la muerte, y con su resurrección se convirtió en inven­cible. Él era, pues, el verdadero Sol Invicto. Estos argumentos ayudaron a los cristianos a pensar que e1 25 de diciembre debían celebrar el nacimiento del Redentor, el verdadero Sol que ilumina a todos los hombres del mundo.
De este modo la Iglesia primitiva, con su especial peda­gogía, bautizó y cristianizó la fiesta pagana del “Día natal del Sol Invicto”, y la convirtió en el “Día natal de Jesús”, la Navidad cristiana, el nacinmimeto del Sol de Justicia mucho más radiante que el astro rey.
Gracias a la celebración de la Navidad, la gente fue to­mando conciencia a partir de la idea-fuerza de que el “Niño-Dios” nacido en Belén era verdadero Dios desde su nacimiento y que desde el mis­mo instante de su llegada al mundo, residía en Él toda la divinidad.
El primer lugar donde se celebró la tiesta de Navidad fue en Roma. Y pronto se fue divulgando por las distintas regio­nes del Imperio Romano. En el año 360 pasó al norte de África. En el 390, al norte de Italia. A España entró en el 400. Más tarde llegó a Constantinopla, a Siria y a las Galias. En Jerusalén sólo fue recibida hacia el año 430. Y un poco más tarde arribó a Egipto, desde donde se extendió a todo el Oriente.
Finalmente en el año 535 el emperador Justiniano decretó como ley imperial la celebración de la Navidad el 25 de diciembre. De este modo la fiesta de Navidad se convirtió en un poderosísimo medio para aglutinar, confesar y celebrar con esperanzas la fe en Jesús.
El 25 de diciembre es el anuncio de que Jesús es el Sol Invicto. Que su Causa jamás será derrotada, aun cuando las tienieblas de los tiempos parezca que se la van tragando.
El 25 de diciembre es un enorme grito de esperanza que tienen los hombres y mujeres de todos los tiempos y que nos recuerda que el Amor comprometido en el seguimiento de la Causa de liberación de Jesús no es una utopía impracticable destinada al fracaso. Todo lo contra­rio, aquello que se oponga irá poco a poco desapareceiendo a partir de honrarla día a día. Su Causa avanza brillando en la historia como el verdadero Sol Invicto.


Un lugar: De Belén a Nazaret; ¿o al revés?
Los evangelistas Mateo y Lucas nos cuentan explícitamente que Jesús nació en Belén.
Mateo dice: “Cuan­do nació Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes” (2, 1). Y Lucas escribe: “Cuando ellos (José y María) estaban allí (en Belén), ella dio a luz a su hijo primo­génito” (2, 6-7).
Pero Marcos y Juan presentan a Jesús como si hubiera nacido en Nazaret.
En efecto, siempre lo llaman “Jesús de Nazaret”; y en la Biblia, cuando después del nombre de una persona se menciona una ciudad, es porque se trata de su lugar de nacimiento.
¿Cuál sería entonces la cuna de Jesús: Belén o Nazaret?
El primer evangelio que se escribió, el de Marcos, da a entender que Jesús nació en Nazaret. Ya al principio, cuan­do relata su bautismo, dice que Jesús “vino de Nazaret de Galilea” (1, 9); no menciona ninguna otra ciudad de origen fuera de ésta. Después, cuando Jesús se va a Nazaret, dice que “se fue a su patria” (6, 1); y patria (en griego: patris) significa literalmente “la tierra natal”, “el lugar de nacimien­to”. Esto lo confirma el mismo Jesús, cuando ante el escán­dalo que producen sus enseñanzas en Nazaret, él exclama: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa es despreciado” (6, 4).
Además, todo el mundo lo conoce como Jesús de Naza­ret: el endemoniado de Cafarnaúm (1, 24), la criada del Sumo Sacerdote (14, 67), el ángel del sepulero (16, 6), y hasta el mismo evangelista Marcos (10, 47).
Por lo tanto, cuando Marcos escribió su Evangelio, dio a entender a sus lectores que Jesús había nacido en Nazaret, ya que siempre lo identifica como originario de esa ciudad, y no da ninguna otra indicación alternativa como para pen­sar que fuera de otra parte.
El cuarto evangelista, Juan, también afirma que Jesús nació en Nazaret. Comienza presentándolo como “un profe­ta de Nazaret” (1, 45). Y tan convencido está todo el mun­do de que Jesús es de Nazaret, que Natanael no quiere creer en Él porque dice: “¿Acaso de Nazaret puede salir algo bue­no?” (1, 46).
En efecto, Nazaret era una ciudad ignota, minúscula y de mala fama. Tan insignificante, que en el Antiguo Testamen­to no se la menciona nunca. Incluso cuando el libro de Josué describe detalladamente la región de Galilea (Jos 19, 10-16), saltea a Nazaret. Tampoco la nombra Flavio Josefo, el gran historiador judío del siglo I; al describir las guerras judías contra 1os romanos, menciona cincuenta y cuatro ciu­dades galileas, pero ignora completamente a Nazaret. Y el Talmud, una antiquísima colección de escritos judíos, enu­mera una lista de sesenta y tres ciudades galileas de la que está ausente Nazaret. Debió de haber sido, pues, una pe­queña aldea sin ninguna importancia. Por eso, que alguien que se presenta tan importante como Jesús hubiera nacido allí producía escándalo entre la gente. A pesar de eso, el Evangelio de Juan en ningún momento aclara que Jesús no era de Naza­ret. Al contrario, lo afirma varias veces. Al contar una discusión entre los judíos so­bre el origen de Jesús, dice que algunos lo rechazan como Mesías porque sabían que había nacido en Nazaret, y co­mentan: “¿Acaso el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que vendrá... de Belén?” (7, 41-42). Y nadie se encarga de explicar que Jesús había nacido en Belén. Más adelante, Juan afirma que los judíos no querían creer en Jesús porque era de Galilea, y “de Galilea no sale ningún profeta” (7, 52). En ninguna parte del cuarto Evangelio se afirma que Jesús haya nacido en Belén. Al contra­rio, siempre está presente la idea de que había nacido en Nazaret.
Las dos únicas veces en todo el Nuevo Testamento en las que se dice que Jesús nació en Belén son las que vimos en los relatos de la infancia de Mateo y Lucas. En ninguna otra parte se pronuncia ni una sola palabra sobre el origen belenita de Jesús. Ni siquiera Pablo, que tuvo que discutir acaloradamente varias veces con los lectores de sus cartas tratando de convencerlos de que Jesús era el Mesías -y a quien le hubiera venido muy bien el argumento de que Jesús había nacido en Belén- parece reconocer tal información.
Entonces, ¿son históricas o no las afirmaciones de Mateo y de Lucas sobre el nacimiento de Jesús en Belén? Posible­mente no.
En primer lugar, porque incluso Mateo y Lucas, a pesar de decir que Jesús nació en Belén, cuando lo presen­tan en su vida adulta cambian su discurso y lo llaman “Jesús de Nazaret”.
Por ejemplo, Mateo, durante el juicio a Jesús, cuenta que una criada denuncia a Pedro diciendo: “Éste estaba con Jesús el nazareno” (26, 71). Y cuando relata la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén como Mesías, dice que la gen­te lo aclamaba gritando: “Éste es el profeta Jesús de Naza­ret” (21, 11), cuando le hubiera convenido mucho más poner “Jesús de Belén”, ya que esto hubiera sido un argu­mento muy fuerte para confirmar el mesianismo de Jesús.
Lo mismo hace Lucas. Si bien aclara que Jesús “se había criado” en Nazaret (4, 16), siempre lo llama “Jesús de Nazaret” como si allí hubiera nacido. Por ejemplo, al curar a un endemoniado en Cafarnaúm (4, 34), al curar al cie­go de Jericó (18, 37), o en el episodio de los discípulos de Emaús (24, 19). También en su libro de los Hechos de los Apóstoles, Lucas llama siempre a Jesús “el nazareno” como si hubiera nacido en Nazaret. Tal expresión aparece en boca de Pedro (Hech 2, 22; 3, 6; 4, 10; 10, 38), de Pablo (Hech 26, 9), de la gente (Hech 6, 14), y hasta del mismo Jesús (Hech 22, 8).
En segundo lugar, no parece muy seguro el nacimiento de Jesús en Belén porque los relatos de Mateo y Lucas, que son los únicos que lo cuentan, se contradicen. En efecto, según Mateo, Jesús habría nacido en Belén porque sus pa­dres vivían en Belén y allí tenían su casa (2, 11).
Pero según Lucas, Jesús habría nacido en Belén porque su familia, que vivía en Nazaret (2, 26), estaba de paso en Belén con motivo de un censo (2, 4).
Tampoco coinciden en cuanto al tiempo que Jesús vivió en Belén. Según Mateo, después de nacer, Jesús estuvo en Belén casi dos años (2, 16), hasta que su familia huyó primero a Egipto y luego a Nazaret. En cambio, según Lucas, Jesús se fue a vivir a Nazaret cuando tenía un mes y medio de vida (2, 39).
Las pruebas evangélicas sobre el naci­miento de Jesús en Belén son débiles. En cambio son abru­madores los datos del Nuevo Testamento en contra. Por eso, la mayoría de los biblistas actualmente sostiene que la ciudad natal de Jesús no habría sido Belén sino más bien Nararet.
¿Por qué entonces Mateo y Lucas colocan su nacimiento en Belén, en los relatos de la infancia?
Hoy los estudiosos sostienen que el nacimiento de Jesús en Belén, más que una indicación histórica, es una exposi­ción teológica. Mateo y Lucas pre­tendieron transmitir una idea religiosa, pero enunciada en forma de relato histórico, con el fin de dejar una enseñanza. Se trata de una manera de expresarse muy propia de los pue­blos semitas.
¿Y cuál es la enseñanza que quisieron expre­sar con el nacimiento de Jesús en Belén? Quisieron decir que Jesús era el famoso Mesías esperado por el pueblo de lsrael.
Para entender por qué fue necesario relatar el origen belenita de Jesús, tengamos en cuenta que para la mentali­dad judía, el futuro Mesías tenía que ser un descendiente de la familia del rey David. Esta esperanza se fundaba en una antigua promesa que el profeta Natán había hecho al mismo rey David, cuando éste vivía. Según esa profecía, Dios ha­bía asegurado a David que nunca iba a faltar un descendien­te suyo como sucesor en el trono de Jerusalén (2º Sam 7, 4-16). Frente a la inseguridad en la que vivían los monarcas antiguos, de que no les naciera un hijo varón para que los sucediera, y de que otra familia reinara en su lugar, Dios le garantizó a David que siempre gobernaría Jerusalén un descendiente suyo (un mesías, es decir, un ungido), y que lo haría con sabiduría y con justicia.
Pero cada nuevo rey que subía al trono de Jerusalén era una nueva desilusión para la gente, que veía cómo se suce­dían gobernantes corruptos y crueles, desentendidos del pueblo y preocupados sólo por sus intereses personales. Por eso, cada vez que moría un rey y subía su hijo, el pueblo se preguntaba si éste sería el Mesías que estaban esperando, que traería la prosperidad y la paz al pueblo.
Pero hacia el año 500 a.C. apareció en Jerusalén un profeta anó­nimo haciendo un anuncio que iba a modificar las expectativas que hasta ese momento había sobre el Mesías. Esa profecía hoy se encuentra en el libro de Miqueas, y dice así: “Pero tú, Belén de Efratá, aunque eres pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el que ha de dominar Israel... Él gobernará con el poder y la majestad de Yahvé su Dios" (Miq 5, 1-3).
El profeta anunciaba que sí iba a llegar el tan ansiado Mesías. Pero hacía una aclaración: iba a venir de Belén, de don­de procedía el rey David. Hasta ese momento, todos los reyes nacían en Jerusalén, la capital del país, porque allí se había es­tablecido David y allí estaba la corte real. Pero ahora Miqueas anuncia que el futuro Mesías, descendiente de David, proce­derá de la ciudad de David (Belén) y no de Jerusalén.
¿Qué significaba esto? Sin duda el profeta no se refería, al menos directamente, al nacimiento de Jesús, quien vendría al mundo medio milenio más tarde. Los profetas no adivinaban el futuro ni buscaban predecir hechos desvinculados de la realidad en la que vivían. Su misión era anunciar una pala­bra de Dios que tuviera que ver con el presente de sus oyentes.
Lo que el profeta quiso decir era que Dios no miraba con buenos ojos a la corte de Jerusalén. Esta ciudad, en la que se habían prostituido tantos reyes con el lujo y el poder, no era el mejor ambiente para que surgiera el Mesías. David, el rey más grande que tuvo Israel, había nacido en la humilde Be­lén. Si ahora ellos querían tener al nuevo Mesías, había que volver a preparar el mismo ambiente de Belén. ­La profecía no pretendía fijar un lugar geográfico para el nacimiento del sucesor del rey. Simplemente proponía a los gobernantes de Jerusalén volver a la humildad y sencillez de sus orígenes. Es decir, sugería cortar con el actual modo de hacer política, abandonar la conducta que ostentaban los dirigentes y volver al estilo de vida que se tenía en aquel pasado remoto e ideal, que una vez sirvió para que naciera un gran rey. La profecía era una constante advertencia de lo que Dios quería para los reyes de Israel.
Con el paso del tiempo la profecía de Miqueas se volvió famosa, de tal manera que en la época de Jesús un gran sec­tor del judaísmo -no todos- esperaba literalmente que el futuro Mesías naciera en el pueblo de Belén.
Por eso, durante los primeros años del cristianismo, cuan­do los apóstoles salieron a proclamar el Evangelio después de la resurrección de Jesús, tuvieron dificultades en ciertos ambientes judíos, porque Jesús era de Nazaret, un lugar re­moto y desconocido, que en nada favorecía a su figura davídica y mesiánica.
Frente a este problema, algunas comunidades cristianas, que gustaban de preparar sus predicaciones en formas de relato, decidieron presentar el nacimiento de Jesús como sucedido en la ciudad de Belén. Por supuesto que no preten­dían falsear la realidad, como puede parecernos a nosotros, los lectores modernos, que con nuestra mentalidad occiden­tal distinguimos exactamente cuál es un dato histórico y cuál no lo es. A los primeros cristianos no les preocupaba el he­cho puramente histórico de que Jesús hubiera nacido en Nazaret. La certeza de que él era el Mesías esperado consti­tuía lo único importante. Y esta idea no podía ser explicada sino mediante las formas y los géneros literarios propios de los judíos de aquel tiempo. Por lo tanto, cuando Mateo y Lucas afirman que Jesús nació en Belén, lo que están diciendo es que Jesús es realmente el Mesías que todos espe­raban; el que cumplió las expectativas que ningún otro rey de Israel había cumplido. El acento de los evangelistas está puesto en esta idea y así lo entendieron y tomaron también los lectores de los primeros siglos.
Cuando Marcos -el primer evangelista que escribió- com­puso su relato, no incluyó el dato del nacimiento de Jesús en Belén. Como la mayoría de sus lectores era de origen paga­no, no tuvo problemas en conservar el recuerdo de que ha­bía nacido en Nazaret.
En cambio, cuando escribieron Mateo y Lucas muchos de sus lectores eran cristianos procedentes del judaísmo, a los cuales sí les preocupaba que Jesús fuera el verdadero Mesías esperado por Israel, el descendiente de David. Entonces ambos evangelistas, para expresar esta idea, recurrie­ron a la narración teológica de su nacimiento en Belén. Eso sí, cada uno empleó una diferente, según la que ellos cono­cían. Así, Mateo presentó a Jesús naciendo en Belén porque su familia era de allí; y Lucas presentó a Jesús naciendo en Belén por un accidente histórico. Finalmente, Juan, que al momento de componer su Evan­gelio había llegado a la convicción de que Jesús era Dios, es decir, existía desde siempre, desde antes de venir al mundo, tampoco tuvo interés de incluir el nacimiento de Jesús en Belén. Su origen terreno, en Belén o en Nazaret, no tenía para él ninguna importancia, porque en realidad su verdadero origen era divino; él procedía de Dios (1, 1-18), y eso bastaba para declararlo Mesías. Por eso Juan, al igual que Marcos, conservó el dato histórico del origen nazareno de Jesús.
El nacimiento de Jesús en Belén no es un dato civil, sino una afirmación teológica; no expresa una evi­dencia administrativa sino una idea religiosa.
Decir que Jesús nació en Belén sigue siendo para noso­tros, como lo fue para los primeros cristianos, una afirma­ción fundamental. Equivale a decir que Dios, a pesar de ser omnipotente y poderoso, optó por una ciudad minúscula. Es decir, prefirió apostar por la debilidad, por la humildad, por los oprimidos, por la mansedumbre. Significa que un Mesías frágil y endeble basta para quebrar el poder de los podero­sos de este mundo. Y que quienes afirman seguir a este Mesías a partir de la prosecución de su Causa deben emplear sus mismos modos.
Hoy, cuando la hipocrecía inunda los gestos de aquellos que se “enternecen” tanto al llegar la Navi­dad y al recordar el humilde origen belenita de Jesús, pero que el resto del año tienen como dios a la fuerza, la prepotencia, la soberbia y la superioridad social, política, económica o religiosa, sería bueno que rescataran su verdadero significado o bien dejaran de festejar cínicamente una navidad, a la que -lejos de honrar- blasfeman con sus actos.


Según pasan los años: un gordo farsante, usurpador y mercantilista

Como decíamos, muchos tienen una memoria distorsionada de este Dios y del Hijo enviado. Hay tanta paranoia en las calles las semanas previas, tantos ruidos y fuegos de artificio que tapan la luz de la estrella, tantos colores impúdicos ciegos a negras realidades existenciales, tanta comida orgiástica a espaldas de los hambrientos, tantas risotadas que burlan a los que sufren injusticias, tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de los recursos reales, que vale preguntarse a cuántas almas no infectadas de consumismo les queda un instante para darse cuenta de que semejante incoherencia no puede celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace unos 2000 años en una familia pobre y despreciada, de un caserío insignificante en medio de un pueblo invadido y oprimido por un gigantesco imperio.
Mil millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran e hicieran gala de una hipocrecía repugnante. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta esta parodia infectada de excesos de alcohol, drogas, comidas, ruidos, lujos, irresponsabilidades de toda clase...
Sería interesante saber cuántos de ellos en el fondo de su alma creen que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.
A esto se suma el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en nuestra América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos cumplían con la representación del evento. Todo aquello cambió especialmente en el último siglo, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural.
Aquel Niño Dios del pesebre de Belén, de peligrosa memoria, fue destronado por el indigesto Papal Noel de shoppings y comercios.
Nos llegó con toda su parafernalia de símbolos vacíos del espíritu de Belén migrando a nuestras latitudes: el trineo tirado por los ciervos (tracción a sangre, eh, qué mal...), el arbolito con nieve del polo norte (no vaya a ser que pensemos que del sur pueda venir algo bueno...) y toda esa cultura de contrabando incluída la comida invernal y copiosa y estos quince días de consumismo frenético y sicótico al que muy pocos nos atrevemos a rechazar con asco. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo, sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales espantosas, la molestísima pirotecnia como si se conmemorara una guerra, esas ristras de foquitos de luces de colores, esas campanitas de vidrio, esas funerarias coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones insípidas que son los villancicos traducidos del inglés y tantas otras estupideces para las cuales ni siquiera valía la pena haber inventado la electricidad...
Todo esto en torno a una fiesta que el consumismo capitalista ha convertido, para muchos, en la más espantosa del año. Para demasiados, no es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere para “tener” que juntarse. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables. Es la alegría por decreto del almanaque, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior y coman todo aquello que hacen sus comensales pero no les agrada. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine con discusiones, peleas a golpes de puño o directamente a los tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.
Pero ese gordo impúdico con nariz de alcohólico y de gruesas risotadas que a menudo asusta a los más pequeños sigue allí riéndose no sabemos muy bien de qué.
Ni siquiera honra la leyenda que le dio origen, sino más bien la mansilla.
Esta leyenda deriva directamente de figura de San Nicolás de Bari (280-350), obispo de Myra y santo que -según la tradición- entregó todos sus bienes a los pobres para hacerse monje y obispo, distinguiéndose siempre por su generosidad hacia los niños.
En la Edad Media, la leyenda de San Nicolás se arraigó de forma extraordinaria en Europa, particularmente en Italia (a la ciudad italiana de Bari fueron trasladados sus restos en el 1087), y también en países germánicos como los estados alemanes y holandeses. Particularmente en Holanda adquirió notable relieve su figura, al extremo de convertirse en patrón de los marineros holandeses y de la ciudad de Amsterdam. Cuando los holandeses colonizaron Nueva Amsterdam (la actual isla de Manhattan), erigieron una imagen de San Nicolás, e hicieron todo lo posible para mantener su culto y sus tradiciones en el Nuevo Mundo.
La devoción de los inmigrantes holandeses por San Nicolás era tan profunda y al mismo tiempo tan pintoresca y llamativa que, en 1809, el escritor norteamericano Washington Irving (1783-1859) trazó un cuadro muy vivo y satírico de ellas (y de otras costumbres holandesas) en un libro titulado “La historia de Nueva York según Knickerbocker”. En el libro de Irving comienza a forjarse esta caricatura de San Nicolás, despojándolo de sus atributos obispales y convertiéndolo en un hombre mayor, grueso, generoso y sonriente, vestido con sombrero de alas, calzón y pipa holandesa. Tras llegar a Nueva York a bordo de un barco holandés, se dedicaba a arrojar regalos por las chimeneas que sobrevolaba gracias a un caballo volador que arrastraba un trineo prodigioso. El hecho de que Washington Irving denominase a este personaje "guardián de Nueva York" hizo que su popularidad se desbordase y contagiase a los norteamericanos de origen inglés, que comenzaron también a celebrar su fiesta cada 6 de diciembre, y que los habitantes de la emancipada colonia inglesa convirtieran al "Sinterklaas" o "Sinter Klaas" holandés en el "Santa Claus" norteamericano.
Pocos años después, la figura de Santa Claus había adquirido tal popularidad en la costa este de los Estados Unidos que, en 1823, un poema anónimo titulado “Una visita de San Nicolás”, publicado en el periódico Sentinel (El Centinela) de Nueva York, encontró una acogida sensacional y contribuyó enormemente a la evolución de los rasgos típicos de este personaje ya definitivamente deformado de aquel San Nicolás de Bari. Aunque publicado sin nombre de autor (hasta el año 1862, ya octogenario, no reconocería Moore su autoría), el poema había sido escrito por un oscuro profesor de teología, Clement Moore, que lo dedicó a sus numerosos hijos. En el poema, San Nicolás aparecía sobre un trineo tirado por renos y adornado de sonoras campanillas. Su estatura se hizo más baja y gruesa, y adquirió algunos rasgos próximos a la representación tradicional de los gnomos (que precisamente también algunas viejas leyendas germánicas consideraban recompensadores o castigadores tradicionales de los niños). Los zuecos holandeses en los que los niños esperaban que depositase sus dones se convirtieron en anchos calcetines. Finalmente, Moore desplazó la llegada del personaje del 6 de diciembre típico de la tradición holandesa, al 25 de ese mes, lo que influyó en el progresivo traslado de la fiesta de los regalos al día de la Navidad, vaciando así de significación cristiana la Navidad del Niño Dios por la aparición de un gnomo volador.
El proceso de popularización del personaje siguió en aumento. El 6 de diciembre de 1835, Washington Irving y otros amigos suyos crearon una especie de secta literaria dedicada a San Nicolás, que tuvo su sede en la propia casa de Irving. En las reuniones, era obligado fumar en pipa y observar numerosas costumbres holandesas como parte de los ritos de esta logia.
El otro gran contribuyente a la representación típica de San Nicolás en el siglo XIX fue un inmigrante alemán llamado Thomas Nast. Nacido en Landau (Alemania) en 1840, se estableció con su familia en Nueva York desde que era un niño, y alcanzó gran prestigio como dibujante y periodista. En 1863, Nast publicó en el periódico Harper's Weekly su primer dibujo de Santa Claus, cuya iconografía había variado hasta entonces, fluctuando desde las representaciones de hombrecillo bajito y rechoncho hasta las de anciano alto y corpulento. El dibujo de Nast lo presentaba con figura próxima a la de un gnomo, en el momento de entrar por una chimenea. Sus dibujos de los años siguientes (siguió realizándolos para el mismo periódico hasta el año 1886) fueron transformando sustancialmente la imagen de Santa Claus, que ganó en estatura, adquirió una barriga muy prominente, mandíbula de gran tamaño, y se rodeó de elementos como el ancho cinturón, el abeto, el muérdago y el acebo. Aunque fue representado varias veces como viajero desde el Polo Norte, su voluntariosa aceptación de las tareas del hogar y sus simpáticos diálogos con padres y niños lo convirtieron en una figura todavía próxima y entrañable. Cuando las técnicas de reproducción industrial hicieron posible la incorporación de colores a los dibujos publicados en la prensa, Nast pintó su abrigo de un color rojo muy intenso. No se sabe si fue él el primero en hacerlo, o si fue el impresor de Boston Louis Prang, quien ya en 1886 publicaba postales navideñas en que aparecía Santa Claus con su característico vestido rojo. La posibilidad de hacer grandes tiradas de tarjetas de felicitaciones popularizó aún más la figura de este personaje, al cual numerosas tiendas y negocios comenzaron a usar para fines publicitarios. Llegó incluso a ser habitual que, durante las celebraciones navideñas, los adultos se vistieran como él y saliesen a las calles y tiendas a obsequiar a los niños y hacer propaganda de todo tipo de productos. Entre 1873 y 1940 se publicó la revista infantil St. Nicholas, que alcanzó una enorme difusión.
Ya estaba en todo su apogeo la maquinaria comercial que destruiría profundamente el verdadero espíritu navideño en grandes sectores consumistas de occidente del siglo XX.
La segunda mitad del siglo XIX fue trascendental en el proceso de consolidación y difusión de la figura de Santa Claus. Por un lado, quedaron fijados (aunque todavía no definitivamente) sus rasgos y atributos más típicos. Por otro, se profundizó en el proceso de progresiva laicización del personaje; Santa Claus dejó definitivamente de ser una figura religiosa, y se convirtió más bien en un emblema cultural comercial, celebrado por personas que excedían las barreras de credos y costumbres diferentes; al tiempo que aceptaban como suyos sus abiertos y generales mensajes de paz, solidaridad y prosperidad de las clases consumistas, sin ningún atisbo de la justicia del Reino de Dios predicado por el Niño de la gruta de Belén. Dejó de ser un personaje asociado específicamente a la sociedad norteamericana de origen holandés y se convirtió en patrón de todos los niños norteamericanos -sin distinción de orígenes geográficos y culturales-. Se lo usó como superestructura cultural propagandística de narcotización de las conciencias por sobre todo mensaje liberador del Evangelio, que se manifiesta desde el mismo nacimiento de Jesucristo en la perisferia de todo poder. Prueba de ello fue que, por aquella época, hizo también su viaje de vuelta a Europa, donde influyó extraordinariamente en la revitalización de las figuras del "Father Christmas" o "Padre Navidad" británico, o del "Père Noël" o "Papá Noel" francés, que adoptaron muchos de sus rasgos y atributos típicos, como forma de colonización cultural globalizante de lo que ya se perfilaba como la vocación imperialista norteamericana de filosofía capitalista.
El último momento de inflexión importante en la evolución iconográfica de Santa Claus tuvo lugar con la campaña publicitaria de la empresa norteamericana Coca-Cola, en la Navidad de 1930; momento histórico entre las dos grandes guerras mundiales en que el mayor estado terrorista del mundo -los Estados Unidos de América- se afianzaba como imperio militar y comercial. En el cartel anunciador de su campaña navideña, la empresa publicó una imagen de Santa Claus escuchando peticiones de niños en un centro comercial. Aunque la campaña tuvo éxito, los dirigentes de la empresa pidieron al pintor de Chicago de origen sueco, Habdon Sundblom, que remodelara el Santa Claus de Nast. El artista, que tomó como primer modelo a un vendedor jubilado llamado Lou Prentice, hizo que perdiera su aspecto de gnomo y ganase en realismo. Santa Claus se hizo más alto, grueso, de rostro alegre y bondadoso, ojos pícaros y amables, y vestido de color rojo con ribetes blancos, que eran los colores oficiales de Coca-Cola. El personaje estrenó su nueva imagen, con gran éxito, en la campaña de Coca-Cola de 1931, y el pintor siguió haciendo retoques en los años siguientes. Muy pronto se incorporó a sí mismo como modelo del personaje, y a sus hijos y nietos como modelos de los niños que aparecían en los cuadros y postales. Los dibujos y cuadros que Sundblom pintó entre 1931 y 1966 fueron reproducidos en todas las campañas navideñas que Coca-Cola realizó en el mundo, y tras la muerte del pintor en 1976, su obra ha seguido difundiéndose constantemente.
Por el cauce de las postales, cuentos, cómics, películas, todas norteamericanas, la burda figura de Santa Claus sigue ganando popularidad comercial y cultural en todo el mundo occidental capitalista, al punto que hoy puede decirse que constituye una de las advocaciones como benefactor de niños (pudientes) más conocidas; al tiempo que avanza sobre aquellos valores evangélicos -aun en familias que se dicen cristianas- distorsionando en el imaginario popular y su simbología lo que fue el acontecimiento histórico del “Dios con nosotros” (el Emmanuel evangélico) que dividió la historia humana en un antes y un después para la dignidad y la salvación individual y social de todos los Hijos de Dios.


Los verdaderos símbolos de la Navidad del Niño-Dios
Como ya hemos dicho, la narración del nacimiento de Jesús no es una crónica sino una representación, una simbolización de lo que representó la irrupción de Jesús en la historia, el corazón de su enseñanza y de su revelación misma. Para hacerlo, sus discípulos tomaron los elementos centrales de un mito ancestral -el del nacimiento de dioses y héroes- para simbolizar esa inaprensible revelación. La narración del nacimiento está formada por unos símbolos centrales ensartados en una narración. Esa es la estructura común de los mitos que sólo pretende poner de relieve estos símbolos.
Los símbolos centrales de la narración del nacimiento son: la noche cósmica, la cueva y el seno de una madre. En realidad son tres símbolos confluyentes, porque insisten en una misma idea desde una triple perspectiva: una perspectiva cósmica, otra terrestre y otra humana.
Para comprender la profundidad del mensaje del mito de la Natividad, basta con prestar atención a esos tres grandes símbolos. Jesús, la Luz del mundo, nace de noche, desde las tinieblas del seno de la tierra en una cueva, y de la oscuridad de las entrañas de María.
El parto es el símbolo nuclear de las narraciones del nacimiento de Jesús.
En el seno de la tierra, en una cueva, nace la vida.
En la oscuridad de la noche, el Hijo de Dios y del Hombre irrumpe en la historia. Un buen símbolo de la incidencia del nacimiento de Jesús en las tinieblas de la historia humana. El cielo nocturno es también un potente símbolo en el que se ve explícitamente la inmensidad inabarcable de la realidad más allá de la oscuridad racional, sólo aguijoneada por la luz cósmica de las estrellas, especialmente aquella estrella de Belén que señalaría su lugar natal.
En esa oscuridad iluminada por la luz cósmica como un tránsito hacia la luz, nos dice que esa sacralidad de la vida misma es como uno de nuestros niños recién nacidos, la vida misma de nuestra propia especie aquí simbolizada por el parir de María.
En el seno de una mujer, que es el seno de nuestra propia especie, nace la encarnación del Absoluto. En el seno de nuestra naturaleza animal, depredadora, nace la posibilidad de la libertad de toda necesidad, nace “el que es”, que no necesita de nada.
María concentra todos esos símbolos confluyentes, porque es cosmos, oscuridad, tierra y mujer. Pero es una mujer virgen. Su virginidad significa que nada mancilla ni al cosmos, ni a la tierra, ni a la vida, ni a nuestra especie, porque nada puede ocultar o cubrir el rostro del Manifiesto. Toda la naturaleza es virgen, incluso nuestra propia naturaleza es virgen. Y todo es como una virgen que pare al Único. Sólo nuestros ojos y nuestro corazón pueden estar mancillados cuando miramos todo lo que nos rodea con la mirada de un depredador.
Esta es la gran proclama de la Navidad: la realidad verdaderamente real está en el seno de la oscuridad de nuestra cotidianidad, de nuestro vivir y de nuestro ser.
El gran acontecimiento en el cosmos, en la tierra, en la vida y en la especie humana es como un parto sagrado. Y lo que ese parto revela es una realidad amable, dulce, tierna, próxima y vulnerable como un niño en los brazos de su madre.
El mito nos habla también de las condiciones que se requieren para poder contemplar ese Gran Acontecimiento, que es lo que Jesús nos reveló. Dice la narración que quien quiera ser testigo de ese Nacimiento, ha de hacerse pobre y sencillo como los pastores de Israel. Quien es pobre de espíritu no tiene nada material que defender. Quien no tiene nada material que defender, va a las cosas directamente, sin dobleces. Quien no tiene dobleces, ése es el sencillo.
El mito señala una segunda condición para hacerse apto para presenciar ese Nacimiento que proyecta ese el Gran Acontecimiento: hay que enrolarse en la indagación de la verdad, como hicieron los supuestos magos (sabios) que no pertenecían al “pueblo elegido” de Israel sino que eran paganos. Todos podemos ser “magos” y acoger la salvación que nos trae el niño de la gruta. Sólo hay que ser como aquellos sabios que amaron la verdad con tal pasión y dedicación, que abandonaron sus casas y su país para ir en su búsqueda.
Quien sea capaz de actuar así es también pobre de espíritu y sencillo.
Es bello y acertado que los discípulos de Jesús relacionaran el gran mito universal del nacimiento de dioses y de héroes con la memoria de Jesús y su legado. Tiene sentido aprender a vivir ese gran mito en sociedades laicas y sin creencias como las nuestras, para rescatar la conciencia profunda del existir humano, en este cosmos inmenso y misterioso.
En el gran intento de estas narraciones, lo importante, no es creer o no creer. Como en los poemas, lo importante es dejarse llevar por la fuerza expresiva del mito, para experimentar, de forma íntima y lo más clara y cálidamente posible, esa presencia oculta que nace en nosotros mismos, proyectando e introyectando las enseñanzas de Jesús.
El mito que sitúa el nacimiento de Jesús en la media noche nos habla de este mundo y de nosotros mismos, recordando a la vez el nacimiento de quien nos habló por primera vez en forma plena y elocuente del amor total. Ésa fue la principal enseñanza de Jesús al predicar el Reino de Dios, y eso es lo que se simboliza desde su nacimiento. Es el misterio íntimo de cada uno de nosotros. Y en el seno de ese misterio, nace el Absoluto en el cuerpo frágil de un niño de nuestra especie. Y debería nacer en nosotros como lo hizo de María.


Jesús de Nazaret, ¿un “Señor”?
Jesús el Nazareno ha tenido muchos seguidores. Muchos lo han amado apasionadamente. Muchos lo han venerado y respetado. Por ese amor y respeto le elevaron a lo más alto, y lo más alto para sociedades agrario-autoritarias fue hacerlo “Señor”.
Haciéndolo “Señor”, lo pusieron en la misma tarima que el poder. El poder político se encontró con Jesús en su mismo estrado. Como no pudieron ponerse por encima de Jesús, lo hicieron “Señor de Señores”. Al hacer de Jesús el “Señor de los Señores”, lo convirtieron en la fuente del poder y en el legitimador del poder. Las enseñanzas humildes, mansas, tiernas y poéticas, como profundamente libertarias y radicales en lo social que son el espíritu inasible del Rabí Jesús, se convirtieron en doctrinas, preceptos, leyes del Señor Jesús, muchas veces falsificándolo.
Los poderosos de la tierra quisieron que una maniatada doctrina “divina”, leyes y preceptos acomodados al poder de dominación del hombre por el hombre, esa legitimación del poder, fuera la cola que cohesionara a los pueblos. Quisieron que su predicación fuera el aparato ideológico al que todas las mentes, todos los sentires y todas las acciones debían someterse. Quisieron que fuera la base sólida e inviolable donde se cimentara el orden que ellos imponían, que Jesús fuera el soporte de su poder.
También los que se consideraron sus seguidores directos y sus representantes se llamaron a sí mismos “Señores”, “Príncipes de la Iglesia” y se hicieron “Señores” que ejercían la “potestad sagrada”, frente a la “potestad política”.
Leyeron las narraciones del nacimiento de Jesús desde esos patrones. Así vieron en su nacimiento, el nacimiento del “Señor de Señores”, aunque humilde, entre pajas, junto al buey y la mula, pero aclamado por los ángeles del cielo y por las estrellas y las luces del cielo como Hijo de Dios, el Señor. Eso contribuyó a que el poder tendiera en ocasiones a mostrarse humilde y amable como el del “Señor de Señores”.
Hoy todo eso aparece terminado.
Hoy tenemos que aprender a amarlo, respetarlo y venerarlo sin hacerlo ese “Señor”.
Quizás ahora podamos recuperar la incomparable grandeza del Maestro Jesús de Nazaret, en su sencillez, proximidad, calidez y honda radicalidad a favor de la justicia del Reino.
El Maestro que es el Camino, la Verdad y la Vida, ¿cómo va a tener doctrinas y leyes más allá de la pasión por la justicia? Él sólo es la doctrina y el camino, y sólo su espíritu de justicia es la ley. Su persona y lo que trasluce su persona es el Camino, la Verdad y la Vida. Y no hay otro camino, otra doctrina, otra ley que provengan de Él. Es lo único normativo para todo que se pretenda crsitiano: su praxis de relación con sus pares seres humanos.
Hacerlo un “Señor” que impone doctrinas, leyes, preceptos y organizaciones es empequeñecerlo en nuestra misma ansia por engrandecerlo.
Él está más allá de nuestras medidas, está más allá del señorío. El señorío y el poder lo desfiguran, porque son construcciones de nuestra pequeña condición. Él es nada más (ni nada menos) que la práctica perfecta del amor que podemos aspirar los seres humanos.
Justamente, cuando los discípulos de Jesús quisieron representar lo irrepresentable, cuando quisieron aludir elípticamente a su enseñanza, empezaron hablando de su nacimiento.
Escribieron una construcción teológica contando que en la primera noche de Navidad unos mensajeros celestiales “cantaban gloria a Dios y deseaban la Paz a los hombres de buena voluntad”.
“La gloria de Dios es que el pobre viva” decía monseñor Romero. Y los pobres son todos aquellos para quienes la vida resulta una carga pesada. Y son todos aquellos que tienen todos los poderes reales en contra. Y en nuestro entorno hay pobres, muchos pobres de todas clases, muchos injusticiados, muchísimos, muchas veces, por nosotros mismos.
Navidad supone un compromiso hacia esta pobreza espiritual y material de nuestro mundo manifestando nuestra voluntad de fe, a pesar de todos los riesgos o lo políticamente incorrecto, lo que nos ponen los poderes políticos, sociales y hasta religiosos en contra y nos hace así solidaria y fácticamente pobres como el niño de Belén y sus padres.
Y, curiosamente, los mensajeros celestiales desean esa paz que nace como un emergente de la verdad, la justicia, el amor y la libertad a los hombres de buena voluntad. La paz es el bien más grande del espíritu. La voluntad es una facultad específica del ser humano, es el fundamento de la conducta moral. Tendrá buena voluntad aquella persona que se proponga obrar el bien, poniendo su esfuerzo, su prestigio, su fuerza, su inteligencia y todo su peso social del lado de los intereses de los injusticiados.
No deja de ser tajante la simplicidad del mensaje navideño. En unos momentos en que nos gusta tenerlo todo tan estructurado, los mensajeros celestiales no hacen un enunciado de obligaciones y preceptos por conseguir la ansiada paz. Basta con tener esta buena voluntad.
Toda la narración del nacimiento de Jesús intentó simbolizar estos rasgos centrales de la esa revelación que es Jesús, que son los rasgos centrales de lo que representó para la humanidad: la Causa por la que vivió y dio su vida; esa sociedad alternativa de amor comprometido con los intereses de todo injusticiado llamada Reino o Reinado de Dios .


Navidad en el Shoping
por Pablo Catania

De camino por la gran ciudad
En esta desnutrida Navidad,
Tal vez te animes hacia el cielo
Tus ojos levantar:
Estrellas y campanas,
Angeles y pesebres
En descarada decoración
sobre los símbolos de prosperidad,
coronando la función
de la efímera parodia de la felicidad.
Es nuestra tímida nostalgia
de Tu pobreza y redención.
Y es que todos, sin poder contenerlo,
Desde este ingrato corazón
Seguimos apelando a tu Reino
Pues ni la indolente complicidad
Ni la total desfachatez
Podrían jamas del todo oscurecer
tu historia de amor



Bibliografía de base:
Enigmas de la Biblia 1 – Ariel Álvarez Valdez
Enigmas de la Biblia 5 – Ariel Álvarez Valdez
Enigmas de la Biblia 8 – Ariel Álvarez Valdez
Estas navidades siniestras - Gabriel García Márquez
La historia de Santa Claus - J. M. Pedrosa (ACIPRENSA)
La Navidad del Niño Dios – Gabriel Andrade
Navidad: Paz Y Buena Voluntad - Josep Cornellá Y Canals
Vicente Zazpe. El corazón del pastor – Jorge Montini / Marcelo Zerva