La parcialidad del Dios hebreo hacia los pueblos injusticiados
Existe
un episodio fundante que lo registra el libro de los Jueces (capítulos 4 y 5)
en un período muy preciso en la historia del pueblo hebreo: el asentamiento
pre-monárquico de las tribus en Canaán, época en que el pueblo, aún disperso y
sin instituciones fuertes, es gobernado por caudillos y "jueces" de
delegación popular, la mayoría de las veces carismáticos, aproximadamente en el
siglo XII y XI a. C.
En
este ambiente es donde Débora -una mujer caudilla- despliega su autoridad,
mandando a llamar a su general Barac. Cuando lo tiene delante, habla en nombre
de Dios: "El Señor Dios de Israel". Ella no tiene duda alguna: conoce
y explicita la voluntad de ese Dios que supone algo así como un dialogo directo
con Dios como el de Abraham o el de Moisés; un discernimiento claro sobre el
momento histórico. Débora conoce la voluntad de Dios y encomienda a Barac
enfrentar a las tropas cananeas de Sísara, del ejército de Yabín. El texto
implica además otra certeza: el pueblo acepta sin dudar que Débora habla en
nombre de Yahvé. Barac muestra miedo y ella lo incita: "te acompañaré,
pero el Señor dará la victoria a una mujer"; Débora actúa
conscientemente en cuanto tal. La narración prosigue: en los versículos 10 al
14 -especialmente en este último- donde Débora confirma su saber sobre el
actuar de Dios: Dios les dará la victoria, lo cual sucederá
La
experiencia de Dios que tiene Débora es la del mismo Dios del éxodo, que toma
partido por su pueblo. No había caminos, no había alternativa para los
campesinos en Israel, sólo había desorden, hasta que ella misma (Débora) se
pone en pie. En este contexto de liberación, Débora se entiende como madre
de Israel. La maternidad en el Antiguo Israel, no sólo era la fuente de la
vida, sino la posibilidad de subsistir como pueblo y formarse como nación. Al
atribuirse a sí misma esa maternidad colectiva Débora está ubicando su acción
como portadora de vida y de futuro para el pueblo, como constructora de
historia.
Finalmente
en el versículo 11 del capítulo 5, se identifica la victoria de Yahvé con la
victoria de los campesinos de Israel,
no con aquellos de las "Ciudades-Estado" que los oprimen.
El Dios experimentado y revelado por Débora -el Dios de Israel- se parcializa
por Su pueblo (no todo Israel, sino los pobres de Israel) y le da la victoria. Es
el Dios de los antepasados, el de la liberación. Un Dios en el que se puede
confiar plenamente y sin ningún temor, porque está decididamente al lado de los
suyos. Para Débora el que Dios actúa igualmente por mano de hombre o por
mano de mujer es un hecho natural. En Débora no hay reivindicación, sino
conciencia nítida de que la manifestación de Dios es así. Esta conciencia está
dejando ver un mundo hebreo en el que las desigualdades aún no se han
institucionalizado radicalmente generando una brecha entre la situación
religiosa de las mujeres y la de los varones y mucho menos entre poderosos y
pobres que serían vehementemente señalados con oprobio por los profetas hasta
Jesús de Nazaret. Un mundo israelita que se está conformando como nación a
partir de su liberación del yugo de los reyes cananeos como forma de justicia
divina en opción por los pobres que no corresponde en absoluto con convertirlos
en nuevos amos y señores de un mundo igual de injusto.
El Dios revelado por Débora castiga la injusticia no sólo
de cananeos sino de los propios israelitas que la ejercen. El Dios hebreo
revelado por Débora condena el actual Estado de Israel en la voluntad de sus
dirigentes.
La conquista de
Jerusalén
Veamos qué más se puede inquirir de la tradición de los
padres del judaísmo como enseñanza para el presente; en esta región y en
cualquier otra donde existan personas sufrientes por guerras, por lo tanto
pobres, injusticiadas y hermanas.
Tomado
de la cronología que hace el excelente teólogo e investigador bíblico Ariel
Álvarez Valdés podemos hacer una interpolación a la moral de los padres del
judaísmo tal cual ocurrieron los hechos que tendrían que servir como
antecedentes fundacionales y ejemplo a sus herederos actuales.
La conquista de Jerusalén
fue uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de Israel.
Ningún otro hecho posterior influirá tanto en la vida y en el pensamiento de
los israelitas, como la toma de esta ciudad por parte del rey David. Sin
embargo, a pesar de la importancia excepcional que tuvo aquel suceso, la
Biblia apenas le dedica 3 versículos para contarlo (2º Sam 5; 6-8). Los cuales,
para peor, están redactados de una manera tan oscura y cifrada, que
prácticamente resulta imposible entender qué sucedió ese día, ni cómo fue la
conquista.
El texto dice así: “El
rey con sus hombres marchó hacia Jerusalén para atacar a los yebuseos que
vivían en esa región. Se le dijo a David: `No entrarás aquí, porque te echarán
los ciegos y los rengos´. Querían decir: `No entrará David aquí´. Pero David
conquistó la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Dijo David ese día:
`Todo el que quiera atacar a los yebuseos que tome el sinnor. Y a los ciegos y
rengos, David los aborrece con toda el alma´. Por eso se dice: `Ni los ciegos
ni los rengos pueden entrar en el Templo´”.
¿Qué significa este
párrafo? ¿Cómo fue realmente la conquista de Jerusalén'? ¿Por qué la Biblia lo
cuenta en tan pocas líneas, cuando otros hechos menos importantes (como por
ejemplo la conquista de Jericó) aparecen descriptos mucho más ampliamente?
¿Hay algo que el relator quiso ocultar? ¿O tal vez no se trató de un
acontecimiento demasiado glorioso?
La ciudad de Jerusalén fue
fundada alrededor del año 4000 a.C., por un grupo de pobladores de origen
desconocido. Se alzaba sobre una pequeña colina de 100 metros de altura,
llamada Ofel, en el país de Canaán. En aquel tiempos Jerusalén no era aún una
verdadera ciudad, sino apenas un caserío compuesto por un conjunto de grutas
excavadas en las rocas, que servían de viviendas a sus primitivos habitantes.
Pero hacia el año 3000 a.C.
llegó a Canaán un pueblo procedente de Siria, que le cambiará la vida y la
historia a la ciudad: eran los yebuseos. Estos inmigrantes, no bien llegaron,
descubrieron las ventajas de la estratégica colina. Por una parte contaba con
una fuente de agua vecina, lo cual resultaba indispensable para la
supervivencia en aquella calurosa región. Por otra, la colina se hallaba
rodeada de profundos valles (al este corría el Cedrón, al oeste el Tyropeón,
al sur estaba aislada por la confluencia de ambos valles, y al norte por una
hondonada del terreno), lo cual le ofrecía una excelente protección en caso de
un ataque militar enemigo. Por eso, los yebuseos decidieron
conquistar el lugar e instalarse allí.
La ciudad pasó a llamarse
Uruslaalim, que significa "fundación de Shalem", porque Shalem era un
dios yebuseo.
Con el paso del tiempo los
yebuseos se dieron cuenta de que era necesario proteger su capital con un muro
de defensa, a fin de hacerla más segura frente a las constantes incursiones de
los pueblos vecinos. Y así, en el año 1800 a.C. edificaron una fuerte muralla
alrededor del poblado, la cual se convirtió en la primera fortificación que
tuvo Jerusalén en su historia y la que la transformó en una verdadera ciudad.
Siglos más tarde se produjo
la llegada de las tribus israelitas a Canaán. Y con ellas el panorama cambió.
Poco a poco fueron penetrando en el país y tomando posesión de las tierras,
unas en la zona norte (en las regiones que más tarde se llamarán Galilea y
Samaría) y otras en el sur (Judea). Así comenzó lentamente lo que se conoce
como la "conquista de la Tierra Prometida": atacaron y se apoderaron
de las ciudades enemigas, los pueblos, las aldeas, los campos, las montañas. Y
cuando no podían derrotar a alguna ciudad demasiado poderosa, entonces hacían
un pacto con ella, se instalaban a su lado y se quedaban a vivir en el mismo
territorio.
Pero los israelitas nunca
llegaron a dominar todo el territorio de Canaán ya que doscientos años después
de su llegada aún quedaban numerosas ciudades sin conquistar, especialmente
en la zona de la costa y la llanura.
En al año 1020 a.C. ocurrió
un hecho de trascendental importancia: las tribus de Israel decidieron por
primera vez tener un rey para que las gobernara, cansadas de ser dirigidas por
caudillos esporádicos, que surgían en momentos de peligro para defenderlas,
pero que desaparecían en cuanto estos cesaban. Querían, a semejanza de los
otros pueblos vecinos, tener estabilidad política y una conducción fuerte que
les permitiera enfrentar a sus enemigos con mayor probabilidad de éxito.
El elegido fue un miembro
de la tribu de Benjamín, llamado Saúl, que se convirtió así en el primer rey
de Israel, como ya hemos mencionado.
Saúl consiguió durante su
reinado varios éxitos militares, pero su vida tuvo un trágico final, pues en el
año 1008 a.C. fue vencido en una sangrienta batalla por sus tradicionales
enemigos, los filisteos, en las montañas de Gelboé. Al verse herido y
derrotado, Saúl se suicidó. Y para peor, en esa misma batalla murieron también
tres de los hijos de Saúl, con lo cual todas las esperanzas puestas en la
familia real se derrumbaron.
Las tribus israelitas no se
desanimaron y eligieron entonces a un joven llamado David, procedente de las
tribus del sur, para que reemplazara en el trono al fallecido monarca.
David -que por entonces
era ya un experto militar- aceptó gustoso la propuesta y pasó a ser el segundo
rey que tuvo Israel. Instaló su nueva capital en la ciudad de Hebrón y desde
allí gobernó el país, ganándose el respeto y la estima de todos sus súbditos
por su sabiduría y prudencia.
David llevaba ya más de 7
años como rey cuando advirtió un serio problema interno en el país. La ciudad
desde donde él mandaba, Hebrón, se hallaba en pleno territorio sureño. Y esto
suscitaba la desconfianza y los recelos de las tribus del norte que no veían
con buenos ojos a un rey procedente del sur y que además los gobernara desde
allí. Era necesario encontrar una capital más al norte, que pudiera ser vista
como neutral por todas las tribus israelitas.
Entonces David dirigió sus
ojos hacia Jerusalén.
Corría el año 1000 a.C. y
Jerusalén seguía siendo habitada por los yebuseos. A pesar de los varios
intentos que habían hecho las tribus israelitas por capturarla (Jc 1; 8) nunca
habían logrado vencer sus murallas ni doblegar su poderío (Jc 1; 21). Por eso
habían aprendido a respetarla y a convivir pacíficamente como buenos vecinos.
Más aún: habían hecho con ellos un pacto de no agresión, jurándose mutuamente
respetar sus distritos, sin invadirse ni atacarse.
Al abrigo de este acuerdo,
Jerusalén había crecido. Ahora ocupaba la extensión de unas 5 manzanas sobre la
colina de Ofel y su población alcanzaba ya los 2000 habitantes; los cuales
habían llegado a construir una fortaleza para proteger mejor la ciudad en caso
de ataque, a la que llamaron Sión (2º Sam 5; 7).
David se dio cuenta de que
Jerusalén era la ciudad que necesitaba. Se encontraba estratégicamente ubicada,
tenía poderosas murallas, estaba justo a mitad de camino entre el norte y el
sur. Y, lo más importante, se trataba de una ciudad perfectamente neutral, ya
que nunca había pertenecido a ninguna tribu hebrea.
El rey, entonces, tomó la
drástica decisión de marchar contra ella y capturarla. El ataque, dice la
Biblia, lo realizó David "con sus hombres", es decir, con el pequeño
ejército personal que él tenía, y no con el ejército regular formado por las
tribus israelitas. De este modo, el triunfo se debería sólo a David y no a las
tribus hebreas.
Cuando los yebuseos se
enteraron de que David estaba preparando un ataque, quedaron pasmados. ¿No
habían acordado, acaso, un pacto de no agresión, mediante una alianza? ¿Cómo
era posible que ahora el rey de Israel tramara una batalla contra ellos?
Los yebuseos, entonces,
prepararon todo para el combate, de manera tal que cuando llegó David con sus
hombres a poner sitio a la ciudad, la encontraron pertrechada tras sus
murallas. Antes de comenzar la refriega, los yebuseos le recordaron a David el
convenio que tenían ambos pueblos. Este parece ser el sentido de la enigmática
expresión que trae el relato: "No entrarás aquí, porque te echarán los
ciegos y los rengos". En efecto, actualmente los arqueólogos han descubierto
que en muchos tratados y pactos antiguos solía recurrirse a la magia,
maldiciones y maleficios, como una manera de obligar a cumplirlos y de amenazar
a quien los rompiera. Y eso fue lo que, según el texto bíblico, hicieron los
yebuseos con David y sus hombres: les recordaron que en caso de atacar la
ciudad, serían como ciegos y rengos, es decir, caerían bajo el hechizo de la
maldición que ambos habían pronunciado. Por eso el relato aclara: "Lo
que querían decir era: No debe entrar David aquí".
Sin embargo David estaba
resuelto a tomar la ciudad. La pregunta era: ¿cómo lo haría? Porque más allá de
la maldición que la protegía, Jerusalén contaba con unas inexpugnables
murallas defensivas.
Pero David tenía un plan
secreto: atacar el sinnor.
David sabía que la magnífica
Jerusalén tenía un punto débil: su provisión de agua.
En efecto, la fuente que
abastecía a la ciudad se hallaba afuera de las murallas, al pie de la pendiente
oriental de la colina. El agua brotaba, a intervalos regulares, dentro de una
gruta que, con forma de pileta, servía como depósito natural del líquido. Y una
vez que se llenaba esa gruta, el agua sobrante rebasaba y fluía por la
pendiente de la colina, hasta perderse en el fondo del valle.
Ahora bien, en época de paz
las muchachas de la ciudad salían cada mañana con sus cántaros al hombro, y
bajaban hasta la gruta a buscar el agua que necesitaban para ese día. Pero ¿qué
hacían en tiempos de guerra, cuando las murallas se cerraban y nadie podía
salir de la ciudad?
Para solucionar el problema
los yebuseos habían ideado un ingenioso sistema hidráulico. Desde el interior
de las murallas excavaron un túnel vertical, a través de la roca de la montaña,
hasta alcanzar el nivel de la fuente de agua. Desde allí excavaron otro túnel
horizontal, hasta desembocar en la gruta donde brotaba el agua. De ese modo, en
caso de un ataque enemigo, los yebuseos no tenían más que bloquear
herméticamente la entrada exterior a la gruta, y entonces el agua en vez de
fluir hacia afuera fluía hacia el túnel horizontal que habían hecho, hasta
llenarlo; y una vez allí, con cuerdas y baldes se la podía hacer subir por el
túnel vertical, sin necesidad de salir de la ciudad.
La estrategia ideada por
David para tomar Jerusalén fue desbloquear el sinnor, o sea, la puerta de
entrada de la gruta del agua que había sido clausurada y camuflada por los
yebuseos. Así, el agua en vez pasar hacia el túnel interior se volcó hacia
afuera, hacia el valle, y todo el sistema hidráulico construido por los
yebuseos quedó inutilizado. Sin su líquido vital, los sitiados no tuvieron más
remedio que rendirse y entregar la ciudad.
Si bien es muy poco
probable que hayan permitido a los extranjeros curiosear por el interior de la
ciudad, y menos aún en los túneles secretos, o en los lugares estratégicos de
los que dependía la seguridad militar de la ciudad, la verdad es que los
yebuseos tampoco podían esconder demasiado celosamente aquella fuente de agua,
que en tiempos normales de paz se derramaba abundantemente hacia el valle del
Cedrón, ante la vista de todo el mundo. En definitiva, la confidencial puerta
de la fuente de agua resultó ser un "secreto a voces" para cuantos
pasaban por las afueras de la ciudad, sean extranjeros o habitantes de
Jerusalén. El líquido sobrante que luego de llenar la gruta salía hacia el
exterior y corría a través del valle, era el talón de Aquiles de la ciudad que
la ponía en serio peligro en caso de un ataque enemigo. Y más todavía si el
enemigo había vivido por muchísimos años a pocos pasos de Jerusalén.
El rey David conquistó la
ciudad de Jerusalén sin arrojar una sola flecha, sin un solo muerto, sin
heridos y sin librar combate alguno. Presionándolos con el agua, simplemente
obligó a los yebuseos a firmar un nuevo pacto, mediante el cual le permitía a
él instalar allí su capital, su palacio y su lugar de culto. Pero sin exigir a
sus habitantes que abandonaran la ciudad. Les permitió seguir viviendo junto a
él y a sus hombres. Por eso tampoco el relato menciona a ningún rey enemigo
vencido ni depuesto por David luego de la toma de la ciudad, como es habitual
en los relatos de conquista militar.
La conquista de Jerusalén
aconteció sin penas ni gloria desde el punto de vista castrense. Fue un
episodio insignificante en los anales militares de Israel. Por eso el autor del
Libro de Samuel lo menciona poco menos que de pasada, como quien tiene poco que
contar y menos que festejar.
Pero algunos años más
tarde, cuando Jerusalén se convirtió en la ciudad más sagrada de Israel, y
cuando David se convirtió en el rey más grande de su historia, entonces otro
autor volvió a escribir la historia de David y de sus proezas. El relato está
en el libro de las Crónicas. Y cuando llegó a la conquista de Jerusalén (lº
Crón 1; 4-6) no la contó como el libro de Samuel, sino de la siguiente manera: "Marchó
David con todo Israel contra Jerusalén, o sea, Yebús. Los habitantes del país
eran yebuseos. Y decían los habitantes de Yebús a David: `No entrarás aquí'.
Conquistó David la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Y dijo David:
`El que primero ataque a los yebuseos será jefe y capitán'. El primero en
atacar fue Joab, hijo de Sarvia, y se convirtió en jefe".
El libro de Samuel contiene
el relato original de la intrascendente conquista de Jerusalén. Crónicas, en
cambio, añadió ciertos cambios y ampliaciones, y lo convirtió en una verdadera
hazaña nacional. Y así recuperó, para la Biblia y para sus lectores, el
verdadero sentido de aquel episodio: el haber sido una gloriosa empresa de
Israel, pues Dios había destinado a Jerusalén para que fuera la ciudad central
de sus bendiciones: la que vio morir y resucitar a Jesucristo, el teatro de la
redención del mundo, la “ciudad de paz” (eso significa “Jerusalén”), que aún
espera irradiar a toda la humanidad los efectos de la salvación, lejos de los
mezquinos intereses y odios que hoy la hacen sangrar.
El paraíso ahora
La excelente y
multipremiada película palestina “El paraíso ahora” (2007) retrata un crudo
cuadro social sobre la vida cotidiana y la inmolación de un simple muchacho
palestino creyente. Este personaje, ante la desilusión y desesperanza de una
vida mínimamente digna, llega a plantear:
“la muerte es mejor que la enfermedad (...), si no se puede vivir
como iguales, entonces podemos morir como iguales”... Terrible conclusión
de un creyente a una realidad que no tendría por qué ser así. Tamaño desencanto
con la viabilidad fáctica del proyecto de Dios con respecto a un mundo con sus
dones para todos. Trágica metáfora de las múltiples muertes del espíritu,
anteriores al del cuerpo mismo, sobre esa vida en abundancia que predicó
también para todos y cada uno de nosotros su hermano judío Jesús.
Cuando a Hany Abu-Assad
-escritor y director de esta película- se le preguntó si tenía esperanzas de
paz en la región, respondió: “tengo fe en la voluntad de los buenos judíos,
esos que a través de 4000 años se las han arreglado para ser la conciencia del
mundo”; para luego agregar que “por eso Hitler los había querido
exterminar, para hacer más fácil el desterrar la ética y la moral del mundo”.
Quizá este joven realizador palestino estuviese pensando
en lo mejor de la historia de sus iguales judíos, “nuestros hermanos mayores
en la fe” en palabras de Juan Pablo II, y de quienes los cristianos hacemos
propias sus revelaciones del Antiguo Testamento y le heredamos.
Ojalá lo mejor del pueblo judío sepa detener a estos
dirigentes asesinos que, lejos de dar gloria a ese Dios de sus antepasados, lo
humillan de la forma más vergonzosa.