A los judíos los persiguieron y masacraron durante mil
setecientos años, desde que la Institución católica empezó a mandar en calidad
de concubina del Imperio Romano, con el pretexto de que habían crucificado a
Cristo.
Desde el código de Justiniano a los judíos de Roma se les
consideró una raza inferior de la que había que sospechar y se les excluyó de
toda función pública.
La bula del papa Pablo IV instituyó formalmente el gueto. A
los cinco mil judíos de Roma les asignaron entonces una zona palúdica a la
orilla del Tíber, un espacio de unos cuantos centenares de metros que inundaba
el río, y allí los hacinaron. Las siete sinagogas de la ciudad las destruyeron,
y destruyeron las dieciocho de Campania. Otros guetos siguieron de inmediato al
de Roma en Venecia y en Bolonia. En Ancona quemaron vivos a veinticuatro. Poco
después, avanzando por el camino señalado por Pablo IV, Pío V simple y
llanamente expulsó a todos los judíos de los Estados Pontificios dejando tan
sólo a los de Roma y Ancona.
Cuando coronaban a los papas en la Edad Media como soberanos
religiosos y civiles de Roma, los judíos de la ciudad les mandaban una
delegación para rendirles homenaje, a lo que ellos, con altivez, contestaban:
“Legum probo, sed improbo gentium”: (Apruebo laley pero no la raza). Luego se
hizo costumbre que los rabinos de Roma les ofrecieran ese día una lujosa copia
del Pentateuco y entonces contestaban: “Confirmamus sed nonconsentimus”
(Ratificamos pero no consentimos). Estas respuestas distantes resumen la
actitud de los papas ante sus más despreciados súbditos, cuya religión y raza
rechazaban.
Cuando Benedicto XIV “Beatus Andreas” canonizó al niño
mártir Andreas, del pueblo de Rinn, Innsbruck, "asesinado cruelmente en
1462 antes de cumplir los tres años por los judíos, que odian la fe
cristiana", según dice la bula; se sumó a la del niño Simón de Trento por
Sixto V, por lo que Benedicto XIV convertía a Andreas de Rinn en el nuevo
símbolo de los niños cristianos asesinados, según los "libelos de
sangre", por los mismos asesinos de Cristo durante sus sacrificios
rituales en Norwich, en Blois, en Lincoln, en Munich, en Berna, etc., con las
consiguientes masacres de judíos en todas esas ciudades. Y sin embargo una
investigación encargada por el mismo Benedicto XIV al relator del Santo Oficio
Lorenzo Gananelli (el futuro Clemente XIV) había determinado que salvo los
casos de Andreas de Rinn y Simón de Trento, que se daban por verdaderos, las
demás acusaciones de los libelos de sangre no tenían fundamento. Por el crimen
del niño Simón durante la Semana Santa de 1475 numerosos judíos de Trento
fueron acusados de matarlo, sacarle la sangre y celebrar con ella la pascua
judía; como consecuencia de esto los torturaron y quemaron a quince.
En 1965, a raíz del Concilio Vaticano II, se volvió a
investigar el caso de Simón de Trento, se reabrieron las actas del proceso de
su canonización que resultó ser un fraude, se suprimió su culto, se desmanteló
el santuario que se le había erigido desde el siglo XV, lo sacaron del
calendario y se prohibió su devoción para lo futuro. La veneración popular a
Andreas de Rinn duró hasta 1985 cuando el arzobispo de Innsbruck monseñor
Reinhold Stecher dispuso el traslado del cuerpo del niño de la capilla en que
se encontraba desde el siglo XVII al cementerio. En 1994, el mismo prelado
abolió oficialmente su culto, si bien su tumba siguió siendo objeto de
peregrinaje.
A que los judíos mataban niños cristianos para sacarles la
sangre le sumaron la de que clavaban la hostia, el cuerpo transubstanciado de
Cristo, a quien volvían a crucificar una y otra vez. Y así, bendecida cuando no
azuzada por curas, obispos y papas, la hordas de fanáticos “católicos” se
entregó con esta nueva calumnia a nuevas masacres de sus tradicionales
víctimas: en 1298 en Nuremberg mataron a seiscientos veintiocho; en 1337
quemaron a los de Daggendorf; en 1370 masacraron a los de Bruselas y se
siguieron con todos los de Bélgica; en 1453 en Breslau quemaron a cuarenta y
uno; en 1492 en Mecklenburg quemaron a veintisiete; en 1510 en Berlín a treinta
y ocho. Ejemplos éstos de un centenar de masacres que con el pretexto de la
hostia clavada se prolongaron hasta la de Nancy en 1761. Todavía no hace mucho
en la catedral de Bruselasse exhibían dieciocho cuadros de judíos clavando
hostias que sangraban. Y cuando en 1350 la peste negra devastaba a Europa, las
turbas cristianas de Suiza y Alemania encontraron un motivo más para quemar,
estrangular y ahogar a los judíos por millares acusándolos de haberla causado y
de envenenar los pozos.
En julio de 1555, sin haber cumplido siquiera dos meses como
papa, Pablo IV promulgó su bula Cum nimis absurdum, que empieza: "Porque
es absurdo e inconveniente en grado máximo que los judíos, que por su propia
culpa han sido condenados por Dios a la esclavitud eterna (Cum nimis absurdum
et in-convenien sexistat ut iudaei, quos propna culpa perpetuae servituti
submisit), con la excusa de que los protege el amor cristiano puedan ser
tolerados hasta el punto de que vivan entre nosotros y nos muestren tal
ingratitud que ultrajan nuestra misericordia pretendiendo el dominio en vez de
la sumisión, y porque hemos sabido que en Roma y otros lugares sometidos a
nuestra Sacra Iglesia Romana su insolencia ha llegado a tanto que se atreven no
sólo a vivir entre nosotros sino en la proximidad de las iglesias y sin que
nada los distinga en sus ropas y que alquilen y compren y posean inmuebles en
las calles principales y tomen sirvientes cristianos y cometan otros numerosos
delitos para vergüenza y desprecio del nombre cristiano, nos hemos visto
obligados a tomar las siguientes provisiones..." y siguen las provisiones
que son obvias dado el preámbulo: confinar a los judíos en guetos que sólo
podían tener una sinagoga; obligarlos a venderles todas sus propiedades a los
cristianos, a precios irrisorios (ac bona immobilia, qua ad praesens possident,
infra tempus eis per ipsos magistratus praesignandum, christianis vendere);
prohibirles la casi totalidad de los oficios y profesiones empezando por la
medicina (etqui ex eis medici fuerint, etiam vocati et rogati, ad curam
christianorum accedere aut illiinteresse nequeant); prohibirles tener
servidumbre cristiana y que las mujeres cristianas les dieran el pecho a los
recién nacidos judíos (nutrices quoque seu ancillas aut aliasutriusque sexus servientes
christianos habere, vel eorum infantes per mulieres christianas lactari aut
nutriri facere); prohibirles jugar, comer, conversar y tener toda familiaridad
con los cristianos (seu cum ipsis christianis ludere aut comedere vel
familiaritatemseu conversationem habere nullatenus praesumant); prohibirles
tener negocios fuera delgueto; y obligarlos a llevar distintivos especiales en
la ropa.
La de Pablo IV es un buen compendio del medio centenar de
bulas que a lo largo de quinientos años promulgaron sus antecesores y sucesores
para regular el trato que se le debía dar a "la pérfida raza judía",
entre las que se destacan por su infamia la de Honorio III “Ad nostram
noveritis audientiam” que los obligaba a llevar un distintivo y les prohibía desempeñar
puestos públicos; la de Gregorio IX, “Sufficere debuerat perfidioe judoerum
perfidia” que les prohibía servidumbre cristiana; las de Inocencio IV “Impia
judeorum perfidia” y de Clemente VIII “Cum Haebraeorum malitiaque” ordenaban
quemar el Talmud; las de Eugenio IV “Id nostram audientiam“ y de Calixto III
“Si ad reprimendos” que prohibían vivir con cristianos y ejercer puestos
públicos; las de Pío V “Cum nos nuper” que les prohibía tener propiedades y
“Hebraeorum gensque” los expulsaba de todos los estados pontificios excepto
Roma y Ancona; la de Clemente VIII “Cum saepe accidere”, la de Inocencio XIII
“Ex injuncto nobis” y la de Benedicto XIII “Aliasemanarunt” que les prohibían
vender mercancías nuevas (pero no ropa vieja, strazzaria).
Y a las bulas hay que sumarles las decisiones de los
concilios: concilios generales como el Cuarto Laterano convocado por Inocencio
III en 1215, o locales como el de Vannes de 465, el de Agde de 506, el de Viena
de 517, el de Clermond de 535, el de Macon de 581, el de París de 615,
etcétera, etcétera, para atropellar en todas las formas posibles a los
"asesinos de Cristo".
Cuando en julio de 1941 el régimen títere de Vichy al
servicio de los nazis decretó la expropiación en Francia de todas las empresas
y propiedades en manos de judíos y algunos prelados católicos protestaron, el
presidente del gobierno, Laval, comentó con sarcasmo que después de todo
"las medidas antisemitas no constituían nada nuevo para la Iglesia pues
los papas habían sido los primeros en obligar a los judíos a llevar un gorro
amarillo como distintivo". Varios obispos franceses colaboracionistas y
anti judíos se deslindaron de inmediato de esos prelados patriotas y en un
apurado telegrama declararon su fidelidad al régimen.
JuanXXIII suprimió el adjetivo "pérfido" usado en
la liturgia de Semana Santa para designar a los judíos, y eso era a lo que más
a que había llegado. No bien murió Juan XXIII su sucesor Pablo VI volvió a
aquello de los “pérfidos judíos” que no habían querido reconocer en Jesús al
Mesías que llevaban siglos esperando y que lo habían calumniado y matado.
El joven sacerdote Ratzinger |
Y en Auschwitz, donde los “cristianos” nazis asesinaron a
novecientos sesenta mil judíos, el teólogo Ratzinger devenido en Benedicto XVI
preguntó: "¿Por qué permitiste esto, Señor?" La respuesta es obvia:
¡por lo que les han hecho muchos de tus predecesores a los judíos durante mil
setecientos años".
Y aquí le va una lista de los compatriotas obispos nazis:
El obispo castrense Rarkowski, el clérigo militar alemán de
más alto rango, que ensalzaba a Hitler como "nuestro Führer, custodio y
acrecentador del Reich".
El obispo Werthmann, vicario general del anterior y su
suplente en el ejército.
El arzobispo Jager de Paderhorn que fue capellán de división
del Führer.
El cardenal Wendel que fue el primer obispo castrense.
El obispo Berning de Osnabruck que le mandó un ejemplar de
su obra Iglesia católica y etnia nacional alemana a Hitler "como signo de
mi veneración" y a quien Goering nombró miembro del Consejo de Estado de
Prusia.
El obispo Buchberger de Regensburg que en la hoja episcopal
de su diócesis escribía que "el Führer y el gobierno han hecho todo cuanto
es compatible con la justicia, el derecho y el honor de nuestro pueblo para
preservar la paz de nuestra nación".
El obispo Ehrenfried de Wirzburgo que decía: "Los
soldados cumplen con su deber para con el Führer y la patria con el máximo
espíritu de sacrificio, entregando por completo sus personas según mandan las
Sagradas Escrituras".
El obispo Kaller de Ermland que en una carta pastoral
exhortaba así a sus fieles: "Con la ayuda de Dios pondréis vuestro máximo
empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el final con vuestro deber
en defensa de nuestra querida patria".
El obispo Machens de Hildesheim que los arengaba
diciéndoles: "¡Cumplid con vuestro deber frente al Führer, el pueblo, la
patria! Cumplidlo, si es necesario, exponiendo vuestras propias vidas", y
le rogaba a Dios que les "enviara su ángel" a las tropas nazis.
El obispo Kumpfmüller de Ausgburgo que ante el atropello
hitleriano contra Europa declaraba que "El cristiano permanece fiel a la
bandera que ha jurado obedecer pase lo que pase".
El obispo Wienkens que representaba al episcopado alemán
ante el Ministerio de Propaganda nazi.
El obispo Preysing de Berlín que firmaba las cartas
conjuntas de sus cofrades aprobando a Hitler.
El obispo Frings (luego cardenal de Colonia) que como
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana exigía dar hasta la última gota
de sangre por el Führer.
El obispo Hudal que le dedicó su libro Nacionalsocialismo e
Iglesia a Hitler como "al Sigfrido de la esperanza y la grandeza
alemanas", y que tras la derrota de los nazis ayudó a fugarse al Brasil a
F. Sangel, acusado de cuatrocientos mil asesinatos en el campo de concentración
de Treblinka, consiguiéndole dinero y documentos falsos. El arzobispo de
Freiburg Grober, patrocinador de las SS, que abogaba por el necesario
"espacio vital" para Alemania; que aportaba dinero de su
arquidiócesis para la guerra; y que escribió diecisiete cartas pastorales para
ser leídas desde los púlpitos, exhortando a la abnegación y al arrojo.
El arzobispo Kolb de Bambergque predicaba que "cuando
combaten ejércitos de soldados debe haber un ejército de sacerdotes que los
secunden rezando en la retaguardia".
El cardenal y conde von Galen, el "león de
Münster", que saludó a la Wehrmacht como "protectora y símbolo del
honor y el derecho alemanes" y que escribía en la Gaceta eclesiástica de
su región: "Son ellos, los ingleses, los que nos han declarado la guerra.
Y después nuestro Führer les ha ofrecido la paz, incluso dos veces, pero ellos
la han rechazado desdeñosamente".
El cardenal Bertram de Beslau, presidente de la conferencia
episcopal, que "por encargo de los obispos de Alemania" le enviaba
este telegrama a Hitler: "El hecho grandioso del afianzamiento de la paz
entre los pueblos sirve de motivo al obispado alemán para expresar su
felicitación y gratitud del modo más respetuoso y ordenar que el próximo
domingo se proceda a un solemne repique de campanas".
El cardenal Schulte de Colonia que escribía en una carta
pastoral:" ¿No debemos acaso ayudar a todos nuestros valientes en el campo
de batalla con nuestra fiel oración cotidiana?"
El cardenal Faulhaber, "el león de Munich", que en
1933 llamaba a Pío XI el mejor amigo de los nazis, que en 1934 le prohibía a la
Conferencia Mundial Judía que mencionara siquiera su nombre a propósito de una
supuesta defensa suya de los judíos, una "afirmación delirante"; que
fue obispo castrense antes de ponerse al frente del episcopado bávaro; y que
mandaba rezar por Hitler y le hacía repicar las campanas: tras el fallido
atentado contra éste ofreció una misa solemne en acción de gracias en la
iglesia de Nuestra Señora de Munich y junto con todos los obispos de Bavaria le
mandó una carta felicitándolo por haberse salvado. Discípulo aventajado de la
Institución católica que se acuesta con el que gane, este "león de
Munich" fue antinazi antes de 1933, nazi visceral entre 1933 y 1945, y
antinazi indignado después de 1945.
Que fue ni más ni menos el comportamiento del episcopado
austríaco cuando el Anschlus: el cardenal Innitzer, el arzobispo Waitz y los
obispos Hefter, Pawlikowski, Gfóllner y Memelauer se pasaron en bloque a Hitler
y firmaron una proclama aprobando la anexión de su país al Reich alemán y
exhortando a sus fieles a apoyar el régimen nazi. Y cuando Hitler entró a
Austria lo recibieron con repique de campanas y cruces gamadas colgando de las
iglesias vienesas.
En el campo de concentración de Treblinka los nazis mataron
entre setecientos mil y ochocientos mil judíos. Allí murió con ellos el padre
Sangel, un sacerdote católico que tuvo el valor de enfrentárseles a los
verdugos nazis poniéndole el cuerpo al Evangelio, lo que les faltó a Pío XII y
sus obispos alemanes y austríacos entre otros.
Hitler y todo su aparato asesino y fanático no surgió en la
Historia por generación espontánea: la Institución católica ha tenido una
enorme responsabilidad en ello.
genio, el papa es infalible en los temas teologicos, generalmente en los referidos al magistero como el concilio, no en los temas politicos y sociales. no se donde aprendiste teologia, es verdad que la iglesia esta llena de pecadores... pero fuera de la iglesia no hay salvacion, por que Dios ama a su iglesia, sobre todo al papa,a quien veo que defenestras tanto. que dios busque caminos alternativos para salvar almas del infierno, es por su eterna misericordia, pero tiene que haber buena voluntad , como los mencionados en el concilio Vaticano segundo, lo cual veo que no lo leistel.... deja de vender basura a la gente... que vos hayas leido algunos libritos de teologia no autorizados por la iglesia, no te hace teologo.... y si lo sos no aprendiste nada.. por que lo primero que te enseñan es a ser iglesia. y un catolico que no acepta al papa, no es iglesia...suerte
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