Comunidades eclesiales de base (CEBs)
por gabriel andrade
Estas experiencias eclesiales de iglesia en comunidad tienen como modelos a aquellas comunidades cristianas de los tres primeros siglos con las que guardan sorprendentes paralelismos, repitiendo ambas el modelo sinagogal donde se trasluce la raíz judía del cristianismo.
Este modelo sinagogal -que tanto odio y persecución le causara al pueblo judío por parte del imperio romano- nace en la diáspora judía (s. IV a.C.) en el contexto de sus comunidades orientales autónomas dentro de un contexto social helenizado. Estas sinagogas dispersadas desarrollaban sistemáticamente una teología de oposición al sistema imperial romano esclavista y tributario. Era un fenómeno contraoficial que encontró su ambiente de supervivencia en el inframundo de las grandes ciudades helenizadas del imperio romano (Alejandría, Roma, Antioquía); en las ciudades del Asia menor, en el interior de Siria, África y hasta en las Galias, después del destierro de Babilonia.
Por un lado, los judíos reconocían sólo a un Dios y les era abominable que al Emperador se le rindiera culto, obediencia y tributo. Por otro lado, también mostró un alto grado de autonomía con respecto al Templo de Jerusalén (oficialidad de la religión judía, claudicante frente a Roma), quien no apoyaba el movimiento.
Cada sinagoga era una “ekklesía” (asamblea autónoma), y la misma condición de supervivencia estaba ligada a la “memoria de los padres” (patriarcas y profetas).
Lo que en definitiva estaba en juego era la identidad y fidelidad a la revelación de la Ley de Moisés que estaba realizada en la vida cotidiana de la comunidad. Así, la sinagoga dio testimonio de la fuerza de resistencia y supervivencia inherente a la comunidad de base como modelo de congregación social. Las estrategias de supervivencias incorporadas en su experiencia histórica en un contexto hostil es lo que enseña la sinagoga y es lo que el cristianismo primitivo heredó de hecho.
Este primer cristianismo tuvo por un lado una concepción no territorial o grupal; como la sinagoga que no significó la inserción en un lugar determinado sino la relación con un grupo humano determinado (la sinagoga no es “local” sino “grupal”; emigra donde emigra su gente).
Por otro lado, su “aspecto familiar” que es la relación entre “la casa de oración” (sinagoga donde se conserva el símbolo del arca del templo con los rollos de escrituras) y las casas donde viven las familias (las grandes fiestas judías como la pascua, Pentecostés, año nuevo o de la reconciliación son fiestas domésticas marcadas por tradiciones alimentarias, como así también la circuncisión que es un rito familiar). Este es el carácter familiar que heredó el cristianismo que le es propio como nos lo cuentan los Hechos de los Apóstoles o las cartas de Pablo.
Así estructurado, el cristianismo fue una red de comunidades diseminadas por extensiones territoriales muy grandes con concentración en las ciudades del litoral. Tenían en común la fe en Jesucristo y la vivían dentro de un sistema sinagogal, tanto en las estructuras ministeriales como en las normas prácticas. Siendo tan judíos como los demás, los primeros cristianos practicaban esta religión pero a partir de la “novedad” del acontecimiento de Jesús al que aceptaron como Mesías. Bajo esta premisa hicieron su propia hermenéutica y reorganizaron los temas de la religión tradicional.
Desde la fe en la buena nueva predicada por Jesús se resignificó el modelo sociológico de congregación y comunicación en donde nacieron las primeras comunidades cristianas. Con un carácter de fragilidad e impotencia sumergido dentro del régimen de diáspora del pueblo judío crearon las condiciones necesarias para crecer y desarrollarse en el marco de las estructuras opresoras del imperio romano. Estas comunidades de marginados, pobres, trabajadores manuales, esclavos, amas de casa, artesanos y pequeños comerciantes, ante la imposibilidad de cambiar las estructuras sociales se centraron entonces en el cambio de mentalidad y estilo de vida. El rasgo fundamental fue la fraternidad entre ellos en oposición a la relación social “señor-esclavo” dominante en el imperio.
Otro rasgo importante era la comunión (en latín communio; en griego koinonia) que en su sentido original significaba “la unión de los cristianos entre sí”, dentro de la diversidad que imponía la autonomía de las primeras comunidades cristianas, consideradas plenamente como “Iglesias”, característica típica de la diáspora sinagogal.
Un tercer rasgo importante era la seriedad y observancia del compromiso. Esto marcaba un distanciamiento del ambiente en términos de vestimenta, alimentación, aseo de la casa, educación de los hijos y una multiplicidad de características más, que guardaban similitud con los barrios o guetos formados por los judíos en las grandes ciudades y reunidos en torno a la sinagoga.
Recién a partir de la separación del judaísmo en el siglo II, lentamente estos primeros cristianos fueron elaborando maneras propias de vivir y de expresar la fe.
Recién en el siglo IV -o quizás antes- empieza a funcionar la parroquia. Su origen histórico se encuentra en una necesidad de carácter pastoral. Asentadas las comunidades episcopales (iglesias locales, antecedentes de las diócesis) en los centros urbanos del Imperio Romano, el crecimiento de la población campesina convertida al cristianismo fue provocando una solución pastoral-administrativa que, desde entonces, se reprodujo indefinidamente: confiar el cuidado de estas comunidades a presbíteros. Esto representó una novedad con respecto al modelo de las comunidades primigenias, de carácter urbano, en las que los presbíteros se ocupaban más bien de labores de consejo y asistencia al obispo. A estos nuevos presbíteros del campo se asignaron funciones centrales para la vida de la comunidad: la presidencia de la fracción del pan y la celebración del bautismo; pero no otras, como la ordenación de otros presbíteros y de obispos.
En las grandes urbes, mientras tanto, habían ido apareciendo los tituli, comunidades que se reunían habitualmente en una casa, cedida por su propietario para tal efecto. Cada asamblea celebraba -bajo la presidencia de un presbítero- la Cena y el bautismo. Existían también otras prácticas rituales que permitían la convivencia y comunión entre las diferentes comunidades, por ejemplo, las “estaciones”, ocasiones solemnes en las que, en Roma, el Papa iba visitando los tituli.
El colapso del Imperio de Occidente, simbolizado en la ocupación y saqueo de su capital (410 d.C.), fue produciendo gradualmente un cambio socioeconómico y cultural decisivo: el paso de una mentalidad fundamentalmente urbana a una rural, que tomó cuerpo en la institución feudal. Entonces nació la parroquia territorial.
La tradición que en el presente retoman las actuales comunidades eclesiales de base -con su extensión territorial pero de fuerte carácter identitario de grupo y su estructura de relación entre la parroquia y las casas particulares de sus miembros- repiten los modos de estos primeros cristianos, a su vez herederos de aquellos judíos de la diáspora; ambos perseguidos por el sistema político e ignorados por el poder eclesial oficial.
En relación con éstas, una frase de Medellín puede sintetizar el mismo talante del proyecto ya en nuestro tiempo: "Alentar y favorecer todos los esfuerzos del pueblo por crear y desarrollar sus propias organizaciones de base, por la reivindicación y consolidación de sus derechos y por la búsqueda de una verdadera justicia" (2,27). El horizonte global sería la justicia (rebeldía contra un orden injusto), el sujeto el pueblo (oprimido en sus legítimos derechos) y el medio sus organizaciones de base. La encarnación en un continente como América Latina, signado por el empobrecimiento, significa entrar en el mundo de los pobres y desde esa alianza alcanzar la perspectiva adecuada para ver la realidad y para evangelizar también a los que no están inmersos en esta miseria.
En Medellín se dijo que el objetivo era el desarrollo humano, potenciando al pueblo como sujeto. Por esta línea avanzó Puebla que insistió en la importancia de apoyarse en la dimensión cultural de nuestros pueblos para que se asuman más plenamente como sujetos sociales. Pero sobre todo Puebla enfatizó que el catolicismo popular -como canal para su fe- es la palanca más obvia y genuina para que el pueblo se ponga de pie y se movilice desde sus más íntimos resortes.
Así, las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) serían el nivel de base de la Iglesia, relacionadas con los otros planos eclesiales: en primer lugar, la parroquia; después, la diócesis y, en la cúspide, la Iglesia universal. El vocablo base sólo expresa la fuerza transformadora inherente al laicado, compuesto mayoritariamente por las víctimas del sistema.
Cabe destacar que estos planos son rasgos administrativos estructurales y de ninguna manera configuran un nivel de importancia, santidad o grado de eclesialidad. Simplemente tienen diferentes funciones dentro de la Iglesia toda.
Así, una organización eclesial es Iglesia de Jesucristo, en tanto y en cuanto constituye una verdadera comunidad en la que el Espíritu suscita la fe en Jesús resucitado; en la que se comparte la interpretación creyente de la Palabra de Dios, la celebración de la Cena y los bienes materiales; en la que existe un compromiso por la transformación de las condiciones sociales más amplias, desde la perspectiva de los excluidos; en la que florece un espíritu de servicialidad humilde, que da origen a abundantes y diversos ministerios; en la que opera la capacidad de darse todos los servicios necesarios para ejercitar la comunión hacia el interior y hacia el exterior; para la permanencia y crecimiento de la comunidad a través del tiempo; y en la que, finalmente, se realiza el estilo de vida de Jesús.
Todo esto en cuanto acontece y toma el rostro y la lengua de un pueblo, una cultura y una época determinados, ya que la noción de inculturación es inherente a la dinámica de la salvación y, por ello, a la comunidad cristiana.
Finalmente, la verdadera Iglesia de Jesús es la expresión histórica corporativa de la opción por los pobres: Por esta razón es Iglesia de Jesucristo.
El surgir de las comunidades de base necesariamente debe ser considerado dentro del contexto de la sociedad moderna. Ésta ha provocado una gran atomización de la existencia y un anonimato generalizado de las personas, como ya hemos explicado. Frente a este hecho, aquí se ha ido articulando una reacción en el sentido de formar comunidades en las que las personas se conozcan y reconozcan, puedan llegar a ser ellas mismas en su individualidad y tengan la posibilidad de decir su palabra, ser acogidas y acoger en nombre propio, a diferencia de otras experiencias donde lo que prima es la solución individual, mágica y no evangélica, más allá de que también puedan ir en el mismo sentido liberador y de construcción del Reino.
En los últimos siglos la Iglesia se ha organizado en el marco de un fuerte esquema jerárquico y de una comprensión jurídica de las relaciones entre los cristianos que presentaba indudables aspectos de mecanicismo y cosificación. La Iglesia no sería más que una gran organización regulada por una jerarquía que detenta el poder y cuya clientela no tendría sino que observar sus reglas y seguir sus prácticas. En contra de esa tendencia, surgieron las CEBs que representan una nueva experiencia de Iglesia, de comunidad, de fraternidad, que se sitúa dentro de la más legítima y antigua tradición de los primeros tres siglos del cristianismo y de eminente valor eclesial.
El surgir de las CEBs también se debe a la crisis institucional de la Iglesia. La falta de ministros ordenados que atendieran a las comunidades estimuló la fantasía creadora de los propios pastores que llegaron a confiar responsabilidades cada vez mayores a los seglares. Aun cuando la gran mayoría de ellas deba su origen a sacerdotes o religiosos, las comunidades de base constituyen fundamentalmente un movimiento de seglares. Son ellos los que hacen avanzar la causa del Evangelio y se constituyen en portadores de la realidad eclesial aun en el nivel de la capacidad de organización y decisión. Esta transposición del eje eclesial encierra en germen un nuevo principio de "hacer nacer a la Iglesia", un "recomenzar de la Iglesia", una auténtica “eclesiogénesis”, en palabras de Leonardo Boff.
La vida en las CEBs se caracteriza por la ausencia de estructuras alienantes, por las relaciones directas, la reciprocidad, la profunda fraternidad, el mutuo auxilio, la comunidad de ideales evangélicos y la igualdad entre los miembros. Está ausente aquello que más caracteriza a las sociedades: reglamentos rígidos, jerarquías, relaciones prescritas dentro de un cuadro de distinción de funciones y atribuciones. Aunque sería iluso pensar que más allá de este espíritu comunitario directo, confiado, informal, recíproco, de contacto íntimo, no surge -como en toda concreción histórica de una formación social- rasgos conflictivos al margen de esos valores a partir de la tendencia humana hacia los intereses particulares, el individualismo y hasta el egoísmo; como así también la necesidad de reglas para el orden, el establecimiento de metas y de la tenacidad en el proceso para alcanzarlas.
Así y todo, dentro de la contraposición comunidad - sociedad, podemos decir que “la comunidad es la utopía de la sociedad” (Demo, 110). La convivencia humana siempre estará llena de tensiones entre el aspecto organizativo e impersonal y el aspecto personal e íntimo. El tema es hacer que predomine la dimensión comunitaria y que no se sustantiven las estructuras y las ordenanzas, sino que ayuden a humanizar al hombre haciéndolo cada vez más cercano al otro y a los valores evangélicos. El proyecto comunitario así entendido termina siendo el ideal que deberá ser recreado constantemente conforme a las circunstancias.
Así, estas CEBs significan teológicamente una nueva experiencia eclesiológica, un renacer de la misma Iglesia y por consiguiente una acción del Espíritu en el horizonte de las urgencias de nuestro tiempo (Pablo VI). Lo que no significa que se pretenda o se pueda organizar a toda la Iglesia mediante una red comunitaria, ya que esto implicaría en realidad institucionalizar el aspecto desinstitucionalizante propio de la comunidad, desde donde extrae su sentido horizontal, su revitalización continua, su poder de contestación, su atractivo utópico y su fermento renovador. Es lo que constituye ese aguijón capaz de movilizar los valores auténticamente comunitarios del mensaje cristiano olvidados por la institución Iglesia. Vale la pena recordar aquí que Jesús no se preocupó en nada por el aspecto “institucional” de la comunidad por Él fundada, sino que se centró en el espíritu conque debía ser vividas todas las expresiones de la convivencia humana.
A pesar de esto, la institución católica se ha mostrado reacia a creer en la base. Si bien desde las bases se le ha reconocido a la institución esa autoridad símbolo de unidad en el mismo amor y la misma esperanza, en el mismo credo expresión de la misma fe fundamental, en la articulación de las metas globales comunes a toda la Iglesia y por consiguiente dadora de universalidad y religazón con el pasado; la institución católica tiene serios problemas que rozan lo antievangélico en la necesaria dinámica de abrirse al constante dejarse cuestionar y a su vez cuestionar mutuamente. Muchas veces la institución ha pretendido imponer la concepción de que los de abajo son los destinatarios de su acción, no quienes la diseñan, gerencian y controlan. Ella tiene la íntima sospecha de que los pobres no tienen capacidad para nada de eso. Con esto se pone en duda la orientación conciliar de buscar y realizar el designio de Dios en los signos de los tiempos (GS 5,11; Lc 12,56). En la Iglesia institución no debe predominar lo institucional sobre lo comunitario. Lo comunitario deberá mantener siempre la primacía sobre lo institucional que a su vez deberá vivir en función del primero. Lo comunitario deberá por su parte encontrar siempre su adecuada expresión institucional para lograr una relación fecunda y sana. Nunca la comunidad puede pretender sustituir a la parroquia, debiendo abrirse a la comunión con la Iglesia global.
Muchos de los agentes pastorales -especialmente curas- no están insertos ni inculturados por estas comunidades, sino gerenciando instituciones parroquiales, educativas o sociales de un modo asistencial, clientelar y, en el mejor de los casos, promocional, dentro de las pautas del orden establecido. Hay sí gente que está dispuesta a dar la vida por los pobres, pero desde su identificación con plataformas institucionales, no desde la pertenencia fraterna a su mundo.
La mayoría de los gestores de las CEBs, sea cual fuera su conceptualización de lo popular, de hecho vienen manteniendo con la gente de las comunidades una relación ilustrada. Un alto porcentaje de ellos profesan la opinión de que el pueblo es sujeto social, incluso alegan que han recibido mucho del pueblo y más en concreto de estos cristianos populares. Pero cuando esta “relación ilustrada” se da, suele suceder que los criterios de este gestor sean aceptados sin análisis ni participación popular. Lo que propone el gestor es verdadero ya que los bienes civilizatorios y culturales del occidente desarrollado (cultura de la democracia, de los derechos humanos y de la vida) son bienes apetecibles en sí y tan sustantivos que sin ellos no sería posible la vida humana. En cuanto ello es así y el agente pastoral los posee y los miembros de la comunidad no, es normal que la relación sea del agente pastoral hacia ellos.
El problema ha aparecido cuando el agente pastoral no reconoce que también la gente tiene bienes culturales que él no posee y que necesita. Porque si no es posible la vida humana sin la universalización de los bienes civilizatorios y culturales de occidente, tampoco es posible la vida humana sólo con ellos sino que se debe dejar conducir también por aquellos bienes culturales de otros pueblos en su condición de seres culturales y espirituales. En el seno del pueblo hay gente de fe tan adulta que el agente pastoral perdería mucho si no lo reconoce y no es llevado por esa fe, tanto como él los lleva en la suya. El agente pastoral, sobre todo si es cura, tiene el oficio de hacer efectiva la transmisión que no es sólo de lo que dice hoy la Iglesia sino también, y más aún, de la Tradición que viene de Jesús y sus primeros discípulos, muchos de cuyos elementos no posee el pueblo cristiano. Sin embargo, la actualización de esta Tradición en comunión con la Iglesia corresponde a la comunidad eclesial concreta, cuyo núcleo mínimo, de base, es la CEB. Por eso el agente pastoral tiene que recibir ese baño de realidad que sólo es posible en el medio popular; tiene que ser vivificado por esa fe agónica que sólo viven aquellos a quienes les son negados los elementos para vivir; y tiene que recibir esos dones que sólo son capaces de dar quienes no tienen. Es una gracia inconmensurable que el agente pastoral llegue a percibir la grandeza de todo esto, que supera con creces todos sus conocimientos, su generosidad y su capacidad de trabajo.
De no ser así, el agente pastoral hegemoniza al grupo y en este caso éste ya deja de ser comunidad y pasa a ser un grupo del agente pastoral, vueltos discípulos de este agente, que no va codo a codo con ellos sino que está por delante de ellos como un maestro. Ese grupo ya no es una comunidad. Pero no sólo no es comunidad sino que tampoco es eclesial; ya que sólo se realiza la eclesialidad -es decir, sólo se genera Iglesia- cuando un grupo de personas se van haciendo cristianas juntas. Jesús está entre ellos, en las relaciones mutuas que entablan: en su amor fraterno, en su llevarse unos en la fe de otros, en su mutua edificación, cuando todos se ayudan entre sí a vivir cristianamente. Pero si la relación que priva en el grupo es la relación ilustrada, es el agente pastoral el que se hace cargo de los demás y los lleva; ellos no llevan al agente pastoral ni se llevan entre sí. Por tanto dejan de ser base, dejan también de ser comunidad y eclesial.
Es el proceso opuesto al que propone el Vaticano II y al que radicalizaron Medellín y Puebla. Lo que no deja de ser paradójico, ya que las CEBs se crearon para que la Iglesia renaciera entre los pobres de América Latina.
En la Vº Conferencia Episcopal de Latinoamérica y el Caribe de Aparecida, las CEBs recuperaron plenamente su cuestionada “ciudadanía eclesial”. En el Documento Original de Aparecida (el documento aprobado por los obispos al terminar la conferencia el 31 de mayo del 2007; antes de su posterior falsificación) los obispos se comprometieron “decididamente a reafirmar y dar nuevo impulso a la vida y la misión profética y santificadora de las CEBs en el seguimiento misionero de Jesús. Ellas han sido una de las grandes manifestaciones del Espíritu en la Iglesia Latinoamericana y el Caribe después del Concilio Vaticano II” (nº 194); acentuando fuertemente el pasar de una Iglesia orientada en la conservación de la herencia institucional del pasado a una iglesia orientada a la Misión, con apertura a la vida de nuestros pueblos en todas sus dimensiones.
El propio Documento Oficial (el que se difundiera después de que se falsificara la voluntad colegiada de los obispos expresada en el Documento Original) reconoce que “Fueron Escuelas de Formación de cristianos comprometidos con su fe, de discípulos y misioneros de Jesús que dieron testimonio de una entrega generosa hasta el martirio. Su Espiritualidad tiene sus raíces en las primeras comunidades cristianas; Hechos 2; 42-47” (nº 178).
La palabra de Dios es la fuente de su espiritualidad en el seguimiento misionero de Jesús, y en el acompañamiento y la orientación de los Pastores, como guía asegura la comunión eclesial. Desarrolla un compromiso evangelizador y misionero entre los más sencillos y alejados y concretiza la opción preferencial por los pobres. Son fuente y semilla de variados servicios y ministerios a favor de la vida de la sociedad y de la Iglesia, y revitalizan la Parroquia haciendo de la misma una Comunidad de Comunidades”. (nº 179).
En lo presente concreto nuestro, nos cuenta Mallimaci a través de un estudio hecho en las CEBs del conourbano bonaerense (significativo para toda gran ciudad) que han encontrado en ellas tres lógicas distintas de ser cristiano. “Están los que hacen acción social para evitar que ahonden los pentecostales y protestantes; otros participan para hacer otro tipo de actividad que las que hacen en las parroquias, catequesis o Cáritas, y está el otro tercio que están ahí para formar actores sociales significativos”.
Comparando esta experiencia con los otros movimientos agrega: “Participar en experiencias católicas, en sectores populares, mediante las comunidades eclesiales de base, supone que quienes lo hacen (agente pastoral) tengan un cierto capital económico y cultural -pequeños comerciantes, trabajadores estables- de modo que puedan dedicar tiempo a los otros. Los trabajadores estables se encuentran mucho más en los grupos católicos. En los pentecostales y evangélicos hay pobres pero sobre todo la franja de excluidos y discriminados: drogadictos, prostitutas, violentos, chicos de la calle, familias quebradas...
Se trata de dos tipos de mensajes religiosos. Uno solidario, con más eco en aquel con posibilidades de ejercer la solidaridad. El otro es un mensaje que llega a los que están en la lona; es de certeza, fuertemente identitario, que presenta a un Jesús que dice: "vos sos el elegido para salvarte, vos tenés que ponerte para salir..." Los psicólogos saben muy bien que es la única manera de escapar de esa situación y recomponerse. Los estudios que hemos hecho en familias pentecostales muestran que esto es central. Las familias sin trabajo, sin cultura del trabajo, sin posibilidad durante años de ordenar el conjunto espacio-tiempo, piden a gritos que alguien les ordene la vida. Saben que ordenados en la vida podrán mañana conseguir trabajo, dejar de tomar, de prostituirse y podrán contra la droga. Es algo fundamental para cualquier familia de los sectores populares que quiera salir de esta odisea y del empobrecimiento en que se encuentran”.
En Argentina, desde el Primer Encuentro Nacional de las CEBs realizado en Santiago del Estero (1987) han pasado por un proceso de marchas y contramarchas que han ido del crecimiento entusiasta al desánimo; de la resistencia a la revisión crítica; de la revisión crítica a la recreación y la reanimación en la nueva coyuntura eclesial y social, en un movimiento de continuo reacomodamiento que está siempre haciéndose. Un movimiento que persevera, renace y sorprende porque es una verdadera comunidad de discípulos misioneros, como aquellos primeros de Jerusalén y Antioquía; ya que, como comunidad misionera, su vocación es comunitaria y como tal se comprometen con la vida justa del pueblo, con la naturaleza del que es parte constituyente e integralmente con la dignidad de los Hijos de Dios.
Bibliografía de consulta
Catolicismo, sociedad, estado – Fortunato Mallimaci (Centro Nueva Tierra - 1997)
CEBs ¿Nivel o desnivel en la Iglesia? – Raúl Cervera (Servicios Koinonía)
Cristianos rumbo al siglo XXI – José Comblín (San Pablo – 1997)
Desde Aparecida renacen las CEBs (Taller de Creaciones Populares - 2007)
Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia – Leonardo Boff (Sal Terrae – 1986)
Fidel Castro y la religión – Conversaciones con Frei Betto (Legasa – 1987)
El movimiento de Jesús, después de su Resurrección y antes de la Iglesia – Pablo Richard – TCP (2007)
Iglesia, exclusión y democracia – Fortunato Mallimaci (Centro Nueva Tierra - 1999)
La base en las comunidades eclesiales de base – Pedro Trigo (Servicios Koinonia)
La memoria del pueblo cristiano – Eduardo Hoornaert (Edicay – 1987)
Las comunidades cristianas – TCP (2007)
jueves, 15 de enero de 2009
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