viernes, 18 de julio de 2014

Holocausto palestino y moral patriarcal judía - por Gabriel Andrade


La parcialidad del Dios hebreo hacia los pueblos injusticiados


Existe un episodio fundante que lo registra el libro de los Jueces (capítulos 4 y 5) en un período muy preciso en la historia del pueblo hebreo: el asentamiento pre-monárquico de las tribus en Canaán, época en que el pueblo, aún disperso y sin instituciones fuertes, es gobernado por caudillos y "jueces" de delegación popular, la mayoría de las veces carismáticos, aproximadamente en el siglo XII y XI a. C.
En este ambiente es donde Débora -una mujer caudilla- despliega su autoridad, mandando a llamar a su general Barac. Cuando lo tiene delante, habla en nombre de Dios: "El Señor Dios de Israel". Ella no tiene duda alguna: conoce y explicita la voluntad de ese Dios que supone algo así como un dialogo directo con Dios como el de Abraham o el de Moisés; un discernimiento claro sobre el momento histórico. Débora conoce la voluntad de Dios y encomienda a Barac enfrentar a las tropas cananeas de Sísara, del ejército de Yabín. El texto implica además otra certeza: el pueblo acepta sin dudar que Débora habla en nombre de Yahvé. Barac muestra miedo y ella lo incita: "te acompañaré, pero el Señor dará la victoria a una mujer"; Débora actúa conscientemente en cuanto tal. La narración prosigue: en los versículos 10 al 14 -especialmente en este último- donde Débora confirma su saber sobre el actuar de Dios: Dios les dará la victoria, lo cual sucederá
La experiencia de Dios que tiene Débora es la del mismo Dios del éxodo, que toma partido por su pueblo. No había caminos, no había alternativa para los campesinos en Israel, sólo había desorden, hasta que ella misma (Débora) se pone en pie. En este contexto de liberación, Débora se entiende como madre de Israel. La maternidad en el Antiguo Israel, no sólo era la fuente de la vida, sino la posibilidad de subsistir como pueblo y formarse como nación. Al atribuirse a sí misma esa maternidad colectiva Débora está ubicando su acción como portadora de vida y de futuro para el pueblo, como constructora de historia.
Finalmente en el versículo 11 del capítulo 5, se identifica la victoria de Yahvé con la victoria de los campesinos de Israelno con aquellos de las "Ciudades-Estado" que los oprimen. El Dios experimentado y revelado por Débora -el Dios de Israel- se parcializa por Su pueblo (no todo Israel, sino los pobres de Israel) y le da la victoria. Es el Dios de los antepasados, el de la liberación. Un Dios en el que se puede confiar plenamente y sin ningún temor, porque está decididamente al lado de los suyos. Para Débora el que Dios actúa igualmente por mano de hombre o por mano de mujer es un hecho natural. En Débora no hay reivindicación, sino conciencia nítida de que la manifestación de Dios es así. Esta conciencia está dejando ver un mundo hebreo en el que las desigualdades aún no se han institucionalizado radicalmente generando una brecha entre la situación religiosa de las mujeres y la de los varones y mucho menos entre poderosos y pobres que serían vehementemente señalados con oprobio por los profetas hasta Jesús de Nazaret. Un mundo israelita que se está conformando como nación a partir de su liberación del yugo de los reyes cananeos como forma de justicia divina en opción por los pobres que no corresponde en absoluto con convertirlos en nuevos amos y señores de un mundo igual de injusto.
El Dios revelado por Débora castiga la injusticia no sólo de cananeos sino de los propios israelitas que la ejercen. El Dios hebreo revelado por Débora condena el actual Estado de Israel en la voluntad de sus dirigentes.


La conquista de Jerusalén

Veamos qué más se puede inquirir de la tradición de los padres del judaísmo como enseñanza para el presente; en esta región y en cualquier otra donde existan personas sufrientes por guerras, por lo tanto pobres, injusticiadas y hermanas.
Tomado de la cronología que hace el excelente teólogo e investigador bíblico Ariel Álvarez Valdés podemos hacer una interpolación a la moral de los padres del judaísmo tal cual ocurrieron los hechos que tendrían que servir como antecedentes fundacionales y ejemplo a sus herederos actuales.
La conquista de Jerusalén fue uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de Israel. Ningún otro hecho posterior influirá tanto en la vida y en el pensamiento de los israelitas, como la toma de esta ciudad por parte del rey David. Sin embargo, a pesar de la importancia excepcio­nal que tuvo aquel suceso, la Biblia apenas le dedica 3 versículos para contarlo (2º Sam 5; 6-8). Los cuales, para peor, están redactados de una manera tan oscura y cifrada, que prácticamente resulta imposible entender qué sucedió ese día, ni cómo fue la conquista.
El texto dice así: “El rey con sus hombres marchó hacia Jerusalén para atacar a los yebuseos que vivían en esa re­gión. Se le dijo a David: `No entrarás aquí, porque te echarán los ciegos y los rengos´. Querían decir: `No entrará Da­vid aquí´. Pero David conquistó la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Dijo David ese día: `Todo el que quiera atacar a los yebuseos que tome el sinnor. Y a los ciegos y rengos, David los aborrece con toda el alma´. Por eso se dice: `Ni los ciegos ni los rengos pueden entrar en el Templo´”.
¿Qué significa este párrafo? ¿Cómo fue realmente la con­quista de Jerusalén'? ¿Por qué la Biblia lo cuenta en tan po­cas líneas, cuando otros hechos menos importantes (como por ejemplo la conquista de Jericó) aparecen descriptos mu­cho más ampliamente? ¿Hay algo que el relator quiso ocul­tar? ¿O tal vez no se trató de un acontecimiento demasiado glorioso?

La ciudad de Jerusalén fue fundada alrededor del año 4000 a.C., por un grupo de pobladores de origen desconocido. Se alzaba sobre una pequeña colina de 100 metros de altura, llamada Ofel, en el país de Canaán. En aquel tiempos Jeru­salén no era aún una verdadera ciudad, sino apenas un case­río compuesto por un conjunto de grutas excavadas en las rocas, que servían de viviendas a sus primitivos habitantes.
Pero hacia el año 3000 a.C. llegó a Canaán un pueblo procedente de Siria, que le cambiará la vida y la historia a la ciudad: eran los yebuseos. Estos inmigrantes, no bien llega­ron, descubrieron las ventajas de la estratégica colina. Por una parte contaba con una fuente de agua vecina, lo cual resultaba indispensable para la supervivencia en aquella ca­lurosa región. Por otra, la colina se hallaba rodeada de pro­fundos valles (al este corría el Cedrón, al oeste el Tyropeón, al sur estaba aislada por la confluencia de ambos valles, y al norte por una hondonada del terreno), lo cual le ofrecía una excelente protección en caso de un ataque militar enemigo. Por eso, los yebuseos decidieron conquistar el lu­gar e instalarse allí.
La ciudad pasó a llamarse Uruslaalim, que significa "fundación de Shalem", porque Shalem era un dios yebuseo.
Con el paso del tiempo los yebuseos se dieron cuenta de que era necesario proteger su capital con un muro de defensa, a fin de hacerla más segura frente a las constantes incursiones de los pueblos vecinos. Y así, en el año 1800 a.C. edificaron una fuerte muralla alrededor del poblado, la cual se convirtió en la primera fortificación que tuvo Jerusalén en su historia y la que la transformó en una verdadera ciudad.
Siglos más tarde se produjo la llegada de las tribus israelitas a Canaán. Y con ellas el panorama cambió. Poco a poco fueron penetrando en el país y tomando posesión de las tierras, unas en la zona norte (en las regiones que más tarde se llamarán Galilea y Samaría) y otras en el sur (Judea). Así comenzó lentamente lo que se conoce como la "conquista de la Tierra Prometida": atacaron y se apoderaron de las ciudades enemigas, los pueblos, las aldeas, los campos, las montañas. Y cuan­do no podían derrotar a alguna ciudad demasiado poderosa, entonces hacían un pacto con ella, se instalaban a su lado y se quedaban a vivir en el mismo territorio.
Pero los israelitas nunca llegaron a dominar todo el terri­torio de Canaán ya que doscientos años después de su llega­da aún quedaban numerosas ciudades sin conquistar, espe­cialmente en la zona de la costa y la llanura.

En al año 1020 a.C. ocurrió un hecho de trascendental importancia: las tribus de Israel decidieron por primera vez tener un rey para que las gobernara, cansadas de ser dirigidas por caudillos esporádicos, que surgían en momen­tos de peligro para defenderlas, pero que desaparecían en cuanto estos cesaban. Querían, a semejanza de los otros pue­blos vecinos, tener estabilidad política y una conducción fuerte que les permitiera enfrentar a sus enemigos con ma­yor probabilidad de éxito.
El elegido fue un miembro de la tribu de Benjamín, lla­mado Saúl, que se convirtió así en el primer rey de Israel, como ya hemos mencionado.
Saúl consiguió durante su reinado varios éxitos militares, pero su vida tuvo un trágico final, pues en el año 1008 a.C. fue vencido en una sangrienta batalla por sus tradicionales enemigos, los filisteos, en las montañas de Gelboé. Al verse herido y derrotado, Saúl se suicidó. Y para peor, en esa misma batalla murieron también tres de los hi­jos de Saúl, con lo cual todas las esperanzas puestas en la familia real se derrumbaron.
Las tribus israelitas no se desanimaron y eligieron entonces a un joven llamado David, procedente de las tribus del sur, para que reemplazara en el trono al fallecido monarca.
Da­vid -que por entonces era ya un experto militar- aceptó gus­toso la propuesta y pasó a ser el segundo rey que tuvo Isr­ael. Instaló su nueva capital en la ciudad de Hebrón y desde allí gobernó el país, ganándose el respeto y la estima de to­dos sus súbditos por su sabiduría y prudencia.
David llevaba ya más de 7 años como rey cuando advir­tió un serio problema interno en el país. La ciudad desde donde él mandaba, Hebrón, se hallaba en pleno territorio sureño. Y esto suscitaba la desconfianza y los recelos de las tribus del norte que no veían con buenos ojos a un rey pro­cedente del sur y que además los gobernara desde allí. Era necesario encontrar una capital más al norte, que pudiera ser vista como neutral por todas las tribus israelitas.
Entonces David dirigió sus ojos hacia Jerusalén.
Corría el año 1000 a.C. y Jerusalén seguía siendo habita­da por los yebuseos. A pesar de los varios intentos que habían hecho las tribus israelitas por cap­turarla (Jc 1; 8) nunca habían logrado vencer sus murallas ni doblegar su poderío (Jc 1; 21). Por eso habían aprendido a respetarla y a convivir pacíficamente como buenos vecinos. Más aún: habían hecho con ellos un pacto de no agresión, jurán­dose mutuamente respetar sus distritos, sin invadirse ni ata­carse.
Al abrigo de este acuerdo, Jerusalén había crecido. Ahora ocupaba la extensión de unas 5 manzanas sobre la colina de Ofel y su población alcanzaba ya los 2000 habitantes; los cuales habían llegado a construir una fortaleza para prote­ger mejor la ciudad en caso de ataque, a la que llamaron Sión (2º Sam 5; 7).
David se dio cuenta de que Jerusalén era la ciudad que necesitaba. Se encontraba estratégicamente ubicada, tenía poderosas murallas, estaba justo a mitad de camino entre el norte y el sur. Y, lo más importante, se trataba de una ciudad perfectamente neutral, ya que nunca había pertenecido a ninguna tribu hebrea.
El rey, entonces, tomó la drástica decisión de marchar contra ella y capturarla. El ataque, dice la Biblia, lo realizó David "con sus hombres", es decir, con el pequeño ejército personal que él tenía, y no con el ejército regular formado por las tribus israelitas. De este modo, el triunfo se debería sólo a David y no a las tribus hebreas.
Cuando los yebuseos se enteraron de que David estaba preparando un ataque, quedaron pasmados. ¿No habían acor­dado, acaso, un pacto de no agresión, mediante una alianza? ¿Cómo era posible que ahora el rey de Israel tramara una batalla contra ellos?
Los yebuseos, entonces, prepararon todo para el comba­te, de manera tal que cuando llegó David con sus hombres a poner sitio a la ciudad, la encontraron pertrechada tras sus murallas. Antes de comenzar la refriega, los yebuseos le re­cordaron a David el convenio que tenían ambos pueblos. Este parece ser el sentido de la enigmática expresión que trae el relato: "No entrarás aquí, porque te echarán los ciegos y los rengos". En efecto, actualmente los arqueólogos han descu­bierto que en muchos tratados y pactos antiguos solía recurrirse a la magia, maldiciones y maleficios, como una manera de obligar a cumplirlos y de amenazar a quien los rompiera. Y eso fue lo que, según el texto bíblico, hicieron los yebuseos con David y sus hombres: les recordaron que en caso de atacar la ciudad, serían como ciegos y rengos, es decir, caerían bajo el hechizo de la maldición que ambos habían pronunciado. Por eso el relato aclara: "Lo que que­rían decir era: No debe entrar David aquí".
Sin embargo David estaba resuelto a tomar la ciudad. La pregunta era: ¿cómo lo haría? Porque más allá de la maldi­ción que la protegía, Jerusalén contaba con unas inexpugnables murallas defensivas.
Pero David tenía un plan secreto: atacar el sinnor.
David sabía que la mag­nífica Jerusalén tenía un punto débil: su provisión de agua.
En efecto, la fuente que abastecía a la ciudad se hallaba afuera de las murallas, al pie de la pendiente oriental de la colina. El agua brotaba, a intervalos regulares, dentro de una gruta que, con forma de pileta, servía como depósito natural del líquido. Y una vez que se llenaba esa gruta, el agua sobrante rebasaba y fluía por la pendiente de la colina, hasta perderse en el fondo del valle.
Ahora bien, en época de paz las muchachas de la ciudad salían cada mañana con sus cántaros al hombro, y bajaban hasta la gruta a buscar el agua que necesitaban para ese día. Pero ¿qué hacían en tiempos de guerra, cuando las murallas se cerraban y nadie podía salir de la ciudad?
Para solucionar el problema los yebuseos habían ideado un ingenioso sistema hidráulico. Desde el interior de las murallas excavaron un túnel vertical, a través de la roca de la montaña, hasta alcanzar el nivel de la fuente de agua. Desde allí excavaron otro túnel horizontal, hasta desembocar en la gruta donde brotaba el agua. De ese modo, en caso de un ataque enemigo, los yebuseos no tenían más que bloquear herméticamente la entrada exterior a la gruta, y entonces el agua en vez de fluir hacia afuera fluía hacia el túnel horizon­tal que habían hecho, hasta llenarlo; y una vez allí, con cuer­das y baldes se la podía hacer subir por el túnel vertical, sin necesidad de salir de la ciudad.
La estrategia ideada por David para tomar Jerusalén fue desbloquear el sinnor, o sea, la puerta de entrada de la gruta del agua que había sido clausurada y camuflada por los yebuseos. Así, el agua en vez pasar hacia el túnel interior se volcó hacia afuera, hacia el valle, y todo el sistema hidráulico construido por los yebuseos quedó inutilizado. Sin su líquido vital, los sitiados no tuvieron más remedio que rendirse y entregar la ciudad.
Si bien es muy poco probable que hayan permitido a los extranjeros curiosear por el interior de la ciudad, y menos aún en los túneles secretos, o en los lugares estratégicos de los que dependía la seguridad militar de la ciudad, la verdad es que los yebuseos tampoco podían es­conder demasiado celosamente aquella fuente de agua, que en tiempos normales de paz se derramaba abundantemente hacia el valle del Cedrón, ante la vista de todo el mundo. En definitiva, la confidencial puerta de la fuente de agua resul­tó ser un "secreto a voces" para cuantos pasaban por las afue­ras de la ciudad, sean extranjeros o habitantes de Jerusalén. El líquido sobrante que luego de llenar la gruta salía hacia el exterior y corría a través del valle, era el talón de Aquiles de la ciudad que la ponía en serio peligro en caso de un ataque enemigo. Y más todavía si el enemigo había vivido por muchísimos años a pocos pasos de Jerusalén.
El rey David conquistó la ciudad de Jerusalén sin arrojar una sola flecha, sin un solo muerto, sin heridos y sin librar com­bate alguno. Presionándolos con el agua, simplemente obligó a los yebuseos a firmar un nuevo pacto, mediante el cual le permitía a él instalar allí su capital, su palacio y su lugar de culto. Pero sin exigir a sus habitantes que abandonaran la ciudad. Les permitió seguir viviendo junto a él y a sus hombres. Por eso tampoco el relato menciona a ningún rey enemi­go vencido ni depuesto por David luego de la toma de la ciudad, como es habitual en los relatos de conquista militar.
La conquista de Jerusalén aconteció sin penas ni gloria desde el punto de vista castrense. Fue un episodio insignificante en los anales militares de Israel. Por eso el autor del Libro de Samuel lo menciona poco menos que de pasada, como quien tiene poco que con­tar y menos que festejar.
Pero algunos años más tarde, cuando Jerusalén se convir­tió en la ciudad más sagrada de Israel, y cuando David se convirtió en el rey más grande de su historia, entonces otro autor volvió a escribir la historia de David y de sus proezas. El relato está en el libro de las Crónicas. Y cuando llegó a la conquista de Jerusalén (lº Crón 1; 4-6) no la contó como el libro de Samuel, sino de la siguiente manera: "Marchó David con todo Israel contra Jerusalén, o sea, Yebús. Los habitantes del país eran yebuseos. Y decían los habitantes de Yebús a David: `No entrarás aquí'. Conquistó David la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Y dijo David: `El que primero ataque a los yebuseos será jefe y capitán'. El primero en atacar fue Joab, hijo de Sarvia, y se convirtió en jefe".
El libro de Samuel contiene el relato original de la intras­cendente conquista de Jerusalén. Crónicas, en cambio, añadió ciertos cambios y ampliaciones, y lo convirtió en una verdadera hazaña nacional. Y así recuperó, para la Biblia y para sus lectores, el verdadero sentido de aquel episodio: el haber sido una gloriosa empre­sa de Israel, pues Dios había destinado a Jerusalén para que fuera la ciudad central de sus bendiciones: la que vio morir y resucitar a Jesucristo, el teatro de la redención del mundo, la “ciudad de paz” (eso significa “Jerusalén”), que aún espera irradiar a toda la humani­dad los efectos de la salvación, lejos de los mezquinos intereses y odios que hoy la hacen sangrar.


El paraíso ahora


La excelente y multipremiada película palestina “El paraíso ahora” (2007) retrata un crudo cuadro social sobre la vida cotidiana y la inmolación de un simple muchacho palestino creyente. Este personaje, ante la desilusión y desesperanza de una vida mínimamente digna, llega a plantear:  “la muerte es mejor que la enfermedad (...), si no se puede vivir como iguales, entonces podemos morir como iguales”... Terrible conclusión de un creyente a una realidad que no tendría por qué ser así. Tamaño desencanto con la viabilidad fáctica del proyecto de Dios con respecto a un mundo con sus dones para todos. Trágica metáfora de las múltiples muertes del espíritu, anteriores al del cuerpo mismo, sobre esa vida en abundancia que predicó también para todos y cada uno de nosotros su hermano judío Jesús.
Cuando a Hany Abu-Assad -escritor y director de esta película- se le preguntó si tenía esperanzas de paz en la región, respondió: “tengo fe en la voluntad de los buenos judíos, esos que a través de 4000 años se las han arreglado para ser la conciencia del mundo”; para luego agregar que “por eso Hitler los había querido exterminar, para hacer más fácil el desterrar la ética y la moral del mundo”.
Quizá este joven realizador palestino estuviese pensando en lo mejor de la historia de sus iguales judíos, “nuestros hermanos mayores en la fe” en palabras de Juan Pablo II, y de quienes los cristianos hacemos propias sus revelaciones del Antiguo Testamento y le heredamos.
Ojalá lo mejor del pueblo judío sepa detener a estos dirigentes asesinos que, lejos de dar gloria a ese Dios de sus antepasados, lo humillan de la forma más vergonzosa.


No hay comentarios:

Publicar un comentario