Aprendizaje
por Gabriel Andrade
Para Belén y Nicolás, con el deseo de que
sus experiencias de vida se desarrollen
con el menor dolor posible.
¡Qué mal me siento! - pensé por centésima vez refugiado sobre mi amplio escritorio de madera roble y sosteniéndome amargamente la cabeza con mis dos manos apoyadas sobre los parietales.
¡Cómo me pudo pasar! ¡A mí, justamente a mí! - repetía mentalmente sin consuelo buscando la explicación que no lograba hallar.
Los viejos no me hicieron mayor recriminación por el asunto -como se hubiese esperado con semejante noticia- pero yo sé que les tiene que haber caído como una patada en el traste.
Quizás les produjo tal conmoción que tan solo por eso ni siquiera me castigaron; ¡ni siquiera me retaron!.
¡Pobres!, cómo deben estar, aunque lo disimulan admirablemente, por lo menos, delante mío.
No podía fallarles de una manera tan grosera, tan despiadada, tan estúpida.
Aunque no me impusieron ningún castigo me merezco uno; si no me lo dieron no importa, yo me aplico uno igual.
Me lo gané, lo necesito.
Hoy no voy a ir a jugar fútbol y tampoco me voy a comprar ese disco de los beatles que tenía pensado. No me lo merezco y es justo que me abstenga de esos gustos. Es lo menos que puedo hacer... y a lo mejor... me siento menos mal, aunque no estoy seguro que eso sea lo que quiero.
En mis quince años de vida nunca me sucedió una situación tan humillante. Lo había visto pasar a compañeros de estudios que oportunamente consolé y contuve -como buen cristiano que intento ser- en más de una oportunidad. Pero una cosa es solidarizarse de las desgracias ajenas y buscarles justificativos piadosos y otra muy distinta es que esos justificativos tengan que ser para uno. Eso ya no lo puedo aceptar tan fácilmente; no, a mi no me sirve, a mí no me consuela. En mí ni siquiera acepto una parte de todo lo que le digo a los demás.
En este tercer año nos tocaron exámenes cuatrimestrales de Dibujo Técnico y Matemática. El régimen de las cuatrimestrales es muy estricto y determinante: uno puede obtener como calificación un diez tras otro en cada trimestre, pero la suma de las dos cuatrimestrales no debe ser inferior a doce; y una cosa más, no se pueden obtener aplazos en ninguna, de lo contrario, el llevarse a rendir la materia es inevitable. Estos exámenes cuatrimestrales funcionan como dos juicios inapelables que se definen en noventa minutos cada uno y no hay nervios válidos que justifiquen el error.
Este año nos las tomaron en la segunda semana de julio y los resultados estuvieron, inexorablemente, el primer viernes de agosto, como para sumar estos incuestionables veredictos a los humores de las familias durante todo el fin de semana.
Mi calificación en matemática fue un rojo tres.
Ya no hay nada más por hacer. Estoy parado en el primer domingo de agosto -día del niño- y ya tengo una materia para rendir en diciembre.
Esto es una catástrofe.
Desde chico había sido un alumno muy aplicado y obtenido, como lógica consecuencia, buenas calificaciones que habían sido mi orgullo tanto como el de mis padres. Además, es lo menos que podía hacer con todos los sacrificios que unos viejos pobres como los míos hacían para que yo estudiara sin faltarme nada. Lo único que tenía que hacer era aprobar; ese era mi trabajo y mi obligación -¡que menos!- y fallé.
En todo el colegio primario -cursado en mi querida escuela fiscal Juan Arzeno- no había dado motivo de quejas, salvo por aquel intrincado idioma inglés que, mal que mal, supe sacar adelante, y esa conducta regular del primer trimestre en sexto grado que se debía a un impulsivo deseo de sobresalir para impresionar a las chicas, detalle tal que no revestía mayor importancia. Lo importante era estar entre los más destacados y yo lo había logrado con sobras, poniéndole el moño final a tan lindo paquete cuando pude aprobar satisfactoriamente el examen de ingreso al afamado Instituto Politécnico Superior de Rosario.
Estaba en la gloria.
Luego, después de algún que otro contratiempo, logré por mi propio y solitario esfuerzo eximirme de todas las materias del primer y segundo año del secundario.
Era imbatible, y se sentía maravilloso.
Mi ego -al extremo hinchado- recibía insaciable los elogios que me propinaban personas cercanas y extrañas. Mis viejos se enorgullecían, y yo, muchísimo más.
Era un ganador.
Estaba en la cima y...y ahora me derrumbé; el golpe fue tremendo, y duele calamidades.
Ahora mejor me termino de cambiar de ropas y me voy a misa con la vieja; lo único que falta para terminar este fin de semana negro es que lleguemos tarde por culpa mía.
Ya en la tradicional Iglesia de Lourdes nos sentamos, como de costumbre, en el segundo banco de las filas de la izquierda en la nave central.
Hacía mucho frío.
Sobre el primer banco delante nuestro, pero corrida unos dos metros hacia la derecha, estaba una mujer anciana que nunca antes habíamos visto. Tenía toda la cabeza cubierta con canas plateadas, era baja, algo gruesa, estaba encorvada y vestía un pesado tapado negro que le llegaba hasta los pies.
No paró de llorar en forma casi ininterrumpida y baja durante toda la misa.
Al terminar ésta, mi vieja -como buena siciliana metida que es- se le acercó a preguntarle qué le pasaba, qué necesitaba, en qué la podía ayudar. Yo me quedé sentado atrás, en mi lugar, pero alcanzaba a oír perfectamente la conversación:
¬ Lo que pasa es que hoy es el día del niño... y... y yo tengo un nietito de tres años que...que es... ciego - le dijo a mi madre con un llanto que se hacía más y más profundo.
Mi vieja trató vanamente de confortarla diciéndole -lo que seguramente primero se le vino a la mente- que a lo mejor en su ceguera lograba ver mejor a Dios. Era algo que no la consolaba ni a ella, pero a mí no se me hubiese ocurrido nada mejor.
La señora levantó su cabeza como agradeciéndole la intención, y con unos bellísimos ojos claros de infinita tristeza le replicó:
¬ Quizás vea mejor a Dios... pero los juguetes... nunca los va a poder ver.
Sentí como una inmensa mano invisible me pegaba la mayor cachetada de mi vida y estremecía hasta el alma. Parecía como si esas palabras hubiesen sido dirigidas a mí, directamente a mí, especialmente a mí.
Estaba abatido, amargado y deshecho por una estúpida materia que tarde o temprano iba a aprobar. “Ese” era mi gran problema, y por eso estaba tan compungido.
Empecé a comprender que no tenía derecho, que el problema no era grave, y que esa actitud no era en lo más mínimo cristiana.
Me empezó a invadir entonces una profunda vergüenza que me impedía levantar la vista y ver a la imagen de madera del Cristo crucificado.
Cuando por fin logré hacerlo, parecía que la imagen me estaba mirando directamente a los ojos. Sentí, entonces, una voz interior que con imperativo acento me decía:
¬ ¡Quién te creés que sos para merecer un trato tan especial que te permita no tener nunca ningún contratiempo en la vida! ¿Cuándo te prometí algo semejante?
Escuchame bien porque es la primera y última vez que te lo voy a decir.
Con el correr de los años vas a tener muchas dificultades. Vas a ser víctima de traiciones, de calumnias y hasta algunas veces de la incomprensión de aquellos que más querés; en algún momento te va a faltar el dinero o incluso el trabajo, te va a desilusionar un amor, se te van a morir tus padres; quizás tengas hijos y te vayan a dar las mismas preocupaciones y angustias que vos les diste a tus viejos; quizás nunca alcances tus aspiraciones individuales...
Pero no te equivoqués, “eso” es la vida, una buena vida.
Por un misterio que no te corresponde saberlo, hay personas que sí tienen verdaderos problemas. Hijos con defectos incurables que desgarran el alma; temprana muerte de sus padres, cónyuges o hijos; cárcel, hambre, incultura, exclusión, miseria material y moral; falta de más mínimo afecto.
¿Cuánto vale el poder oír, el poder caminar, el poder ver?
¿Cuánto vale el tener hijos sanos y felices?
No te lo voy a decir dos veces. Tené cuidado y no me tentés, no vaya a ser que por darle a tus más elementales asuntos la importancia que no tienen, te designe un problema real para que tengas una razón valedera por la cual estar triste...
Luego, la voz se extinguió, y desde entonces nunca más la volví a oír.
Sin embargo, cada vez que las preocupaciones me abruman con su peso y me tiento en preocuparme de más, se me aparecen persecutoriamente aquellos ojos claros de infinita tristeza enmarcados en la carita sucia de un desamparado chico de la calle, en el rostro quebrado de una enajenada mujer toba, en la expresión impotente de un desconsolado abuelo indigente o en cualquiera de esas caras que nos muestran cómo a Cristo lo siguen crucificando una y otra vez todos los días en sus hermanos los hombres y me preguntan :
¬Y vos, ¿de qué te quejás?...
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