AMOR TEOLÓGICO Y PERDÓN DE LAS OFENSAS. (Sobre textos de Ariel Álvarez Valdez con actualización de Gabriel Andrade)
“Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como Hijos de Dios” (Mateo 5; 9). Bienaventuranza donde Jesús expresa el ideal de los que quieran hacerse dignos del Padre. Un Dios Padre infinitamente misericordioso pero infinitamente justo a la vez; por lo que necesariamente esa paz que predica Jesús deberá fundarse sobre la justicia a partir de la cual poder derivar la posibilidad del amor y del perdón, tanto en un conflicto individual como uno social, político o bélico.
“Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una majilla, preséntale la otra...” (Lucas 6; 27-29). Quizás en ninguna otra parte como aquí Jesús expone el elevado ideal de su proyecto existencial. Revolucionario y exigente sermón de la montaña en donde, entre otras tantas cuestiones fundacionales de la nueva buena, Jesús da indicios de los mecanismos de contra-violencia.
La violencia nunca termina en el hecho sólo del atacante ya que la víctima también la desea al ver el uso provechoso por parte del victimario y por el aun más humano sentimiento de venganza. Con este mecanismo es imposible que se constituya la justicia sino que todo deriva en venganza, haciendo del potencial triunfo sobre el opresor una nueva injusticia del mañana por parte del oprimido. Un círculo vicioso interminable que sólo puede asegurar el desastre.
Jesús pide la elección voluntaria de hacer el bien, rogar por los que despreciamos y poner la otra mejilla. ¿Pero se puede criteriosamente “mandarnos” sentir afecto en contra de nuestros sentimientos? ¿Se puede “inventar” un sentimiento como el amor si no surge espontáneamente? ¿Es humanamente posible amar a los enemigos?
Parece un pedido imposible de cumplir y hasta ridículo.
¿Es posible que realmente Jesús haya pedido esto?
Para empezar hay que detenernos a hacer una necesaria acotación sobre el idioma griego, lengua en la cual se escribieron los Evangelios.
Este idioma hace una distinción sobre lo que en los idiomas latinos llamamos “amar” -abarcando todo un abanico de sentimientos- y le asigna cuatro verbos diferentes:
-el verbo “erao”, de donde deriva el adjetivo “erótico”, es usado para designar el amor sexual, instintivo, pasional, de atracción mutua, que nace entre amantes e implica relaciones carnales. Por ejemplo, en el libro de Ester se dice “el rey Asuero amó (erao) a Ester más que a las otras mujeres de su corte” (2; 17). En el libro de Ezequiel se lee: “por haber hecho esto, voy a reunir a todos los que te amaron (erao) y con los cuales gozaste, y descubriré tu desnudez delante de ellos” (16; 37).
-otro verbo es el “stergo”, usado para designar el amor familiar, doméstico, entre padre e hijo, un amor que no se merece porque más bien nace naturalmente a partir de los lazos de parentescos. Platón decía “el niño ama (stergo) a quienes lo han traído al mundo y es amado (stergo) por ellos”. Pablo en su carta a los romanos le pedía “tengan una caridad sin fingimiento, detestando el mal y uniéndose al bien; y ámense (stergo) cordialmente los unos a los otros” (12; 16). Aquí Pablo adrede usa este verbo para significar que se debían amar todos los cristianos como una gran familia.
-un tercer verbo es el “fileo”, que es usado para referirse al amor amistoso, de camaradería, afectuoso, cálido, a veces traducido como “querer” y del que deriva “filos”, amigo. Un amor que de algún modo presupone una respuesta de la otra parte y que está emparentado con la amistad, muy empleado en el nuevo testamento. Así, cuando Lázaro -el amigo de Jesús- enfermó, sus hermanas mandaron a decirle: “Señor, aquel que tu amas (fileo) está enfermo”. (Jn 11; 2). Y cuando María Magdalena encuentra la tumba vacía de Jesús sale corriendo para buscar a Pedro y “al otro discípulo a quien Jesús quería (fileo)” (Jn 20; 2). Jesús en la última cena les dice “ustedes son mis amigos (filos) si hacen lo que yo les mando” (Jn 15; 14).
-pero existe una cuarta acepción de “amar” en el idioma griego y es el verbo “agapao”, el que se refiere al amor caritativo, de benevolencia, de buena voluntad, que se da sin esperar nada a cambio. Un amor de entrega y de sacrificio. Es el verbo que usa Juan cuando escribe el relato de la última cena: “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado (agapao) a los suyos, los amó (agapao) hasta el extremo” (13; 1). Y cuando Jesús les dice: “como el Padre los amó (agapao) yo también los he amado (agapao). Permanezcan en mi amor (agápe)” Jn (15; 9). También cuando les recuerda a los apóstoles: “no hay mayor amor (agápe) que dar la vida por sus amigos” Jn (15; 13).
Según esta última categoría de amor, no importa lo que los otros hayan hecho; siempre está la opción de “amar” sin la necesidad de “sentir algo” ya que consiste en “hacer algo”. Se puede prestar un servicio o brindar una ayuda sin necesidad de sentir nada. Un amor que no implica lo afectivo sino lo efectivo; un amor racional. Este es el llamado “amor teológico”, el amor total.
Justamente, cuando Jesús se refiere al amor hacia los enemigos utiliza el verbo “agapeo”. Jesús nunca pidió amar a los enemigos como se ama a los afectos. El amor que Jesús exige no depende de un sentimiento sino que se adopta por elección, es una actitud, una determinación que pertenece a la voluntad, incluso en contra del sentimiento. Es prestar un servicio de caridad a aquel que alguna vez nos hizo mal.
Pero el mensaje de Jesús no termina allí. Él habla de “poner la otra mejilla”; o sea, además de exigir un amor de servicio a los enemigos pide el perdón para con ellos. ¿Pero qué es exactamente “perdonar”? ¿Se podrá perdonar siempre a los enemigos? ¿Cual será el alcance de este perdón?
Parece injusto perdonar una ilimitada cantidad de veces cuando la ofensa se repite y, más aun, cuando no haya arrepentimiento. Los antiguos judíos afirmaban que había que perdonar hasta tres veces y la cuarta no; porque así actuaba Dios en el Antiguo Testamento, castigando a la cuarta vez: “por los tres crímenes de Damasco, y por el cuarto, no los perdonaré” (Amós 1; 3), “por los tres crímenes de Gaza, y por el cuarto, no los perdonaré” (Amós 1; 6), “por los tres crímenes de Tiro, y por el cuarto, no los perdonaré” (Amós1; 9), y lo mismo va diciendo de Edom, Ammón, Moab, Judá e Israel (Amós 1; 11 – 1; 13 – 2; 1 – 2; 4 – 2; 6). Y entonces, como no había que pedirle a un hombre que fuera más misericordioso que Dios, la ley no obligaba a perdonar más de tres veces.
Pero Jesús dijo a Pedro que debía perdonar “setenta veces siete” en el relato de Mateo (Mt. 18; 22). En el relato que hace Lucas sobre la misma enseñanza no pone límites de la cantidad en el tiempo y dice: “si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y las siete veces te dice `me arrepiento´, debes perdonarlo” (Lc. 17; 4).
Se desprende de esto que hay que perdonar “perfectamente” siempre, sin poner límites. El perdón propuesto por Jesús no es una excepción ni un favor que se le hace a alguien, sino una forma de vida que sirve para ligar las redes humanas en la nueva comunidad del pueblo de Dios.
Cuando Jesús usa la expresión “setenta veces siete”, además de remarcar superlativamente el número siete y su decena -usado como símbolo de perfección en el lenguaje bíblico- hace un contrapunto a la historia del Génesis donde el malvado Caín “se vengaba siete veces” de un daño recibido (Gn 4; 15). Acentuado generacionalmente, este comportamiento en uno de sus descendientes, el nieto Lámek, por cada ofensa recibida se vengaba “setenta veces siete” (Gn 4; 17-24); haciéndose una espiral de venganza y violencia tal que, arruinada definitivamente esa sociedad israelita, el mismo Dios terminó destruyéndola con el diluvio universal.
Jesús propone entonces, para la comunidad del hombre nuevo, que a las ansias de venganza se le oponga el perdón fraterno. Así se salvará del desastre la nueva sociedad que a partir de Él se estaba fundando. Y para afirmarlo todavía más lo dejó inmortalizado en la oración comunitaria por excelencia, el padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Lucas 11; 4).
Sin embargo, el perdón cristiano tiene características particulares que exceden lo que coloquialmente entendemos por perdón. Solamente a raíz de estas confusiones es entendible el por qué el perdón es uno de los mandatos de Jesús que a sus seguidores más les cuesta cumplir, cuando debiera ser uno de los más deseados y buscados para llevarlo a cabo por lo provechoso que resulta a la persona ofendida.
El primer error consiste en creer que cuando uno perdona le hace un favor al enemigo. En realidad al único que le hacemos un favor es a nosotros mismos. La carga emocional que conlleva el resentimiento, el rencor, la bronca, el odio, perjudica directamente nuestra salud física y mental, cuando generalmente el objeto de nuestro encono no se entera. Y si se entera quizás lo disfruta. Es el error en creer que el que perdona pierde, cuando es al revés; el que perdona gana.
El odio produce muchísimo mayor daño al que lo tiene que al que lo pueda recibir, porque, aunque el ofendido no lo quiera, pasa a depender del ofensor, se ata a él, a su recuerdo o a su presencia y deposita en él un poder que solamente es potestad del ofendido ceder, definiendo su estado de ánimo, su armonía, sus alegrías, sus sueños y su salud en general. El ofensor con su solo recuerdo lo termina limitando gravemente. En cambio, si perdona, se libera y pasa a controlar nuevamente su vida en plenitud.
Jesús, justamente, es el gran liberador, un liberador integral. Y no sólo del pecado personal que nos enemista con el Padre, sino también de los pecados sociales de injusticia y de opresión política, económica y social; de todas las miserias humanas y de las enfermedades, sean del orden que fueran. Cuando pidió este perdón lo pidió pensando primero en nosotros, no en los demás. Este es el significado profundo de: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10; 10).
El segundo error consiste en creer que perdonar significa justificar, que de algún modo se “comprende”, que se minimiza la ofensa y “aquí no ha pasado nada”. No, en absoluto; sería una falta de respeto hacia uno mismo. Sería hasta indecente cerrar los ojos y ser indiferentes a ciertas ofensas, por lo grave que éstas pueden llegar a ser. Cuando se perdona es porque primeramente se tiene la convicción de que el otro ha obrado mal ofendiéndonos, perjudicándonos, lastimándonos; pero se elige y se decide perdonar por la liberación de uno mismo (no pensando en hacerle un bien al otro), para preservar nuestra salud y nuestra felicidad. De ninguna manera es disculpar, o sea, liberar de culpa al otro. No, para nada; no es ni minimizar el agravio ni convertirse en cómplice pasivo por debilidad o chatura moral. Es simplemente asumir una actitud de vida que implica una preservación de nosotros mismos.
El tercer error consiste en creer que perdonar es olvidar. De ninguna manera; es más, sería un grave error que hasta se puede tornar peligroso. En ningún lado se lee que Jesús hubiese pedido semejante cosa, que además hubiese sido ridícula ya que el olvido depende de la memoria, que a su vez no es algo que pueda manejar la voluntad. Por el contrario, el recuerdo tiene una directa relación con la carga afectiva, y lo que nos ha lastimado tiene generalmente una enorme carga de emotividad por lo que se fija especialmente en el recuerdo. Lo que sí se puede optar es por no sufrir un desgaste interior, dañino a nuestra salud, a partir del rencor y la intoxicación moral que un recuerdo doloroso nos produzca al traerlo voluntario y repetitivamente a un continuo presente.
Además, el olvido no es una “virtud” bíblica. Por eso es tan curioso cómo cierta parte de la jerarquía católica argentina pida a las víctimas del terrorismo de estado “olvidar” los males del pasado. No existe teología que sostenga tal “mérito”, ni psiquis que pueda hacerlo...
El cuarto error consiste en creer que perdonar significa restaurar las cosas al estado anterior. No es así. No solamente en muchas ocasiones es imposible desde lo emocional sino que generalmente es imprudente y hasta ingenuo. Volver a creer en una pareja que nos engañó, en un empleado que nos robó, en un amigo que nos traicionó, como si nada hubiese ocurrido, es verdaderamente estúpido. Esto jamás lo pidió Jesús. Es más, el perdón que Él pregonaba no impedía que el ofendido reclamara la restitución de los derechos, más un justo resarcimiento por parte del ofensor junto con los castigos que correspondieran, todo dentro de una justicia libre de venganza.
Los procesos civiles y penales a los que las leyes puedan someter a nuestros ofensores son legítimos y se hace prudente hacerlas cumplir.
Esto no impide que, para nuestro bien, se perdone interiormente sin perjuicio del castigo que corresponda según las normas sociales.
El quinto y último error consiste en creer que perdonar tiene como condición el esperar que el ofensor se arrepienta y presente las disculpas del caso. Esto no puede ser así ya que, de serlo, tendría el ofensor el control sobre el ofendido y la posibilidad de sanar del mal recibido estaría condicionada por aquel. El perdón dependería de que el ofensor diera al ofendido la posibilidad de ejercerlo, frustrándolo si no se aviniera a disculparse. Jesús no condicionó el perdón a nada. No condicionó a Pedro a que primero le viniesen a pedir disculpas. Sólo dijo “lo perdonarás setenta veces siete”.
Y aquí es válido hacer una acotación y distinguir entre el perdón humano, nuestro, y el perdón divino.
Para que Dios perdone existen tres condiciones: 1º, hacer un sincero examen de conciencia, 2º, el más importante, arrepentirse de los pecados cometidos y 3º, tener la voluntad de no repetirlos y estar dispuestos a cumplir la penitencia. Es lo que nos enseñaron en el catecismo de chicos y lo que nos enseña la parábola del hijo pródigo ente tantas otras (Lucas 15; 11-32).
El perdón de los hombres es distinto al de Dios porque Éste perdona para sanar a los hombres del pecado y devolvernos su amistad; por eso hace falta que estemos arrepentidos y le pidamos disculpas. Dios no necesita ser sanado. Los hombres deben perdonar, primeramente, para no enfermar o ya enfermos poder sanar. Y para eso no hace falta que el otro se arrepienta. Basta con una disposición interna de cada cual.
¿Qué es el perdón en definitiva? El perdón es, ante todo, una decisión.
Cada uno la puede tomar o no, según le parezca; está en nuestra libertad y es independiente del sentimiento o de lo que haga el otro. El perdón no está subordinado a nada y sólo depende de que la persona elija hacerlo. El perdón es algo que se realiza en el interior de cada uno a partir de un diálogo con Dios, realizando todas las plegarias que sean necesarias o buscando la ayuda profesional que fuese pertinente, hasta poder concederlo, si esa fuera nuestra voluntad, en la intimidad del corazón.
Entonces, cuando la persona descubre que ya no le desea el mal al que lo hirió, cuando ya no busca venganza, cuando cree que lo podría ayudar si lo necesitara, entonces se tienen buenas razones para pensar que el perdón se ha concedido y asumido.
Este tipo de perdón, proyectado a una comunidad -entendida ésta como la suma de voluntades individuales en un mismo sentido común- es extensible y aplicable a las profundas heridas que puedan causar el peor flagelo al que pueda ser sometida una sociedad, como en el caso de genocidios, guerras y masacres de toda índole.
Si se elige el camino de este tipo legítimo y digno de perdón -con toda su impronta de liberación- se estará en condiciones de poner la otra mejilla como actitud de vida individual y social, y así -casi paradójicamente- estar en las mejores condiciones para comenzar un peregrinar por los angostos caminos de una verdadera justicia, lejos de cualquier venganza y transitando el sueño y la esperanza de esa nueva sociedad del hombre nuevo, constructor del Reinado de Dios, que lleve a una paz sólida.
En la libertad de esta elección dependerá buena parte del futuro de todos y cada uno de nosotros sobre este mundo.
jueves, 15 de enero de 2009
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