jueves, 15 de enero de 2009

Comentario al Libro “La violencia Evangélica de Horacio Verbitsky

Comentario al Libro “La violencia Evangélica de Horacio Verbitsky
Por Gabriel Andrade


Horacio Verbitsky en su libro la violencia evangélica (Historia política de la Iglesia Católica Argentina; 1955-1969, de Lonardi al Cordobazo) analiza la conformación, tras la caída de Perón, de dos líneas dentro de la Iglesia: el integrismo nacionalista y el cristianismo revolucionario proyectando los ecos actuales de la vieja relación eclesiástica con las instituciones políticas.
La Juventud Obrera Católica (JOC) como antecedente de lo que fue el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo en la década del ’60. El más notable de los asesores de la JOC era Enrique Angelelli, en vinculación con el mundo popular y del trabajo, cuestionando a la jerarquía por haber traicionado la relación con la clase obrera. Una vez producido el derrocamiento de Perón, Angelelli es de los primeros en darse cuenta de que la Iglesia ha serruchado la rama sobre la cual estaba sentada. Eso lo descubren simultáneamente Podestá, Angelelli, de Nevares, Hesayne, Novak, Mujica y cientos de sacerdotes jóvenes. Lo descubre Quarracino, que defendía la inserción de la Iglesia en el mundo popular, confrontado por Caggiano, que reprimía esa inserción. Lo impresionante fue que no hubo un solo pronunciamiento de la jerarquía condenando los fusilamientos de 1956, así como no hay hasta el día de hoy un solo pronunciamiento contra los bombardeos de Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955 (bombardeo que fue hecho por aviones que tenían pintada la cruz en las alas, con absoluto respaldo y apoyo de la jerarquía). Esto significa una identificación con la violencia represiva muy fuerte.
Un documento muy importante del Episcopado que se firmó en asamblea plenaria en mayo de 1969 (Declaración San Miguel; documento de actualización de la Iglesia Argentina de las decisiones del Celam). Por primera vez la Iglesia plantea el pecado no como una actitud individual sino como un fenómeno social. La situación económico-social que vivía la Argentina era una estructura de pecado. El país, dice el documento, vivía un proceso de opresión que se daba en todos los sectores (económico, político, social y cultural); en consecuencia, el proceso de liberación que se tenía que dar en el país, que equivalía a la redención del pecado, también tenía que ser en todos los sectores. Los obispos se comprometían a participar en ese proceso de liberación con “la violencia evangélica del amor”. En la Argentina de mayo de 1969, la frase “participar de un proceso de liberación con la violencia evangélica del amor” no se prestaba a doble sentido; tenía un sentido único: los obispos se comprometían a ser parte de un proceso revolucionario de liberación y no descartaban el uso de ningún medio. Incluso Quarracino, que ya era obispo, dijo que los procesos revolucionarios requieren ciertas dosis de violencia. Quince días después de ese documento se produjo el Cordobazo.
Cuando se produjo la represión tanto en la dictadura de Lanusse como luego en la de Videla, en vez de participar en el proceso de liberación con la violencia evangélica del amor, formó filas con la dictadura para reprimir a esos jóvenes que habían leído el mensaje evangélico y que sí se lanzaron a participar del proceso de liberación. El gran estigma del Episcopado argentino es que no ha podido hacerse cargo de sus responsabilidades; las borraron con puntos suspensivos en la recopialción de los últimos documentos publicados.
En la década del ’60 la jerarquía estaba en relación estrecha con los gobiernos antipopulares, pero dentro de la Iglesia había un movimiento de base muy fuerte que justamente buscaba el contacto con los sectores populares. Ese momento de contestación al interior de la Iglesia, respaldado por el Concilio Vaticano II y por los documentos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Medellín, produce el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que se constituye en una especie de jerarquía paralela. Esto es un trauma tremendo para la jerarquía, porque la Iglesia católica es la última monarquía absoluta del mundo, y esta horizontalidad contradice fundamentalmente la verticalidad. Hay una cruz de conflicto entre la verticalidad de la jerarquía y la horizontalidad de ese movimiento. La jerarquía lo siente como un desafío a su poder; su propia existencia está en cuestión. Este movimiento horizontal crece en tanto y en cuanto el contexto sociopolítico lo permite. Ese movimiento sacerdotal es paralelo al proceso de nacionalización de las clases medias y a las luchas populares por el regreso de Perón, el socialismo nacional y todos esos conceptos propios de la época. Pero el regreso de Perón a la Argentina pone internamente un límite en el peronismo a todos esos movimientos. En noviembre de 1972, Perón les echa un balde de agua fría a los Sacerdotes para el Tercer Mundo cuando les dice que los quiere en la Iglesia rezando y no en las calles y en los barrios haciendo política. Y produce dentro del movimiento la misma conmoción que produjo dentro de la juventud peronista. A partir de ahí todavía hay un par de años –el gobierno de Cámpora, de Perón, de Isabel– en los cuales se mantiene una pulseada interna de poder entre esas dos franjas dentro de la Iglesia, hasta que con el golpe del ’76 la jerarquía recupera absolutamente el control. Esa es una de las razones por las cuales la jerarquía es tan partidaria de la dictadura, porque la dictadura viene a poner orden dentro de su propia casa.
La situación actual es distinta. Hay ciertos movimientos horizontales en la Iglesia, específicamente el grupo de Sacerdotes en la opción por los pobres, pero no es un movimiento que le dispute el poder a la jerarquía. Estos sacerdotes han incorporado la experiencia anterior y saben que la estructura jerárquica de la Iglesia católica es muy difícil de conmover y que todos los recursos del poder institucional están en contra de quien intente alzarse. Por otra parte, las condiciones externas son totalmente distintas. Hay gente viviendo en situación de absoluta pobreza, hay una concentración brutal de la riqueza, pero lo que no hay a escala nacional, pero tampoco mundial, es un movimiento contestatario como el que se produjo en la década del ’60.

Toda violencia cruenta es perversa porque viola el mandamiento de la ética natural: "no matarás". El primer derecho humano es a la vida.
Pero se presentan problemas que nos saca de lo lineal del concepto.
En este punto hay que indicar que la institución iglesia reconoce el concepto de “guerra justa” -que se extiende a la violencia- cuando una vez agotados todos los medios de acuerdos pacíficos se dan las siguientes condiciones:
-que el daño causado por el agresor sea duradero, grave y cierto;
-que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces;
-que se reúnan las condiciones serias de éxito;
-que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.
“Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y sus principios universales, como así mismo las disposiciones que las ordenan, son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella. Así, el exterminio de un pueblo, de una nación, de una minoría étnica debe ser condenado como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios.” (Catecismo de la Iglesia Católica -1995- ; nº 2313). Las modernas democracias, si bien no pertenecen al orden de las cosas reveladas, son un eco temporal del Evangelio ya que la noción cristiana de democracia incluye desde el principio y fundamentalmente la justicia social. En pos de este orden político y social es que era justo una insurrección armada en aquellos países de latinoamérica sometidos por dictaduras militares.
Recordemos que esta violencia es evangélica ya que el propio Jesús dice: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra. Cada cual verá a sus familiares volverse enemigos. El que ama a su padre o a su madre más que a mí (causa), no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí (causa), no es digno de mí. El que no carga con su cruz (consecuencias de abrazar su causa) y viene detrás de mí, no es digno de mí. El que vive su vida para sí (sus intereses privados) la perderá, y el que sacrifique su vida por mi causa, la hallará.” (Mateo 10; 34-39).
El amor de Jesús no fue imparcial ni contemplativo. Jesús no fue simplemente una dulce y mansa figura de Nazaret. Fue alguien que usó palabras duras, no rehuyó polémicas y usó también la violencia física. Predicó un mensaje que supuso una crisis radical para la situación política y religiosa de la época. Anunció el Reino de Dios de justicia en oposición al reino del César y, en vez de la ley religiosa judía, predicó el amor total hasta entregar la vida.
La dimensión política se oponía al Reino del César en Roma (orden político, económico y social injusto), y que, además, se entendía al emperador como Dios. Tal postura contraria de Jesús era un crimen de lesa majestad para un romano.
La otra dimensión, la religiosa, significaba que la inauguración de un Reino de justicia y de paz, como un proceso que apenas había comenzado y que se iba realizando a medida que las personas cambiaran sus mentes y sus corazones haciéndose sujetos de su propia historia y proyectándola en una realidad más justa. Esa construcción del Reino es el proyecto fundamental de Jesús. Él se entiende como aquel que en nombre de Dios va a acelerar semejante proceso. Esto era una blasfemia para un judío piadoso que entendía la ley del templo como el único vehículo de salvación. Esta concepción de Reino puso en crisis a los distintos actores sociales: los publicanos y saduceos, aliados de los romanos, la clase sacerdotal, los guerrilleros zelotes y, principalmente, a los fariseos.
Jesús de Nazaret no se predicó a sí mismo ni habló sólo de Dios. Su misión giró en torno al Reino de Dios, un reino primeramente de justicia. La acción de ejercer su soberanía fue servicio amoroso y entrega de sí mismo.
Algo importante falló en esta Iglesia-institución cuando en vez de gritar con la palabra y el ejemplo de vida que no es posible la fidelidad a Dios y el culto al sistema injusto que concentra la riqueza se contribuye a adormecer las conciencias, desarrollando una religión “burguesa” y tranquilizadora. La riqueza -como apropiación excluyente de la creación- es injusticia. La falta de justicia en el reparto de las riquezas no sólo es contraria al Reino de Dios, sino que invalida toda práctica piadosa; por más que el pudiente se engañe pensando que cumple con todos los preceptos cristianos ya que está dejando de lado el mayor: ¡el de amar al prójimo como a sí mismo!
Afirmar lo contrario, utilizando la religión como superestructura ideológica justificadora de la injusticia social, es pecar gravemente contra el segundo mandamiento de “No tomar el santo nombre de Dios en vano”; quedando deformada su voluntad y convertida, ahora sí, como dijera Marx, en “el opio de los pueblos”.
Jesús fue un hombre con un Amor que se tradujo en una Causa: la construcción del Reino de Dios. No fue simplemente una buena persona, un ser humano sensible y solidario o un hombre santo. Jesús fue un luchador amoroso por una Causa, una persona consciente, que supo lo que quería y que se empeñó en conseguirlo hasta dejar la vida en este empeño. Un hombre con una utopía y con una esperanza. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús; se trató de un rasgo fundamental de su vida y de su persona; fue un rasgo esencial en Él, y, por eso mismo, es un rasgo “revelador”, por lo que formó parte de esa revelación que es Jesús. El hecho de que Jesús sea así nos revela que Dios es también así.
En palabras de Mons. Romero, 50 días antes de su asesinato: “La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al mundo, en su misión de salvarlo en totalidad, y de salvarlo en la historia, aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas y gozos, con las angustias y tristezas de los hombres. La Iglesia es, como Jesús, para "evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lumen Gentium 8).
Este acercamiento al mundo de los pobres es lo que entendemos a la vez como encarnación y como conversión. Este encuentro con los pobres nos ha hecho recobrar la verdad central del Evangelio.
La esperanza que fomenta la Iglesia no es ingenua ni pasiva. Es más bien un llamado desde la palabra de Dios a la propia responsabilidad de las mayorías pobres, a su concientización, a su organización. La esperanza que predicamos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos mismos sean autores de su propio destino. La dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la Iglesia a las exigencias del mundo real socio-político en que vive la Iglesia. Lo que hemos redescubierto es que esa exigencia es primaria para la fe y que la Iglesia no puede desentenderse de ella.
El mundo de los pobres con características sociales y políticas bien concretas, nos enseña dónde debe encarnarse la Iglesia para evitar la falsa universalización que termina siempre en connivencia con los poderosos. El mundo de los pobres nos enseña cómo ha de ser el amor cristiano, que busca ciertamente la paz, pero desenmascara el falso pacifismo, la resignación y la inactividad. El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada. El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas ellos mismos de su lucha y de su liberación desenmascarando así la raíz última de falsos paternalismos aun eclesiales.
Y también el mundo real de los pobres nos enseña de qué se trata la esperanza cristiana. La Iglesia predica el nuevo cielo y la nueva tierra; sabe además que ninguna configuración socio-política se puede intercambiar con la plenitud final que Dios concede. Pero ha aprendido también que la esperanza trascendente debe mantenerse con los signos de esperanza histórica.
Creemos en Jesús que vino a traer vida en plenitud y creemos en un Dios viviente que da vida a los hombres y quiere que los hombres vivan en verdad. Estas radicales verdades de la fe se hacen realmente verdades y verdades radicales cuando la Iglesia se inserta en medio de la vida y de la muerte de su pueblo. Ahí se le presenta a la Iglesia, como a todo hombre, la opción más fundamental para su fe: estar en favor de la vida o de la muerte. Con gran claridad vemos que en esto no hay posible neutralidad. 0 servimos a la vida de los oprimidos o somos cómplices de su muerte. Y aquí se da la mediación histórica de lo más fundamental de la fe: o creemos en un Dios de vida o servimos a los falsos de la muerte.
Jesús sería una pura ilusión, una ironía y, en el fondo, la más profunda blasfemia, olvidar e ignorar los niveles primarios de la vida, la vida que comienza con el pan, el techo, el trabajo.
Jesús es "la palabra de la Vida". (1 Jn 1,1) y que donde hay Vida ahí se manifiesta Dios. Donde el pobre comienza a vivir, donde el pobre comienza a liberarse, donde los hombres son capaces de sentarse alrededor de una mesa común para compartir, allí está el Dios de vida. Esta fe en el Dios es lo que explica lo más profundo del misterio cristiano”.

La asunción conciente y activa de la causa de los po­bres, lo que implica una opción política de solidaridad activa con sus luchas mediante una praxis histórica de transformación social que utilice las me­diaciones políticas necesarias en cada caso, en buena parte pasará, como para Jesús y su época, por los desenmascaramientos de una sociedad cómoda religiosamente que deriva en complicidad con la injusticia económica, social y política.
Justamente la cruz de Jesús es el argumento más claro para mostrar que Jesús hizo una opción por los pobres y el carácter conflictivo de esa opción. La cruz de Jesús muestra que en verdad hay pobres y empobrecedores, oprimidos y opresores, reino y antirreino, Dios de vida e ídolos de muerte, mediadores históricos de la vida y de la muerte; que ambos tipos de realidades históricas están en conflicto y en lucha, y que la opción por uno es opción contra lo otro. Su muerte es consecuencia de esa vida con la que libera, redime y salva. Jesús muere en la cruz no sólo porque ayuda o sirve a los pobres sino porque hace una opción por ellos que implica hacerlo en contra de sus opresores políticos y religiosos quienes lo asesinan.
La opción por los pobres no es en sí misma conciliatoria, aunque se espera que lleve también a una verdadera reconciliación. No es algo pacífico, aunque se espera que lleve a una verdadera paz. El carácter disyuntivo de esta opción es el mismo del Evangelio que, simultáneamente, declara dichosos a los pobres y malaventurados a los ricos (Lc 6. 20-26) y aclara inequívocamente que no se puede servir a Dios y al dinero (Mt 6, 24). El carácter disyuntivo es propio del Evangelio. No se puede optar por los empobrecidos sino poniéndose en contra de los mecanismos injustos que los empobrecen y en contra de los intereses de aquellos que usufructúan esos sistemas. ¡Lo peor que podría decirse del Evan­gelio es que fuese neutral!
Este es amor total y pleno; el amor responsable y comprometido con el otro; el amor que puede no sólo llegar a ser violencia moral sino también física y cruenta, cuando haciéndose antes violencia contra uno mismo nos ha hecho interiormente entregar nuestra propia vida, disponiéndonos para inmolarla si fuera necesario; es el amor del hombre nuevo; ese mismo amor que fue, es, y será siempre la más alta categoría espiritual del ser humano.
Por último es de tener en cuenta la advertencia que el obispo argentino Jerónimo Podestá hiciera hace casi cuarenta años y que no debemos perder de vista en esta hora: “es inútil luchar por el cambio de estructuras si no se desarraigan los valores falsos, no evangélicos. Quien se compromete en la lucha por la justicia no puede perder de vista que su objetivo último y verdadero no es el cambio de estructuras sino el cambio del hombre. El que quiere cambiar estructuras sin cambiar al hombre, no tiene otro camino que desatar la violencia, con la cual podrá lograr avances estructurales pero provocará, al mismo tiempo, nuevas injusticias y sufrimientos. Esto permite entender que el “político” o el “revolucionario” cristiano se caracteriza por un espíritu distinto, aunque concuerde ideológicamente en lo político con otros revolucionarios. Y ese sentido profético, fruto de una auténtica visión evangélica, establece una identidad de espíritu entre el político y el profeta cristiano, aunque sus perspectivas inmediatas sean distintas. No se trabaja en definitiva sólo por una justicia social, por un simple cambio de estructuras sociales, sino por la instauración de la Justicia de Dios, de los auténticos y verdaderos valores del hombre. La Iglesia no tiene sentido si no es capaz de producir el “hombre nuevo” del Evangelio, justamente el que está en concordancia con la Justicia de Dios”.

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