Jesús era ya adulto cuando
Antipas puso en circulación las monedas acuñadas en Tiberíades. Esta
monetización supuso un progreso en el desarrollo de Galilea, pero no logró
promover una sociedad más justa y equitativa. Si bien los ricos de las ciudades
podían operar mejor en sus negocios ya que la monetización les permitía
atesorar monedas de oro y plata (“mamona”, o sea, “dinero que da seguridad”)
que les proporcionaban seguridad, honor y poder, los campesinos apenas podían
hacerse con algunas monedas de cobre, de escaso valor por lo que era impensable
atesorar “mamona” en una aldea. Subsistían apenas intercambiándose entre ellos
sus modestos productos. Este
“progreso” daba entonces más poder a los ricos y hundía en la pobreza un poco
más a los pobres. Jesús diría más tarde refiriéndose a la
imposibilidad de hacerse con la justicia del Reino de Dios desde la riqueza que
“Ningún siervo puede servir a dos amos pues se dedicará a uno y no
hará caso del otro… No podéis servir a Dios y a Mamón” (Lc 16, 13 / Mt 6,
24).
La
escala del dinero en tiempos de Jesús consistía en que 1 Talento = l00 minas; 1
Mina = 100 dracmas (o denarios) y 1 denario = 24 ases (considerado este monto
el salario razonable para un día de trabajo). El pan necesario para un día costaba
2 ases (Judas “vendió” a Jesús por 30 denarios, o sea, 720 ases = a unos 360
kilos de pan. Si consideramos que, a la fecha de este escrito el kilo de pan en
Argentina cuesta unos $20 se puede hacer el paralelo de que Jesús fue entregado
por unos $7200; bastante menos que el sueldo básico de un colectivero...)
El
estrato alto o rico de la sociedad se localizaba sobre todo alrededor de la
Corte, el culto, y un reducido núcleo de privilegiados, dadas las enormes
riquezas y esplendor principesco que se generaban alrededor de éstos.
El
rey judío Herodes EL Grande (reinaba sobre Palestina, Gadara e Hippos) le
ingresaban anualmente y sólo de impuestos, unos 1000 talentos (10.000.000 de
salarios). Estos ingresos, junto con la considerable fortuna personal de
Herodes, eran con todo insuficiente para la cantidad de esclavos y de
residencias que éste mantenía. Por eso confiscó a los nobles (matándolos si era
preciso) y creó gran cantidad de impuestos que provocó la masiva venta de
tierras. Esto llevó al latifundios, fomentó el desempleo y empujó a mucha gente
a unirse al grupo armado de los zelotes, a emigrar al extranjero o a mendigar
en Jerusalén.
La
clase alta o rica, estaba compuesta por la aristocracia laica. Grandes
comerciantes, grandes jefes del sistema de recaudación de impuestos (como
Zaqueo) y los grandes terratenientes o dueños de fincas rústicas, de los que
una mayoría vivía en Jerusalén. Vale señalar que el latifundio tenía un
carácter casi blasfemo en un pueblo para el que la tradición señalaba que la
tierra era propiedad de Yahvé; pero que
-en la práctica- la legislación judía del año jubilar había dejado cumplirse,
hasta el punto de que algunos de los grandes terratenientes que compraban las
tierras confiscadas por pago de impuestos eran miembros del Sanedrín (Consejo
Nacional de Israel).
Sobre
la nobleza sacerdotal o alto clero, además de sus ingresos particulares por
profesiones civiles o por propiedades, percibían altas rentas regulares tanto
del tesoro del Templo como del comercio de animales para los sacrificios. La
riqueza de esta aristocracia sacerdotal era sorprendente en comparación con la
situación casi miserable de los simples sacerdotes. Pero esta diferencia
tampoco les bastó, puesto que en épocas difíciles los altos sacerdotes se atrevieron
a enviar a sus siervos a apoderarse de los diezmos debidos al bajo clero,
muriendo los más pobres de necesidad (como puede verse, el proceso de
"creación de necesidades" tan típico de la riqueza injusta, no es
algo privativo de nuestra civilización de consumo que lo único que ha hecho es
masificarlo).
A
su vez, el Templo era muy rico. Había en Jerusalén tanto oro que luego de la
conquista y destrucción de la ciudad por los romanos, toda la provincia romana
de Siria, a la que Jerusalén pertenecía, se vio inundada por una oferta de oro
tan gigantesca que la libra de oro bajó a la mitad de su precio.
Con
el tema del dinero Jesús tuvo bien puestos los pies en la realidad y sabía que
era necesario para vivir. Pero era conciente que su acumulación en manos de
unos pocos era la causa de aquella sociedad basada en la injusticia y en la
desigualdad en la que una mínima parte de su población se había apropiado de
los bienes-dones que debían ser disfrutados por todos.
En
la polémica que según el Evangelio de Juan se desarrolla entre Jesús y los
dirigentes judíos durante la fiesta de los Tabernáculos (7,1-8,59), el
evangelista menciona en el centro de la controversia el Tesoro del Templo
(8,20), contraponiendo así a Jesús -el nuevo santuario de Dios (2,17; 7,37-39)-
con el Tesoro -el santuario del templo idolátrico- donde se alojaba el dios y
padre de los dirigentes judíos: la acumulación explotadora (2,14- 16).
Se
ve así que esta lucha de Jesús por los valores del Reino no hizo de él un
hombre “eclesiástico”, beato, religiosista, encerrado en los estrechos límites
del los mandatos dogmáticos del templo. Al contrario, el Reino de Dios lo
arrancó de las preocupaciones domésticas y familiares, lo sacó de Nazaret, de
los planteamientos religiosos tan legalistas de su tiempo, de las limitadas
perspectivas judías. El Reino de Dios lo condujo a la vida, a la profecía, a la
plaza, a las masas, al dolor humano, a la historia, al conflicto público, a la
confrontación con el Imperio y con el Templo. Todos los que hoy hablan del
Reino de Dios pero que a la vez lo domestican hasta confinarlo a los límites de
lo estrechamente eclesiástico o religiosista, no son más que aquellos fariseos
y altos sacerdotes que Jesús criticaba.
También
es de hacer notar que a pesar de sus advertencias y sus críticas, Jesús no era
un asceta reticente a usar y disfrutar de los bienes creados. Al contrario, su
conducta en este sentido fue de tal normalidad que resultó escandalosa para sus
adversarios, que lo acusaron de mucho comer y muy bebedor (Mt 11,18-19).Tampoco
fue un maniqueo que considera todo lo que tenía que ver con el dinero como
intrínsecamente malo. De sus palabras se deduce que, para Él, el dinero es
moralmente ambiguo: puede servir para lo bueno, como para lo malo; para ayudar
a otros o para explotarlos; para compartirlo con los demás o para codiciarlo.
Lo
que a Jesús le parece reprobable es el apego al dinero, por los efectos
negativos que entraña y porque acaba haciendo de éste el ídolo a cuyo servicio
se pone la vida humana (cita anterior; Mt 6,24 / Lc 16, 13).
Así,
Jesús invita a que optemos por ser, no por tener; por la generosidad y el
compartir, no por la ambición, la codicia o lo miserable; por el servicio y la
solidaridad, no por el dominio de los otros, el egoísmo y la desigualdad; por
situarnos al lado de los intereses de los pobres, no al lado de los poderosos;
en definitiva, por la verdadera seguridad y riqueza, que se encuentra en Dios y
no en el dinero. El ser humano se define por aquello que aprecia y todo el que
haga del dinero un valor absoluto se apegará a él y será el dinero quien
oriente su vida y marque su personalidad, y no la voluntad de Dios (Mt
6,19-21). Frente a la sociedad injusta, asentada en el dinero y la riqueza,
Jesús propone un modo de vida distinto y alternativo, cimentado sobre los
valores que Dios encarna y promueve, y que los evangelios llaman Reino o
Reinado de Dios.
Con esto tenemos
que Jesús en su vida pública no se predicó a sí mismo ni tan sólo habló de
Dios. Jesús de Nazaret fue en su vida terrena un hombre con una CAUSA: la
construcción del REINO DE DIOS la cual hizo el centro de su misión en la tierra
-su programa político, diríamos ahora- y por la que fue difamado, perseguido,
secuestrado, torturado y, finalmente, asesinado. Fue algo que caracterizó al
ejemplo de praxis que tenemos en Jesús por sobre todas las cosas. Jesús no fue
simplemente una buena persona, un ser humano sensible y solidario o un hombre
santo. Jesús fue un luchador por una Causa, una persona consciente, que supo lo
que quería y que se empeñó en conseguirlo hasta dejar la vida en este empeño.
Un hombre con una utopía y una esperanza. Una persona con una Causa por la que
vivir y por la que luchar. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús.
El
hecho de que Jesús sea así nos revela que Dios es también así. Nos revela
también que la Persona Humana Nueva revelada en Él es esencialmente así, y que,
sin este rasgo, cualquier persona está lejos de acceder a la plenitud de las
posibilidades de su ser “a imagen y semejanza” de su Creador. Sin la
perspectiva del Reino de Dios es imposible conocer realmente a Jesús.
Jesús en esta causa especifica a los destinatarios (Lc
6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que, o bien no es para todos, o que está
destinado de un modo especial a determinadas personas. Por otra parte habla
repetidamente de “entrar en el reino”, lo que presupone que es una dimensión a
la que hay que acceder (Mt 5,20;7,21;23,13). En todos estos textos aparece que
hay gente que ciertamente no va a entrar si no cambia radicalmente de actitud.
Por lo tanto pide la conversión (etimológicamente “ir contra otra versión” -
las del opresor) como actitud consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15).
Las condiciones para “entrar” y los anuncios de que “viene”, tienen de común
que es un acontecimiento inminente pero futuro para los oyentes, ya que si
habla de qué hay que hacer o qué evitar para entrar en él, presupone que
todavía no han entrado; aunque el Reino ya esté presente (Lc 17,21); es la
semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada quién (Mc
4,3-11); haciéndolo presente en sus obras liberadoras (Lc 11,20). Al referirse
al Reino de Dios está diciendo que Dios se interesa por la vida y por la
historia; también que no se relaciona con las almas individuales desconectadas
del mundo, sino el que tiene un designio sobre su creación, un designio de
salvación y de plenificación que sólo se da en lo comunitario.
Así, la aceptación del
Reinado de Dios se da en el seguimiento de Jesús, que es la prosecución de su
historia, que es actuar en nuestra situación de un modo equivalente a como Él
lo hizo en la suya. A todos está abierta la posibilidad de constituirse en
hijos de Dios -aun ignorando esto- y de ir construyendo el mundo justo de los
hijos de Dios. Precisamente ese mundo sería el Reino de Dios de intereses
opuestos a ese otro reino que tiene como valor supremo al dinero.
Sobre
este dinero es significante lo que cuentan los evangelios cuando los
adversarios de Jesús le inquirieron: “¿está bien o no pagar el impuesto al cesar?”
y Jesús pidiéndoles que le muestren una moneda (le expusieron un denario con la
imagen del cesar) contestó: “Hipócritas, ¿por qué me ponen una trampa? (...)
Den al César lo que es del César y a Dios lo que a Dios corresponde” (Mt..
22,20). Es claro que en la pregunta de origen se escondía una trampa; ya que, o
bien se esperaba una respuesta tipo zelote que diera ocasión para arrestarlo
por subversivo político, o bien una respuesta prorromana que le quitara
prestigio ante el pueblo. La respuesta de Jesús terminó siendo sarcástica y no
pretendió dar ninguna enseñanza sobre “moral tributaria” ni sobre “religión y
política”. Es un respuesta personal (ad hominem) con la que sólo buscó
desautorizar a los que le preguntaron. Los trata como hipócritas, ya que estos
fariseos y herodianos estaban enriqueciéndose en un templo hecho por Herodes y
con un dinero con la imagen del césar (recordemos que en la Galilea de donde
provenía Jesús no era así), por lo que no tenían autoridad moral de preguntar
nada. Toda riqueza que no se la pone al servicio del Reino de Dios lleva
esculpida la imagen del césar y entonces no hay por qué negársela. Y si hoy
este tipo de dinero no está al servicio del Reino, ¿por qué entonces rezarle a
Dios por él? ¿Por qué Dios intervendría en un mercado de valores contra la
libertad de acción concedida a las personas, contra sus consecuencias y a favor
de quienes lo niegan adorando de hecho un ídolo ascendido a divinidad y
contrario a la voluntad de Dios para la vida de sus criaturas?
La
respuesta de Jesús a Pilatos “mi reino no es de este mundo” significa
que su realeza (esto es, el modo de ser rey) no pertenecía a ese orden; a lo
que agregó que si su realeza hubiese pertenecido a ese orden, sus propios
guardias habrían luchado para impedir que lo entregaran a las autoridades
judías. Pilatos así pudo quedarse tranquilo, ya que, aunque Jesús no negó ser
rey, sin embargo, su realeza no era (ni
es) como la de los reyes de ese mundo, que se valían (y valen) de la fuerza y
la violencia para conseguir sus fines; de ahí que no utilizó guardias en su
defensa con la finalidad de impedir ser entregado a las autoridades judías y
luego a las romanas.
De
ahí que es ridículo pensar que la manifestación de ese Reinado de Dios no
tendría lugar en este mundo, sino en el más allá, pues es precisamente en este
mundo donde hombres y mujeres tienen
que llegar a su pleno desarrollo humano y con el dinero necesario para esto
-aunque nunca elevado a divinidad como termina siendo hoy día en las sociedades
opulentas- empezando a vivir con su vida terrenal la otra vida celestial.
El
núcleo principal de la predicación de Jesús que se lee en los evangelios va
dirigido a conseguir la transformación de aquella sociedad injusta, no mediante
la fuerza, el poder, el prestigio o el dinero, sino mediante la puesta en
práctica por parte de sus seguidores de un amor solidario apoyado en la
justicia de Dios y que hiciese surgir dentro de este viejo mundo una sociedad
alternativa en la que todos tuviesen cabida y no hubiese -como en la parábola
de los invitados a la boda- excluidos del pueblo ni pueblos excluidos. En esta
sociedad alternativa sobre la que Dios ejerce su Reinado, en la perspectiva de
Jesús, mira principalmente a este mundo (aunque no exclusivamente); no tanto a
los cielos cuanto a los suelos. Crossan afirma acertadamente que el Reinado de
Dios es “lo que sería nuestro mundo si estuviese gobernado por Dios”.
Entendido así, el núcleo de la predicación de Jesús no gira en torno al más
allá, al otro mundo o a otro mundo por venir, sino que se centra en la
transformación en el de más acá -aunque con vocación de eternidad- con una
justa repartición de las riquezas que esto implica -y el dinero simboliza- como
don social puesto por Dios para todos sus hijos.
Es revelador que cuando Jesús formuló la primera y
principal bienaventuranza, no dudó en unir lo que nadie se habría atrevido a
emparejar: felicidad, pobreza y Reino.
“Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3), está escrito que dijo Jesús.
Ahora
bien, para algunos ricos, lo importante entonces sería ser “pobre de espíritu”;
o sea, estar desprendido “espiritualmente” de los bienes, pero sin renunciar a
ellos (?). Esta interpretación ha servido para tranquilizar a lo largo de la
historia del cristianismo a todos aquellos que, siendo ricos, decían haber
renunciado en su interior a la riqueza (= pobres de espíritu), pero sin
desprenderse de ella, haciendo así posible lo que Jesús declara absolutamente
inviable: riqueza (mamona) y Reino de Dios: “Les aseguro que con dificultad
va a entrar un rico en el Reino de Dios. Lo repito: Más fácil es que entre un
camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios” (Mt
19,23-24). Esta frase -de interpretación tan obvia como de contenido tan duro-
se le han buscado las más sofisticadas interpretaciones para hacer que los
ricos -sin dejar de serlo- también pudiesen estar al cobijo de la salvación
ofrecida por la Iglesia-institución. Ahí vemos proyectados hoy a los adinerados
parisinos y el suntuoso templo de Nôtre-Dame. Es esa misma iglesia que también
supo quitar el aguijón al Evangelio, haciendo acopio de bienes materiales y
gozando, de este modo, del poder, la seguridad y el prestigio social que la
posesión de esto proporciona y aliándose con aquellos a los que Jesús rechazó.
Jesús
declaró que solamente aquellos que sean capaces de hacerse pobres hasta el
extremo de la mendicidad, si hiciese falta -pues el texto griego utiliza la
palabra ptôkhós (mendigo) en lugar de pénês (pobre)- renunciando
voluntariamente a la riqueza, sólo éstos pueden formar parte de la comunidad o
grupo humano sobre los que Dios reina. Al mismo tiempo, proclamando dichosos a
los pobres voluntarios, éstos se verán libres de toda atadura para denunciar la
miseria en la que anda sumida gran parte de la humanidad y que no es en modo
alguno un estado deseable ni causante de felicidad, pues degrada al ser humano,
lo lleva a perder su autonomía, acaba con todo proyecto de comunidad y
fraternidad, y hace nacer en el interior del corazón la envida, el
resentimiento y la desesperación.
No
es que se excluya a los ricos: el mismo Señor no había excluido a Nicodemo o a
José de Arimatea. Pero son raros los ricos que están en la disposición de
aceptar el Reino en las condiciones que se ofrece.
A la felicidad o bienaventuranza se llega, según Jesús,
liberándose voluntariamente de la esclavitud del dinero, un dios que exige
idolatría y que cierra el corazón humano al amor solidario y, al mismo tiempo,
luchando -con el arma de la libertad que genera la pobreza voluntaria- contra
la pobreza forzosa y material que hunde al hombre en la miseria y le cierra el
paso a su desarrollo humano. ¡No de otra forma!
Si
el mensaje de Jesús es una buena noticia para los pobres, entonces los ricos y
poderosos, tanto como los frívolos de conciencia que insisten en su condición y
conducta, sólo pueden escucharlo como una amenaza a sus egoístas intereses
inmediatos y a su salvación futura.
La riqueza es idolatría y por eso es imposible la salvación.
Es idolatría porque Dios es Justicia y la riqueza -como apropiación excluyente
de la creación- es injusticia. Es idolatría porque es servicio a un falso dios
y porque la absolutización de una verdad parcial (la bendición de Dios
interpretada en la abundancia, siendo como es, una simple mediación de Éste)
termina por suplantarlo.
Precisamente por ser idolatría, esta riqueza no hace
crecer al hombre sino que lo destruye; el ídolo es siempre creador de muerte.
Sólo Dios es fuente de humanidad y vida. Para la Biblia, la idolatría no es
sólo adorar “otros dioses” sino sobre todo adorar “la obra de las propias
manos”. Sin la renuncia a esa riqueza es imposible que el rico se salve. Es
imposible por la dinámica fatal a la que somete el ídolo; la riqueza impide
crecer, ahoga toda semilla del Reino (Mt. 13; 22). Es más, el rico no escuchará
ni a un muerto que resucite para avisarle (Lc. 16; 30-31). Y hace imposible la
salvación porque el ídolo no salva nunca.
La
pobreza de espíritu sólo podrá entenderse como “desprendimiento del corazón” en
situaciones de igualdad social. Mientras que en situaciones de desigualdad, ¡es
tan imposible que un rico sea a la vez “pobre de espíritu” como que “un camello
pase por el ojo de una aguja”!... Un pobre puede ser ávido de espíritu
(idolatrar la riqueza que no tiene) o, sin más, rico en espíritu (por ejercer
los valores del Reino); pero un rico no puede ser, sin más, “pobre de
espíritu”. La pretensión del puro “desprendimiento interior” vale tanto como el
lavado de manos de Pilatos ante Jesús.
De
ahí que la traducción más adecuada del texto griego de la primera
bienaventuranza propuesta por Juan Mateos sería: “Dichosos los que eligen
ser pobres” (= “los pobres por el espíritu”, esto es, los que han decidido
por propia voluntad ser o hacerse pobres en el sentido obvio de la palabra,
pues el espíritu es para los semitas la facultad o sede de las decisiones) “porque
ellos tienen a Dios por rey”, y prueba de ello es que han sido capaces de
renunciar al dinero -verdadero dios para la inmensa mayoría de la gente de
nuestro mundo-, y no lo han hecho para aumentar la ingente multitud de los
pobres de la tierra, sino para sacar de la pobreza a los que andan sumidos en
ella.
Los
pobres de espíritu del evangelista Mateo son -además de los propios pobres de
Lucas- todos aquellos que los aman, que se identifican y optan por ellos, y que
eligen serlo más allá de una realidad forzada que en sí misma no es virtuosa.
Lucas,
al escribir para una comunidad de gentes más rica y poner su atención entre la
relación riqueza-pobreza, a sus cuatro bienaventuranzas agrega cuatro
maldiciones contra los ricos que oprimen a los pobres.
Mateo,
al escribir a una comunidad más humilde, expone, además de las cuatro
bienaventuranzas de Lucas, otras cuatro más, que son actitudes éticas donde
explica a los suyos que no basta mecánicamente con la situación en sí, si no se
la asume desde la responsabilidad cristiana. Así, los mansos son aquellos que
no crean la pobreza, ni toman la iniciativa violenta de la opresión; los misericordiosos
son los que, como Dios, saben escuchar el clamor de los pobres y necesitados;
los limpios de corazón son los que están liberados del deseo apropiador del
tener, y los que trabajan por la paz son aquellos que trabajan por lo que la
Biblia llama “la obra de la justicia”, porque no haya ni hambrientos, ni
llorosos ni perseguidos.
En
las maldiciones que añade Lucas a las bienaventuranzas, Jesús arremete contra
los causantes de la injusticia que reina en la sociedad: los ricos, los que
están repletos de todo, los que viven frívolamente y los que gozan del
reconocimiento social; anunciándoles el cambio que va a traer consigo el
Reinado de Dios y que implicará su ruina existencial (Lc 6,24-26).
Podemos
concluir entonces que Jesús invita a sus seguidores a hacerse voluntariamente
pobres para que ninguno lo sea realmente.
Jesús
invita a estos pobres liberados no a ser ricos sino a llevar una vida de austeridad
solidaria, expresión que puede considerarse como la nueva formulación de la
pobreza evangélica. El camino de la felicidad se halla paradójicamente donde
nadie espera encontrarla, en la renuncia voluntaria a la acumulación
innecesaria de bienes, con la finalidad de que éstos se distribuyan entre todos
y se acabe esa radical desigualdad en la que anda sumida la humanidad.
La
nueva sociedad o Reino de Dios, preconizado por Jesús, se hará realidad aquí y
ahora en la medida en que haya gente que se adhiera a su programa de austeridad
solidaria, para alumbrar de este modo una nueva humanidad, llamada a la
salvación. Y no debemos olvidar que la salvación comienza por la liberación del
pueblo de aquellas condiciones de vida -como la pobreza forzosa- que impiden su
pleno desarrollo humano.
¡Esto
es y ninguna otra cosa el Reino de Dios en esta tierra!
Un
“cristianismo” que ponga en su centro el bienestar que da el dinero
injustamente distribuido es un cristianismo sólo nominalmente, no
sustancialmente. Su sustancia no es cristiana, en la medida en que se aparta de
la Sustancia de la Causa, la Utopía, la Misión por la que vivió y luchó Jesús.
Sentimos mucho darles todas estas malas noticias a tanto
adinerado piadoso, colaboradores vitalicios de suntuosos templos y mecenas de
purpuradas eminencias. Algo falla en ese “cristianismo” de los ricos, cuando son capaces de
desvelarse por asegurar y acrecentar más y más su propio bienestar, sin
sentirse interpelados por el mensaje de Jesús y el sufrimiento de los pobres
del mundo.
Y esto también es extensivo a tanto “pequeño burgués” de clase media
que se pretende piadoso. Algo también falla cuando son capaces de vivir lo
imposible: el culto a Dios y el culto al Bienestar. Algo importante falla en esa Iglesia cuando en vez de gritar con la
palabra y el ejemplo de vida que no es posible la fidelidad a Dios y el culto a
la riqueza -con toda la superficialidad, banalidad y estupidez que eso
conlleva- se contribuye a adormecer las conciencias, desarrollando una religión
“burguesa” y tranquilizadora.
¿Y qué pueden hacer quienes poseen estas riquezas
injustas? Lucas ha conservado unas palabras curiosas de Jesús. Aunque la frase
puede resultar algo oscura por su concisión, su contenido no ha de caer en el
olvido. “Yo les digo: Ganen amigos con el dinero injusto para que, cuando les
falte, los reciban en las moradas eternas”.
Jesús
viene a decir así a los ricos: "Empleen su riqueza injusta en ayudar a los
pobres; ganen su amistad compartiendo con ellos sus bienes. Ellos serán sus
amigos y, cuando en la hora de la muerte el dinero no les sirva ya de nada,
ellos los recibirán en la casa del Padre". Dicho con otras palabras: la
mejor forma de "blanquear" el dinero injusto ante Dios es compartirlo
con sus hijos más pobres.
Sus
palabras no fueron bien acogidas. Lucas nos dice que “estaban oyendo estas
cosas unos fariseos, amantes de las riquezas, y se burlaban de él”. No
entienden el mensaje de Jesús. No les interesa oírle hablar de dinero. A ellos
sólo les preocupa conocer y cumplir fielmente la ley. La riqueza la consideran
como un signo de que Dios bendice su vida.
Aunque
venga reforzada por una larga tradición bíblica, esta visión de la riqueza como
signo de bendición no es evangélica. Hay que decirlo en voz alta porque hay
personas ricas que de manera casi espontánea piensan que su éxito económico y
su prosperidad es el mejor signo de que Dios aprueba su vida.
Un
seguidor de Jesús no puede hacer cualquier cosa con el dinero: hay un modo de
ganar dinero, de gastarlo y de disfrutarlo que es injusto pues olvida a los más
pobres.
Es sorprendente la claridad conceptual con que señala
todo esto el Papa Francisco. Mientras los grandes medios de comunicación nos
informan, con toda clase de detalles, de los gestos más pequeños de su
personalidad misericordiosa, se oculta de modo vergonzoso su grito más urgente
a toda la Humanidad: “No a una economía de la exclusión y la iniquidad. Esa
economía mata”.
Su indignación en palabras claras y expresivas
podrían abrir el noticiero de cualquier canal o ser titular de la prensa en
cualquier país. Por ejemplo:
“No puede ser que no sea noticia que muera de frío un
anciano en situación de la calle y que sí lo sea la caída de dos puntos en la
bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar que se tire comida cuando hay
gente que pasa hambre. Eso es iniquidad”.
Vivimos “en la dictadura de una economía sin rostro y
sin un objetivo verdaderamente humano”. Como consecuencia, “mientras las
ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan
cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz”.
“La cultura del bienestar nos anestesia, y perdemos
la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras
todas esa vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un espectáculo
que de ninguna manera nos altera”.
“Intolerable que mercados financieros gobiernen la
suerte de los pueblos”.
Como ha dicho él
mismo: “este mensaje no es marxismo sino Evangelio puro”. Un mensaje que tiene
que tener eco permanente en nuestras comunidades cristianas. Lo contrario
podría ser signo de lo que dice el Papa: “Nos estamos volviendo incapaces de
compadecernos de los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los
demás”.
Siguiendo a la declaración de los Curas en al Opción por
los pobres del 2010:
”Somos miembros de una Iglesia que tiene un magisterio
social, que de un modo casi invariable desde hace más de 100 años, relativiza
la propiedad privada, condena el capitalismo tanto como antaño al marxismo,
destaca la prioridad del trabajo sobre el capital, opta preferencialmente por
los pobres ante la sociedad, y señala la urgente necesidad de preservar los
recursos de la naturaleza contaminados, agredidos y depredados por el lucro
desmedido.