lunes, 31 de agosto de 2009

MEMORIA COMPLETA - por gabriel andrade

El 31 de agosto dio comienzo el juzgamiento a responsables de crímenes de lesa humanidad en la ciudad de Rosario.
En esta instancia cinco represores, ex integrantes del Segundo Cuerpo de Ejército, responsables de lo perpetrado en los centros clandestinos de detención están siendo juzgados por los delitos de secuestro y torturas cometidos contra 29 personas, y los homicidios de 17 de ellos, quienes hasta hoy sus cuerpos continúan desaparecidos. Además, por el caso de una de las detenidas que estaba embarazada de mellizos, esos mismos represores están procesados por el delito de “apropiación de menores” en la Justicia Federal de Entre Ríos. Declararán en este juicio alrededor de 90 testigos. El juicio durará unos cuatro meses.

Pero no sólo los que ejecutan actos de muerte son los proveedores de la misma.
Las más de las veces, sólo son el cuchillo que desgarra la carne y el espíritu como extensión de la voluntad que planifica y justifica.
No se acaba en las fuerzas armadas y de seguridad la responsabilidad sobre tantas muertes. Los colaboradores civiles, especialmente los responsables de las empresas cómplices que financiaron a la dictadura, también merecen la condena de la sociedad con nombres y apellidos de personas y “razón social”.
Y los obispos, orgánicamente como pastores destinados a guiar al Pueblo de Dios, les corresponde institucionalmente más que a nadie la misma condena, tanto social como eclesiástica. Por gravísimos pecados de acción u omisión, por complicidad con el golpe de estado y su posterior proceso, por la justificación ideológica del victimario, por no proteger como Iglesia institución a sus hijos, negarlos y abandonarlos, escribiendo así la página más negra y vergonzosa del Episcopado Argentino.
Sería canonicamente correcto, que con una solidaridad intergeneracional con sus hermanos obispos del pasado, el Episcopado actual hiciese un mea culpa serio como lo hiciera Juan Pablo II por toda la Iglesia Católica en el Jubileo por el fin de milenio; por “los pecados de la iglesia como las cruzadas, la persecución de los judíos, la condena a Galileo, las guerras de religión, la opresión de los indígenas americanos, la violencia de la Inquisición, el integrismo, el enfrentamiento con el Islam, la pasividad ante el nazismo, el racismo, la trata de esclavos, la marginación de la mujer y la aceptación de las dictaduras que vulneraron derechos humanos”.
No alcanza con el acto penitencial del Encuentro Eucarístico Nacional con motivo del Jubileo del Año 2000, en donde la Iglesia en Argentina confesara "sus culpas" en una "petición de perdón” por los que se confesaron los ambiguos "pecados contra la unidad, contra el servicio a la verdad, contra el Evangelio de la vida, contra la dignidad humana, contra los derechos humanos, contra la integridad de la persona en el conjunto de la vida social, contra el respeto a las culturas y etnias y contra el espíritu de renovación del Concilio Vaticano II". La lista quedó “algo” incompleta al no mencionar explícitamente la complicidad de una enorme porción de la Jerarquía con la dictadura militar y así haber ofendido gravemente a cada iglesia viva de carne y hueso torturada y asesinada; profanando cada cuerpo; o sea, cada templo del Espíritu Santo donde palpitaba Cristo por la gracia del bautismo.
En conceptos del biblista y sacerdote Eduardo de la Serna también faltó reconocer culpas “a los crímenes económicos, a los `hijos de la Iglesia´ que explotan a sus hermanos, los `desocupan´, o someten a modernas esclavitudes, faltó referencia a la clara defensa de sistemas crueles y perversos como el actual neoliberal, o la defensa clara del sistema democrático; faltó referencia a la deuda externa, a los niños secuestrados o nacidos en cautiverio y apropiados por los secuestradores, y a la denuncia de este `pecado atroz´ que es mantenerlos en la situación de mentira, secuestro y como verdadero `botín de guerra´”
Nuestro Episcopado junto al resto de la comunidad tendría que condenar públicamente la negación de sus mártires. Por haber aceptado como accidentes los asesinatos del obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, y el de San Nicolás, Carlos Ponce de León, y hasta hoy nunca haber rectificado, ni haber pedido el esclarecimiento y mucho menos el que se haga justicia con sus muertes.
Por haber ignorado el atentado que a la postre le costaría la vida al obispo de Santa Fe, Vicente Faustino Zazpe y conjurarse para dejarlo en soledad, sólo porque se comprometió, vivió y defendió el Evangelio de Cristo.
Por haber aceptado la impunidad y hasta hoy no haber reclamado esclarecimiento ni justicia de los bestiales asesinatos de los sacerdotes del Chamical, padres Gabriel Longuevill y Carlos de Dios Murias; por los asesinatos de los padres palotinos, Alfredo Leaden, Pedro Duffeau y Alfredo Kelly, y de sus seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti.
Por haber callado y hasta el día de hoy no haber exigido el esclarecimiento y justicia por los secuestros, torturas y asesinatos de sus hermanos sacerdotes, Padre de la Fraternidad Pablo Gazarri, Padre Fourcade, Padre salesiano Mauricio Silva.
Por haber callado y hasta el día de hoy no exigir el esclarecimiento y justicia de los secuestros, torturas y asesinatos de los ex seminaristas Héctor Baccini y Juan Isla Casares, por el de los pastores protestantes Víctor Boinchenko y Mauricio López, por el de las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.
Por callar en el secuestro y torturas de nuestros hermanos Padre asuncionista Jorge Adur, Padre franciscano Carlos Bustos, religioso Hugo Corsiglia, Padre Jorge Galli, religioso Luis Grerván, Padres Jesuitas Orlando Yorio y Padre Francisco Jalic, religiosos y seminaristas asuncionistas Raúl Rodríguez y Carlos Di Pietro, Padre Nelio Rougier, Padre Patrick Rice, Hermano de la Fraternidad Henri de Solan, Padre James Weeks, Hermano de La Salle Julio San Cristóbal.
Por el de los militantes cristianos de movimientos juveniles, obreros o catequistas, Juan Isla Casares, Estela Sarmiento, Daniel Esquivel, Elizabet Käsemann, José Tedeschi, Mónica Mignone, Francisco Blato, Alejandro Sackman, Esteban Garat, Valeria Dixon de Garat, Adriana Landaburu, Marcos Cirilo, Patricia Dixon, Juan Sforza, José Serapio Palacios, Jorge Congett, Roque Álvarez, Ignacio Beltrán, Roque Macán, Fernanda Noguer, Mónica Quinteiro, María Vázquez, Roberto Van Gelderen, César Lugones, Roberto Abad, los compañeros de la villa 1-11-14 y tantos otros... Por haber callado y hasta el día de hoy no exigir el esclarecimiento y justicia de los secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones de miles de Cristos negados mucho más que tres veces...

Se debe condenar institucional y comunitariamente las homilías, declaraciones y frases escandalosas de sus hermanos obispos del pasado reciente, especialmente los vicarios y capellanes castrenses:
“La misión de las FFAA es la del Dios de los Ejércitos bíblicos (...). Se avecina un baño de sangre para redimir a la nación” (Mons. Victorio Bonamín, 29 de diciembre de 1975, Plaza Hotel). “Esta lucha es una lucha por la República Argentina, por su integridad, pero también por sus altares (...). Por ello, pido la protección divina en esta guerra sucia en la que estamos empeñados.” (Vicario Castrense Mons. Victorio Bonamín, octubre de 1976). “El golpe de estado fue un acto de la providencia y con el tiempo se afianzará que fue obra de Dios” (24 de marzo de 1982, declaración a periodistas, Vicario Castrense Mons. Victorio Bonamín).
“Insto a cooperar positivamente con el nuevo gobierno a fin de restaurar definitivamente el auténtico espíritu nacional y una convivencia que no puede soslayarse con palabras sino que deben enfatizarse con los hechos” (Arzobispo de Paraná, Vicario castrense y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, Adolfo Tortolo, el 24 de marzo de 1976 en la sede del Episcopado). “Las fuerzas armadas, aceptando la responsabilidad tan grave y seria de esta hora, cumplen con su deber” (Mons. Tortolo, declaración a periodistas, 1977)
“Algunas veces la represión física es necesaria, es obligatoria y, como tal, lícita” (último Vicario Castrense durante la dictadura militar, Mons. Medina, abril de 1982).

Podrían seguir condenando con la radicalidad que nos enseñó Jesús de Nazaret como condición necesaria que habilite una verdadera reconciliación, el haber legitimado ideológicamente el golpe militar:
Aquel Episcopado Argentino dio como supuesto que el país vivía "circunstancias excepcionales y de extraordinario peligro para el ser nacional", que "ha habido desde hace años en nuestro país un accionar de las fuerzas del mal", que se ha "desatado contra la Argentina una campaña internacio­nal" (Carta a la Junta Militar, 17 de marzo de 1977). De esa manera no sólo se legitimaba el golpe, sino también la desinformación que hacía la Junta Militar en relación con la defensa en favor de los derechos huma­nos que se llevaba a cabo en ámbitos interna­cionales como la de "Amnesty International", el “Consejo Mundial de Iglesias” y el “Tribunal de los Pueblos”.
La legitimación de la dictadura militar se realizó a veces con una claridad que asombraba: "comprendemos también muy claramente que las excepcionales circunstancias por las que ha atravesado el país exigían una autoridad firme y un ejercicio severo" (Promemoria, 26 de noviembre de 1977). El decreto de la Junta Militar decía: "Las condiciones excepcionales que vivía el país durante el período de la agresión terrorista hicieron que los elementos esenciales del Estado fueran afectados en niveles que dificultaban su supervivencia". El paralelismo de ambos discursos es evidente y jamás hubo una rectificación ni una condena a esto.
En la legitimación episcopal del documento de la junta militar argentina sobre los desaparecidos aquellos obispos señalaban que "si bien es cierto que el gobierno nacional ha declarado y publicado la situación de muchos; y que la ley 22.068 regula la ausencia con presunción de fallecimiento; sin embargo todavía subsiste el problema de personas desaparecidas, sea por la subversión o por la represión, o también por libre determinaci­ón" (Declaración de la Comisión Permanente, 14 de diciembre, 1979). De esa manera aquel Episcopado reconocía una buena voluntad y pasos positivos dados por la Junta Militar para solucionar el problema de los desaparecidos “por la subversión, por la represión o por libre determinación”. Esto es absolutamente falso. No hay desaparecidos por la subversión o por libre determinación. Los obispos no pueden presentar esos casos. Con esa clasificación de los desaparecidos apuntalaron la tesis militar al respecto y en 25 años jamás hubo rectificación.
No en vano, basándose en esto, el 28 de abril los militares argentinos dieron a conocer por radio y televisión, a todo el país, el "Documento final de la Junta Militar" donde pueden afirmar a partir de aquellos obispos que "muchas de las desapariciones son consecuencia de la manera de operar de los terroristas... Los familiares denuncian una desaparición cuya causa no se explica, o, conociéndola, no quie­ren explicarla". Vuelve a aparecer el paralelismo entre ambos discursos.
El Episcopado pide a las autoridades que tengan una "actitud más comprensiva ante quienes sufren la desaparición de seres muy queridos" (Declaración de la Comisión Perma­nente, 14 de diciembre de 1979), con lo cual dan como un hecho que la actitud de la dictadura era comprensiva. Simplemente era cuestión de profundizarla.
Dicen los obispos que "crean una desconfianza general y destruyen profundamente el tejido social, aquellos que instrumentan la tragedia y el dolor de otros para fines inconfesados” (Pastoral del 3 de mayo de 1980). Este es el lenguaje de la Junta Militar utilizado primero por el Episcopado. Como antes habló de las "fuer­zas del mal", para referirse a las luchas contra la dictadura y se refirió a una campaña internacional en contra de la Argentina, ahora habla de "fines inconfesados"; para referirse simplemente a los que, al movilizar la opinión pública en favor de la aparición con vida de los desaparecidos, con la constitución bajo el brazo que insta a defender la democracia, quieren también terminar con la dictadura militar que ensangrentó al país.­ Como un eco de las afirmaciones episcopales, dice el documento de la Junta Militar; "Es el tema de los desaparecidos... el que con mayor insidia se emplea para sorpren­der la buena fe de quienes no conocieron ni vi­vieron los hechos que nos llevaron a esa situación límite”.

Tendrían que seguir pidiendo condena póstuma de aquel episcopado por presentar de forma atroz el tema de la reconciliación en el documento impulsado por Mons. Quarracino "En la hora actual del país" (26 de abril de 1983) a favor de una “Ley del Olvido”.
Se había afirmado antes que "un pueblo digno, sobre todo en tiempo de dificultades, estrecha sus filas por vínculos que superan las normas de justicia y es capaz del perdón y del amor. Hoy debemos demostrar que los argentinos somos capaces de vivir una profunda solidaridad social" (Exhortación pastoral, 14 de noviembre de 1981). Como puede verse, si se cita a la justi­cia, ésta no sólo queda relegada a un segundo término, sino que se proclama la necesidad de superarla mediante el perdón y el amor. Naturalmente que quienes han de perdonar son las madres de los desaparecidos, sus novias, esposas, hijos; los torturados, los recluidos en campos clandestinos, los exiliados, los humillados. Piénsese en lo que realmente signi­fica decirle al pueblo que debe perdonar, olvi­dar, reconciliarse con aquellos que han hecho desaparecer, han torturado y matado a sus seres queridos, han robado abiertamente sus casas, apropiado de sus bebés y seguían en el poder gozando impunemente de lo actuado.
Esto fue abrir el camino para que los militares dijeran tranquilamente que era necesario "afron­tar con espíritu cristiano la etapa que se inicia" y "mirar el mañana con sincera humil­dad", basándose en el “cristianismo” del documento de aquellos obispos. La dificultad principal para lograr la ansiada reconciliación se encontraba, según los obispos, en que los argentinos no sabíamos dialogar. "Una sociedad política es un acuerdo de intenciones y de propósitos y exige esta confianza real entre sus miembros. Los argentinos debemos tenernos fe". (Pastoral 3 de mayo de1980). Así, las Madres de Plaza de Mayo debían tener fe en los que habían hecho desaparecer a sus hijos desde una situación de absoluta impunidad; los padres de los soldados mutilados en Malvinas debían tener fe en quienes llevaron a sus hijos a una matanza segura, ahora si, por fines inconfesados; el pueblo debía tener fe en sus verdugos.
Los obispos nos decían entonces cuál era la verdadera causa del desencuentro argenti­no y su consecuencia, la inestabilidad: "Lo que parece claro es que la Argentina sufre una crisis de autoridad”.
Esto era lo mismo que decían los militares para justificar su golpe, y en el documento, hablaban de "vació de poder" y “­crisis del estado de derecho”, porque “no hay voluntad de someterse al imperio de la ley y de la autoridad legítimamente constituida, tal vez, porque se ha desarraigado la autoridad de su origen último, que es Dios”. Se han olvidado que el acatamiento que se debe a la ley obliga por igual a todos, a quienes poseen la fuerza política, económica, militar, social, como a los que nada poseen. De modo que el desencuentro argenti­no era reducido a un problema ético, de no acatamiento a la ley. Este recurso al moralis­mo es tan viejo como cómodo. Se hace un llamamiento tanto a los poderosos como a los que "nada poseen". De ese modo nunca se vieron obligados a bucear en la estructura de dominación que, a lo largo de la historia nacional ha provocado la rebelión desde abajo y la violenta represión desde arriba con matanzas, torturas, exilio, prisiones, estado de sitio. Represión contra los movimientos anarquistas del siglo pasado, matanzas de la Patagonia, matanzas de los hacheros de la Forestal, "Semana Trágica" del '19. Es necesario ser ciegos o mentir descaradamente para reducir el problema de la inestabi­lidad argentina a un problema ético, de no querer obedecer a la ley, poniendo en un pie de igualdad a quienes tienen todo el poder y a quienes nada poseen.
En el documento del Episcopado, "En la hora actual del país", del 26 de abril de 1983, aquellos obispos afirmaban: "la reconciliación nacional ha sido centro de nuestra enseñanza pastoral en los últimos años", y dicen lo que implica: "el reconocimiento de los propios yerros en toda su gravedad, la detestación de los mismos, etc".
Los obispos explicaban que "cada uno de nosotros" debe reconocer sus yerros; es decir, cada uno de los desocupados, de los obreros, de los profesionales, de las amas de casa, de los militares y de los obispos, pues todos somos culpables. En cumplimiento de este “mandato episcopal”, los militares en su documento reconocen cómodamente que "cometieron errores" que dejan "suje­tos al juicio de Dios en cada conciencia y a la comprensión de los hombres".

También merece condena el trato de aquellos obispos al tema de la violencia. Insistían en que "la violencia no es evangéli­ca ni humana ni tampoco eficiente para la solución de los graves problemas argentinos". (Principios de orientación cívica para los cris­tianos, 22 de octubre de 1982), dejando com­pletamente de lado la doctrina tradicional de la Iglesia fundamentada por teólogos de la talla de Santo Tomás o Mariana y Suárez y recogida por Pablo VI en la Populorum Progressio y por la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín en 1968, que reconoce el derecho de la "insurrección revolucionaria" de los pueblos tiranizados (Populorum Progressio, Nº 31; Medellín, Documento "Paz", N ° 19).
No se piense que, al condenar la violencia, los obispos estuvieron condenando a las Fuerzas Armadas, a la Policía, a las cárceles clandesti­nas. No, de ninguna manera. Las Fuerzas Armadas tenían su vicaría espiritual que los contenía.
Nuestros obispos se acordaron de la violencia para condenarla cuando ésta vino de abajo, cuando fue el pueblo que se sublevó ante tantos atrope­llos e injusticias. Es de mala fe hablarle al pueblo de la necesidad de obrar pacíficamente cuando las fuerzas de represión tuvieron los instrumentos de violencia más atroces en sus manos y los aplicaron sin contemplaciones.
Los militares pudieron así hablar en su documento de la "derrota de los violentos", gracias al soporte ideológico suministrado por nuestros obispos. "Trabajar para la reconciliación y la paz, es un presupuesto necesario en la opción política de todos los argentinos. Requiere comprometerse seriamente en la búsque­da de la verdad, de la justicia y el amor, como camino para superar los actuales conflic­tos de nuestra sociedad y cerrar las doloros­as secuelas de la `guerra sucia´ y la corrupción” (Principios de orientación).
El lenguaje coincidente que usaron los mi­litares en el documento final no es pura coincidencia. Tanto para los militares como para aquellos obispos, las secuelas de la "guerra sucia" no se cerrarán aplicando la justicia a los asesinos, es decir, a los militares que ejercieron el poder y sus cómplices civiles y eclesiásticos, sino con perdón, olvido y amor por parte los victimados hacia sus victi­marios.
Como digno broche de oro de esta cam­paña en pro de la "reconciliación" fervientemente impulsada por el Episcopado, Monseñor Quarracino propuso entonces esta "Ley de olvido" y alabó el documento de los militares, pues "es valiente y está bien hecho"; y Mons. Cándido Rubiolo, arzobispo de Mendoza, lo elogió considerándolo como “positivo", expresando además que serviría "para la reconciliación de los argentinos".
El General Jorge Rafael Videla, en forma concordante, dijo que el documento fue hecho "con amor" y que fue “la voluntad de reconciliación y la búsqueda común de nuevos caminos para una amistosa convivencia, lo que debió constituir y garantizar a las naciones un futuro mejor". El parale­lismo de los discursos ya da asco.
Hasta el mismo Vaticano, a pesar de la "prudencia" conque se condujo habitualmente ante el problema de los desaparecidos, manifestó su condena al documento de la Junta Militar, actitud que lo colocó en una posición divergente con la del Episcopado Argentino. El vespertino del Vaticano L'Osservatore Romano dijo que "no se puede evitar de expresar la severa objeción que nace de la conciencia civil y, a la vez, la participación humana y cristiana en un dolor que, así, se ha hecho, en la medida de lo posible, aún más amargo y desconsolado".
Pero ni el Papa pudo contra la alianza de la jerarquía local entre la cruz y la espada, que probó ser más fuerte que la fidelidad al Evangelio de Jesús.

Los pedidos condena tendrían que continuar y por pecados de cinismo muchos más recientes, y, por lo tanto, más inexplicables dados el tiempo histórico transcurrido.
A las responsabilidades institucionales los obispos las han seguido tratando de eludir con lo dicho por la Comisión Permanente del Episcopado el 8 de marzo de 1995 en un comunicado sobre “la represión violenta durante el gobierno militar”. Sostuvieron entonces que “si algún miembro de la Iglesia, cualquiera fuera su condición, hubiera avalado con su recomendación o complicidad alguno de esos hechos (la represión violenta), habría actuado bajo su responsabilidad personal, errando o pecando gravemente contra Dios, la humanidad y su conciencia”. O sea, el Episcopado Argentino sería entonces totalmente ajeno a cualquier responsabilidad al respecto.
En la cuaresma del 2001, un grupo de obispos volvió a insistir con una “Ley de olvido” para beneficiar a todos los condenados por “razones ideológicas” y de esta manera frenar los “Juicios por la Verdad” y por la “Apropiación de Bebés” en la última dictadura militar. Notable metáfora cuaresmal de estos últimos tiempos. Es difícil entender cómo a 25 años del golpe de estado, todavía había pastores que se decían cristianos y confundían actos criminales -como la apropiación ilegal de bebés y el derecho elemental a saber la suerte corrida por 30000 seres humanos y oportunamente la de sus cuerpos- con un ejercicio del pensamiento, como puede ser la adhesión a una “ideología”.
Difícil de entender, de aceptar, de perdonar para otorgar la posibilidad de la reconciliación a quienes seguían y siguen hablando de “dos sectores antagónicos”, “memoria hemipléjica” y “revisión destructiva de la historia”, en palabras de estos obispos, como si los que pedimos que se institucionalice la verdad y que se haga justicia conforme a los patrones éticos aceptados por toda la humanidad y de profundo origen cristiano fuéramos la contracara de la misma moneda y estuviésemos en el mismo nivel que los genocidas, culpables de las peores atrocidades que un obispo, por su jerarquía y posición social y política, conoce mejor que nadie.

Finalmente, a finales de 2007, el Episcopado Argentino perderá otra magnífica oportunidad para darle coherencia y seriedad a su intención de reconciliación nacional.
Por primera vez, y quizás como ningún otro representante de la Iglesia jerárquica por el grado de compromiso evidenciado en casos de delitos de lesa humanidad, sería juzgado oral y públicamente el ex capellán de la policía bonaerense, subordinado directo de monseñor Antonio Plaza y asesor espiritual de los grupos de tareas de La Plata, el sacerdote Christian Von Wernich. Acusado de 45 privaciones ilegales de la libertad y torturas, tres homicidios y la apropiación de un bebé, mantenía también entrevistas con personas privadas ilegalmente de la libertad que se hallaban en dependencias policiales y militares, imponiendo tormentos principalmente psicológicos y morales a los prisioneros y tratando de captar voluntades con el objeto de obtener información útil para ser entregada a sus superiores. Llegaba, casi siempre, después de largas, terribles, extenuantes jornadas de torturas. Entonces, se acercaba a esos cuerpos lacerados y humillados para infligir el último tormento posible: el de la esperanza. Con ella intentaba quebrar las almas que la fiereza de los verdugos no habían podido lograr. les quitaba información a través de la confesión o los “asistía espiritualmente” para que se quebraran, pasaran a formar parte de los Grupos de Tareas y traicionaran a sus propios compañeros. Pedía dinero a familiares de las víctimas para sacar a los detenidos del país (cosa que nunca sucedía) y participaba de sus “traslados” hasta el punto que eran asesinados, en donde suministraba apoyo espiritual a los asesinos, configurando un cuadro decididamente horroroso. Este caso pone en evidencia una trama en la que la jerarquía de la Iglesia y dictadura funcionaron como una unidad.
El 10 de octubre de 2007, el sacerdote fue considerado partícipe y coautor de secuestros, torturas y asesinatos durante el terrorismo de Estado y el tribunal destacó que fueron hechos cometidos en el marco de un genocidio.
El ciudadano Christian Von Wernich no fue castigado por sus pecados (menos por su fe o sus valores) sino por sus delitos. No se juzgó a la Iglesia Católica. Ninguna institución se sienta en el banquillo de los acusados porque el derecho penal de Occidente cimentado en la presunción de inocencia sólo admite procesar individuos. Pero la responsabilidad, no penal pero sí política y moral, recayó por extensión en la cúpula de la Iglesia Católica.
Fiel a un estilo poco democrático que no suele ser criticado por la prensa, la Comisión Episcopal Argentina emitió un comunicado que llevó la firma del titular del organismo, el cardenal Jorge Mario Bergoglio y los tres restantes miembros de ese cuerpo eclesiástico, al que no le puso voz ni cuerpo. El texto es breve hasta el laconismo. Da cuenta de un “dolor gravísimo” pero relativiza la existencia de los crímenes con el asombroso giro “según la sentencia del Tribunal Federal Oral 1 de La Plata”... La sentencia emitida a Von Wernich es un acto institucional, no una opinión. Como tal, obliga a todos los ciudadanos y a todas las organizaciones no gubernamentales. Von Wernich no es múltiple asesino “según los jueces”, es un homicida a la luz de las leyes argentinas. Llama la atención, proviniendo de quienes reclaman enfáticamente más institucionalidad, que se relativice el valor de un acto de gobierno. Dos omisiones resaltan en el texto. La más grave: las víctimas brillan por su ausencia. Ni una alusión a ellas. Es dable esperar que no se las haya dado por nombradas en las alusiones que sí las hay, con respecto al “odio y el rencor”.
La segunda ausencia es la mención de las señas personales de Von Wernich, así fueran su nombre y apellido. El Episcopado se limitó entonces a reiterar el viejo pronunciamiento del 95 en el que se señalaba que si miembros de la Iglesia participaron de la represión, lo hicieron bajo su responsabilidad personal.
La institución de los capellanes militares y policiales, injustificable desde el punto de vista pastoral, se convirtió en una herramienta ideológico-religiosa para legitimar los atropellos. No hubo en ese momento, y tampoco ahora, asunción institucional de las responsabilidades. Seguramente la sociedad tendría otra imagen de la Iglesia argentina si, recuperando el sentido espiritual de la tradición cristiana sobre la reconciliación, los obispos decidieran asumir institucionalmente sus culpas y condenarlas, agradecer por la verdad y por la justicia, pedir perdón y procurar la reparación de los daños causados a las víctimas. Ese es, en definitiva, el sentido cristiano de la reconciliación.

No se puede ser tan incoherente con la fe que se dice tener y propiciar una “reconciliación nacional” pidiéndoles a las víctimas directas o indirectas del terrorismo de estado, y de todos sus cómplices civiles y eclesiásticos, que se reconcilien olvidando alegremente las ofensas de sus victimarios, cuando no se han cumplido ninguna de las condiciones que en el catecismo nos enseñaron para que un pecador sea digno de recibir el perdón cristiano, mucho menos una reconciliación. No existe en ninguna parte de las escrituras o de la tradición cristiana en que se hable de “olvido” y de ocultar la verdad. El olvido no es una virtud cristiana y tampoco es algo que la conciencia pueda hacer a voluntad. Sí se podría referir decenas de citas que afirman exactamente lo contrario. Aquello de que “la verdad os hará libres” no es una metáfora.
La condena, junto con los "perdones" y las "culpas" que la Jerarquía de la Iglesia Argentina debe asumir y reconocer son sus ambigüedades, su silencio, su falsa prudencia, sus mentiras, su cobardía, su trato político en reemplazo del hacer profético en complicidad con los poderes de turno. Todo lo que hasta hoy no le permite reconocer a nuestros mártires, a nuestra historia y a nuestra misión. Es hipócrita seguir celebrando la "eucaristía" negando y silenciando la historia de aquellos que fueron "pan entregado" en sus vidas y hasta su muerte.
Hacerlo, reconocer todo esto, sería un gesto de auténtica conversión, tan predicada para los otros.
Reconocer esto también sería denunciar desde el hoy las ideologías de muerte, los sistemas asesinos, las injusticias económicas y sociales, la discriminación en todas sus formas, las corrupciones estatales y privadas, las culpas pasadas, las miserias presentes y todo lo que aún hoy no le permite a nuestra jerarquía ser amados como verdaderos pastores, obradores de verdad, de justicia y de la paz del Pueblo de Dios en la Construcción de su Reino.

1 comentario:

  1. De acuerdo con todo lo que decís Gabriel. Creo que la connivencia entre La CEA y las FFAA, la justificación de la represión por parte de muchos cristianos, pero sobre todo, sacerdotes y Obispos se volvió a ver en las represión del 2001 en Rosario. ¿Qué dijo e hizo Monseñor Mirás frente al asesinato de Pocho Lepratti? ¿No era Pocho un militante católico sumamente comprometido en la promoción de los y las jóvenes más pobres?
    ¿A quién le creyó: a la gente de la capilla de Ludueña, del colegio de Las Flores, a los pibes de la vagancia o al informe que el capellán de la policía le trajo?

    "Los Hijos de Dios y los Hijos del Diablo se reconocen así: quien no practica la justicia ni ama a su hermano no procede de Dios" 1ª Juan 3,10

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