- Primer capítulo del estudio introductorio a obra de audioteatro "La condición del Diablo" - de Gabriel Andrade
En la época que refiere la Biblia (1600 AC al 100
DC) el ayuno era tenido como observancia religiosa agradable a los ojos de
Dios, como símbolo de penitencia y preparatorio para las grandes misiones.
También será señalado por Jesús a los fariseos como
una manera hipócrita de demostrar una piedad (Mt 6; 16-18) que en realidad se
quedaba en la superficie de una práctica vacía de contenido.
También
era considerado como un medio para domar los instintos y estimular las energías
con el fin de disponer a la persona para las comunicaciones divinas (Ex 24;
28).
Finalmente,
la Biblia reconoce al ayuno un lugar bastante limitado; los profetas afirmaban
que el ayuno no sirve si no va acompañado de una actitud más comprensiva y más
justa con el prójimo (Is 58; Za 7; 4).
En
esto se diferenciará Jesús que, fuera de algunos períodos excepcionales, como
el ayuno en el desierto, vivirá la existencia común de todos y no pedirá a sus
discípulos ayunos especiales (Lc 7, 33-34).
Tres tentaciones que representan a miles. Tentaciones repetidas hasta el hartazgo en la comunidad cristiana y especialmente en su jerarquía: entender su poder de servicio como un poder de dominación.
Cuarenta días de Jesús en el desierto iniciando el camino
de su misión y sellando el compromiso del bautismo recibido a través del
rechazo de tres enormes tentaciones. Tres tentaciones en las que el evangelista
quiso resumir a las miles de tentaciones que Jesús tuvo en su vida, porque el
tres es un número de “plenitud” en la Biblia que indica pasado, presente y
futuro y porque de esa forma traza un paralelo exacto con las mismas tres
grandes tentaciones sufridas por el pueblo de Israel en el desierto -después de
atravesar el mar Rojo- y en donde el pueblo elegido salió siempre derrotado.
Los
detalles se repiten. Jesús después de atravesar con prodigios las aguas del
Jordán entra al desierto por cuarenta días. Pero esta vez es el poder contrario
a Dios el que sale derrotado. De este modo, Jesús forma el nuevo pueblo elegido
y sus seguidores la comunidad que debe realizar el programa liberador de Dios
que, por sus infidelidades, los antiguos israelitas no pudieron.
En forma
alegórica, el evangelista cuenta primero que Jesús se niega a usar
indebidamente su condición de Hijo de Dios al rechazar convertir las piedras en
panes, dando una clara pauta, a sus discípulos de todos los tiempos, de que no
pongan la gracia recibida a su propio servicio.
En segundo
lugar, rechaza tirarse de la parte más alta del Templo de la Ciudad Santa para
ser recogido por ángeles, porque se niega a tentar a Dios para probarlo. Más
tarde rechazará a aquellos que piden milagros para creer. Todas sus curaciones
son signos de vida y nunca alardes de poder. Vida contra toda forma de muerte,
como lo es todo pecado social presente en la humanidad.
La tercera
y última tentación se refiere a lo que permanentemente está en juego: la
construcción de la historia por los justos y la proclamación del Reino. Jesús
se niega a recibir poder “sobre todos los reinos del mundo” a
cambio de postrarse ante quien tiene un proyecto diametralmente contrario a
Dios.
Al leer este pasaje (Mt 4; 1-11), uno podría pensar
que, con mucha fe, siempre tendrá salud y éxito. Jesús no caerá en los errores
de una “fe” que pretende pasar haciéndole ahorrar el precio de su misión. El no
exigirá a su Padre milagros para no sufrir las humillaciones y los rechazos,
que son parte de los mensajeros de Dios: esto sería poner a prueba a Dios, con
pretextos de confiar en él. No era “confiar” en Dios arrojarse
temerariamente, exponiendo su vida, y esperar que Dios milagrosamente lo
salvase. Los ángeles protegen al “justo” (Sal 91; 11ss), pero no al temerario
suicida que pretende tirarse desde una altura 180 metros, (estimada según el
historiador judío Flaviano Josefo).
Así, el demonio se alejó de Jesús, a la espera de
otra oportunidad. En su Pasión, hará que toda la maldad del pueblo se vuelva
contra Jesús (Jn 14,30).
El desierto aparece en la literatura judía y oriental como
el lugar donde moraban los malos espíritus y en especial los demonios, como los
dicen otros relatos evangélicos. También este
lugar inhóspito y nada acogedor es símbolo de prueba y purificación.
Pero
tiene también un sentido mesiánico. El desierto es símbolo y escenario de la
edad mesiánica en tiempos de los profetas. Existía una tradición según la cual
el tiempo de la restauración de Israel -los tiempos mesiánicos- se verían
precedidos de un período más o menos largo en el que se repetirían las
experiencias del pueblo de Dios en su peregrinación por el desierto antes de
entrar en la tierra prometida.
Esta
corriente de ideas penetraba íntimamente la conciencia del judaísmo
contemporáneo de Jesús, ya que estaban convencidos de que el Mesías había de
venir del desierto y que inauguraría la era mesiánica repitiendo las
manifestaciones del éxodo.
Evidentemente, el
relato del desierto no se trata de un relato histórico ya que no es verosímil
que un hombre, que se pasó cuarenta días y durante noches sin comer, sólo
sintiera hambre al final, como se relata. Allí se cuenta algo que le pasó a
Jesús, pero no en un momento determinado, sino a lo largo de su ministerio
público hasta su ejecución en la cruz. Y con ello, lo que pretende el
evangelista, es decirnos que también su seguidores, al igual que Jesús, estamos
sometidos, durante toda nuestra vida a las mismas tentaciones.
Las
“alimañas del desierto”, los seres más violentos de la tierra, evocan los
peligros que amenazarán a Jesús en su ministerio. Los “ángeles”, los seres más
buenos de la creación, sugieren la cercanía de Dios que lo bendice, cuida y
sostiene.
En un momento de total lucidez, cuando Jesús se
sentía espiritualmente fortalecido por su ayuno, el Diablo trató de convencerlo
de que era imposible cumplir su misión con los medios que Dios le proponía. Con
este propósito el Evangelio nos presenta este encuentro entre Jesús y “el
Tentador” como una discusión entre maestros de la Ley basándose en textos
bíblicos, buscando hacernos sentir que hasta los mismos textos bíblicos pueden
engañarnos si nos falta el espíritu de obediencia a Dios.
En
este pasaje del desierto se pone de manifiesto que las tentaciones más
peligrosas no son las que nos impulsan directamente, descaradamente, a hacer el
mal, sino todo lo contrario: las tentaciones más malas de la vida son las que
nos proponen que hagamos el bien, pero utilizando los medios que, en lugar de
conducir al bien, lo que hacen es convertirnos en agentes del mal.
El demonio, en
efecto, no le dijo a Jesús que abandonara su misión de Hijo de Dios, sino que,
si efectivamente era el Hijo de Dios, lo que tenía que hacer es lo que el
diablo le proponía. Por lo tanto, las peores tentaciones no son las que sienten
los "malos", sino las que sufren los que se consideran
"buenos", los que quieren ir por la vida como "hijos de
Dios". En este caso, el peligro está en los "medios" que Satanás
le propone a los misioneros de Dios, para que su misión resulte lo más eficaz
posible. Ahí está el peligro. El peor de todos los peligros. Y el más difícil
de detectar. Porque el que sufre semejante tentación la ve como una propuesta "inteligente"
para lograr el "buen" fin que se persigue.
De esta manera, Jesús experimentó su fragilidad como
criatura y sus dudas antes de enfrentar lo desconocido, pues dejaba la vida de
Nazaret para entregarse a la voluntad del Padre en una misión que, en pocos
meses, lo llevaría a la muerte.
Recordemos que tentar y poner a
prueba tienen el mismo sentido. Y es ahí donde sintió más fuerte la sugerencia
del espíritu malo para que se desviara de su misión.
Después de rechazar la tentación, Jesús encuentra
una plenitud. Su corazón limpio le da acceso a un mundo espiritual que existe
realmente tal como los seres y las cosas que nos rodean, pero que escapa a la
mirada del hombre.
Ritualismo contra compromiso cristiano, magia milagrera
contra compromiso social, salvaciones individuales contra proyectos de
salvación comunitaria, alianzas con el poder opresor contra liberación del
pueblo de Dios, mentiras contra verdades, olvido contra memoria poses y
pleitesías contra acción concreta a favor de los humildes, silencios cómplices
contra palabras gritadas arriesgándolo todo.
Así,
la institución
religiosa le teme a Jesús, le teme al Evangelio de Jesús. En no pocos ambientes eclesiásticos, se tiene interés en que
el público sepa más lo que dice el papa que lo que dijo Jesús. O peor aun, en
grupos cerrados “católicos” -como el Opus Dei- tiene infinitamente mayor
importancia las cartas de su fundador Escrivá de Balaguer que la propia
institución católica y muchísimo más que el Evangelio de Jesús. Así las cosas, el cristianismo se está saliendo de la
iglesia-institución y sus anexos institucionalizados.
Remitiendo a la impecable percepción de Dostoievsky en El Gran Inquisidor,
en el lugar del Evangelio de la libertad, se sigue colocando los tres pilares
de la Religión: el "milagro", el "misterio", la
"autoridad" dándoles estatus de “dogmas” y “cánones”. Asentada
sólidamente sobre estos tres pilares, la institución religiosa ha sustituido la
libertad por la sumisión. Se da así que las noticias y los comentarios sobre la
religión en sí y cerrados sobre sí interesan más que las explicaciones sobre el
Evangelio.
En definitiva, se trata de algo tan claro como
sobrecogedor: en la religión manda más el Cardenal (o el Papa o el principal de
la orden o la obra) que Jesús.
Proyectando esto a nuestra cotidianidad, la
influencia de este modelo de pensamiento es nefasto: lo que queremos es tener
políticos con autoridad, obispos con autoridad, un Papa con toda la autoridad,
empresarios con autoridad, líderes de todos los colores, pero que tangan
autoridad, mucha autoridad, para que se produzcan milagros, -especialmente económicos
y sociales-, con un inesperado misterio que no nos interesa comprender ni mucho
menos participar. Aunque para tener esto, sea preciso que nos controlen más la
libertad, que nos quiten de encima el insoportable peso de la libertad. Y es
que, en el fondo, lo que queremos es que otros nos resuelvan el problema sin
molestarnos demasiado ni pedirnos compromiso alguno. Que otros piensen por
nosotros y nos digan lo que queremos escuchar sin sentirnos interpelados por
nada que nos complique. Porque nosotros no estamos dispuestos a cambiar, a
asumir nuestra responsabilidad, porque nos han educado a vivir de una forma a
la que ya no estamos dispuestos a renunciar.
En el fondo -quizás sin darnos cuenta- lo que
realmente estamos haciendo es lo mismo que hizo el Cardenal de Dostoievsky o el
Capellán Castrense de nuestra obra La condición del Diablo: ¡Que se vaya Jesús!, que nos va muy bien con el
milagro, con el misterio y con la autoridad; que es políticamente correcto,
mucho más cómodo e infinitamente más fácil.
En los capítulos siguientes de esta obra que saldrá publicada / grabada en el presente año, se ahonda desde lo
político, social y sicológico las conductas clericales y laicas acerca este
perverso y antievangélico juego del amo todopoderoso y del servil que tributa
una “aceptable esclavitud”.