Con un impecable sentido de oportunidad comercial, el pasado Jueves Santo se estrenó en los cines “Hijo de Dios”; un nuevo desperdicio para difundir con un mínimo rigor histórico los valores del Reino por los que Jesús vivió y dio su vida.
De entrada, el título de la película remite a un título cristológico presente en el Evangelio de Juan, desde el que se dice narrar. “Hijo de Dios”, por lo tanto, se disocia del Jesús histórico, ya que este título es confesado por las primeras comunidades cristianas en la concepción de que en Jesús no escuchamos simplemente una palabra de Dios sino que Él mismo es la Palabra de Dios hecha carne, hecha vida humana (Jn 1, 14). Jesús es Dios hablándonos a los hombres desde la vida concreta de un hermano e Hijo obediente y fiel al Padre.
Es contradictorio que para una narración contada con pretensiones biográficas arranquemos desde el principio con una construcción teológica.
Podemos seguir con la elección del actor Diogo Morgado, un “carilindo” con rasgos arios y melena rockera, cuando todo indica que el judío Jesús debió tener la tez trigueña y rasgos semitas y que, como buen galileo, el cabello dividido al medio.
Su actuación es menos que mediocre e inverosímil cuando compone a un Jesús sin sangre en las venas rozando lo apocado. Este Jesús funciona como un alma bondadosa y por momentos hasta ingenua, que realiza pases de magia sin ninguna referencia a estos milagros como signos de la nueva sociedad que Jesús vino a proponer y en la que centró su ministerio, a la que llamó Reino o Reinado de Dios.
El proyecto del Reino de Dios no aparece en toda la película y, cuando es nombrado de pasada, jamás se sugiere que está irrumpiendo entre nosotros ya en el presente si trabajamos en ello. No se entiende cuándo, a través de quién ni dónde (¿en algún lugar en “el más allá”?) ocurrirán estas promesas. Son frases aisladas sin anclaje en la vida real de las personas, tributando a una de las falsificaciones más frecuentes de este concepto central en la causa de Jesús de Nazaret, pero, haciendo sí, la teología necesaria para narcotizar conciencias con la que todos los imperios la han usado como religión justificadora de resignación e injusticias.
Quizás lo más paradigmático de todo esto es la escena del milagro de la multiplicación de panes y pescados. Mágicamente Jesús levanta una canasta y se empiezan a multiplicar las piezas de comida. “¡Pidan al Padre y se les concederá!” grita este Jesús con una sonrisa cándida en el rostro. Este signo así dramatizado no sirve para evangelizar ni para nada, a no ser para frustrar a los creyentes que por más fe que tengan no podrán hacer “aparecer” ni una migaja de nada. Muy distinto hubiera sido si, como muy probablemente el evangelista ha querido enseñar, esa muchedumbre que ha viajado desde lejos para escuchar a Jesús y que seguramente ha llevado comida para el viaje en sus alforjas, después de escuchar un mensaje brillante acerca de la nueva sociedad que Jesús propone, se convierte a los valores del reino y comparte lo que tiene, por lo que alcanza y sobra para todos. La exégesis bíblica ha interpretado desde hace mucho tiempo aquel signo con este mensaje; lo cual, por supuesto, a esta propaganda de la religión del imperio no le interesa mostrar.
Mientras tanto, el film avanza y los errores históricos se suceden unos tras otros.
Cuando Jesús conoce a Pedro en su barca en el Mar de Galilea lo llama por ese nombre, cuando Pedro (o Cefas) es un apodo que posteriormente le da Jesús y que significa “piedra”, ya que su nombre original es Simón. Es de hacer notar que aquí el guión sigue ahora al Evangelio de Mateo y no al de Juan -quien supuestamente narra- ya que este último cuenta que Pedro y su hermano Andrés eran discípulos de Juan el Bautista y que lo siguieron cuando éste señaló a Jesús como “el Cordero de Dios”. Su hermano Andrés -quien en ambos evangelios relatan estaba con Pedro, aunque en distintas circunstancias- no aparece en la escena, terminando de hacerla errónea.
Cuando el sumo sacerdote Caifás decide que Jesús es una amenaza, lo muestra como un alma compungida y preocupada por mantener con vida la tradicional fe del pueblo judío, sin provocar al imperio romano. Realmente Caifás -al igual que todos los sumos sacerdotes- eran impuestos por Roma y el rey títere judío para asegurar mediante una religión ritualista y aplastante el orden político romano y, como sucedió, no le importaba conspirar para asesinar a quien hiciera peligrar esto.
El colmo de las contradicciones de este personaje es cuando, después del juicio sumario a Jesús en el Sanedrín en el que es condenado a morir por blasfemo, decide que a Jesús lo asesinen los romanos para no tener disturbios con el pueblo, que ya lo había aclamado como su Rey y Mesías al entrar a Jerusalén. Inmediatamente después, sale un levita (un guardia del Templo de Jerusalén) a uno de los patios del Templo a comunicar al pueblo que Jesús había sido condenado a muerte por ellos, con lo cual tendría que haber sido lapidado hasta morir, como marcaba la Ley. ¿En qué quedamos?
Mientras tanto, Pilatos queda en parte justificado apelando a las profecías historizadas antijudías escritas en los Evangelios por las primeras comunidades cristianas entre el 80 y el 90, cuando eran una minoría amenazada y perseguidas por el judaísmo que ya había expulsado de las sinagogas a los judeocristianos.
Así tenemos que Pilatos se debate en su lucha por complacer a Roma y mantener el conquistado pueblo judío bajo control. Ve a Jesús como la chispa que podría perturbar su mundo y separarlo por el apoyo popular que estos judíos le cuentan tiene (como si a los romanos no le sobraran los espías, como a cualquier imperio) y “se deja presionar” por esta aristocracia judía. Que un procurador romano tremendamente sanguinario como Pilatos tenga que dar explicaciones y se deje presionar por unos judíos a los que considera despreciables y, además, se deje decir lo que tiene que hacer o no es, por lo menos, ridículo.
El incidente en el patio de los gentiles del Templo, donde Jesús realiza una destrucción simbólica del mismo, atacando su componente fiscal (la mesa de los cambistas), su componente ritual (los puestos de los animales sacrificables) y al sacerdocio llamándolos hipócritas es observado desde la fortaleza Antonia que domina la esquina noroeste del Templo por los romanos, con lo que se hace lo más lógico que decidan darle fin como a cualquier sedicioso político. De hecho, en la cruz, le cuelgan un cartel que remite a un cargo político: “Rey de los judíos”.
El tomar literalmente los textos de la pasión, a estas alturas del entendimiento exegético bíblico para cargar toda la culpa a la dirigencia judía y sólo apuntar de “dubitativo y cobarde” al representante imperial romano es, por lo menos, hipócrita.
Las escenas de la “vía dolorosa” tanto como las del Gólgota (“calavera”, lugar de crucifixión) son también inverosímiles. Los romanos no dejaban que la muchedumbre se acercara a los reos condenados a muerte y mucho menos que fueran empujados, como muestra la película. Al lugar de crucifixión no se podía acceder incluso hasta bastante después de la muerte del condenado, porque usaban ese cuadro como escarmiento para el pueblo. Sólo si se tenía influencias con los jefes romanos, se podía lograr que devolvieran el cuerpo en un tiempo razonable.
La escena de la Madre de Jesús a los pies de la cruz junto a Juan no es historia sino una construcción teológica con la que el evangelista Juan quiere señalar que Jesús comparte la maternidad de María con toda la humanidad. Dicho sea de paso, la dramatización del personaje de María es pésima.
Y para resumir mucho terminemos señalando unas últimas escenas que se llevan mi más profundo rechazo: los impresentables cuadros de Jesús con la cruz.
No es Simón Cireneo quien ayuda a Jesús a cargar el madero, sino es Jesús quien ayuda a Simón Cireneo a cargar una cruz completa (los condenados sólo cargaban el travesaño) después de haber recibido cuarenta latigazos (los condenados eran flagelados después de haber llegado al lugar de crucifixión, de lo contrario no la podían cargar).
El clímax de esta infamia se da cuando Jesús besa la cruz y luego, al llegar al Gólgota, la abraza para ser clavado en ella. Esta visión imperialista de la resignación a las injusticias tributa la imagen de un Dios cruel, sanguinario y sádico al extremo, pretendiendo destruir la imagen que Jesús nos legó del verdadero Dios, como un Padre y Madre de infinita ternura e infinita justicia. El Dios de esta caricatura de Jesús es un Dios que no se hace merecedor de respeto ni de adoración.
El Padre no quiso la muerte de Jesús. Quiso, sí, su fidelidad hasta el fin, aunque implicase la muerte. Sólo es digna la cruz y la muerte que son consecuencia de la lucha contra la cruz y la muerte impuesta a los injusticiados del mundo y cuando expresan solidaridad con los crucificados, tal cual fue la cruz impuesta como martirio por el imperio romano a Jesús.
Para terminar todo este mamarracho, mezclan nuevamente los Evangelios saliéndose del de Juan, en el que diciendo “todo está cumplido” inclinó la cabeza y murió; con el de Lucas, en donde Jesús con un dulce “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” expiró; con el de Marcos y Mateo, en el que un Jesús desesperado con un “Padre, por qué me has abandonado” muere gritando -sin sugerir siquiera que es la frase retórica del comienzo del Salmo 22,2 el que termina con un canto de esperanzas en el buen Padre que nunca nos abandona.
Esta película no es una biografía de Jesús y mucho menos una película cristiana en lo esencial del mensaje evangélico. Ni siquiera podemos decir que queda desdibujado dentro de sus escenas inconexas y fuera de contexto. Simplemente el Evangelio de Jesús no aparece porque no aparece el programa del Reino de Dios.
Es una nueva versión, con toda la grandiosidad de la tecnología actual, para quitarle el aguijón al Evangelio y secuestrar el grito del Dios del Éxodo, la prédica de los profetas y el ministerio liberador de toda opresión individual y colectiva de Jesús de Nazaret.