jueves, 15 de enero de 2009

XXIV Seminario de Formación Teológica - Desarrollo de Ejes temáticos

EJES TEMÁTICOS
24º SEMINARIO DE FORMACIÓN TEOLÓGICA 2009
CHAPADMALAL – ARGENTINA
INDICE



EJE HISTÓRICO

Historia política imperial de la opresión.......................................................................3
Historia política eclesial de la opresión........................................................................7



EJE DE LAS CULTURAS Y MEDIOS

Reconstrucción de las identidades populares............................................................11
Mitos, símbolos y fetiches..........................................................................................11
La identidad humana..................................................................................................15
Identidad, memoria y arquetipos................................................................................17
Identidad, proyecto y utopías.....................................................................................18



EJE HISTÓRICO

Jesús frente al dinero y los actores sociales..............................................................23
Dios y las riquezas para todos...................................................................................27
Una propuesta invencible: la construcción del Reinado de Dios...............................37

Eje histórico

Historia política imperial de la opresión
Vayamos al convulsionado siglo XX, cuando Theodore Roosevelt (presidente EEUU, 1901-1909), dijo refiriéndose a nuestra América Latina: “creo que será larga y difícil la absorción de estos países por los Estados Unidos mientras permanezcan católicos”.
El informe Rockefeller “La cruz y la espada” de 1969 señalaba al Departamento de Estado Norteamericano el potencial peligro que representaba para su política de sometimiento los sectores nacionalistas del ejército de extracción popular y el ala progresista de la Iglesia Católica, con su teología liberadora nacida en las conferencias latinoamericanas de Medellín y Puebla. Aconsejaba entonces al gobierno norteamericano el apoyo a todo tipo de religiones que propugnaban una filosofía individualista, apolítica y apocalíptica, a fin de que eliminase en cada adepto ganado cualquier tipo de conciencia de lucha por condiciones de vida más justas para el conjunto. “Si el individuo es bueno, Dios lo va a ayudar. Si a alguien le va mal, es porque algo habrá hecho para que Dios lo castigue. La política es demoníaca y no hay que meterse individualmente ni en partidos, ni en sindicatos. Esto está reservado a los líderes de las iglesias, al igual que el discernimiento de todo lo agradable a Dios y lo que no lo es. Y a apurarse con la conversión que el fin del mundo está cerca”; es la apretada síntesis de esta nueva teología de opresión inventada y alentada por el imperio.
Cuando a mediados la década del 60 se dan los primeros pasos en los planes de ajuste en América Latina, las sociedades todavía poseían fuerzas de resistencia. Tanto es así que se generalizaron las movilizaciones y luchas populares que frenaron estos planes, e incluso avanzaron en nuevos proyectos que a veces lograron triunfos significati­vos, como los de Cuba, Chile, Nicaragua y hasta el intento en 1973 de retorno al estado de bienestar de la otrora Argentina de Perón y Evita. Estado de bienestar que junto al ideario católico formaron la cultura e identidad nacional argentina en las anteriores décadas.
Cuando esa resistencia fue quebrada por atroces dictaduras militares en la mayoría de nuestros países -o por métodos semejantes en los demás- tuvo el imperialismo como misión fundamental quebrar todas las organizaciones populares y romper toda posibilidad de proyecto alternativo.
Pasada la primera etapa de este proyecto y caídas las dictaduras militares -generalmente agobiadas por sus propias contradicciones- en una segunda etapa los gobiernos democráticos que les sucedieron no tuvieron ni la voluntad ni la fuerza suficiente para frenar y revertir el proceso de reconversión económica iniciado por el neoliberalismo conservador y de una u otra forma se terminó por minar toda fuerza de resistencia popular. El plan neoliberal conservador se impuso con todo su poder, avasallando endebles democracias más formales que efectivas y terminó de desarticular las débiles resistencias que todavía podían surgir de los sectores populares. En definitiva, resistencia para proponer el Reinado de Dios.
Detrás de esta “racionalidad económica” subyace una concepción del ser humano que delimita la grandeza del hombre y la mujer a la capacidad de generar ingresos monetarios. Exacerba el individualismo y la carrera por ganar y poseer a costa de los otros y de cualquier cosa, atentando contra Dios y la integridad de la creación. Se impone un orden donde prima la libertad individual de acceder al consumo de satisfacciones y placeres sobre el bien común. Desconoce así no sólo la gratuidad de los dones-riquezas de Dios para todos, sino en lo concreto la intervención del Estado regulador de la iniciativa privada; se opone a planes sociales, desconoce la virtud de la solidaridad y sólo “adora” a las leyes de mercado. A partir del control de los medios masivos de comunicación de masas estas ideas colonizadoras penetraron en nuestros países con contenidos simbólicos de gran narcotización. Reflexionando sobre esto, el obispo emérito Esteban Hesayne puntualizaría con meridiana claridad: “no se puede ser cristiano y neoliberal porque la fe cristiana promueve la cultura de la vida y la ideología neoliberal, en su realización histórica, es la antesala de la muerte para la mayoría excluida”.
El efecto más devastador producido por el imperialismo en esta nueva etapa denominada "globalización" y que impuso la ideología neolibe­ral-conservadora es la desestructuración social que ha devenido en la pérdi­da de identidad, desorientación, escepticismo, tristeza, falta de horizontes y desespe­ración del pueblo trabajador.
Lo que implicó este plan en el nivel macroeconómico fue un fraccionamiento al infinito de los sectores so­ciales y en especial de los que se hallaban más abajo en la escala social. Esto hizo que, además de las penurias económicas que fueron de una gravedad inusitada, estos sectores sufrieran una pérdida de identidad alarmante.
Sin identidad no hay sujeto. Estos sectores pasaron a ser objetos maneja­dos a voluntad. Cundió la sensación de desorientación y desamparo. La vida no tuvo más sentido, nada valía la pena. Los ideales colectivos quedaban pisoteados en el suelo, sus actores muertos o desaparecidos, la memoria aplastada e ignorada, los proyectos comunitarios fracasados, el sentido común dado vuelta. Ahora desde los centros de poder mundial se bajaba el mensaje de que las utopías colectivas habían llegado a su fin, sus profetas yacían crucificados y el Dios de los pobres había muerto. La nueva religión era el mercado e imponía un pensamiento único. Ahora se trataba de tener éxito apelando a cualquier medio; ya que el éxito -y el dinero que lo acompaña- “podían cualquier cosa”. Por lo tanto, “valía hacer cualquier cosa” para obtenerlos. Necesariamente entonces dejó de tener sentido común todo sentimiento de solidaridad, de justicia y de cualquier búsqueda de liberación colectiva.
El pueblo ya no se podría identificar más con aquellos ideales; el horizonte y toda referencia le había desaparecido y ahora tendría que buscar otros nuevos.
Es entonces que para salir del desamparo que provocó esta falta de identidad, los sectores populares recurrieron a las más diversas formas religiosas, en las que se mezclaron los símbolos, los fetiches, las supersticiones, las doctrinas exóticas y el pensamiento mágico. Como ya hemos explicado, incluso la Iglesia Católica -que siempre había pretendido mantener una equidistancia con los grupos de exaltado misticismo, casi ocultos hasta hace treinta años- dio cabida en su seno a los grupos carismáticos (fundados en 1967 en Argentina) que se expandieron de una manera asombrosa. Hasta la década del 70 hubiese sido impensable esa marea de "curas sanadores", que ahora están presentes en los sectores populares que recurren a ellos, los consultan y esperan sus “milagros”. Que como ya dijimos, al iguales que sus pares de otras religiones, prometen una salvación individual en reemplazo de la construcción del Reino de Dios en la Tierra como proyecto comunitario de liberación colectiva.

El imperialismo ha sido conciente desde hace mucho tiempo de la limitación e insuficiencia de las dictaduras militares y sus miles de desaparecidos y muertos en todo el continente. Ni con la gigantesca, proveedora de dependencia y “varias veces paga deuda externa” (Juan Pablo II; 1999) alcanzó. Llegado a cierto punto del desarrollo de dominación, el opresor necesitaba convencer al oprimido de que el orden establecido, el status quo, era el correcto y así extirparle de su espíritu el deseo de cambio. Necesitaba atacar en todos los frentes y procurar la destrucción ideológica; tanto del individuo, al desconocerse como sujeto, como de la sociedad en conjunto, desconociendo su vocación de libertad, su conciencia de clase, de lucha y de búsqueda de la verdad histórica y la justicia colectiva.
En ese sentido trabajó hasta la actualidad, sumándose a un fenómeno mundial en donde la política global está cada vez más marcada por lo que se da en llamar “política profética”. Las voces que se levantan como una “autoridad trascendental” están llenando cada vez más los espacios públicos y ganando los enfrentamientos cruciales. Cada vez más, cuando la gente puede elegir por lo secular y lo sagrado, prevalece la fe.
En el período en el que la modernización política y económica fue más intensa -los últimos 40 años- hemos sido testigos del crecimiento de la fe en todo el mundo. Las mayores religiones se han expandido a un ritmo que supera el crecimiento demográfico mundial. A comienzos de 1900, apenas poco más del 50% de la población mundial se dividía entre católicos, protestantes, musulmanes o hindúes. Al comienzo del siglo XXI estamos en el 64% y se espera un 70% para el 2025. Y no sólo se está extendiendo la observancia religiosa sino que los fieles se están volviendo más devotos. El incremento de una religiosidad básica consistente en creer “que Dios existe, que hace milagros, que tendrán que responder por sus pecados y que la oración es una parte importante de sus vidas”; ha crecido en la última década un 10% en países de gran desarrollo económico, populosos y disímiles como EEUU, China, Nigeria, Rusia, Sudáfrica, India, Egipto, México, Indonesia o Turquía. En todos estos países el maridaje entre política y religión es bien visto entre las masas, especialmente en los países árabes en donde la política es parte constitutiva del Islam, religión cuya identidad en las personas es superior a la propia nacionalidad.
En la revolución Iraní del 79 que impuso una teocracia en el gobierno, al igual que el ascenso de los talibanes en Afganistán, las luchas contra el apartheid en Sudáfrica en el 80 y 90 fortalecida con prominentes líderes cristianos como el arzobispo Desmon Tutu, en el renacer chiíta y en las luchas religiosas de Irak de posguerra, en la victoria democrática de Hamas en Palestina, el ascenso de los nacionalistas hindúes tomando el gobierno de la India en el 98, los conservadores judíos ganando las elecciones en Israel y los evangélicos en EEUU que con su activismo, influencia y base ideológica-religiosa fueron un factor de predicción más confiable para ganar las elecciones de Bush del 2004 que el sexo, la edad o la clase social. Esto es una muestra más que evidente de la relación estratégica entre religión y política.
El secularismo y la democracia le dieron mayor voz a la gente y la gente ha querido hablar de Dios y lo trascendente. El secularismo, lejos de poner bajo control al poder religioso, sólo le ha dado un alcance mayor a los movimientos políticos proféticos, muchos de los cuales emergerán de procesos electorales legítimos y populares pero, como se nota, no menos violentos que en el pasado.

En Latinoamérica, a medida que las dictaduras iban cayendo dando paso a las democracias, los movimientos evangélicos se fueron convirtiendo cada vez más en un influyente bloque a la hora del reparto del poder, especialmente en el populoso Brasil. En este país de 130 millones de católicos bautizados, el gobierno de Lula ha mudado en gran parte su alianza con la Iglesia Católica -cercana a la teología latinoamericana de la liberación con la que fundó el PT en los 70- a las iglesias neopentecostales que se han convertido en una fuente de apoyo que define elecciones al actuar en bloque con su multitud de candidatos a legisladores que se presentan como “obispos”, junto con la Iglesia Universal del Reino de Dios -quien impuso al vicepresidente Alencar- apoyándolo con todo su poder económico y político consistente en más de 50 radios, 70 canales de TV, un banco, varios diarios, unos 3500 templos y múltiples personerías jurídicas funcionales al enriquecimiento de este movimiento -especialmente de sus líderes- haciéndolos un factor político poderoso.
Dentro de esta nueva generación de movimientos creados por la modernización que avanzan su poder en los estados y los afecta, podemos reconocer los ya nombrados cristianos evangélicos en EEUU, el pentecostalismo en Latinoamérica y el Opus Dei y el Movimiento Carismático dentro de la Iglesia Católica Romana.
Este tipo específico de religiosidad no es la vuelta a la ortodoxia sino que se ha transformado en una neoortodoxia, igual de radical y conservadora en sus concepciones teológicas, políticas y sociales. Una característica de estas neoortodoxias es un despliegue de un aparato político sofisticado y toda la infraestructura que da la sicología de masas, la sociología, la comunicación social, la tecnología y el poder económico para reclutar miembros, fortalecer las conexiones con los antiguos, comprar voluntades políticas e influir en la esfera pública y prestar servicios sociales a manera de propaganda. Es una contracara a la misión que se llevó a cabo en la religión -especialmente después del Concilio Vaticano II- de movilizar a millones de personas en contra de regímenes totalitarios, coloniales o nativos, para transitar hacia la democracia y apoyar los derechos humanos, tanto en Latinoamérica como en el África Subsahariana, Europa del Este o Asia.
En un tiempo en donde con el aporte de los satélites mil millones de personas pueden alcanzar el mensaje del Evangelio (se calcula en no más de 30 mil las personas que escucharon a Jesús en toda su vida), miles de millones de dólares son utilizados para la narcotización social en nombre de Dios, ¡¡¡contra el proyecto de Dios!!!
La creencia de que los brotes de religión politizada son desvíos temporales en el camino hacia la secularización era admisible en décadas anteriores pero en este nuevo siglo ese argumento ya es insostenible. En el marco de la política global el secularismo es cada vez menos sólido y la religión gana terreno en forma agigantada. La modernización, la globalización y la democratización sólo la han hecho más fuerte y los gobiernos necesitan de ella para sus aspiraciones políticas.
En este marco, la batalla ideológica en la política desde la religión es fundamental para todo proceso liberador integral del hombre y de la sociedad en su conjunto.
A nivel global, el discernimiento del proyecto salvífico de Dios encarnado en los signos de este tiempo, es fundamental para separar el trigo de la cizaña y adoptar una teología universal que nos lleve a la construcción de ese Reino de verdad y justicia predicado por Jesús; aunque, como ya dijimos, sin olvidar el componente emocional e individual imprescindible para viabilizar lo esencial del mensaje liberador. Tanto como para no perder de vista aquello de Leonardo Boff de que “la cabeza piensa a partir de donde los pies pisan, y todo punto de vista es sino la vista desde un punto”.
Con las tres cuartas partes de la población mundial sobreviviendo en los límites de la pobreza es fácil adivinar que una teología universal necesariamente debe ser la que se mira y viene desde los pobres, más allá de los adornos que le pongamos para mejor difundirla a través de estos sectores populares. (“Teología desde el camino” pág. 218/223)

Historia política eclesiástica de la opresión
La década del 70 marcó para los argentinos la mayor derrota colectiva, social, política y económica de las fuerzas populares desde la batalla de Caseros en 1853.
Desde aquella década se ha marcado un aumento de una compleja trama de religiosidad popular de las más variadas creencias -muchas veces incompatibles desde lo dogmático entre sí en una misma persona- que han ganado terreno en el espíritu colectivo en detrimento de la fidelidad a las enseñanzas y la autoridad de la Iglesia Católica.
Cuando existe una crisis mundial de la cultura y de la civilización desaparecen los puntos de referencia colectivos. Es entonces cuando emergen experiencias místicas y religiosas que tienen la función de crear un horizonte de sentido a las personas que perdieron esa referencia. Es una vuelta de lo místico y de lo esotérico como forma de dar sentido a una sociedad inmersa en un mundo que ha perdido sentido.
El catolicismo también conoce esos fenómenos con los grupos carismáticos; personas que se ligan a misticismos que intentan superar o completar las deficiencias de un catolicismo institucional con esa visión más subjetiva. Es una época en que hay mucha más búsqueda de espiritualidad que de autoridad; que, por otra parte, está bastante desprestigiada. Esas prácticas prometen una salvación en forma de solución individual inmediata para los que están enfermos y no pueden ir a los hospitales o para los desempleados que tienen hambre. Pero esa solución es ilusoria porque luego reaparecen los fenómenos de desestructuración, desempleo y hambre ya que las causas de esas enfermedades continúan. Termina así siendo una “patología de lo religioso”; una manipulación de esa religiosidad inherente a toda persona que anestesia los problemas políticos sin darle una verdadera solución.
Esta religiosidad popular puede ser definida como ese conjunto de ritos, modos y creencias “profanas” (etimológicamente “fuera del templo”) articuladas de formas ambiguas, variables y al margen de los cánones oficiales de la fe.
Surgen así movimientos sociales cuyo origen es una identidad religiosa. El investigador y sociólogo Fortunato Mallimaci nos explica que “son grupos formados por hombres y mujeres que pertenecen a diversas confesiones religiosas y que organizadamente tratan de cambiar una determinada situación social. Cambiar una situación puede obedecer a que es in­justa por obra del sistema capitalista, o porque atenta contra el plan de Dios, o por la presencia del demonio; o puede ser considerada pecaminosa por el pecado constitutivo del hombre y la mujer. Para los que investigamos, poner al demonio como enemigo da gran fuerza y vitalidad. Si me quedo durmiendo el demonio sigue actuando. ¿Qué significa demonizar a un actor, a un sistema, a un grupo? Ustedes saben: al demonio ni perdón. Y hay que tener mucho cuidado con demonizar; las dictaduras se hicieron demonizando. Los compañeros que participaron de esos gobiernos estaban embebidos de ciertas concepciones religiosas y pensaban que actuaban en nombre del "gran bien", que es capaz de llevar a todo tipo de sacrificio. La di­mensión utópica-religiosa concebida como bien vs. mal hace militantes de hierro que van para adelante, y por eso los militantes cristianos son tan buscados”.
Desde el punto de vista psicológico -en el análisis del especialista Federico Pavlovsky- “se proponen entonces prácticas religiosas con ideas fuerzas simples y efectivas: las circunstancias adversas o negativas de la vida (como la pobreza, el desempleo, la enfermedad, la muerte, el desamor, etc) obedecen a `malos espíritus´ o a la `poca contemplación devota´ de la religión”, entendida ésta como un conjunto de ritos casi mágicos para sacar de su aparente indiferencia a un Dios, vírgenes o santos más o menos distraídos o directamente sádicos...
Esta religiosidad es a la que se refiere Freud cuando escribe que la cultura dominante se afianza a través de ”la ilusión de un deseo de plenitud que distorsiona la realidad, uniendo a la masa no por solidaridad sino por esos deseos. La religión es una defensa infantil de protección contra el desamparo”; análisis tal que complementa lo que escribiera Baruch Spinoza a sus contemporáneos -tres siglos antes- de “engañar con el nombre religión el temor (e ilusión) con que los esclavizan, de tal modo que combaten por su servidumbre cuando creen que luchan por su salvación”.
De este modo se entienden que la participación de la gente en estos movimientos religiosos no es sólo por la acción social que hacen sino, principalmente, por la espiritualidad o “emocionalidad” conque se manifiesten, por la concepción que tienen de Dios, de Cristo, del pecado, del demonio, de la vida. Actúan a partir de la concepción de que amar al próji­mo -dato constitutivo de los movimientos religiosos cristianos, judíos y musulmanes- tiene que expresarse en determinadas obras. “No el que diga ¡Señor!, ¡Señor!, entrará al Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en el Cielo” (Mateo 7, 21). El que cumpla la voluntad del Padre, el mandato de Cristo, su misión en el mundo. Lo que define, como siempre, es la interpretación que cada quien, manipulado o no, haga del tema. Por todo esto -y como consecuencia obvia- no existe movimiento religioso perdurable que no convine espiritualidad con autoridad, organización burocrática con creci­miento emocional.
Otra característica de estos movimientos religiosos en Argentina es que tienen una creencia nómade, en tránsito: la gente entra y se va. Pasa de la Virgen de Luján al pastor Giménez; toca un poco a los metodistas, de aquí van a San Cayetano; luego a la new age y matiza con el horóscopo o algún curandero.
Nos explica Mallimaci: “nuestras investi­gaciones nos dicen que la mayoría se queda no por el programa religioso que le dicen, sino por la emoción y la subjetividad que encuentran en el grupo. Muchos suponen que con programas y verdaderas creencias la gente participa; pero hoy sabemos que esta construcción subjetiva es fuerte en el momento de decidir creencias. Tenemos la idea de un Pablo de Tirso tumbado del caballo por un rayo y que se convierte instantáneamente, pero la conversión a una creencia es un largo proceso, con idas y vueltas, salidas y retornos, avances y retrocesos”.
Según un estudio de la socióloga Marita Carvallo, en 1984 el 62% de los argentinos se reconocía como una persona religiosa, cifra que trepó al 81% sólo en 15 años más tarde. De igual modo crecieron las convicciones religiosas basadas en intereses privados en desmedro de aquellas basadas en el bien común. Se afirma en el mismo estudio que existe un convencimiento de que no puede haber líneas directrices claras sobre el bien y el mal, puesto que lo bueno y lo malo depende de las circunstancias del momento y de cada quien (?). Con esta cómoda concepción se vacía de contenido la idea del bien y del mal, de ética, de moral, de verdad, de justicia, de libertad, de potestad, de soberanía, de fraternidad, de solidaridad, de liberación y de todos aquellos valores que alguna vez fueron sentido común en una sociedad que quería ser mejor para todos y heredarla a las generaciones próximas.
Mientras tanto, la Iglesia oficial tolera un “catolicismo light y cuentapropista; una construcción individual y subjetiva de las creencias que se transforma en una religión difusa y algo indiferente -que no significa increencia- y con un capital simbólico religioso que ha quedado a disposición de los que quieran utilizarlo y apropiárselo”, en palabras de Mallimaci; quien además destaca como característica sobresaliente de estas creencias “un fuerte contenido identitario de búsquedas de certezas en un particular momento de incertidumbre”.
Por otro lado, este “sentido por lo sagrado” de nuestro pueblo siempre se ha definido más por las formas y creencias difundidas en el cuerpo social a la medida de los consumidores que por la orientaciones de preceptos, dogmas o cánones eclesiales. A partir del proceso de secularización propio de la modernidad, tanto de lo social, lo económico o lo político, éste avanza diseminando e individualizando lo religioso, terminando así la Argentina por ser una nación “secularizada de cultura católica” con esta cultura que da, la mayor de las veces, identidad aunque no pertenencia.
La iglesia católica romana no puede o no quiere romper con la inercia de esta institución aburguesada y más interesada en conservar la cantidad de fieles que la calidad de su fe, dejando que personas que se identifican formalmente con ella persistan en las contradicciones de una fe híbrida y alejada de la esencia del proyecto de Jesucristo.
Para corregir esto se tendría que reabrir los debates históricos -principalmente sobre las cuestiones sociales- y volver a militar en la prédica profética del Concilio Vaticano II y las Conferencias Episcopales Latinoamericanas de Medellín y Puebla de los años 60 y 70, comprometiéndose la iglesia oficial con la liberación integral del pueblo oprimido y oponiéndose -como lógica consecuencia- a los mecanismos que los empobrecen.
En vez de esto, se habla ambiguamente de “humanizar las relaciones económicas” pero no se critica frontalmente a ese capitalismo enmarcado en el liberalismo conservador excluyente, ni se lo señala como ilegítimo e inmoral según el plan de Dios y responsable directo del empobrecimiento artificial de su pueblo. Mucho menos se da nombres propios ni se resignifica un imaginario social fuerte homogéneo, movilizador, simbólico y utópico con “enemigos claros y precisos”.
Como reacción correctiva a esta falta, desde hace cuatro décadas ha surgido militando la Teología Latinoamericana de la Liberación; nacida de la fe del Dios del éxodo, de la indignación de los profetas, de la práctica liberadora del Evangelio y de una experiencia espiritual frente a los crucificados de nuestra historia en los cuales se refleja el rostro torturado de Jesucristo.
Recordemos que es de teología social básica el hecho de que los pobres, naturalmente como tales, no existen, sino que existen los empobrecidos, ya que Dios dispuso las riquezas como dones de este mundo para todos y nadie que se conozca tiene un documento firmado por Dios cediéndole estas riquezas en particular... Pero puntualizar esto no parece estar en la voluntad de la institución Iglesia Católica.
Amenazada por esta contradicción que mina los dispositivos institucionales de la regulación de lo creíble, la institución católica reafirma teórica y prácticamente la centralidad del magisterio romano, mientras se suma en comparsa a disputarle en ese mismo nuevo terreno de misticistas, curadores y milagreros a las otras creencias.
Ahora bien, y citando nuevamente a Mallimaci “los cristianos, es­pecialmente la Iglesia católica, tiene presencia en sindicatos, en la e­ducación, en lo político, en el área de la salud. Históricamente, ciertos ministerios han sido colonizados por la presencia cristiana, sobre todo el de Educación y el de Trabajo. También la presencia religiosa institucional se encuentra en los grupos económicos y hasta hay empresas que han pro­pagado imágenes de Vírgenes y Santos en sus almanaques”.
Pero volviendo a las “comunidades emocionales” católicas -donde la Renovación Carismática es su principal expresión pero no la única- son las que compiten principalmente con las Pentecostales tanto a niveles medios como populares, planteando un conveniente catolicismo flexible en la identidad y dogmas; catolicismo de mensaje simple y efectista, de emociones y de la diversidad donde cada uno tiene su propia comprensión de lo religioso, de la modernidad, de lo social, de la pobreza, de lo vivencial, del bien y del mal, todo atravesado con un fuerte sesgo individualista, de la solución personal y privada.
En palabras del sacerdote Santiago Mac Guire “se manipula lo que llaman renovación por no abocarse de lleno a su vocación de testimoniar el Evangelio en la construcción en la tierra del Reino de Dios. Hacer esto significa no conocer a Jesús, fomentando un regocijo de grupo. Lo mágico deja de lado la vida, pasión y muerte de Cristo para ir detrás de la sanidad o cualquier otro bien no comunitario”.
Sumado a otros temas como la moral sexual y anticonceptiva, la familia, la educación, los progresos de la bioética, el lugar de la mujer especialmente dentro de la propia institución y con un manejo de poder eurocéntrico y excluyente (siendo que las ¾ parte de la feligresía habita en el tercer mundo) una institución Iglesia Católica irremediablemente ciega, se va apartando de las prácticas sociales, de la vida de su pueblo y de su misión profética al lado y en promoción de los más humildes. (“Teología desde el camino” pág. 213/218)


Eje de las culturas populares y medios

Reconstrucción de las identidades populares
Somos concientes que en el mundo -y no sólo en la Iglesia- hay también gracia y bienes del Reino de Dios, como lo reafirmó el Concilio Vaticano II.
También el filósofo y político comunista Antonio Gramsci sostenía que en el sentido común -formado en gran parte por los componentes reli­giosos- anidaba el buen sentido. De ese sen­tido común es necesario partir, y en especial de sus componentes religiosos, para descubrir las vetas del buen sentido desde donde los sectores populares puedan reconstruir sus identidades y recomponer el tejido social. Lo que interesa fundamentalmente saber es qué significan los símbolos que esto conlleva para estos sectores y cómo éstos lo interpretan. Ello implica no partir de certezas anteriores, ni mucho menos de condenaciones apresuradas, aunque sí estar atentos a que no contribuyan a la narcotización del pueblo.
Leyendo correctamente los signos de nuestro tiempo, especialmente lo relacionado con las formas del maridaje actual entre poder político y religión en la tensión constante entre la liberación y la opresión de nuestro pueblo, es deber intentar rescatar el mensaje liberador de la buena nueva de Jesús en este tiempo y lugar.
Finalmente, y basados en el análisis del sacerdote, teólogo y profesor en filosofía y sociología Rubén Dri, empezaremos por rescatar lo que de valor tienen estas religiosidades populares como medio de liberación; ya que, si la liberación es verdadera, si libera del hambre y de la opresión y libera para la fraternidad y para el amor, significa un bien del Reino de Dios y, por eso, es algo que tiene que ver con la salvación y con el proyecto de Jesús. (“Teología desde el camino” pág. 223)

Mitos, símbolos y fetiches
El santuario de la Virgen de Itatí se encuentra en una elevación del terreno ubicada en el centro del pueblo. Se cumple de esta manera con dos símbolos poderosos, de extraordinaria importancia, que aluden al sentido tras el cual se orienta y se referencia el ser humano tanto en su vida individual como social. Tener un centro y que esté por sobre lo demás. Esto es tener un punto de referencia y esto significa orientarse en la totalidad. Desde ese punto se pude ver el todo.
La necesidad de encontrarse en el centro ha llevado siempre a las cultu­ras tradicionales a edificar el poblado alrededor de un símbolo fuerte, gene­ralmente un templo, que hace las veces de centro. Los conquistadores espa­ñoles trazaron siempre el mapa de la nueva ciudad alrededor de un eje en el que confluían el templo y el municipio.
El símbolo del centro suele estar unido a la altura. Ésta puede ser tanto una formación geológica natural, como es el caso de las montañas o elevaciones naturales del terreno en el Sinaí para los hebreos o el Garizín para los samaritanos; o creada por la obra humana, como las pirámides, tanto las egipcias como las aztecas, o las torres de siete pisos de la antigua Babilonia. Lo mismo debe decirse de los camarines que no faltan en ninguno de los santuarios en los que se venera a alguna de las vírgenes católicas, que es el símbolo mismo del centro. Subir la montaña, ascender los escalones que llevan al camarín, es en­caminarse al centro, llegar al lugar desde el cual todo cobra sentido. Es allí donde se produce la “comunicación” con Dios, con la virgen o con el santo, y donde se producen, por lo tanto, "milagros".
Moisés recibe las Tablas de la Ley en la montaña del Sinaí (Ex I9) y Jesús elige a los Doce que habrían de ser los fundamentos de su proyecto del Reino de Dios en una montaña (Mc 3, 13-19). Jesús manifiesta su reali­dad divina en una montaña, el Tabor (Mc 9, 1-10) y su muerte se produce en una elevación, el Gólgota (Me 15, 21-22). Todas estas alturas son, a su vez, centros que otorgan sentido.
Desde el centro se ve el todo. Ello significa que se ve toda la historia personal, o toda la historia de la sociedad o del pueblo. Todo encaja, todo tiene sentido. Asumir un trabajo o un estudio sólo tiene sentido si ello encuadra en la totalidad de una vida, en lo que se quiere hacer como proyecto total de vida.
Uno de los acontecimientos que presiden la denominada posmoderni­dad en la que estamos viviendo, es la pérdida del centro y, por lo tanto, sobre­vienen la fragmentación y la desorientación. La modernidad lleva desde su nacimiento la contradicción entre el centro y el descentramiento. En todas las sociedades anteriores a la modernidad el hombre se en­contraba en el centro o no le era muy difícil encontrarlo. Los dioses, los santos, los ángeles o Dios son otros tantos símbolos del centro. La procla­mación hecha por el filósofo Nietzsche de la "muerte de Dios" significó la desaparición del centro y de toda posibilidad de encontrarlo.
Encontrar el centro es encontrarse a sí mismo, iden­tificarse. El que padece de esquizofrenia está descentrado, dividido. Co­mienza a perder su identidad. En la locura el centro se ha perdido y el hombre se encuentra literalmente extraviado.
Con la posmodernidad, al perderse el centro todo el universo estalló, dispersándose en una multitud de fragmentos. La búsqueda ansiosa del centro se hizo ahora más apremiante que nunca. Es un universo fragmen­tado en el cual los centros se multiplicaron, las búsquedas se sucedieron, los símbolos se renovaron, aparecieron nuevos y otros resurgieron de una especie de letargo.
Vemos así la aparición de símbolos novedosos como Ma­ría Soledad, Gilda o la Virgen del Rosario de San Nicolás y, por otra, la renovación con un empuje desbordante del Gauchito Gil, San La Muerte o la Virgen de Itatí. Símbolos que convocan a multitudes crecientes que organizan sus vidas en torno a ellos.
A esa necesidad de totalidad que recomponga la fragmentación y la dispersión responden tanto el mito, como la religión y la filosofía.
El mito es una forma de conciencia social destinada a presentar esa visión de totalidad que permite encontrar el sentido de los grandes problemas que el ser humano se plantean desde siempre. Todas las culturas, todos los grupos humanos, los pueblos, las naciones conocen sus mitos fundantes, aquellos que les otorgan sentido y legitimidad.
Los mitos son concepciones totalizantes. Mediante ellos los pueblos encuentran su ubicación en la historia y en el mundo. Su raíz fundante no es el intelecto o la razón, sino toda la vivencia del ser humano. Esta vivencia o fe busca su expresión en narraciones que se refieren a acontecimientos que tuvieron lugar allá lejos, en el origen del mundo y del tiempo. Los grandes mitos, como los de la creación, del diluvio o de la caída, son universales. Responden a problemas que todos los hombres se plantean, no importa a qué época o a qué cultura pertenezcan.
Para comprender el sentido de las narraciones mediante las cuales los mitos se expresan es necesario tener las claves de los diversos géneros literarios que emplean. Es muy importante conocer la diferencia existente entre el mito, como forma de conciencia social y de sentido, y la narración correspondiente. No hay que confundir el mito con la narración, interpretando ésta como una leyenda que pretende ser histórica. La narración es esencial al mito, pero no es el mito. Es un instrumento del mito y no se reduce de ninguna manera a la leyenda, que es sólo uno de los tantos géneros literarios que el mito emplea.
Los géneros literarios son maneras de expresar y transmitir mensajes. Se ve muy claro en los modos narrativos de la Biblia. Cada cultura, cada lenguaje, tiene los suyos. Si expresamos: "te lo dije mil veces", a nadie se le ocurrirá contar las veces que lo dijo. Se trata de géneros literarios cuyas claves poseemos. En culturas diferentes hay claves diferentes.
La leyenda es una narración sin fundamento histórico, totalmente creada por la fantasía popular. Pertenece al momento de la narración mediante la cual el mito transmite sentido. En nuestro folclore abundan las leyendas, como la de Anahí, la princesa guaraní que resiste la invasión y termina quemada, convirtiéndose en la flor del ceibo.
Otro género literario muy difundido es la etiología. Es una narración popular destinada a dar explicación del nombre de un determinado lugar, la existencia de una determinada costumbre o de un fenómeno cuya explicación racional se desconoce. El relato de la destrucción de Sodoma y Gomorra es un ejemplo de esto. Situadas probablemente en el extremo sur del desierto de Judá, se especula que la zona pudo haber sido afectada hace 4000 años por temblores producidos por las erupciones acompañadas de nubes sulfurosas provenientes de los volcanes del valle del Jordán. Como además se encuentra en un terreno que aun hoy se sigue hundiendo, el Mar Muerto las debe haber ido inundado, lo que explicaría el por qué hoy no se las encuentra. La figura de la esposa de Lot convertida en estatua de sal se asimila a alguna formación de arena salitrosa con forma humana que seguramente ha existido en el lugar, tomando en cuenta que son comunes a partir de las solfataras que se encuentran en él, único lugar de toda Palestina en las que existe. El autor del texto tomó estos elementos y tejió una etiología para explicar el desagrado de Dios contra determinados pecados.
Emparentada con la leyenda y la etiología, pero diferente de ellas, es la saga.
La saga, contraria a la leyenda, tiene un fundamento histórico, si bien éste es muy lejano. En general, las narraciones sobre el pasado histórico de acontecimientos sobre los cuales no se tienen documentos históricos, son sagas.
Una narración como la del sargento Cabral que salva la vida de San Martín en el combate de San Lorenzo y exclama: "muero contento, hemos batido al enemigo", es una saga. En efecto, el hecho así narrado por Bartolomé Mitre no es histórico. Es inverosímil. Su fundamento histórico está constituido por el heroísmo de muchos soldados como el citado sargento, que sin duda dieron su vida en las luchas de la independencia.
Una saga de mucha importancia para este tema es la que se en­cuentra en la base de la devoción a la Difunta Correa. No poseemos una documentación que nos permita reconstruir su historia. Sin embargo, no podemos dudar de un fundamento histórico. Como ella, hubo muchas Difun­tas Correas, es decir, muchas mujeres heroicas que acompañaron a sus esposos o aman­tes en las luchas civiles.
Otra saga con sus variantes es la referida a un símbolo que hoy posee una vita­lidad increíble, la del Gauchito Gil. Hubo muchos Gauchitos Gil, es decir, muchos personajes que corrieron una suerte parecida. Sobre un personaje histórico que vivió en la zona mercedeña de Corrientes se construyó la saga que sintetiza el sentido o los sentidos que para los sectores populares tie­nen esos símbolos.
Lo fundamental entonces en las narraciones mitológicas está constituido por los símbolos, ya que es sobre todo en ellos donde se expresa el sentido.
El símbolo es algo que se muestra, que se percibe sensiblemente y que en su mostrarse apunta a otra realidad. El símbolo significa algo distinto de lo que él es en su ser sensible y múltiple. El símbolo es inagotable, por lo cual puede ser continuamente resignificado. Sus significaciones dependen de una lucha hermenéutica, o sea, de una lucha por su significado.
Un símbolo nacido con la dominación y para la dominación, puede ser resignificado por el dominado y viceversa. Los casos de las vírgenes del Valle de Catamarca y de Itatí son ejempla­res. Ambos símbolos fueron utilizados por los españoles en contra de los indígenas; pero éstos, a su vez, los tomaron como propios, y por eso entra­ron a cumplir un papel importante para su identidad.
La Biblia nos da muchos ejemplos de ese hecho. El caballo representó, en la tradición profética a la que perteneció Jesús, al dominador. Iba unido a la guerra y la destrucción. El Apocalipsis lo pone en primer lugar al servicio del Imperio; sin embargo, el caballo luego le sirve al Mesías para vencer a la bestia imperial.
Pero también siempre existe un peligro alienante: los símbolos también están directamente emparentados con los fetiches.
En el símbolo el suje­to se proyecta. No se puede ser sujeto sin proyectarse en símbolos; en este sentido, son fundamentales para la constitución del sujeto, quien es esencialmente simbólico. Ahora bien, el sujeto se desdobla en el símbolo, se ve a sí mismo en éste. Por lo tanto el símbolo posee una cierta independencia del sujeto que en él se proyecta. Ello conlleva una tendencia del símbolo a independizarse y a dominar al sujeto, del que es momento constitutivo.
Y ése es el momento fetichizante del símbolo. Lo propio del fetiche es el hecho de ser una creación del sujeto que se independiza de éste y pasa a dominarlo.
Acontece esto cuando, por ejemplo, se encarga al símbolo, sea éste la Virgen de Itatí o Gilda, que solucione el problema del trabajo, sin que el sujeto que se lo pide haga nada por resolverlo. No sucede lo mismo, en cambio, cuando el sujeto es consciente de que conseguirá el trabajo si lo busca, aun ayudado por la “bendición” del símbolo. El símbolo funciona entonces como un estímulo impul­sor, como una fuerza que potencia la búsqueda. Es notable la fuerza inte­rior que tienen los devotos de San Cayetano o de la Virgen de Itatí. Su fe en el símbolo es fe en sí mismos, en su fuerza, en cuanto unido al símbolo.
Es conocida la polémica de los profetas hebreos más radicales con los sacerdotes en torno del templo. Para estos sumos sacerdotes, el templo era el centro que daba sentido a todo porque en él estaba el centro de los centros, Yahvé-Dios, que los protegía de todo mal. No importaba el comportamiento personal o social. El templo los protegía, les daba pleno sentido, aunque cometiesen los peores delitos. Pero para los profetas más radicales -como Miqueas y Jeremías- esto pasaba de símbolo a fetiche, a ídolo. El templo no los iba a proteger si ellos continuaban con sus injusticias y crímenes. Miqueas afirma directamente que el templo, e incluso Jerusalén, debían ser destruidos: "Pero precisamente por sus maldades, Sión va a quedar como un potrero arado, Jerusalén será reducida a escombros y el cerro del templo será cubierto por el bosque" (Mq 3, 12). Esto es así porque para los profetas el verdadero centro se encontraba en el seno del pueblo, en la práctica solidaria del don. Ese centro se encontraba simbolizado en el "arca de la alianza" o del "pacto" intertribal, porque Yahvé-Dios estaba comprometido en el mismo. Puede parece que, de esa manera, los profetas eliminaban todo símbolo. Pero no era así. Eliminaban determinados símbolos convertidos en fetiches, porque creían que era imposible resignificarlos en función del proyecto liberador que ellos encarnaban. Las estatuas, las representaciones, los símbolos que eliminaban, eran verdaderos fetiches o ídolos que legitimaban la dominación monárquica. En lucha en contra de ellos, crearon nuevos símbolos como el Sinaí, el Arca de la Alianza, la Pascua, el Éxodo, el siervo de Yahvé, el burro como contrapuesto al caballo y al carro de guerra, símbolos de la destrucción y la muerte por obra de los ejércitos de las monarquías. Mediante la narración, los mitos estructuraron los símbolos y les dieron un significado preciso.
CONCLUSIÓN: Cuando el símbolo de una devoción popular religiosa sirve para que la persona se proyecte en él para reconstituir esa identidad desorientada y fragmentada por la globalización, ahora reinventada por la fe en el mito de este símbolo, como conciencia social que da una visión totalizadora dadora de sentido a los grandes problemas de ese ser humano y de su pueblo, y más allá de la no historicidad de la narración que lo compone, entonces rescatamos como valiosa esta devoción, cuidando siempre en que no se transforme en alienante a partir de la fetichización de ese símbolo generador de sentido. (“Teología desde el camino” pág. 224/229)

La identidad humana
Tenemos entonces que los seres humanos, seres conscientes e históricos, se plantean el problema de la identidad. Es un momento constitutivo del mismo ser. Cada uno de nosotros cambia a cada momento, continuamente se transforma.
Ello significa que la identidad no está asegurada. Siempre el no-ser puede prevalecer y dominar al ser. Puede el no-ser crear una profunda fractura que prácticamente haga desaparecer al ser. Es el caso de las esquizofrenias que, agudas, pueden desembocar en la locura. En ésta, el sujeto no se reconoce como tal. Ello significa que dejó de existir como ser histórico, como sujeto.
La identidad es una tarea múltiple. La mayor parte de las identidades son construidas, es decir, tienen origen, desarrollo, crisis; existen “momentos” en esa identidad. Tiene que ver con lo existencial que incluye lo religioso, lo político, la clase social, lo nacional, lo familiar, la historia personal y social. Hasta el mismo fútbol es un gran dador de identidad y hasta de patriotismo. Es uno de esos espacios sagrados donde la gente grita “¡Argentina, Argentina!”. Y también aparece en los festivales de rock como el de los Redonditos de Ricota que tienen sus seguidores­ peregrinando nómades, bien vale un sacrificio y dar su tiempo para verlos actuar allí donde actúen. Algunos llaman a esto "religión difusa”.
El sujeto no es, se hace, se crea, se pone, se realiza. Ser sujeto es realizarse como sujeto, es hacerse sujeto. Ello implica afrontar los momentos de negatividad, de escisión, de ruptura. Implica atre­verse a salir, a realizar la odisea de la identificación. La identidad se encuentra continuamente cuestiona­da, autocuestionada. ¿Quién soy?, ¿qué soy?, no son preguntas retóricas ni que pueden responderse de una vez y para siempre.
Este cuestionamiento se acentúa en las épocas de crisis. En estas épocas se pierde el centro, no se sabe "dónde se está parado", es decir, no sabe quién es, qué es. En la vida personal y en la social hay momentos de crisis en los cuales todo se replantea. Es entonces cuando el problema de la identidad aparece en toda su profundidad. Exige respuestas, orientaciones.
El fenómeno denominado "globalización" es precisamente una de esas épocas de crisis. Es una etapa de una feroz ofensiva del gran capital que para superar la que tal vez sea la crisis más grave de su historia lanza un proceso de súper concentración, a la que le da el nombre de ”globalización", la cual está presente, actúa y modifica constantemente nuestras condicio­nes de vida.
La globalización es un fenómeno de intercomunicación mundial, por lo cual se la denomina también "mundializa­ción". Sería algo que de una manera antojadiza “iguala” a todas las regiones y las naciones, y permite que el conjunto de los bienes, tanto los económicos como los culturales, se “muestren” a todos. Justamente un aspecto fundamental de la globalización es la desaparición del Esta­do-Nación en el cual el capital salta de una región a otra sin tener en cuenta los Estados nacionales y va allí donde puede obtener mayores ganancias.
“La mal llamada globalización -pues nada tiene de global, se tra­ta de organizar a escala mundial unos intereses absolutamente parciales y minoritarios que contemplan el mundo desde una visión ex­tremadamente limitada- es una enfermedad característica de las fases de agotamiento de un régimen social de acumulación”. (Tello, 1999)
“De hecho, este fenómeno denominado "globalización" está impulsado y dirigido por las corporaciones transnacionales, la "santísima trinidad" for­mada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Organización Mundial de Comercio, y los tres polos forma­dos por Estados Unidos, la Unión Europea y Japón” (Ianni, 1999).
“De las quinientas empresas más grandes del mundo, vehículos de circulación de capitales como instrumento de la globalización, 49 % son norteamericanas, 37 % son europeas y 10 % japonesas”. (Petras, 2000)
El concepto de globalización comienza a circular a fines de los 60 como sustituto de "imperialismo”, dado que este concepto tenía acentos peyorati­vos. Son periódicos y revistas de negocios norteamericanas las que lo ponen en circulación, de manera que "el concep­to de globalización entró en la jerga periodística para describir el fenómeno de expansión de capitales y de empresas norteamericanas, europeas y japo­nesas, conquistando espacios económicos" (Petras, 2000).
Lo novedoso de esto "concierne a la esca­la, profundidad, intensidad y velocidad del fenómeno" (Tello, 1999).
Este fenómeno así dado produce un proceso de integración o transnacionalización que se transforma en "pensamiento único". Es el neoliberalismo que pretende reducirlo todo al mercado. La globalización sería, así, un fenómeno que pertenece a las sacrosantas le­yes del mercado a las que todos deben acatamiento.
Por otro lado, la glo­balización provoca el fenómeno contrario, el de la fragmentación o disgrega­ción. Es una máquina estratificante dirigida a una distribución desigual de los bienes en los mercados.
Nunca tanta globalización o universalización como ahora y también nunca tanto fraccionamiento, tantos particularismos, tantos fundamenta­lismos, tantas luchas nacionales, étnicas, religiosas. Es la relación entre lo universal y lo particular que se encuentra trabada. Es la imposición de lo universal que, al no dialectizarse, al no razonar, acordar e incorporar a lo particular, lo fracciona y lo destruye.
Aunque para la mayoría de la Humanidad “el capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” (Galeano). “Fue el capitalismo el que en el siglo XIX nos trajo las masacres de las poblaciones autóctonas en tres continentes, y en este siglo dos guerras mundiales” (Halliday); y contando conque “los pobres y los desamparados todavía están condenados a vivir en un mundo de injusticias terribles, aplastados por magnates económicos inalcanzables y aparentemente inalterables, de quienes dependen casi siempre las autoridades políticas incluso cuando son formalmente democráticas” (Bobbio); y haciendo una inversión semántica, Ernesto Sábato decía que “el epíteto de realistas señala a individuos que se caracterizan por destruir todo género de realidad, desde la más candorosa naturaleza, hasta el alma de hombres y de niños”...
De esa manera no hay fuerza que se pueda oponer al mercado, el único sujeto, aunque no se le dé el nombre de tal. Para que el mercado se pueda imponer de manera absoluta necesita que ningún sujeto esté en capacidad de oponerse.
Ese es el modo que el mercado entiende que se evitaría la violencia. Sería lo mismo que afirmar que en una sociedad de amos y esclavos, si los esclavos son completamente débiles, no habría violencia, reinaría la paz. Como se ve claramente, se trata de la paz lograda con la máxima violencia, la reducción de los otros a la esclavitud, es decir, la negación práctica de que sean sujetos.
Sólo el ser histórico es sujeto y sólo el sujeto es ser histórico. Y éste puede tanto ser individual como seres colectivos como el Estado, la Iglesia, el gremio, la familia, la tribu, el partido, las clases socia­les, los sectores populares, son sujetos. Lo son en la medida en que se constituyan como tales. Lo son en la medida en que deciden, producen hechos, luchen por sus derechos y realizen proyectos.
CONCLUSIÓN: Si una devoción popular religiosa sirve para que tanto una persona o su comunidad se recomponga como sujetos, siendo constructores de su propia historia personal o comunitaria, en contra de una situación esclava donde el mercado se impone como único sujeto de pensamiento unidireccional, reconstituyendo su ser a partir de la reapropiación de una identidad propia, de su centro y de su historia, producen hechos liberadores, luchan por sus derechos, construyen un futuro y no narcotizan, resignan o anulan el sentido crítico de su existencia, entonces estas devociones son válidas y sirven para el proyecto de Dios. (“Teología desde el camino” pág. 229/232)

Identidad, memoria y arquetipos
La memoria nos constituye como seres, como sujetos. Sin ella directamente no somos. Nos transforma­mos en objetos manejables a voluntad.
Una identidad es, sobre todo, una memoria a construir. El tema de la memo­ria es central en cualquier movimiento, incluido el religioso.
La memoria trae a la conciencia los arquetipos, los personajes y aconte­cimientos fundantes, aquellos que tuvieron lugar en el origen, no necesariamente histórico, como sí simbólico. Lo que interesa es su significado más que su exacta historia.
Es una profesión de fe que no pretende identificar la realidad histórica sino recrearlo, reinterpretarlo: verse a sí mismo identificado con el arquetipo, tener conciencia de su identidad, de su realidad como sujeto.
Los hechos históricos son, al mismo tiempo, símbolos arquetípi­cos. Como tales, caen bajo el dominio de la exégesis y la hermenéutica. La primera interpreta cuál es el significado que tuvieron esos símbolos para quienes los narraron.
Para Mitre tienen un significado preciso que él transmite mediante la narración. Al hacerlo en lenguaje épico, debe acomodar al general y al ejército, de manera que sean aptos para significar una epopeya. Por ejemplo, no puede presentar a un San Martín enfermo o un ejército minúsculo. Pero al nuevo lector de la epopeya poco le sirve esa exégesis si todo se reduce a ella, pues su situación no es la de Mitre. Si San Martín y el ejército de los Andes son verdaderos arquetipos, deben significarlo hoy. Esa es la tarea de la hermenéutica. Interpreta el texto en el contexto del lector; en este caso, en nuestro contexto.
La historia real y comprobable de la Virgen de Itatí, por ejemplo, pertenece a un nivel de análisis crítico, "cien­tífico”, diferente de la historia simbólica, que pertenece propiamente al momento de la identidad de vastos sectores populares.
La rememoración del arquetipo no es una simple vuelta al pasado. Es una recreación, una verdadera crea­ción. Sin los arquetipos el sujeto no puede hacerse, no puede ser. En consecuencia, sin memoria, sin rememoración, el sujeto no es.
Por ello los vencidos no tienen historia. No pueden tenerla, pues de lo contrario se afirmarían en su subjetualidad, se pondrían a sí mismos como sujetos y no aceptarían la humillante condición del vencido, reducido a objeto.
La Argentina tiene el triste y humillante privilegio de haber introdu­cido la categoría sociológica y política del “desaparecido”. La dictadura militar (1976-1983) ejecutó un plan sistemático de exterminio de seres, de los cuales sólo debía saberse que “desaparecieron”. Ello pertenece a esa necesidad de que el vencido no tenga memoria, no tenga historia, no haya existido.
Pero la memoria de un pueblo no es uniforme. Se forja a través de deter­minados proyectos. Hay siempre una memoria oficial, perteneciente a los sectores dominantes, y memorias fraccionadas, clandestinas, de los secto­res dominados. Hay memorias hegemónicas y contra hegemónicas.
Los sectores populares argentinos interpretan y reinterpretan determinados símbolos pertenecientes a la cultura cristiana y católica, como las diferentes vírgenes, y crean y recrean otros como el Gauchito Gil y la Difunta Correa.
La Virgen del Valle de Catamarca es el símbolo fundamental en la cons­trucción de la identidad del pueblo catamarqueño. Su historia coincide con la historia de la Virgen. Su historia se confunde con la historia de la Virgen. Pero no es la misma la historia de la Virgen vivida por el pueblo que la narrada por la Iglesia institución. Gráficamente se expresan estas dos historias en la celebración oficial que se hace en la ciudad de Catamarca, que tiene como centro el templo, y en la que espontáneamente realizan los peregrinos en la gruta donde, se­gún la narración, fue encontrada la imagen de la Virgen. La Virgen del templo da el mensaje oficial, el que controla la Iglesia, aliada al poder polí­tico y la que nunca condenó a la dinastía Saadi. La Virgen de la gruta es la que conforta al pueblo, la que lo protege. Está marginada del poder como el mismo pueblo.
CONCLUSIÓN: Si la recreación de la memoria de los arquetipos, como profesión de fe en una devoción popular religiosa, sirve como respuesta contra hegemónica a un poder contrario a la voluntad de Dios, constituyendo a las personas y a su comunidad como sujetos a los que entonces no se los puede manejar a voluntad, es válido y aporta al proyecto liberador de Jesucristo. (“Teología desde el camino” pág. 232/233)

Identidad, proyecto y utopía
Ser sujeto es trascenderse, es ser más de lo que se es. El sujeto no sólo es memoria, sino tan esencialmente como es memoria, es proyecto. No sólo tiene proyectos sino que es proyecto, acto de proyectarse.
Todo lo que el sujeto puede ser está en su origen. El origen le da todas las posibilidades de realización y lo condiciona. Ningún sujeto puede realmente ser sujeto, hacerse sujeto, sin fidelidad al origen.
Pero fidelidad al origen no significa inmovilismo, repetición mecánica, vuelta al pasado o añoranza de estos tiempos. Precisamente la dimensión del proyectarse viene a sacarlo del inmovilismo, de la tentación de la regresión. El proyectarse no puede realizarse en cualquier dirección, sin te­ner en cuenta los propios orígenes.
En nuestra patria, después de la implantación del neoliberalismo conservador excluyente, para muchos compatriotas no se trató simplemente de salir del país para experimentar otras costumbres, otra manera de ser, para aprovechar otros centros del saber. Se trató de la tentación de huir del país, de dejar de ser argentino, de ser otro del que se era. Ceder a esta tentación era iniciar un camino que llevaba a la alienación del propio ser. Se puede vivir en otro país que no sea el del propio nacimiento y vivir de acuerdo con las costumbres y valores de otra nación o de otra cultura. Sí se puede hacer, pero será realizador de la propia subjetualidad si se lo realiza sin negar, ni negarse a sí mismo, ni a sus propias raíces. Sólo desde ellas se puede crecer.
Y así como somos memoria también somos imaginación. Es la imaginación la que dibuja el futuro y abre camino al proyec­to. Esto quiere decir que la imaginación no es una facultad o una cualidad que tenemos. No es algo que se agrega al sujeto constituido. Por el contrario, la imaginación nos constituye como nos constituye la memoria. Así como sin memoria no somos, tampoco somos sin imaginación.
Mediante la imaginación siempre estamos más allá. Nunca estamos donde estamos. Siempre nos estamos desplazando, siempre estamos pro­yectando, nos estamos proyectando. El día que dejamos de hacerlo comenzamos a morir, ya no somos más. Ser no es simplemente permanecer en el ser sino también ser-más.
De esta manera la imaginación penetra en el ámbito utópico. La uto­pía no conoce límites. Va siempre más allá. Abre el camino. Si nada gran­de se hace sin pasión, nada grande se hace tampoco sin utopía.
La utopía no sólo pertenece al ámbito de la racionalidad sino que es la que abre ese ámbito. Sin utopías no se habrían logrado las gran­des conquistas de las ciencias. La utopía es no sólo lo prometedor, sino también lo desconocido y amenazante. Atrae y repele, fascina, subyuga y amedrenta.
Precisamente este aspecto será acentuado, exagerado, unilateralizado, por los sectores dominantes que temen la posibilidad de un cambio.
Todos los grandes cambios económicos, políticos, sociales y culturales que se han producido a lo largo de la historia de la humanidad siempre fueron precedidos por grandes utopías. La imaginación y su fabuloso poder utópico siem­pre adelantó lo que después la ciencia y la política realizaron. Naturalmen­te que el adelantamiento utópico de la imaginación siempre fue más perfec­to y hermoso que su realización­.
Los grandes ideales de libertad, igual­dad y fraternidad, fueron imaginados y pensados por multitud de hombres antes de que se hiciesen realidad con la Revolución Francesa. Su pobre realización hizo que la imaginación se siguiera adelantando y surgieran luego las uto­pías comunistas, traicionadas por la Unión Soviética y muy limitadamente alcanzadas con la revolución cubana.
Alrededor de cada uno de los símbolos religiosos, la imagina­ción popular crea, dibuja, proyecta un espacio utópico que le permite vivir, que le da fuerzas para soportar las pesadas contradicciones de la vida.
CONCLUSIÓN: No es menor el hecho de que las devociones populares sirvan también para soportar el peso de vivir y para caminar detrás de ese ideal siempre necesario e imprescindible de ser felices. Más aun, si este peregrinar se hace desde una fidelidad a las raíces dadoras de esa identidad, hace a las personas y su comunidad sujetos de su historia y de su futuro. (“Teología desde el camino” pág. 234/235)

El hombre se encuentra, pues, en un presente siempre quebrado y recompuesto. El surgimiento de la conciencia significa la ruptura con la naturaleza a la que sin embargo el hombre sigue perteneciendo esencialmente. Romper con la naturaleza significa romper el equilibrio, la armonía. Esa ruptura en la actualidad ha sido llevada a términos escalofriantes, de manera que hoy existe el peligro de que la naturaleza toda sea destruida por el hombre que, no obstante, no puede vivir sin ella, porque depende de ella y, además, él también es naturaleza.
Uno de los mitos fundantes de nuestra cultura es el de la caída, expresa­do en la narración de la expulsión de Adán y Eva del "paraíso". Hegel interpreta que una vez que comieron del árbol "de la ciencia del bien y del mal", es decir, del conocimiento, debieron salir del paraíso porque éste no era más que el "paraíso de los animales". No era necesario que Dios los echase, solos se habrían expulsado al advenirles la conciencia­.
Pero esto significa que la ruptura-quebradura debe ser siempre recompuesta; superada. Si no se logra, se pierde a sí mismo, se escinde, naufraga en la esquizofrenia de un ser dividido que no logra superar la división de sus dos personalidades y, en consecuencia, no es él, no es un sujeto.
La ruptura debe ser continuamente recompuesta, superada. Sólo de esa manera somos sujetos, en una tarea que debe ser continuamente re­conquistada.
Ahora bien, para ser consciente de sí mismo, la conciencia no puede autoverse en forma directa. El bebé no comienza siendo autoconciencia. Comienza conociendo lo que lo rodea. Para lograrlo deberá dar un largo rodeo a través de los símbolos. Éstos pertenecen a su constitución ontológica. Lo propio del sujeto es escindirse, salir de sí, negarse. Sólo proyectándose en el objeto puede verse a sí mismo.
Verse y realizarse. Verse en su historia, pues es su historia, es realizarse en su historia. Verse en su pasado, en los ar­quetipos, que son rememorados, recreados, es verse en su presente, recrear­se, crearse. Si al árbol se le cortan las raíces, no se puede proyectar en las ramas, las hojas, las flores y los frutos. Si al sujeto se le amputan sus ar­quetipos, no se puede proyectar como sujeto.
Los arquetipos aparecen como símbolos presentes. La razón los descifra. La exégesis aporta todo el material crítico para su interpretación, prepara el terreno para su apropiación por el sujeto. Éste se los apropia mediante una hermenéutica que es una recreación desde sus propios intereses.
En torno de los símbolos se da una lucha hermenéutica, momento im­portante en las luchas sociales y políticas. ¿El Gauchito Gil sufrió paciente­mente sólo por desertar, por no querer derramar sangre de hermanos, o además, y tal vez únicamente o principalmente, por transformarse en un líder justiciero a favor de los pobres? Los devotos hacen su propia herme­néutica.
Verse en su historia es verse en su cultura. Ninguna cultura es pura. En todas partes hay un entrecruzamiento de culturas y, en consecuencia, de símbolos. Cada pueblo que se construye como suje­to, se apropia de los símbolos, los transforma, los resignifica, los reinter­preta, y así pasan a ser símbolos propios.
Parte fundamental de esta cultura es la religión, no importa su origen histórico. Cada pueblo la ha hecho suya y, al hacerlo, la ha reinterpretado en un proceso que no tiene fin, como no lo tiene la historia.
En consecuencia, el momento religioso del sujeto es un momento funda­mental de su identidad como sujeto. Así lo sienten los sectores populares.
Esta religiosidad con todos sus símbolos es un momento fundamental válido en la identidad de sectores sociales populares si es liberadora. Querer entonces “convertirlos" a una teología científica e histórica correcta es pretender avasallar su identidad -además de ser inútil y contraproducente- siempre y cuando los mandatos implícitos en estas creencias no entren en contradicción con el mandato universal de liberación.

Habrá gente que tendrá que dar de comer, otra que contener emocionalmente, otra que formar doctrinal y políticamente, otra que coordine todos esos espacios comunitarios y que den respuesta a estas necesidades comprendiendo que cada una tiene su propia racionalidad. Así se podrá dar respuesta a la demanda de lo sagrado con una multiplicidad de diferentes experiencias, con la siempre presente oportunidad de que vayan en un sentido liberador.
Nos cuenta Mallimaci que este modo de “opción por los pobres” aparece en diferentes grupos católicos que trabajan en sectores populares, en los que se combinan creencias emocionales con las creencias sociales y con las creencias políticas. En los barrios, villas y sectores populares los católicos allí insertos son reconocidos y buscados más por su acción social que por su relación con lo sagrado; y por eso van a verlos, pero no los reconocen tanto cuando se proponen como portadores de la verdadera religión, culto o cristianismo. Es decir, el ejercicio de esta acción comunitaria de emocionar o ayudar socialmente aparece como una fuerza de compensación ideológica, permitiendo a cierto discurso católico reencontrar, por el juego de las relegitimaciones, un nuevo lugar, un nuevo espacio en el mercado social, simbólico y religioso.
En la afinidad que los distintos y heterogéneos sectores populares tengan con respectos a los símbolos, a la cultura, al poder, a sus dimensiones religiosas, indefectiblemente buscarán a aquellos que crean más responden a sus convicciones en un proceso de crear nuevas identidades. Si la gente pobre quiere vivir mejor y al querer vivir mejor se encuentra con un grupo que le dice que vivir mejor es un pecado porque te lleva al infierno, porque se rindió al enemigo imperialista; y vienen otros que le dicen que vivir mejor es bueno porque Dios quiere que vivamos mejor, la gente optará y no se la puede culpar por seguir sus necesidades emocionales. Quizás sí a nosotros por ser ingenuos...
Cuando los pentecostales -o quienes sean- hablan de esa teología de la prosperidad y bailan y saltan y ríen, para nuestra sorpresa ¡son los sectores populares los que adhieren porque quieren prosperar y ser felices!
¿Cuántas veces nosotros usamos palabras como “prosperar”, “bienestar”, “felicidad”, “bendición”, en relación con “lucha”, “compromiso”, “liberación”, “martirio”?
Si los pobres quieren “prosperar”, si quieren tener más bienes materiales, si quieren disfrutar un poco ¿se hacen consumistas, imperialistas, cipayos?
Si buscan más allá de lo que “ofrecemos” porque primeramente necesitan que alguien les diga “Jesús está con vos”; si buscan a partir de lo emocional la sanidad que no encuentran en otro lado, ¿están perdidamente alienados?
¿Es inteligente, es correcto, es coherente eliminar (no reemplazar) del discurso de liberación estos ingredientes; que, por lo demás, son absolutamente legítimos?
¿No será completar el discurso para traducir en lo concreto la liberación integral de la que hablamos? O dicho al revés: ¿no se le podrá dar a esta otra religiosidad un contenido liberador, comunitario, evangélico, que la complemente y la haga socia del proyecto del reinado de Dios? ¿No vale la pena replanteárnoslo?

En al visita que el sacerdote y eminente teólogo Leonardo Boff le realizara a Fidel Castro en 1985, el líder cubano le confió: “Cada vez me convenzo más de que ninguna revolución latinoamericana será verdadera, popular y triunfante si no incorpora el elemento religioso”.
Y esto es exactamente así. El Imperio lo sabe. Por eso, el complejísimo tema de la religiosidad en Latinoamérica no es un tema menor, sino más bien esencial en la lucha por la liberación social, política, económica y existencial del Pueblo de Dios.
(“Teología desde el camino” pág. 235/238)


Eje teológico

Jesús frente al dinero y los actores sociales
Es de hacer notar que Jesús era ya adulto cuando Antipas puso en circulación las monedas acuñadas en Tiberíades. Esta monetización supuso un progreso en el desarrollo de Galilea, pero no logró promover una sociedad más justa y equitativa.
Teníamos así que 1 Talento = l00 minas; 1 Mina = 100 dracmas (o denarios) y 1 denario = 24 ases (considerado este monto el salario razonable para un día de trabajo). El pan necesario para un día costaba 2 ases (Judas “vendió” a Jesús por 30 denarios, o sea, 720 ases = a unos 360 kilos de pan. Si consideramos que, a la fecha de este escrito el kilo de pan en Argentina cuesta unos $5, se puede hacer el paralelo de que Jesús fue entregado por unos $1800...)
Si bien los ricos de las ciudades podían operar mejor en sus negocios ya que la monetización les permitía atesorar monedas de oro y plata (“mamona”, o sea, “dinero que da seguridad”) que les proporcionaban seguridad, honor y poder, los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o cobre, de escaso valor por lo que era impensable atesorar “mamona” en una aldea. Subsistían apenas intercambiándose entre ellos sus modestos productos. Este “progreso” daba entonces más poder a los ricos y más pobreza a los pobres. Jesús diría sobre a la imposibilidad de hacerse con la justicia del Reino de Dios desde la riqueza que “Ningún siervo puede servir a dos amos pues se dedicará a uno y no hará caso del otro. No podéis servir a Dios y a Mamón”.
El estrato alto o rico de la sociedad se lo­calizaba sobre todo alrededor de la Corte, el culto, y un re­ducido núcleo de privilegiados, dadas las enormes riquezas y esplendor principesco que se generaban alrededor de éstos.
Comenzando por la Corte, señalemos que al rey judío Herodes Grande (reinaba sobre Palestina, Gadara e Hippos) le ingresaban anualmente y sólo de impuestos, unos 1000 talentos (10.000.000 de salarios). Estos ingresos, junto con la considerable fortuna personal de Herodes, eran con todo insuficiente para la cantidad de esclavos y de residencias que éste mantenía. Por eso confiscó a los nobles (matándolos si era preciso) y creó gran cantidad de impuestos que provocó la masiva venta de tierras. Esto llevó al latifundios, fomentó el desempleo y empujó a mucha gente a unirse al grupo armado de los zelotes, a emigrar al extranjero o a mendigar en Jerusalén. Hasta que los judíos lo acusaron ante Roma. Así, la dismi­nución de impuestos era el gran señuelo que manejaban los romanos para tener paz en el país.
El otro grupo de privilegiados pertenecientes a esta clase alta o rica, estaba compuesto por la aristocracia laica. Grandes comerciantes, grandes jefes del sistema de recaudación de impuestos (como Zaqueo) y los grandes terratenientes o dueños de fincas rústicas, de los que una mayoría vivía en Jerusalén. Vale señalar que el latifundio tenía un carácter casi blasfemo en un pueblo para el que la tradición señalaba que la tierra era propiedad de Yahvé; pero que -en la práctica- la legislación judía del año jubilar había dejado cumplirse, hasta el punto de que algunos de los grandes terratenientes que compraban las tierras confiscadas por pago de impuestos eran miembros del Sanedrín.
Sobre la nobleza sacerdotal o alto clero, además de sus ingresos particulares por profesiones civiles o por propiedades, percibían altas rentas regulares tanto del tesoro del Templo como del comercio de animales para los sacrificios. La riqueza de esta aristocracia sacerdotal era sorprendente en comparación con la situación casi miserable de los simples sacerdotes. Pero esta diferencia tampoco les bastó, puesto que en épocas difíciles los altos sacerdotes se atrevieron a enviar a sus siervos a apoderarse de los diezmos debidos al bajo clero, muriendo los más pobres de necesidad (como puede verse, el proceso de "creación de necesidades" tan típico de la riqueza injusta, no es algo privativo de nuestra civilización de consumo que lo único que ha hecho es masificarlo...).
A su vez, el Templo era muy rico. Había en Jerusalén tanto oro que luego de la conquista y destrucción de la ciudad por los romanos, toda la provincia romana de Siria, a la que Jeru­salén pertenecía, se vio inundada por una oferta de oro tan gigantesca que la libra de oro bajó a la mitad de su precio.

Lo que podríamos llamar estratos medios estaban conformados por los pequeños comerciantes y artesanos que tenían su propio taller y ganaban mejor cuando más se relacionaban con los peregrinos y con el templo.
También los dueños de negocios de hotelería percibían por el hospedaje el comercio de alimentos, la venta de recuerdos y regalos, y el comercio de las pieles de los sacrificios. Los peregrinos estaban literalmente obligados a “banquetear” todos los días de su estancia en Jerusalén para la Pascua y debían gastar en la ciudad santa una parte de sus impuestos religiosos, llamados "segundo diezmo". Con respecto al hospedaje, aunque teóricamente debía ser gratuito en Jerusalén porque la ciudad era propiedad común de toda Israel, se introdujo la costumbre de que el mesonero se quedara con las pieles de los animales ofrecidos por sus huéspedes en sacrificio (1 piel de cordero costaba entre l6 y 20 denarios).
Otro grupo eran los simples sacerdotes que percibían los impuestos religiosos (difíciles de cobrar por exceso de otros impuestos civiles) y también participaban de las víctimas de los sacrificios y del eventual diezmo de los productos agrícolas.

En el estrato bajo o pobre hay que clasificar por un lado a escla­vos y jornaleros; y, por el otro, a aquellos que vivían de las ayudas de los demás.
Los esclavos no existían prácticamente en el campo, y eran escasos en la ciudad, salvo en la corte de Herodes. Esto se debía a que la mayoría de los esclavos eran paganos, ya que la legislación del Antiguo Tes­tamento con respecto a la esclavitud de judíos exigía que ésta no podía durar más de seis años. Si el dueño era no-judío, los parientes tenían el deber de rescatar al esclavo, y la venta de una hija significaba, en realidad, que estaba destinada a convertirse en esposa del comprador o de su hijo. El servicio de esclavo no era considerado deshonroso; jurídicamente el esclavo judío era igual al hijo mayor de la familia o considerado como jornalero. Ante esto, la conducta de las clases altas era adquirir esclavos paganos, los cuales por lo general no eran para la industria o la agricultura, sino esclavos domésticos. Aún así, la suerte del esclavo pagano era más hu­mana que en otros lugares. Su dueño no podía matarle bajo pena de muerte y, según los daños que le hiciera, llevaba consigo la liberación del esclavo.
A su vez, el jornalero era aquél que se contrataba para las más diversas e inesperadas tareas que pudieran presentarse, por un denario más de comida. El sueldo no parece excesivamente bajo; pero lo terrible era la precariedad del contrato. Cada día se estaba remitido a la eventualidad de encontrar trabajo. Y el no hallarlo resultaba simplemente catastrófico a corto plazo. Había en Palestina muchísimos más jornaleros que esclavos, y en algún sentido su suerte era peor o al menos más insegura. Además, la abundancia de mano de obra llevaba a que muchas veces se les contratara por medio denario al día.
En este apartado entran también otras dos clases de gentes que en realidad eran muy diferentes, puesto que los unos tenían al menos la riqueza de su saber; y los otros ni ésa.
Unos, los escribas, que constituyen una clase entre los estratos medios y bajos.
El nombre hebreo de rabinos (o maestros) nos da más idea de una forma de vida, que la palabra latina de escriba. Eran los profesores ambulantes, los "intelectuales" o filósofos pero que en una sociedad tan religiosa tenían concentrado su saber en el estudio de la Ley y de las Escrituras. Los escribas tenían prohibido cobrar por su actividad docente, y sólo tenían ingresos si hacían algún trabajo para el Templo u otro oficio civil (como hizo San Pa­blo quien conocía el oficio de curtidor porque se había ganado así la vida cuando era rabino en Jerusalén). Pero si sólo se dedicaban a su profesión de rabinos, entonces habían de vivir exclusivamente de las ayudas que recibían, aunque estaban exentos de impuestos. Así parece que vivió Jesús, de quien J. Jeremías sintetiza esta trayectoria: "procede de una familia pobre (en el sacrificio de purificación María hace uso de la concesión de las dos tórtolas hecha a los pobres, en vez del cordero); su vida es tan pobre que no tiene dónde reclinar su cabeza, personalmente no lleva consigo ningún dinero (como indican los relatos sobre el impuesto del estater y sobre el tributo al César); y acepta ayudas". Tenemos pues que si el rabino se atenía a lo ordenado, su vida era efectivamente pobre. Finalmente queda todo el mapa de la mendicidad que era como una auténtica profesión más. Debemos decir que la sociedad israelita era decididamente caritativa, tanto por motivación religiosa como por ese rasgo de la mentalidad campesina, que pasa por ser mucho más solidaria que nuestra civilización industrial. Las gentes sencillas compartían y se ayudaban con bastante espontaneidad, según opinión de casi todos los investigado­res.
Pero además, la mendicidad se veía fomentada tanto por la inestabilidad de los jornaleros, como por la pobreza y el desigual reparto de los bienes, y también por lo ficticio del dinero que corría por Jerusalén y que no brotaba de las riquezas de su suelo ni de su infraestructura social, sino de la importancia "religioso-turística" de la ciudad.
Añadamos que la práctica de la mendicidad estaba alentada por el hecho de que el dar limosna en la ciudad santa era tenido por especialmente meritorio. Ello hizo que se apiñaran en la ciudad, y aún más junto al Templo, verdade­ros ejércitos de mendigos cuyo acceso al Templo se intentaba limitar, amparándose en la "impureza" legal que implicaban determinadas limitaciones físicas.
Esta panorámica de la situación social, nos permite subrayar un aspecto del Israel de Jesús que hasta ahora ha es­tado prácticamente olvidado y sobre el que G. Theissen ha llamado la atención repetidas veces: es lo referido a la hostili­dad del campo hacia la ciudad. Los latifundios, las deudas por impuestos, lo artificioso de la riqueza de Jerusalén, la presen­cia en ella de grandes magnates, había llevado al campo a una cierta pauperización, o al menos dependencia económica. Esta hostilidad entre campo y ciudad estaba pre­sente en todos los disturbios que ocurrieron en Jerusalén y probablemente también en los que tuvieron a Jesús como protagonista. Quizás sea también lo que explica por qué las grandes urbes israelitas como Séforis o Cesárea no aparecen siquiera citadas en los evangelios. Jesús debió evitarlas deliberadamente. Pero a Jerusalén Jesús tuvo que ir por fuerza, dada su significación religiosa. (“Teología desde el camino” pág. 31/34)

Jesús no vivía fuera de este mundo, ni era un maestro preocupado por cosas de la estratósfera. Como buen pedagogo y consciente de la importancia que el ser humano da al dinero y a los bienes materiales, llama la atención que Jesús los trae a colación en gran parte de las parábolas del Evangelio, precisamente con las que quiere explicar a qué se parece el Reino de Dios. En lugar de elaborar un discurso abstracto y teórico, Jesús habla a sus oyentes con parábolas que reflejan escenas de la vida real en las que el dinero y los bienes están directa o indirectamente implicados: unos viñadores que deciden matar al hijo del dueño de la viña para quedársela en herencia (Mt 12,11); un empleado a quien se le condona una deuda ingente que es incapaz de perdonar al compañero que le debe una nimiedad; un administrador que, al enterarse que va a ser despedido, decide renunciar a su porcentaje de ganancia para con los acreedores de su amo, con la finalidad de garantizarse ser acogido en casa de ellos cuando pierda el empleo (Lc 16,1-8); un rico que banquetea cada día, mientras un pobre no tiene para llevarse a la boca ni siquiera las migajas que caen de la mesa del rico (Lc 16,19-31); unos invitados a la boda que se excusan de asistir al banquete por haber comprado un campo o tener que probar cinco yuntas de bueyes o haber contraído matrimonio, resultado éste también de una transacción económica; un hombre que se va de viaje y encarga a sus empleados cuidar de sus bienes, dándole a uno cinco talentos, dos al segundo y uno al tercero (Mt 25,14-30); un prestamista que tenía dos deudores (Lc 7,41-43); un samaritano que no sólo socorre al malherido, sino que da dos denarios de plata al posadero y le promete pagarle a la vuelta lo que gaste de más (Lc 10.30-35); un amigo que pide a otro que le preste tres panes para ofrecerlos a un amigo que había venido de viaje (Lc 11,5-8); unos jornaleros contratados para trabajar en la viña que perciben al final del día el mismo salario, independientemente de las horas de trabajo realizado; diez muchachas necias que piden a las sensatas que les den de su aceite para que no se les apaguen los candiles (Mt 25,1-13); un rico necio que, en lugar de compartir con los demás el fruto de una cosecha abundante, sólo piensa en construir unos graneros mayores y darse a la buena vida (Lc 12,13-21). Varias parábolas menores del Evangelio tienen también como tema el dinero o los bienes materiales más preciados: el dracma perdido (Lc 15,8-10), la perla preciosa (Mc 13,45), el tesoro escondido (Mc 13,44).
Jesús no era un iluso. Tenía bien puestos los pies en la realidad y sabía que el dinero era necesario para vivir. Pero era conciente que su acumulación en manos de unos pocos era la causa de aquella sociedad basada en la injusticia y en la desigualdad en la que una mínima parte de su población se había apropiado de los bienes-dones que debían ser disfrutados por todos.
Como bien explica el teólogo Fernando Camacho, también para Jesús la liberación del hombre era (y es) mucho más importante que la estabilidad económica. Por eso, no duda en sacrificar el potencial económico de toda una región (la gran piara de cerdos que se precipita acantilado abajo en el mar: Mc 5,1-20), para obtener la liberación de un alienado (el enfermo / ”endemoniado”, de Gerasa). Aquí se ve cómo el bien del hombre está, para Él, por encima de todo (Mc 3,1-6).
En la polémica que según el Evangelio de Juan se desarrolla entre Jesús y los dirigentes judíos durante la fiesta de las Chozas o de los Tabernáculos (7,1-8,59), el evangelista menciona en el centro de la controversia el Tesoro del Templo (8,20), contraponiendo así a Jesús, el nuevo santuario de Dios (cf. 2,17; 7,37-39), con el Tesoro, el santuario del templo idolátrico, donde se aloja el dios y padre de los dirigentes judíos: la acumulación explotadora (cf. 2,14- 16).
En las maldiciones que añade Lucas a las bienaventuranzas, Jesús arremete contra los causantes de la injusticia que reina en la sociedad: los ricos, los que están repletos de todo, los que viven frívolamente y los que gozan del reconocimiento social; anunciándoles el cambio que va a traer consigo el Reinado de Dios y que comportará su ruina existencial (Lc 6,24-26).
A pesar de sus advertencias y sus críticas, Jesús no es un asceta reticente a usar y disfrutar de los bienes creados. Al contrario, su conducta en este sentido es de tal normalidad que resulta escandalosa para sus adversarios, que lo acusan de mucho comer y muy bebedor (Mt 11,18-19).Tampoco es un maniqueo que considera todo lo que tiene que ver con el dinero como intrínsecamente malo. De sus palabras se deduce que, para Él, el dinero es moralmente ambiguo: puede servir para lo bueno, como para lo malo; para ayudar a otros o para explotarlos; para compartirlo con los demás o para codiciarlo. Depende de la utilidad que se le dé y de los resulta­dos que produzca.
Lo que a Jesús le parece reprobable es el apego al dinero, por los efectos negativos que entraña y porque acaba haciendo de éste el ídolo a cuyo servicio se pone la vida humana (Mt 6,24).
Así, Jesús invita a que optemos por ser, no por tener; por la generosidad y el compartir, no por la ambición, la codicia o lo miserable; por el servi­cio y la solidaridad, no por el dominio de los otros, el egoísmo y la desigualdad; por situarnos al lado de los pobres y ofrecerles lo que esté a nuestro alcance, no al lado de los poderosos; en definitiva, por la verdadera seguridad y riqueza, que se encuentra en Dios y no en el dinero. El ser humano se define por aquello que aprecia y todo el que haga del dinero un valor estimable se apegará a él y será el dinero quien oriente su vida y marque su personalidad, y no la voluntad de Dios (Mt 6,19-21).
Frente a la sociedad injusta, asentada en el dinero y la riqueza, Jesús propone un modo de vida distinto y alternativo, cimentado sobre los valores que Dios encarna y promueve, y que los evangelios llaman Reino o Reinado de Dios. Teológicamente hablando, ese modo de vida es el propio de los que sintonizan con el Dios de Jesús y están movidos por su Espíritu, la fuerza del amor y de la vida.
En lenguaje secular, es el modo de vida de los hombres y mujeres -creyentes o no- que apuestan por la austeridad solidaria, la generosidad y la justicia, procuran ser coherentes con esos principios y se esfuerzan porque los individuos y la sociedad se vayan transformando de acuerdo con ellos.
Podemos concluir entonces que Jesús invita a sus seguidores a hacerse voluntariamente pobres para que ninguno lo sea realmente. (“Teología desde el camino” pág. 49/51)

Dios y las riquezas para todos
La naturaleza forma parte del regalo que Dios dio al ser humano -junto con la propia vida- para que todos puedan aprovecharla: es importante tener siempre presente que no hay razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a las propias necesidades cuando a los demás le falta lo necesario para vivir.
Los obispos argentinos han señalado como motivo de estos males que “la secularización de la sociedad constituye la raíz de cualquiera de los problemas antes mencionados”, puntualizando además que esto es “el común denominador de una sociedad que, lamentablemente, no puede dejar de lado la búsqueda personal frente a la necesidad imperiosa del que tiene al lado”. (“Una tierra para todos” - CEA - 2005). Con esto el análisis doctrinal cae desde su génesis en una simplificación cuando se reduce a lo secular-eclesiástico, como si en sociedades teocráticas las riquezas hubiesen sido “para todos” o como si los impulsos del ser humano en estas sociedades “no secularizadas” hubiese sido distinto de “la búsqueda personal frente a la necesidad imperiosa del que tiene al lado”.
Recordemos cómo los papas de la época, Nicolás V (1447-1455) y Alejandro VI (1492­1503), daban una legitimidad divina al espíritu de dominación de los europeos y en nombre de Dios concedieron a las potencias imperialistas de la época, a los reyes de España y Portugal, "la facultad plena y libre para invadir, conquistar, combatir, vencer, someter a los paganos, apro­piarse y aplicar para su uso y utilidad de los reinos, dominios, posesiones y bienes (...), pues es obra bien aceptada por la divina majestad de que se abatan las naciones bárbaras y sean reducidas a la fe cristiana". Estas sociedades de “espíritu religioso” estaban más lejos que las actuales de ser justas en el reparto de las riquezas (empezando por la libertad), especialmente de las poblaciones de las “naciones bárbaras”...
Es por lo menos curioso que se puntualice como origen de este desorden a la “secularización” (sin definirla siquiera) y no se mencione una sola palabra a las responsabilidades del sistema capitalista que tantas veces bendijo la institución católica, y a sus propias responsabilidades “eclesiásticas”. Siguiendo su ya clásica línea de conducta -al igual que en el caso de su actuación en la dictadura argentina- el Episcopado Argentino reparte culpas hacia fuera con notorias distracciones sobre las propias.
Pero volviendo sobre lo doctrinal, el documento bien señala en el primer capítulo que “como don de Dios, el hombre debe ordenar y hacer crecer la naturaleza para el beneficio de todos. El hombre debe lograr una `tierra comunitaria´, ordenado al mandamiento del amor: amando a Dios por sobre todas las cosas y con eso, participando con gratitud del don que recibió de Él; como así también, amando al prójimo, es decir, respetando al otro y buscando el bien común, con fraternidad y solidaridad (y justicia). Así Dios confiere a los hombres el señorío sobre las tierras, pero este dominio no puede ser ejercido con despotismo depredador; ya que sería incompatible con la función de co-creador del hombre”.
El documento hace referencia al Antiguo Testamento recordando la tradición sobre la tierra judía en donde “para cuidar la justicia, la fertilidad de la tierra y preservar la solidaridad en la sociedad israelita, Yahvé promulga el año sabático (Ex 23, 10-11; Dt.15; 1-5) y, con la misma finalidad, posteriormente el año jubilar donde cada cincuenta años existía uno de jubileo o liberación”.
En el año 445 a.C. Nehemías era gobernador de Judá, nombrado por el rey de Persia (Neh 5, 14). Este buen hombre, sensible a los problemas del pueblo, veía cómo los pobres eran explotados por los ricos y los gobernantes (Neh 5,1-5.15). Conmovido por esa situación, a instancia del mismo pueblo, convocó una reunión de explotadores del mismo y les exigió, en nombre de Dios, que devolvieran a los pobres las tierras que les habían robado y que les perdo­nasen las deudas y sus intereses (Neh 5,7-13). Él mismo dio el ejemplo perdonando a los que le debían. (Neh 5,14-15). Ne­hemías procuraba reconstruir el tejido social del reino alrededor de la ob­servancia de la ley del año de Jubileo. Esa ley mandaba que cada cincuenta años se deshicieran todas las compras y ven­tas de tierras. Cada pedazo de tierra volvía a sus antiguos propietarios (Lev 25,1-34; Dt. 15,1-11). La reconstrucción del pueblo comenzaba por la iniciativa de los ricos de devol­ver lo que de una forma u otra habían quitado a los pobres. Nehemías quería que los ricos observaran el temor de Dios, cumpliendo su ley (Neh 5, 9); siendo en esto emblemática la “ley del rescate”, que quizás muestra como ninguna otra cuál es el espíritu de la justicia divina como se la entendía en aquella época.
La ley del rescate establecía, sobre todo, dos mandatos: a) cuando alguien por pobreza era obligado a vender su tie­rra, entonces su pariente más próximo tenía obligación de rescatar la tierra, comprándola, no para sí, sino para el pariente que estaba en peligro de perderla (Lev 25, 23-25). b) Si alguno en su pobreza debía venderse como esclavo, entonces su pariente más próximo estaba obligado a rescatar a esa la persona; esto es, debía pagar para que su her­mano pobre quedara libre. En ambos casos el que rescataba era conocido con el nombre de "go'el", palabra hebrea que significa “rescatador”. Así como ahora cada uno tiene su padrino, también en esos tiempos cada uno tenía su go’el, su rescatador, que en la hora difícil venía a socorrerle. Era una figura muy importante, sobre todo para los pobres que no disponían de re­cursos para defenderse.
El objetivo de estas leyes era defender y fortalecer al grupo social comunitario como base de la organización social. Una comunidad bien organizada eran y son una defensa para los individuos y para las familias en contra de las ambiciones de los poderosos, ricos o gobernantes. La ley de rescate impedía que unos perdieran su libertad y que otros fueran explotadores de sus hermanos, fomentando así la responsabilidad comunitaria de todos en el bienestar de la comunidad.
Se entendía que quitar a alguien la fuente de su subsistencia era como quitar algo a Dios o querer sustituirlo. No tocar la tierra cada siete años (año sabático) dejando a los pobres apropiarse de lo naturalmente la tierra producía, era reconocer también un dominio, una exigencia superior respecto al total disfrute de la misma.
Recoger las espigas que sobraban en el campo después de la cosecha era un derecho de los pobres y de los extranjeros (Lev 19,9-10), ya que Dios le dijo al dueño de la tierra: "Cuando estés cosechando y se te cae una espiga, no vuelvas a recogerla, porque ésa le pertenece al extranjero, al huérfano y a la viuda" (Dt 24,19). Eran tiempos en que la tierra era en definitiva comunitaria y nadie podía apropiarse de ella en exclusividad ya que la tierra pertenecía a Dios y este Dios era de todos, en especial de los más pobres. (“Teología desde el camino” pág. – 101/104)

La referencia al Nuevo Testamento se reduce al libro de Hechos de los Apóstoles donde se muestra cómo sin abolir toda propiedad privada, los primeros cristianos ponían efectivamente y de una manera habitual sus bienes al servicio de los más necesitados; llegando en determinados casos a ceder la misma propiedad de sus posesiones para subvenderla -incluso sus tierras- en la concepción de que Cristo estaba en el centro de sus vidas a través del prójimo (Hch 4, 32-35). “La resurrección de Cristo sitúa a la humanidad ante la misión de liberar a toda la creación, que ha de ser transformada en un nuevo cielo y una nueva tierra (2º Pe.3, 13) donde tenga su morada la justicia”, señala el documento.
Así lo reafirma el texto de Hch (2, 45) en que se lee que “vivían unidos y tenían todo en común: vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos según la necesidad de cada uno”, queda complementado por el de Hch (4, 32) en el cual se dice que “No tenían sino un corazón y una sola alma: nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común”.
Anteriormente, Jesús había dado como signo y garantía de la autenticidad divina de su misión que “llega a los pobres un anuncio gozoso” (Mt 11, 5); por lo que los primeros cristianos seguirán presentando su solidaridad con los pobres y necesitados de este anuncio como prueba de la autenticidad de su fe.
Esta solidaridad de las primeras comunidades cristianas se presentaba como algo nuevo e inaudito, como un signo particular de la novedad cristiana. Lo más interesante es que este signo distintivo persistirá en la apologética cristiana pasado el siglo III, hasta que la iglesia-comunidad se va transformando en iglesia-institución de modos autoritarios a partir del influjo del imperio romano. Antes de esto, todos los textos que hacen apología del cristianismo repiten el argumento de que “los cristianos son dignos de crédito porque entre ellos se da una solidaridad que no se da en ninguna otra parte” en palabras de Josep Vives.
Llega hasta tal extremo esta solidaridad que hasta un texto de un enemigo del cristianismo, como fue el emperador Juliano el Apóstata, viene a confirmar esto: “Vemos que lo que más ha contribuido a desarrollar ese ateísmo (= el cristianismo) es su humanidad para con los extranjeros, su acogida para con toda clase de seres humanos... He aquí algo de lo cual debemos preocuparnos. Pues cuando los impíos galileos, además de a sus propios mendigos, alimentan también a los nuestros, sería vergonzoso que se pusiese en evidencia que nuestros miserables carecen de aquellos socorros que nosotros les debemos” (Sozomeno, Hist. Ecl. 5, 15). Evidentemente estas prescripciones cristianas no miraban sólo a la solidaridad con los miembros de la propia comunidad, sino que tenían un alcance más general con todo el que fuese necesitado.
No se menciona en el documento -pero es interesante exponerla en el resumen que hace Vives- cómo en la época subapostólica se sigue afianzando esta solidaridad:
a. Didajé 4, S: “No rechazarás al necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano, y de nada dirás que es tuyo propio. Pues si os comunicáis en los bienes inmortales ¿cuánto más en los mortales?”
b. Carta de Bernabé, l9, 8: “Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes ¿cuánto más en lo perecedero?”.
c. Didajé 1, 5: “Da a todo el que te pide, y no lo rechaces: porque a todos quiere el Padre que se dé de sus dones”.
d. Doctrina de los XII Apóstoles: “No vuelvas tu espalda al necesitado, antes bien comunica todas las cosas con tus hermanos; ni digas que son tuyas: porque si somos socios en las cosas inmortales, cuánto más debemos dar entrada a partir de éstas. Porque el Señor quiere que se dé a todos de sus dones”.
e. Constituciones Apostólicas VII, 12, 5: “Comunicarás todas las cosas con tu hermano, y no dirás que son tuyas propias: porque Dios dispuso la participación común para todos los seres humanos”.
f. Hermas, Mand. 2, 4: “Del fruto que Dios te da de tus trabajos da con sinceridad a todos los necesitados, sin andar vacilante sobre a quién darás y a quién no, pues a todos quiere el Señor que se dé de sus propios dones”.
También hacia finales del siglo II, uno de los padres de la moral cristiana, Clemente de Alejandría, arremete contra el lujo, el despilfarro y la ostentación (capitulo 3 del segundo libro del Pedagogo), proponiendo como ideal del uso cristiano de los bienes el de atenerse a lo necesario y suficiente; “ya que los que se preocupan de la salvación han de tener por principio primero que todas nuestras posesiones están ordenadas al uso, y el uso a su vez ha de mirar a lo suficiente (autarqueia), lo cual uno puede alcanzar aun con pocas cosas. Son vanos los que en su insaciabilidad se complacen en sus tesoros”. Consecuente con este ideal de autarqueia Clemente proclama que la pobreza no es nunca un bien por sí misma: “Por la pobreza el alma se ve obligada a no poder ocuparse de lo más necesario, que es la vida interior y la lucha contra el pecado Por el contrario, la salud y la abundancia de lo necesario mantiene al alma que sabe usar bien de lo presente libre y sin impedimentos. Instrumento es la riqueza. Si de ella se usa justamente se pone su servicio a la justicia. Si de ella se hace un uso injusto, se la pone al servicio de la injusticia. Por su naturaleza está destinada a servir, no a mandar”.
Como bien explica Vives no se puede negar que hay en los planteamientos de Clemente sobre la neutralidad moral de la riqueza en sí un cierto optimismo ingenuo. Algunos Padres posteriores (hasta el siglo VI) no admitirán tan fácilmente que las riquezas no sean en sí ni un bien ni un mal, ya que intuyen que de hecho toda acumulación de riquezas estará inevitablemente implicada con alguna forma de injusticia. Es prácticamente imposible acumular mucho para sí sin privar a otros de lo que debieran disfrutar. La supuesta neutralidad de las riquezas está siempre abierta a la sospecha de justificación ideológica, como lo está también la idea de que las riquezas pueden ser instrumento para hacer el bien por la caridad. La doctrina de Clemente es, en el plano de los principios, correcta: los ricos pueden salvarse, si hacen buen uso de sus riquezas. Lo difícil es que en la práctica los ricos cumplan esta condición. Clemente no lo ignora: pero, en su intención de llevar a los ricos a la admisión del Evangelio le parece oportuno no cargar demasiado las tintas sobre aquella dificultad. Aquí se sustituye el tono comunitario de los evangelios -sobre todo del de Lucas- por el de una catequesis de captación.
Más tarde, uno de los grandes Padres de la Iglesia, San Basilio, fomentó las comunidades de estricta comunicación de bienes y se preocupó de inculcar en la generalidad de los cristianos sus responsabilidades frente a la pobreza imperante y el relajamiento del cristianismo a partir del irrumpir de los modos del imperio romano en la Iglesia: “Dices: ¿A quién hago daño reteniendo lo que es mío? Dime: ¿qué cosas son tuyas? ¿Las tomaste de alguna parte para venir con ellas a la vida? Lo que ahora tienes, ¿de dónde procede? Si respondes que del azar, eres un impío, pues no reconoces al creador ni le das gracias por sus dones. Pero si confiesas que todo te viene de Dios, confiesas la razón porque lo has recibido. ¿Será Dios injusto repartiendo desigualmente los medios de vida? ¿Por qué tú eres rico y el otro pobre? No será sencillamente para que tú puedas tener el mérito de tu generosidad y buena administración, y el otro sea honrado con los grandes premios de la paciencia? (PG 31. 276 ss.).
Basilio, como vemos, no sólo repite el antiguo argumento de que los bienes de la creación son don de Dios para uso de todos, sino que insinúa la observación sociológica de que los ricos son ricos a costa de los pobres.
Otro de los Padres, San Juan Crisóstomo, en sus sermones ofrece extraordinario interés sobre la exigencia de solidaridad cristiana: “Los que poseen campos y sacan de la tierra sus riqueza son de lo más inicuos. Viendo cómo tratan a los míseros trabajadores labradores, se verá que son más crueles que unos bárbaros. A los que están consumidos de hambre y se pasan la vida trabajando, todavía les imponen exacciones continuas e insoportables y les obligan a los esfuerzos más penosos. Sus cuerpos son como de asnos o de mulos o, por mejor decir, como de piedra No les conceden un momento de respiro. Produzca o no produzca la tierra, igualmente les exigen y no les perdonan por ningún concepto. ¡Miserable espectáculo! Trabajan todo el invierno y después de consumirse al hielo y a las lluvias y a las vigilias, se encuentran con las manos vacías y, encima, cargados de deudas”.
En otro sermón repetía: “Locura y frenesí manifiesto es llenar las arcas de vestidos y despreciar el que fue creado a imagen y semejanza de Dios, dejándolo desnudo y tiritando de frío y que apenas se tenga en pie. Me decís: `Es que finge todo esto del temblor y la debilidad´. Perdonadme: esta palabra me hace reventar de indignación. ¿Vosotros, que os regaláis y engordáis que seguís bebiendo hasta bien entrada la noche, que luego vais y os arropáis en blandas colchas, vosotros, digo, creéis que no vais a sufrir el castigo merecido al hacer un uso tan injusto de los dones de Dios...?
Teniendo una actualidad increíble con el análisis que hoy día en nuestra sociedad hacen tantos que se dicen “cristianos” y a la vez desprecian al pobre, entonces como ahora ya se daba el engaño del que se fingía más pobre o más indefenso de lo que realmente era, aprovechándose para vivir de la caridad ajena. Entonces como ahora, los ricos sacaban de ahí excusas justificadoras de su dureza de corazón. Otras veces la excusa era la supuesta perversión o degradación moral de los pobres; el rico, desde su situación de privilegio, siempre estaba (como hoy lo está y hasta sólo siendo “clase media o trabajadora”) dispuesto a pasar juicio moral contra “el que es menos que él”. No se contentaba y contenta con ser rico, sino que ha de presentarse como bueno, y mejor que nadie. Ante esto San Juan Crisóstomo insiste en que el pobre no ha de ser juzgado: se ha de socorrer su indigencia, no premiar su moralidad: “El que quiere practicar la bondad no ha de pedir cuenta de la vida, sino remediar la pobreza y socorrer la necesidad. El pobre sólo tiene una defensa, que es su indigencia y necesidad. No le pidas más aun cuando fuere el ser humano más malvado, si carece del sustento necesario, remediemos su hambre. Así nos lo mandó Cristo: `Sed como vuestro Padre del cielo que hace salir el sol sobre buenos y malos´ (Mt 5, 45)... No damos limosna a las costumbres, sino a las personas. No le tenemos compasión por su virtud, sino por su calamidad. De este modo nos atraeremos también nosotros del Señor su mucha misericordia”.
De esta forma aparece la idea de que la acumulación de riqueza es en realidad una rapiña encubierta: en vano el rico puede intentar tranquilizar su conciencia: “El no dar parte de lo que se tiene es ya como una rapiña. Las Escrituras dicen ser rapiña avaricia y defraudación, no sólo arrebatar lo ajeno, sino también no dar parte de lo suyo a los otros... Esto dice para demostrar a los ricos que lo que tienen pertenece al pobre, aún cuando lo hayan adquirido por herencia paterna o les venga el dinero de donde quiera que sea. Las cosas o riquezas, de donde quiera las recojamos, pertenecen al Señor, y si las distribuimos entre los necesitados lograremos gran abundancia”, escribía el santo.
Sólo en la verdadera y efectiva solidaridad fraterna entre los hijos de un mismo Padre puede tener sentido la oración, el culto y, sobre todo, la celebración de la eucaristía. Las palabras del Crisóstomo a este respecto podríamos decir que siguen siendo de estricta actualidad: “Este sacramento no sólo exige estar en todo momento puros de toda rapiña sino de la más mínima enemistad. Este sacramento es un sacramento de paz. No nos consiente codiciar las riquezas... Y no pensemos que basta para nuestra salvación presentar al altar un cáliz de oro y pedrería después de haber despojado a viudas y huérfanos. Si quieres honrar este sacrificio, presenta tu alma, por la que fue ofrecido. Esta es la que has de hacer de oro... Este sacramento no necesita preciosos manteles sino un alma pura. Los pobres, en cambio, sí requieren muchos cuidados. Aprendamos, pues, a pensar rectamente y a honrar a Cristo como Él quiere ser honrado. ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre, y luego, de lo que sobre, adornad también su mesa” (quizás sería bueno que esto lo recuerde tanta curia vaticana y poderosos colegios episcopales, que andan confundidos y confundiendo por allí, y que, además, se cree poseer la autoridad moral para impartir cátedra).
De esta manera, Juan Crisóstomo, el más vigoroso y elocuente entre los Padres, es a la vez el más ardiente defensor de los pobres y el más insistente amonestador a los ricos para que no descansen en el uso egoísta de sus riquezas.
El último de lo Padres que reseñaremos, San Ambrosio de Milán, insiste en los argumentos que proponían un Basilio o un Crisóstomo y en sí resume todo lo que ha sido el pensamiento teológico de oriente a occidente sobre este tema: “¿Qué rico no ambiciona continuamente lo ajeno? ¿Cuál no pretende arrebatar al pobre su pequeña posesión e invadir la herencia de sus antepasados? ¿Quién se contenta con lo suyo?... ¿Hasta dónde pretendéis llevar, oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos habitantes de la tierra? ¿Por qué expulsáis de sus posesiones a los que tienen vuestra misma naturaleza y vindicáis para vosotros solos la posesión de toda la tierra? En común ha sido creada la tierra pera todos, ricos y pobres; ¿por qué os arrogáis, oh ricos, el derecho exclusivo del suelo? Nadie es rico por naturaleza, pues ésta engendra igualmente pobres a todos. Nacemos desnudos y sin oro ni plata Vosotros, oh ricos, no tanto deseáis poseer lo que es útil como quitar a los demás lo que tienen. Cuidáis más de expoliar a los pobres que de vuestra ventaja Estimáis injuria vuestra si el pobre posee algo de lo que juzgáis digno de la posesión del rico. Creéis que es daño todo lo que es ajeno. ¿por qué os atraen tanto las riquezas de tu naturaleza? El mundo ha sido creado para todos y unos pocos ricos intentáis reservároslo. Vosotros revestís a vuestras paredes y desnudáis a los seres humanos. El pobre desnudo gime ante tu puerta, y ni le miras siquiera. Es un hombre desnudo quien te implora y tú sólo te preocupas de los mármoles conque recubrirás tus pavimentos. El pobre te pide dinero y no lo obtiene; es un ser humano que busca pan y tus caballos tascan el oro bajo sus dientes. Te gozas en los adornos preciosos, mientras otros no tienen qué comer. ¡Qué juicio más severo te estás preparando, oh rico! El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros; el pueblo implora y tú exhibes tus joyas ¡Desgraciado quien tiene facultades para librar a tantas vidas de la muerte y no quiere! Las vidas de todo un pueblo habrían podido salvar las piedras de tu anillo...”. (“Teología desde el camino” pág. 104/108)

La conclusión directa de estos escritos es que Dios, Creador y Padre de todos, quiere que todos disfruten de sus dones. Urgiendo este argumento se llega a la afirmación de que el rico roba al pobre de lo que es suyo y le pertenece cuando acapara los bienes de la tierra más allá de lo necesario, con pretensión de uso y disfrute exclusivo. Más aún: se descubre que los ricos lo son a costa de los pobres, y que las riquezas aparentemente honestas o heredadas son siempre fruto de injusticia y rapiña más o menos encubierta o remota. La riqueza sólo es justificable cuando se pone al servicio del bien común de todos.
Podríamos decir entonces que hubo desde los comienzos del cristianismo una muy viva conciencia de la necesidad de solidaridad con los más pobres y necesitados, expresada con el concepto de “koinonía” o comunicación de bienes; haciendo la salvedad de que la comunidad cristiana no se estructuró como una comunidad total estricta de mesa y techo, sino más bien como una comunidad en la que sus miembros, manteniendo su autonomía de vida, practicaban una real solidaridad con los más pobres.
El documento de referencia señala así condensadamente que la doctrina cristiana no condena la posesión de bienes, sino el destino que se da a ellos, mencionando el mismo sentido que la parábola evangélica de los talentos (Mateo 25 y Lucas 19), en la que el señor premia a los siervos que han dado fruto con lo recibido y condena al siervo que no ha construido nada con la parte dada.
También aquí es interesante hacer notar una continuidad que no se puntualiza en el documento de los obispos con respecto al tratamiento que hacen de los años sabáticos y jubilar del pueblo judío del Antiguo Testamento, luego revalorizados en el anuncio del Nuevo Testamento de Jesús de Nazaret.
En estos Evangelios no se cambia las exigencias de fondo del Antiguo Testamento con respecto a este tema sino tan sólo las perspectivas de solución. A pesar de la limitada realización de los años sabáticos y jubilares y el oscurecimiento del espíritu que había inspirado dicha institución, se había orientado cada vez más al pueblo hebreo hacia la espera de un año de gracia definitivo -el año del Señor- como llegada de aquel Reino de Dios que ningún rey terreno había podido realizar.
El anuncio de Jesús de Nazaret, para quien el Reino de Dios no sólo estaba cerca sino que ya comenzaba a manifestarse (y que hubiera podido difundirse rápidamente si las señales que Él anunciaba se hubieran aceptado) es la respuesta más alta por su carácter radical y universal a esta instancia. Esta instancia no se basa sólo en aquello que debe suceder sino en aquello que debemos hacer cada día; por lo que se hace evidente la superación de todo concepto cíclico del año santo y de todo año jubilar.
En el Evangelio de Lucas se narra el anuncio de un tiempo de salvación cumplido: "Fue a Nazaret, donde se había criado y, según acostumbraba, entró el día sábado a la sinagoga. Cuando se levantó le pasaron el libro del profeta Isaías; desenrolló el libro y halló el pasaje en que se lee: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque El me consagró. Me envió a traer la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad y a los ciegos que pronto van a ver. A despedir libres a los oprimidos y proclamar el año de la gracia del Señor. Jesús, entonces, enrolla el libro, lo devuelve al ayudante y se sienta. Y todos los presentes tenían sus ojos fijos en El. Empezó a decirles: Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar” (Lc, 4, l6-21).
Jesucristo, desde el corazón de aquel sábado y con mirada profética, ve abrirse un tiempo de salvación para los pobres, los oprimidos y para todo el pueblo a condición de haber reconocido en ellos la simple condición de Hijos de Dios. El tiempo de salvación de los pobres se cumple en el hoy, en un continuo y perenne hoy. No hay que esperar otro tiempo de salvación. Este es el mensaje del hebreo Jesús vuelto a su pueblo y a todo el mundo sin quitar nada a la tradición sagrada del pueblo hebreo con relación al sábado.
En concordancia con esto pero sin nombrarlo, el documento de los obispos agrega con meridiana claridad que “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana. El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección. Los bienes de la tierra están destinados para uso de todos los hombres y pueblos; debido a ello deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y la caridad. Así el hombre no debe usar como exclusivamente suyas, sino como comunes, las cosas que posee legítimamente, en el sentido que debe aprovecharlas no sólo él, sino también los demás. (Gaudium et spes, nº 39)”.
Con referencia a la misma constitución pastoral (G.S.) se señala el derecho a poseer bienes suficientes para sí mismo y la propia familia y también indica que se debe “ayudar” (queremos creer que los obispos hacen referencia a “promover” y no solamente a “asistenciarlos”) a los pobres, sentando doctrina sobre el uso universal de los bienes, sujetos no sólo al que los posee, sino al bien común. El documento de los obispos argentinos referencian entonces de la G.S. “que quien se halle en situación de necesidad extrema puede tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí” (Gaudium et Spes nº 36); de esta manera se hace relativa y limitada la condena anterior a la “apropiación indebida”.
Con respecto a la justa distribución a la tierra y su consecuente reforma agraria, el documento cita el impecable docu­mento de 1997 del Consejo Pontificio Justicia y Paz: "Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria", el cual retoma y amplía la doctrina social de la Iglesia sobre el tema.
Partiendo del análisis del modelo de desarro­llo de las sociedades industrializadas, que incide dramática­mente en las economías en vías de desarrollo basadas en la agricultura predominantemente, nota lo escandaloso del proceso de concentración de la tierra que está en neta oposición con la voluntad y el designio salvífico de Dios, dado que niega a una gran parte de la humanidad los beneficios de los frutos de la tierra (Para una mejor distribución de la tierra - nº 27).
Derivado de esto, el documento del consejo pontificio puntualiza expresamente la condena a:
- El latifundio como intrínsecamente ilegitimo: no hay razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la pro­pia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario (nº 32)
- Las injusticias provocadas por las formas de apropia­ción indebida de la tierra por parte de propietarios o empre­sas nacionales e internacionales y en algunos casos con el apoyo de instituciones estatales; despojando a pequeños agricultores y a los pueblos indígenas de sus tierras y cre­ando modos de explotación de la tierra que deterioran el medio ambiente (nº 33).
- La explotación laboral que impide a los trabajadores dis­frutar de los bienes comunes de la naturaleza, como los fru­tos de la producción (nº 34).
Todo esto que ya habíamos nombrado está en comunión con el enfoque doctrinario que se centra en dos principios de la justicia:
- El destino universal de los bienes: Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los hom­bres y pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la caridad. Constituye un derecho natu­ral, primario y universal (nº 28).
- El derecho de propiedad privada con función social: La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes exter­nos aporta a cada uno un espacio completamente necesario para la autonomía personal y familiar y debe ser considerado como una prolongación de la libertad humana; que al estimular el ejercicio de tareas y deberes constituye una de las condiciones de las libertades civiles (nº 29).
Así, la propiedad privada es un instrumento de actuación del principio del destino común de los bienes. Por lo tanto el hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente, no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprove­char no sólo a él, sino también a los demás (nº 30).
El Papa Juan Pablo II, además de su célebre concepto de “hipoteca social” de la riqueza, en una de sus encíclicas sociales, la Centesimus Annus, de 1991 -con motivo del centenario de la primera gran encíclica social moderna, la Rerum Novarum, de León XIII- afirmaba: "Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno (...) Es mediante el trabajo como el hombre, usando su inteligencia y su libertad, logra dominarla y hacer de ella su digna morada. De este modo se apropia de una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual. Obviamente, le incumbe también la responsabilidad de no impedir que otros hombres obtengan su parte del don de Dios; es más: debe cooperar con ellos para dominar juntos toda la tierra". Posición que no está lejos de la sostenida en el siglo XVII por el padre del liberalismo, el filósofo inglés John Locke, quien acotaba el derecho de propiedad a la tierra que se era capaz de trabajar...
Respecto a la problemática de la tierra urbana los obispos argentinos referencian al documento de 1987 "¿Qué has hecho de tu her­mano sin techo?" (Pontificio Consejo Justicia y Paz); el cual resalta al grupo social de los mar­ginados, instalados en precarios asentamientos con todas las formas de miseria que esto conlleva y el que señala que no es solamente un hecho del cual todos somos responsables, sino un escándalo de la injusta distribución de los bienes que están originaria­mente destinados a todos (cap. I, nº 3).
En concordancia con esto, el Concilio Vaticano II ya definía como "propiedad" también a "los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional", es decir, poseer acceso al conocimiento tecnológico que es hoy decisivo acercar la brecha entre progreso y atraso, y cuya "propiedad" es disputada por los poderosos del planeta.
También establece que la propiedad puede ser pública, estableciendo que "a la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común". Esta última consideración llevó al Concilio a hablar de la necesidad de cambios en el actual desorden de cosas: "Son necesarias las reformas que tengan por fin el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer". Es decir que también fijó el derecho a la expropiación "siempre que el bien común lo exija".

Resumiendo:
-la propiedad es un derecho natural anterior y superior a toda legislación humana sobre el tema ya que no es simplemente una costumbre social fáctica. Todos los nacidos tienen derecho, por naturaleza, a la propiedad y en primer término lo necesario para vivir. Y si crecen sin tenerlo, ello es atentatorio contra un derecho natural cometiéndose un pecado colectivo contra el plan de Dios.
-la propiedad debe tener una función social ya que no sólo el propietario tiene el derecho de beneficiarse con sus posesiones, sino que también tiene la obligación moral de extender los beneficios hacia el conjunto de la sociedad a la que pertenece.En síntesis, la enseñanza bíblica y la doctrina social de la Iglesia-institución, heredera de aquella iglesia-comunidad primera, transmite la necesidad de ordenar la problemática de la tierra y el agua (extendiéndose a todas sus riquezas en general) al amor infinito de Dios en la creación y en la Redención de Cristo, que habla de humanismo integral, fraternidad, misericordia y muy principalmente de justicia.
Toda la enseñanza bíblica sobre las riquezas de la tierra y el agua sustenta la antropología que perfila al hombre como señor, administrador y responsable de la tierra, pero entonces ordenado en esta relación por los dos mandamientos fundamentales enseñado por Jesús: el amor a Dios y su dependencia como criatura y el amor al prójimo que implica la justicia, la fraternidad y la solidaridad para compartir la creación.
Y esto es perfectamente realizable si existiera tal voluntad. Quizás el planteo a tener en cuenta por las sociedades concentradoras de las riquezas y que además poseen el déficit de consumir más de lo que producen y así y todo se dicen “cristianas”, sea el planteo del hindú Mahatma Gandhi de que "la tierra es suficiente para las necesidades de todos, pero no para la voracidad de los consumistas". (“Teología desde el camino” pág. 108/112)


Una propuesta invencible: la construcción del Reinado de Dios
Basándonos en los textos de José María Vigil sobre sus reflexiones acerca del Reino y especialmente sobre el Jesús histórico- debemos destacar que hay algo que caracteriza al ejemplo de praxis que tenemos en Jesús por sobre todas las cosas: Jesús fue un hombre con una Causa. No fue simplemente una buena persona, un ser humano sensible y solidario o un hombre santo. Jesús fue un luchador por una Causa, una persona consciente, que supo lo que quería y que se empeñó en conseguirlo hasta dejar la vida en este empeño.
Un hombre con una utopía y con una esperanza. Una persona con una Causa por la que vivir y por la que luchar. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús; se trató de un rasgo fundamental de su vida y de su persona; fue un rasgo esencial en Él, y, por eso mismo, es un rasgo “revelador”, por lo que formó parte de esa revelación que es Jesús.
Decimos habitualmente que Jesús es a la vez revelación de Dios y del ser humano: nos revela cómo es Dios y nos revela cómo puede llegar a ser la persona humana. Ese “vivir con Causa” de Jesús, es también revelación en ese mismo doble aspecto: nos revela cómo es Dios y cómo debe ser el ser humano.
Nos revela por una parte que Dios tiene una utopía, un sueño: lo podemos designar -con palabras más clásicas- como el “designio arcano” de Dios, su plan salvífico, su voluntad, su esperanza, su utopía, su mismo reinado.
El hecho de que Jesús sea así nos revela que Dios es también así. Nos revela también que la Persona Humana Nueva revelada en Él es esencialmente utópica y esperanzada, y que, sin este rasgo, cualquier persona humana está lejos de acceder a la plenitud de las posibilidades de su ser “a imagen y semejanza” de su Creador.
Esta utopía de Jesús de la que hablamos tiene justamente un nombre en hebreo se denomina Malkuta Yahvé, que significa “Reino o Reinado de Dios”. Reino de Dios es una de las mismísimas frases-fuerza de Jesús, repetidas con muchísima frecuencias en el Evangelio y la que constituyó el centro mismo de su predicación. Fue, en efecto, la Causa de la que Jesús habló, con la que Jesús soñó, por la que se expuso, se arriesgó, lo persiguieron, lo capturaron, lo torturaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Jesús es ante todo un servidor fervoroso del Reino de Dios, un apasionado luchador por esa Causa. Sin la perspectiva del Reino de Dios es imposible conocer realmente a Jesús (“Teología desde el camino” pág. 52/53)
Por eso hay que destacar que Jesús fue alguien que usó palabras duras, no rehuyó polémicas y para defender la sacralidad del templo usó también la violencia física. El contexto de su vida es común al de los campesinos y artesanos mediterráneos, que vivían una resistencia radical pero no violenta contra el desarrollo urbano de Herodes Antipas y el comercialismo rural de Roma, impuesto en la Baja Galilea (la tierra de Jesús) y que empobrecía a toda la población. Predicó un mensaje que supuso una crisis radical para la situación política y religiosa de la época. Anunció el Reino de Dios en oposición al reino de César y, en vez de la ley, el amor. Esto representó dos dimensiones, una política y otra religiosa.
La política, se oponía al Reino de César en Roma, que se entendía hijo de Dios, Dios y Dios de Dios, los mismos títulos que los cristianos van a atribuir más tarde a Jesús. Tal atribución a Jesús era intolerable para un judío piadoso y un crimen de lesa majestad para un romano.
La otra dimensión, la religiosa, significaba que entre las perversidades del mundo se esperaba la intervención de Dios y la inauguración de un Reino de justicia y de paz. Pero un Reino de Dios como proceso que apenas había comenzado, y que se iba realizando a medida que las personas cambiaran sus mentes y sus corazones. Esa construcción del Reino es el proyecto fundamental de Jesús. Él se entiende como aquel que en nombre de Dios va a acelerar semejante proceso.
Esta concepción de Reino puso en crisis a los distintos actores sociales, los publicanos y saduceos, aliados de los romanos, la clase sacerdotal, los guerrilleros zelotes y, principalmente, los fariseos. Éstos son los opositores principales del Hijo del Hombre, pues en vez del amor predicaban la rigidez de la ley; en lugar de un Dios bueno, “Papi” (Abba), un Juez severo. Para Jesús, Dios es un Padre con características de madre misericordiosa. Jesús hace de esta comprensión el centro de su mensaje. Entiende todo poder como mero servicio. Rechaza las jerarquías porque todos somos hermanos y hermanas, sin maestros ni padres. (“Teología desde el camino” pág. 41/42)

En esta realidad histórica, Jesús ha proclamando que ya llega el “Reino de Dios” (Mc 1,15); en su oración nos insiste en que pidamos que llegue (Mt 6,10); nos ilustra sobre la actitud que debemos tener para acogerlo (Mc 10,15); explica que hay personas que están cerca de él (Mc 12,34); exhorta a que estemos en vela para poder entrar en él cuando llegue (Mt 25,1-13). Asienta que es Dios quien lo da gratuitamente por puro beneplácito (Lc 12,32), y especifica a los destinatarios (Lc 6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que, o bien no es para todos, o que está destinado de un modo especial a determinadas personas. Por otra parte habla repetidamente de “entrar en el reino”, lo que presupone que es una dimensión a la que hay que acceder (Mt 5,20;7,21;23,13).
En todos estos textos aparece que hay gente que ciertamente no va a entrar si no cambia radicalmente de actitud. Por lo tanto pide la conversión como actitud consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15). Las condiciones para “entrar” y los anuncios de que “viene”, tienen de común que es un acontecimiento inminente pero futuro para los oyentes, ya que si habla de qué hay que hacer o qué evitar para entrar en él, presupone que todavía no han entrado; aunque el reino ya esté presente (Lc 17,21); es la semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada quien (Mc 4,3-11); haciéndolo presente en sus obras liberadoras (Lc 11,20). Más aún, la presencia de Jesús marca el inicio del tiempo del reino, un tiempo tan cualitativamente superior al anterior que el menor de los que lo acepten será mayor que Juan Bautista (el mayor de los que habían vivido antes del reino) (Lc 7,28). Por eso en sus parábolas del reino, Jesús -que se califica a sí mismo de maestro iniciado en los secretos del Reino (Mt 13,52)-, lo compara a la perla de más valor y a un tesoro fabuloso. Cuando alguien da con él, de la alegría, vende todo cuanto posee para adquirirlo (Mt 13,44-46). El reino de Dios es, dice en el mismo tono, un gran banquete, el banquete sin término que ofrece el propio Dios (Lc 22,16), el banquete de bodas de su hijo (Mt 22,2). (“Teología desde el camino pág. 42/43)

Muchos textos de los evangelios se entenderían mejor si se determinase en cada momento cómo hay que traducir la palabra griega basilea. Así la frase de Juan Bautista “se acerca el Reino de Dios” (Mt 3,32) se comprende mejor traducida por se acerca el Reinado de Dios, esto es, se acerca el momento en que Dios va a reinar sobre los hombres; la segunda petición del Padrenuestro (Mt 6,10) sonaría mejor traducida por “llegue tu reinado” que por “venga a nosotros tu reino”, pues en realidad lo que se le pide a Dios es que reine sobre nosotros y no que venga su reino sobre nosotros, frase carente de sentido. Cuando leemos en el evangelio de Mateo (16,28): “En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del Hombre venir en su reino”, lo comprenderíamos mejor traducido así: “antes de haber visto al Hijo del hombre venir como rey” (esto es, revestido de los atributos reales). La petición de uno de los rebeldes crucificados con Jesús: “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”, no nos haría pensar en otro reino más allá de este mundo, si la tradujésemos por “acuérdate de mí cuando vengas como rey” (=cuando se manifieste tu realeza), cosa que está sucediendo precisamente en ese momento de la muerte de Jesús, en el que se manifiesta su modo peculiar de ser rey, que muere por dar vida (Lc 23,42).
Por eso la traducción del texto del evangelio de Juan “mi reino no es de este mundo”, más acorde con el texto griego original y con el mensaje de Jesús, es que Jesús respondió a Pilatos: “Mi realeza (esto es, mi modo de ser rey) no pertenece al orden este. Si mi realeza perteneciera al orden este, mis propios guardias habrían luchado para impedir que me entregaran a las autoridades judías”. Pilatos así pudo quedarse tranquilo, ya que, aunque Jesús no negó ser rey, sin embargo, su realeza no era (ni es) como la de los reyes de ese mundo, que se valían (y valen) de la fuerza y la violencia para conseguir sus fines; de ahí que no utilizó guardias en su defensa con la finalidad de impedir ser entregado a las autoridades judías y luego a las romanas. (“Teología desde el camino” pág. 44/45)

Como explica el teólogo Pedro Trigo, Jesús de Nazaret no se predica a sí mismo ni habla sólo de Dios. Su misión gira en torno al Reino de Dios y es quien le da esa riqueza de significados y lo coloca en ese lugar central. Por eso el mensaje del Reino es "Evangelio": la noticia más hermosa y decisiva que pueda comunicarse. A este aspecto de la proclamación de Jesús podemos designarla como “Reinado de Dios”, es decir, la acción de ejercer su soberanía, que es servicio amoroso y entrega de sí mismo.
La alianza entre Dios y la humanidad se establece en Jesús, lo que significa que el Reino de Dios es el reino del ser humano, el reino de la humanidad; Dios se nos da humanamente. Para encontrarnos con Dios no hay que separarse del mundo porque, en Jesús, Dios entra en nuestra historia y sólo en ella podemos recibir su salvación. La salvación religiosa ya no puede consistir en salvarse del mundo. Ya no hay templos como casas de la divinidad, apartadas de lo profano. Jesús es ese templo en el que cabe la plenitud de la divinidad corporalmente (Colosenses 2,9).
Así, la aceptación del Reinado de Dios se da en el seguimiento de Jesús, que es la prosecución de su historia, que es actuar en nuestra situación de un modo equivalente a como Él lo hizo en la suya. Esta fidelidad creativa es posible a todos los seres humanos, incluso a quienes ignoran el nombre de Dios y de Jesús, porque sobre cada uno está derramado el Espíritu de Dios, que es el propio de Jesús. A todos está abierta la posibilidad de constituirse en hijos de Dios -aun ignorando esto- y de construir el mundo fraterno y justo de los hijos de Dios. Precisamente ese mundo sería el Reino de Dios. (“Teología desde el camino” pág. 43)

El núcleo del mensaje de Jesús es el anuncio de la llegada inminente del Reinado -más exactamente que del Reino- de Dios, que es Padre y desea llevar a la plenitud de vida al ser humano sin distinción alguna. Es ridículo pensar que la manifestación de ese Reinado de Dios no tendría lugar en este mundo, sino en el más allá, pues es precisamente en este mundo donde el hombre tiene que llegar a su pleno desarrollo humano. Empezando a vivir con su vida terrenal la otra vida celestial. El núcleo principal de la predicación de Jesús que se lee en los evangelios va dirigido a conseguir la transformación de aquella sociedad injusta, no mediante la fuerza, el poder, el prestigio o el dinero, sino mediante la puesta en práctica por parte de sus seguidores de un amor solidario apoyado en la justicia de Dios y que hiciese surgir dentro de este viejo mundo una sociedad alternativa en la que todos tuviesen cabida y no hubiese -como en la parábola de los invitados a la boda- excluidos del pueblo ni pueblos excluidos. En esta sociedad alternativa sobre la que Dios ejerce su Reinado, en la perspectiva de Jesús, mira principalmente a este mundo; no tanto a los cielos cuanto a los suelos. Crossan afirma acertadamente que el Reinado de Dios es “lo que sería nuestro mundo si estuviese gobernado por Dios”. Entendido así, el núcleo de la predicación de Jesús no gira en torno al más allá, al otro mundo por venir, sino que se centra en la transformación en el de más acá, aunque con vocación de eternidad.
Es revelador que cuando Jesús formuló la primera y principal bienaventuranza, no dudó en unir lo que nadie se habría atrevido a emparejar: felicidad, pobreza y Reino. Pero aquí también esta primera bienaventuranza ha sido mal traducida y mal interpretada a lo largo del tiempo. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3), está escrito que dijo Jesús.
Traducida así, esta bienaventuranza ha sido interpretada en dos direcciones:
-Para unos, lo importante es ser “pobre de espíritu”; o sea, estar desprendido “espiritualmente” de los bienes, pero sin renunciar a ellos (?). Esta interpretación ha servido para tranquilizar a lo largo de la historia del cristianismo a todos aquellos que, siendo ricos, decían haber renunciado en su interior a la riqueza (= pobres de espíritu), pero sin desprenderse de ella, haciendo así posible lo que Jesús declara absolutamente inviable: riqueza (mamona) y Reino de Dios: “Os aseguro que con dificultad va a entrar un rico en el Reino de Dios. Lo repito: Más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios” (Mt 19,23-24). Aunque también a esta frase -de interpretación tan obvia como de contenido tan duro- se le han buscado las más sofisticadas interpretaciones para hacer que los ricos -sin dejar de serlo- también pudiesen estar al cobijo de la salvación ofrecida por la Iglesia-institución. La misma también que supo quitar el aguijón al Evangelio, haciendo acopio de bienes materiales y gozando, de este modo, del poder, la seguridad y el prestigio social que la posesión de esto proporciona.
-Para otros, los pobres no tenían ni tienen por qué preocuparse de su situación, porque de ellos es ya el bien más preciado, ese reino de los cielos... Su sufrimiento aquí se ve ya compensado en el presente por poseer ya este reino, sabedores además de que Dios en el reino futuro pondrá los puntos sobre las íes, aun a precio de tener que soportar en esta tierra una vida de carencias y penalidades extremas...
Sin embargo, el sentido original del texto griego de esta bienaventuranza va por otro lado. Jesús declara que solamente aquellos que sean capaces de hacerse pobres hasta el extremo de la mendicidad, si hiciese falta -pues el texto griego utiliza la palabra ptôkhós (mendigo) en lugar de pénês (pobre)- renunciando voluntariamente a la riqueza, sólo éstos pueden formar parte de la comunidad o grupo humano sobre los que Dios reina. Al mismo tiempo, proclamando dichosos a los pobres voluntarios, éstos se verán libres de toda atadura para denunciar la miseria en la que anda sumida gran parte de la humanidad y que no es en modo alguno un estado deseable ni causante de felicidad, pues degrada al ser humano, lo lleva a perder su autonomía, su proyecto de comunidad y fraternidad, y hace nacer en el interior del corazón la envida, el resentimiento y la desesperación.
Así, en palabras de Josep Vives, la comunidad de Jesús queda constituida por los que “tienen conciencia de ser pobres” (los “pobres de espíritu” de Mateo), los que de hecho, son ordinaria y sociológicamente pobres, débiles, marginados (los “pobres estructurales”). No es que se excluya a los ricos: el mismo Señor no había excluido a Nicodemo o a José de Arimatea. Pero son raros los ricos que están en la disposición de aceptar el Reino en las condiciones en que se ofrece. Pablo lo presentará como una prueba del triunfo de la gracia de Dios: “Lo débil del mundo escogió Dios, para confundir a los fuertes” (1 Cor 1, 26 ss).
A la felicidad o bienaventuranza se llega, según Jesús, liberándose voluntariamente de la esclavitud del dinero, un dios que exige idolatría y que cierra el corazón humano al amor solidario y, al mismo tiempo, luchando -con el arma de la libertad que genera la pobreza voluntaria- contra la pobreza forzosa y material que hunde al hombre en la miseria y le cierra el paso a su desarrollo humano integral. ¡No de otra forma!
Sentimos mucho darles esta mala noticia a tanto adinerado piadoso, colaboradores vitalicios de suntuosos templos y mecenas de purpuradas eminencias. Algo falla en ese “cristianismo” de los ricos, cuando son capaces de desvelarse por asegurar y acrecentar más y más su propio bienestar, sin sentirse interpelados por el mensaje de Jesús y el sufrimiento de los pobres del mundo.
Y esto también es extensivo a tanto “pequeño burgués” de clase media que se pretende piadoso. Algo también falla cuando son capaces de vivir lo imposible: el culto a Dios y el culto al Bienestar. Algo importante falla en esa Iglesia cuando en vez de gritar con la palabra y el ejemplo de vida que no es posible la fidelidad a Dios y el culto a la riqueza -con toda la superficialidad, banalidad y estupidez que eso conlleva- se contribuye a adormecer las conciencias, desarrollando una religión “burguesa” y tranquilizadora.
La riqueza como fruto de la pobreza de los otros es idolatría y por eso es imposible la salvación. Es idolatría porque Dios es Justicia y la riqueza -como apropiación excluyente de la creación- es injusticia. Es idolatría porque es servicio a un falso dios y porque la absolutización de una verdad parcial (la bendición de Dios interpretada en la abundancia) siendo como es, una simple mediación de Éste, termina por suplantarlo. Precisamente por ser idolatría, esta riqueza no hace crecer al hombre sino que lo destruye; el ídolo es siempre creador de muerte. Sólo Dios es fuente de humanidad y vida. Para la Biblia, la idolatría no es sólo adorar “otros dioses” sino sobre todo adorar “la obra de las propias manos”. Sin la renuncia a esa riqueza es imposible que el rico se salve. Es imposible por la dinámica fatal a la que somete el ídolo; la riqueza impide crecer, ahoga toda semilla del Reino (Mt. 13; 22). Es más, el rico no escuchará ni a un muerto que resucite para avisarle (Lc. 16; 30-31). Y hace imposible la salvación porque el ídolo no salva nunca. “no podés servir a Dios y a la riqueza” (Mt. 6; 24).
La razón de esta imposibilidad para que el rico se salve radica en que, en su lógica, la riqueza “salva”; por lo tanto la salvación deja de ser el Reinado de Dios. La pobreza de espíritu sólo podrá entenderse como “desprendimiento del corazón” en situaciones de igualdad social. Mientras que en situaciones de desigualdad, ¡es tan imposible que un rico sea a la vez “pobre de espíritu” como que “un camello pase por el ojo de una aguja”!...
La pobreza espiritual tampoco consiste en “tener sin avidez” (en la cita de Lucas 12; 15: “guardaos de la avidez porque, aunque alguien nade en la abundancia, sus bienes no les darán vida”) sino, en todo caso, en vender lo que se tiene de más y entregarlo; o, al menos, en no acumular lo innecesario y acompañar al pobre a salir de su situación. La falta de justicia en el reparto de las riquezas no sólo es contraria al Reino de Dios, sino que invalida toda práctica piadosa; por más que el rico se engañe pensando que cumple con todos los preceptos cristianos (especialmente los canónicos) cuando está dejando de lado el mayor: ¡el de amar al prójimo como a sí mismo!
Un pobre puede ser ávido de espíritu (idolatrar la riqueza que no tiene) o, sin más, rico en espíritu (por ejercer los valores del Reino); pero un rico no puede ser, sin más, “pobre de espíritu”. La pretensión del puro “desprendimiento interior” vale tanto como el lavado de manos de Pilatos ante Jesús.
Afirmar lo contrario, utilizando la religión como superestructura ideológica justificadora de la opresión social, es pecar gravemente contra el segundo mandamiento de “no tomar el santo nombre de Dios en vano”; quedando deformada su voluntad y convertida, ahora sí, en “el opio de los pueblos”.
De ahí que la traducción más adecuada del texto griego de la primera bienaventuranza propuesta por Juan Mateos sería: “Dichosos los que eligen ser pobres” (= “los pobres por el espíritu”, esto es, los que han decidido por propia voluntad ser o hacerse pobres en el sentido obvio de la palabra, ¡pues el espíritu es para los semitas la facultad o sede de las decisiones!) “porque ellos tienen a Dios por rey”, y prueba de ello es que han sido capaces de renunciar al dinero -verdadero dios para la inmensa mayoría de la gente de nuestro mundo-, y no lo han hecho para aumentar la ingente multitud de los pobres de la tierra, sino para sacar de la pobreza a los que andan sumidos en ella.
Los pobres de espíritu del evangelista Mateo son -además de los propios pobres de Lucas- todos aquellos que los aman, que se identifican y optan por ellos y que eligen serlo más allá de una realidad forzada que en sí misma no es virtuosa.
Lucas, al escribir para una comunidad de gentes más rica y poner su atención entre la relación riqueza-pobreza, a sus cuatro bienaventuranzas agrega cuatro maldiciones contra los ricos que oprimen a los pobres. Aplica el concepto de que el hombre oprimido es una contradicción a la paternidad de Dios que adviene como Reino.
Mateo, al escribir a una comunidad más humilde, expone, además de las cuatro bienaventuranzas de Lucas, otras cuatro más, que son actitudes éticas donde explica a los suyos que no basta mecánicamente con la situación en sí, si no se la asume desde la responsabilidad cristiana. Así, los mansos son aquellos que no crean la pobreza, los no agresores, ni toman la iniciativa violenta de la opresión; los misericordiosos son los que, como Dios, saben escuchar el clamor de los pobres y necesitados; los limpios de corazón son los que están liberados del deseo apropiador del tener, y los que trabajan por la paz son aquellos que trabajan por lo que la Biblia llama “la obra de la justicia”, porque no haya ni hambrientos, ni llorosos ni perseguidos.
Evidentemente, en conjunto se trata de formulaciones extremas -como tantas otras que hay en los evangelios- con la que Jesús indica hasta dónde hay que estar dispuestos a llegar para acabar con este orden injusto. No proclama Jesús dichosos solamente a los que ya se han hecho pobres, sino a todos aquellos que han iniciado este camino para acabar con la injusticia en el mundo y, en la medida de sus posibilidades y capacidades, marchan para conseguir esa meta.
Esta interpretación de la primera bienaventuranza no es nueva, pues ya era compartida por algunos santos padres de la Iglesia. Basilio de Cesárea escribía: "Estos pobres de espíritu no se han hecho pobres por ninguna otra razón a no ser por la enseñanza del Señor que ha dicho: "ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres", y Cromacio de Aquilea, comentando las bienaventuranzas, afirma que "no toda pobreza es dichosa, porque con frecuencia es consecuencia de la necesidad... Dichosa es, pues, la pobreza espiritual, esto es, aquella de quienes se hacen pobres por Dios en el espíritu y en la voluntad, renunciando a los bienes del mundo, y dando generosamente sus propios bienes".
En definitiva, “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). Y no es que Jesús estuviese a priori en contra del dinero, un bien necesario e imprescindible para poder llevar una vida humanamente digna; lo que Jesús ataca con esa frase es la acumulación de dinero por parte de unos pocos y en detrimento de la mayoría. (“Teología desde el camino” pág. 45/49)

Es tal el empeño de Jesús en su Evangelio por denunciar las situaciones de riqueza acumulada por parte de los ricos que se desprende fácilmente, en las conclusiones de Jesús Peláez, que “el núcleo central de la utopía del reino es la liberación de los pobres”; que comienza -aunque no se limite a ello- por la eliminación de su pobreza-mendicidad, estado en el cual es imposible el desarrollo humano.
Jesús invita a estos pobres liberados no a ser ricos sino a llevar una vida de austeridad solidaria, expresión que puede considerarse como la nueva formulación de la pobreza evangélica. El camino de la felicidad se halla paradójicamente donde nadie espera encontrarla, en la renuncia voluntaria a la acumulación de bienes, con la finalidad de que éstos se distribuyan entre todos y se acabe esa radical desigualdad en la que anda sumida la humanidad.
Los pobres -aquella multitud de desposeídos de la tierra- fueron el centro de atención de Jesús, una constelación de indigentes, mendigos, locos, ciegos, cojos, enfermos, prostitutas y un largo etcétera por cuya compañía y defensa fue declarado indeseable a los ojos de la “gente de bien”. Y fueron precisamente los ricos -y con ellos los saduceos y fariseos, amantes del dinero, además de piadosos y rigurosos observantes de cada precepto- el objeto de los mayores y más duros ataques del maestro nazareno.
La nueva sociedad o Reino de Dios, preconizado por Jesús, se hará realidad aquí y ahora en la medida en que haya gente que se adhiera a su programa de austeridad solidaria, para alumbrar de este modo una nueva humanidad, llamada a la salvación. Y no debemos olvidar que la salvación comienza por la liberación del pueblo de aquellas condiciones de vida -como la pobreza forzosa- que impiden su pleno desarrollo humano.
¡Esto es y ninguna otra cosa el Reino-Reinado de Dios en esta tierra!
Que de lo que sea de éste en el más allá, poco podemos saber por el Nuevo Testamento, a no ser que tanta cantidad de amor y servicio no puede acabarse con la barrera de la muerte.( “Teología desde el camino” pág. 51/52)

¿Y cómo sería entonces, desde el hoy y para nosotros, iglesia-comunidad-peregrina, la construcción de ese Reino?
Recuerda José Antonio Pagola que algunos de los que acompañaron a Jesús en su última visita a Jerusalén se admiraron al contemplar “la belleza del templo”. Jesús, por el contrario, vio que en aquel lugar grandioso no se estaba acogiendo el Reino de Dios y por eso lo da por terminado: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.
De pronto, sus palabras rompieron la insensibilidad y el autoengaño que se vivía en el entorno del templo. Aquel edificio espléndido estaba alimentando una ilusión falsa de eternidad. Aquella manera de vivir la religión sin acoger la justicia de Dios ni escuchar el clamor de los que sufren es engañosa y perecedera: “todo aquello será destruido”.
Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos aún, del desprecio o el resentimiento. El mismo Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús “se echó a llorar”. Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la compasión sí. Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una “religión vieja” que no se abre al Reino de Dios. Sus lágrimas de profeta expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo, y, al mismo tiempo, su crítica radical a aquel sistema religioso que obstaculiza la visita de Dios: Jerusalén (etimológicamente “ciudad de la paz”) “no conoce lo que conduce a la paz” porque “está oculto a sus ojos”.
La actuación de Jesús puede arrojar luz sobre la situación actual. A veces la única manera de abrir caminos a la novedad creadora del Reino de Dios es dar por terminado aquello que alimenta una religión anacrónica, caduca, pecaminosa; que no genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo.
Dar por terminado algo vivido de manera sacra durante siglos no es fácil. Se empieza condenando las falsedades, imposturas e ideologías de quienes lo quieren conservar como eterno y absoluto. Se hace “llorando”, pues los cambios exigidos por la conversión al Reino de Dios harán sufrir a muchos.
Los profetas denuncian los pecados de la Iglesia justamente llorando.
Lo cierto es que Jesús no dio en ningún momento una lección magistral sobre el Reino de Dios y nunca lo explicó sistemáticamente. Pero en el conjunto de la vida de Jesús está clara su predicación sobre Éste. Proclama Jesús desde el inicio de su predicación: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15). Sus destinatarios primarios son las víctimas, los sujetos frágiles, todas aquellas personas a las que se las excluye: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6, 20-21). Un Reino que ya es, aún cuando todavía no lo sea en plenitud. “Sin acontecimientos históricos liberadores no hay crecimiento del reino”, escribe Gustavo Gutiérrez. Sólo en la medida en que se producen hechos concretos de liberación -ciegos que recuperan la vista, paralíticos que vuelven a caminar, leprosos que son curados, “endemoniados” (enfermos) que son liberados, hambrientos que son alimentados...- el Reino, a la vez promesa y realidad, se vuelve parcial pero suficientemente inteligible a los hombres.
Para Jesús, el Reino de Dios no es sin más otro mundo, sino este mismo mundo, pero totalmente otro. La identidad del Reino esperado está en continuidad con este mundo. La salvación es “homosalvación”. El Reino, que habrá de ser este mismo mundo, lo será pero de una forma enteramente renovada. No será “otra tierra (cielo)”, sino una “tierra otra”, nueva, enteramente renovada, retornada a su transcendida novedad original.
Hacia tal Reino de Dios no se puede avanzar sino por el sendero de la transformación histórica. ¡La tierra es el único camino que tenemos para ir al cielo!. No podemos hacer Reino sino en la historia. Salirnos o despreocuparnos de ella en nombre de un supuesto cielo transhistórico que nada tuviera que ver con la historia, sólo sería un infantilismo -en el mejor de los casos- o directamente actuar con mala fe. No podemos construir un cielo nuevo sino haciendo nueva la vieja tierra. Transformando la historia configuramos el cielo futuro.
Por esto mismo se puede llegar a ser hasta “contemplativos” en este proceso de liberación, inmersos en sus noches más oscuras, ya que esta historia nunca termina...
Un cristianismo sin esperanza, sin utopía, sin lucha apasionada por la construcción del Reino no sería seguimiento de Aquél apasionado luchador -revelador de Dios- que mantuvo su esperanza sostenida hasta el final de su vida.
Afortunadamente, no podemos decir que Jesús no pueda ser modelo para nosotros en estos tiempos por el hecho de que él no hubiera vivido tiempos de crisis de esperanza como los nuestros. La lucha y la esperanza de Jesús también atravesó sus crisis.
Debió serle fácil al principio la esperanza, cuando constataba en el pueblo aquella respuesta entusiasta que le hacía venir en su búsqueda en muchedumbre o que le quería proclamar rey. Se debió sentir peor cuando muchos le fueron dejando quejándose de que aquel lenguaje era un tanto duro. La posterior “crisis de Galilea” debió ser una “noche oscura” para su esperanza: parecía que no había salida; aquél camino no conducía a ninguna parte. “¿Sigo o no sigo?”, se debió preguntar su parte humana. “¿Merece la pena esta lucha, o es mejor abandonar?”. Pero decidió continuar y “subir a Jerusalén”, a tumba abierta. Poco después sudaría sangre en el huerto, temblando ante los riesgos de muerte que estaban a punto de hacer presa en él. Siguió adelante, confiando quizá desesperadamente en que el Padre no le iba a abandonar, y en que hasta el último instante podría aparecer una salida. Pero el momento de la verdad llegó, desnudo como el beso de la muerte. Entre la espada y la pared, en la cruz y ante la muerte, Jesús debió sentir que ya no había tiempo para engañarse: el Padre le pedía no ya que esperara alguna salida, sino que confiara en él sin tener ningún otro apoyo, con una esperanza contra toda esperanza. Y Jesús no falló: “en tus manos encomiendo mi espíritu, (mi Causa)”
Esa fue su mejor y mayor esperanza, mucho más valiosa que aquél primer optimismo entusiasta que le llevó por los caminos de Galilea fácilmente empujado por el fervor de las multitudes. La esperanza en la noche oscura de la crisis de Galilea, de Getsemaní y de la cruz, fue la consumación de su esperanza.
Extrapolando lo que afirma la carta a los Hebreos, podemos decir sin duda que hoy en nuestros tiempos, quizás de noche oscura para la esperanza y las utopías, también nosotros debemos tener “fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de nuestra... esperanza” (Hb 12, 2).
Como bien señala Imanol Zubero, la realidad de injusticia en que vivimos no tiene por qué alimentar necesariamente una actitud y una práctica de acomodo o de adaptación a la realidad presente. El hecho de que las cosas estén como están lo mismo puede llevarnos a la conclusión de que no hay nada que hacer como a la de que todo o casi todo está aún por hacer.
¿Cuántas almas no enfermas de capitalismo nos quedan? En su versión hebrea, la palabra enfermo significa “sin proyecto”, y ésta es la más grave enfermedad entre las muchas pestes de estos tiempos...
Como señaló acertadamente Milan Machovec: la fuerza del mensaje de Jesús, aquello que tocó los corazones y puso en marcha a sus discípulos, no fue tanto un mensaje sobre el futuro que ha de venir a la manera de las tradiciones mesiánicas populares, sino un mensaje sobre un futuro que es asunto nuestro, a la vez promesa y reto a la movilización de todas nuestras capacidades de humanización del mundo ya, desde ahora.
Jesús disuade a los hombres de una concepción de tipo profético-popular, en la que tradicionalmente se habían centrado los intereses y las atracciones de los descontentos, atraídos por promesas fantásticas. Y los lleva, más bien, a convencerse de que el futuro es “asunto suyo”, aquí y hoy, un asunto que atañe esencialmente a cada persona humana “interpelada” de ese modo. En este sentido Jesús sustrajo el futuro a las nubes del cielo para convertirlo en una cuestión presente de cada día; el futuro no es algo que “viene”, que llega de lejos, desde fuera, independientemente de nosotros, algo así como un cambio atmosférico; el futuro es asunto nuestro, dado que en cada instante el futuro es una exigencia del presente, un reto a las capacidades humanas, que hemos de movilizar hasta el máximo en cada instante.
Es cierto que nada de esto elimina las dificultades derivadas de la urgencia por ver realizarse, aunque sólo sea de manera incipiente, la promesa de Dios. Pero sí nos ofrece una pauta de lectura de la realidad que nos permita discernir, desde ahora, los signos de liberación que anticipan la transformación que el futuro prometido por Dios está produciendo en nuestro tiempo. El futuro no es algo que esté ahí, algo que nos esté esperando y hacia lo que avanzamos inexorablemente, sin otra opción que la adaptación. El futuro nos transforma en la medida en que es anticipado -definido, preconstruido- ya desde ahora. El futuro actúa en el presente en la medida en que es en el presente cuando ponemos las bases de lo que el futuro tiene que ser. Pensar el futuro es, de alguna manera, anticiparlo.
Por eso, no es posible situarse en el presente si no es en el marco de un proyecto de futuro. Tratar de definir, entre los varios futuros históricamente posibles y la estructural incertidumbre que la vida contiene -aquel concreto futuro que deseamos- exige tomar decisiones y adoptar estrategias desde hoy mismo. Por otra parte, ya sabemos que tampoco el pasado es lo que ha sido, sino lo que en un momento determinado se dice que ha sido. Inventar tradiciones es una práctica fundamental, constituyente de cualquier sociedad. Entre pasado y presente, al igual que ocurre entre presente y futuro, se establecen relaciones de mutua alimentación. El futuro se decide, en buena medida, hoy. Es por eso que el futuro nos transforma.
Si la promesa del Reino, en cuanto perteneciente al depósito de la fe, resultara ser nada más que una experiencia inexplicable, y por eso mismo, incomunicable, indecible, inenarrable, estaría de sobra todo lo que al respecto podamos decir. Pero estamos llamados a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (1 Pe 3, 15). La nuestra ha de ser una esperanza razonable, lo que no quiere decir que la exposición de las razones de nuestra esperanza sea suficiente para convencer a nadie. Probablemente, tal cosa no será posible si no logramos aprehender la realidad también desde la perspectiva de una razón sensible que nos capacite para presentir lo nuevo que está naciendo en el seno de un mundo que gime con dolores de parto.
Muchos cristianismos al uso no tienen verdadera presencia de Reino. Ello se refleja sobre todo en su actitud ante las esperanzas y las utopías. Ante estos tipos de cristianos y de cristianismos, decimos que un cristianismo sin Reino no es verdadero cristianismo, ya que les falta lo esencial cristiano; no es simplemente una mayor o menor “calidad” del cristianismo, sino la afirmación o negación de su misma esencia. Son formas religiosas “paracristianas” que utilizan los símbolos y conceptos cristianos pero colocándolos fuera de todo planteamiento histórico-utópico propio del Reino. Están centradas en torno a un Jesús sin Reino, y, consecuentemente, a un Dios sin Reino. Toman el nombre de Jesús en vano. Y en falso, porque en su nombre hacen y difunden muchas veces lo contrario de lo que Él hizo, aquello incluso a lo que más se opuso en su tiempo.
¿Cuál es, entonces, la actualidad del Reino predicado por Jesús? Probablemente la misma de siempre: la oportunidad que nos brinda para seguir encontrando, en medio del mal, experiencias concretas de humanización y liberación; y para comprender estas experiencias no como fragmentos inconexos, pequeños tesoros (en el mejor de los casos) restos de un naufragio que las aguas llevan hasta la playa, sino como hitos que señalan un sendero posible hacia un futuro distinto.
Hoy son la teología y la espiritualidad de la liberación quienes han asumido mayoritariamente la construcción del Reino en la denuncia profética, y han tenido que cargar sobre sí el mismo conflicto que los profetas bíblicos y que los profetas de siempre afrontaron tanto frente a los poderes civiles como frente a los detentadores del poder institucional de la respectiva religión establecida. El escándalo está ahí, a la vista de todos, pero tan profundamente introyectado en el inconsciente occidental que muchos no lo captan. El escándalo está en todos esos cristianismos “complacientes”, “suaves”, “sensatos”, “políticamente correctos”, que huyen de “radicalismos” conviviendo con el sistema sin mayores problemas. Son cristianismos “descafeinados”, que con el paso del tiempo han perdido la memoria peligrosa de Jesús y de su Causa. Han olvidado que originalmente eran seguidores de un profeta radical que murió como ajusticiado político y religioso porque su predicación y su esperanza subvertían el sistema del templo y del imperio.
Un pensador marxista como Enrique Dussel ha reconocido que en esta nueva hora, sólo los cristianos pueden sacar adelante la esperanza que sostenía a estos otros viejos luchadores. Pero se refiere a la esperanza de calidad, fundamentada en la opción por los pobres y en la fe:
- en la verdadera opción por los pobres. No la de aquellos que optaron por los pobres porque en su análisis de materialismo dialéctico parecían los triunfadores del mañana, sino porque eran los perdedores de hoy. Y hoy día lo son más aún, y por eso los que optaron más duramente por los pobres encuentran más motivos aún para optar por ellos.
- en la fe: porque ahora ya no están estas “certezas científicas” -como las marxistas a su tiempo- en qué apoyarse. Por eso la esperanza hoy no puede ya auto engañarse: ha de ser esperanza contra toda esperanza, contra toda evidencia. No nos apoyamos en ninguna certeza humana, sino en la pura fe. Como decía un grafitty en un muro de la ciudad de Bogotá “dejemos el pesimismo para tiempos mejores”...
Si tuvieran razón los que se empeñan en hacernos creer que las utopías han fracasado y que ya no va a ser posible intentar una transformación del sistema, quien habría fracasado no serían simplemente esas utopías, sino Dios mismo y su proyecto, Jesús y su Buena Noticia, y entonces la humanidad misma. Sin el Reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia.
Jesús es el Hijo de Dios y el Hermano universal. Él es, pues, el camino y la matriz de este proyecto histórico. Ser cristiano es seguir a Jesús, entregarse desde su Espíritu a este proyecto. Pero como la historia es siempre ambivalente, el Reino de Dios se consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre acá se cosechará allá. Si acá no vivimos la vida fraterna de los hijos de Dios, es decir, la vida eterna, no la viviremos después de morir. Una concreción inevitable de este apego al Jesús de los evangelios es aceptar en la práctica que los destinatarios privilegiados son los pobres: de ellos ante todo tenemos que hacernos hermanos, si pretendemos vivir la fraternidad de los hijos de Dios.
No sabemos cómo. Ni cuándo. Quizá nos toque caminar, como Moisés, previendo que no entraremos en la tierra prometida. O quizá en cualquier momento aparezca en el horizonte una luz nueva. Quizá repentinamente se quiebre esa arrogante solidez que el imperio dice poseer. Nosotros, en todo caso, no nos resignamos a dar por terminada la historia. Nos rebelamos contra el decreto de la desesperanza imperial.
Dios hace fermentar su proyecto más allá, más abajo, más al fondo y más adentro de lo que nosotros percibimos. También durante la noche oscura la semilla sigue creciendo, aunque nosotros no veamos cómo. El Reino, como “última voluntad de Dios para este mundo” vive.
Esta esperanza, hecha de fe y de amor, puede ser el hilo conductor de la espiritualidad necesaria en las noches oscuras de utopías y de esperanzas. Y el gran papel de los cristianos debe ser, en esa hora histórica, el testimonio de la inconformidad, del esclarecimiento, de la verdad y la justicia, de la tenacidad de la esperanza; de esa inclaudicable esperanza de Jesús.
Todo verdadero cristiano está llamado a esa esperanza purificada; más desde la fe, más por la construcción de ese Reinado, más por los Pobres, más como Jesús en el momento cumbre de su vida. La esperanza verdadera, como la fe, vale tanto más cuanto más gratuita es, cuantas menos evidencias tiene, cuanto más se nutre del amor al otro, cuanto más encuentra sus razones en el coraje de seguir apostando por la eterna Causa de Jesús.
Feliz el que se siente en el banquete del Reino (Lc 14,15; Apocalipsis 19,6-9). (“Teología desde el camino” pág. 56/61)

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