jueves, 15 de enero de 2009

SITUACIÓN SOCIO-POLÍTICA DE PALESTINA EN TIEMPOS DE JESÚS - (resúmen sobre textos de Gonzalez Faus)

SITUACIÓN SOCIO-POLÍTICA DE PALESTINA EN TIEMPOS DE JESÚS



Para enmarcar la época en la que vivió Jesús de Nazaret y predicó la causa del Reino de Dios -por la que finalmente fuese apresado, torturado y asesinado- en sus aspectos culturales, políticos, económicos y sociales, tomaremos como referencia el excelente trabajo del sacerdote y teólogo español José Ignacio González Faus, ampliación de la ponencia presentada en el Congreso sobre Teología y Pobreza, celebrado en Madrid en setiembre de 1981. Con este análisis previo de la composición social del pueblo y los poderes políticos y religiosos que se manifestaron en la época, podremos comprender con mayor claridad la exégesis de su mensaje y praxis liberadora del Jesús histórico y, a partir de esto, el significado exacto del Reino de Dios por Él anunciado.
Clases sociales

Mientras que Galilea tenía buena comunicación y gozaba de buen clima, con una agricultura relativamente próspera, Jerusalén era una ciudad de montaña a 800 mts de altura, escasa en agua, pobre en materias primas (sólo rica en piedras) y situada desfavorablemente para el tráfico y el comercio; aunque estratégicamente bien ubicada para su defensa militar. Así, el sentido práctico de los romanos les había hecho desentenderse de Jerusalén y convertir en sede de su administración a Cesárea, residencia de Pilatos, mucho mejor situada y mucho más apta para el tráfico; la que los evangelios ignoran deliberadamente ya que probablemente Cesárea estaba empezando a erigirse como rival de Jerusalén.
Sin embargo, por su importancia religiosa en esa sociedad teocrática, Jerusalén se había convertido en una ciu­dad visitadísima, tanto que cada año recibía varias veces el número de su población (125 mil peregrinos por cada Pascua, mientras se calcula en treinta o cuarenta mil el número de sus residentes). Este hecho posibilitó el desarrollo de oficios rentables y de servicios de toda índole, dándole a Jerusalén una falsa sensación de prosperidad.
La mayor fuente de ingresos de la ciudad era el culto. El Templo había sido comenzado el 19 a.C. y entró en funcio­nes diez años después, quedando todavía una inmensa obra que no se concluyó hasta el 64 d.C. (de aquel templo sólo se con­serva hoy el muro de los lamentos). De él vivían entonces tanto el clero (aunque con niveles muy diversos según se trate de la nobleza sacerdotal o del bajo clero); los em­pleados del Templo, que eran varios miles y que estaban bien pagados (ya que todo judío, además de lo que debiera entregar a los sacerdotes del lugar en que vivía, ­estaba obligado a gastar en Jerusalén una parte de sus ingre­sos anuales, conocida con el nombre de "segundo diezmo").
Como propio de una gran ciudad religiosa, pero en definitiva pobre, la beneficencia era una de sus instituciones más arraigadas a todos los niveles (forma de beneficencia a la cual se sumarán inmediatamente los primeros cristianos de Jerusalén).
Además del diezmo, la be­neficencia y hasta los sobornos, la prosperidad de la urbe dio lugar a otras formas para ganarse la vida ya que se creará toda una gama de oficios, además de las otras profesiones que tienen un carácter más “civil”.
Así encontramos, en el ramo de la alimentación, a viñateros, carniceros, aguadores (para la época de sequías) y fabricantes de aceite y ungüentos. El pan, salvo en épocas especiales, se fabricaba preferentemente en las casas particulares.
En el ramo de artículos de uso doméstico las pieles de los numerosos animales sacrificados eran usadas por el gremio de los curtidores, quienes fabricaban principalmente sandalias. Se producían también géneros de lana y lino y se cultivaba un cierto arte textil. En teoría al menos, estaba prohibido el oficio de alfa­rero porque el humo afeaba la ciudad.
El ramo del turismo dio lugar a profesiones más o menos relacionadas con el lujo: ungüentos y resinas, objetos artísticos o simples "souvenirs", sellos con representaciones simbólicas, etc.
La construcción se volcaba no tanto en las vivien­das, sino más bien en las grandes obras como el Templo, la muralla de la ciudad con sus nueve torres u otras obras más o menos principescas (la piedra es el elemento principal de la cons­trucción en Jerusalén debido a su abundancia). Con innegable sentido social, el tesoro del Templo costeaba la conservación del acueducto, de las murallas, de las torres y de todo lo nece­sario para la ciudad.
Por último hay que añadir una serie de profesiones "liberales" como médicos, barberos, cambistas, copistas, etc.
A todo esto se le sumaba otra serie de oficios reclamados inmediatamente por la actividad cultural y por la vida del Templo. Algunos tenían un carácter más general, como los carpinteros, orfebres, canteros o grabadores de inscripciones en la piedra. Pero otros estaban directamente relacionados con el culto. Entre ellos se contaban los que preparaban los panes de la proposición y los perfumes de quemar, los encargados de cuidar las cortinas del Templo, o fontanero para el servicio de agua del mismo y casi un ejército de barberos para las ceremonias de consagración de los levitas, del nazireato y para la purificación de los leprosos curados. Los salarios del Templo eran muy altos y los obreros del Templo los mejor pagados de la ciudad.
En cuanto al comercio, éste se facilitaba porque no estaba prohibido para los sacerdotes.
Había mercados de cereal, fruta, legumbres, ganado, madera, reses, cebadas, y hasta un mercado de esclavos. Terneros y frutas son 3 ó 4 veces más caros en Jerusalén que en el campo. La “pax romana” había favorecido considerablemente las posibilidades de un comercio internacional a gran escala, compensando las dificultades geográficas de Jerusalén.
Israel exportaba, con enormes rentas, aceite a Siria, Babilonia y Egipto y bál­samo a todo el mundo conocido. Muchos de estos exportadores vivían en Jerusalén e importaban a su vez cristalería de Sidón, pescado de Tiro, te­las preciosas de Babilonia, especias de la Mesopotamia y escla­vos de Siria. También se traían fieras del desierto para es­pectáculos de lucha. El Templo, por su parte, traía telas de la India, y aromas, oro o piedras preciosas de Arabia. En épocas de hambre, Jerusalén tuvo que importar trigo de Egipto.
En cuanto al comercio interior, Judea suministraba preferentemente aceites; el resto de Palestina (Galilea y Samaría) trigo, y Trans­jordania ganado, aunque sólo el apto para los sacrificios: car­neros principalmente, puesto que corderos y cabras los había en los montes de Judea. Para dar idea del volumen de estas importaciones, bastará con señalar que sólo las víctimas pascuales llegaban a ser decenas de miles.
Con respecto al turismo, la ciudad estaba enormemente marcada por la afluencia de visitantes oca­sionales con propósitos religiosos. Todo judío debía llevar anualmente a Jerusalén el impuesto de las dos dracmas o denarios. La procedencia de estos judíos forasteros abarcaba las regiones de Galilea y Germania, Roma, Grecia, Chipre, Asia Menor, Mesopotamia, Siria, Arabia, Egipto, Libia, Cirenaica, Etiopía y casi todo el mundo conocido.
Además, Palestina se hallaba dividida en distritos que se sucedían en turnos semanales de servicio al Templo, por lo que enviaban periódicamente a Jerusalén a sacerdotes y sus levitas, junto con algunos representantes del pueblo. El resto de los judíos palestinos debía subir a Jerusalén en las tres grandes fiestas (Pascua, Pentecostés y Tabernáculos), si bien a los pobres o a los que vivían muy lejos se les permitía hacer sólo el viaje pascual. El número de los peregrinos recibidos durante una fiesta de Pascua, era de entre 60.000 y 180.000 personas (Jerusalén contaba regularmente con unos 30.000 habitantes).

Estas formas de vida dio lugar a una determinada configuración tanto de los estratos sociales (alto, medio y bajo), como así también de lo que se podrían llamar "partidos políticos".
Para referenciar las clases sociales la asimilaremos a nuestras conocidas clases alta, media y baja, aun cuando el contenido estricto del concepto de “clase” pueda re­sultar inexacto al aplicarlo a una sociedad no industrial.
Es interesante hacer notar aquí los valores de la moneda en curso, para ubicarnos mejor sobre el poder adquisitivo en la época de Jesús y tenerlo como referencia cuando se leen las citas bíblicas.
Así tenemos que 1 Talento = l00 minas; 1 Mina = 100 dracmas (o denarios) y 1 denario = 24 ases (considerado este monto el salario razonable para un día de trabajo). El pan necesario para un día costaba 2 ases (Judas “vendió” a Jesús por 30 denarios, o sea, 720 ases = a unos 360 kilos de pan. Si consideramos que, a la fecha de este escrito el kilo de pan en Argentina cuesta unos $5, se puede hacer el paralelo de que Jesús fue entregado por unos $1800; bastante menos que el sueldo básico de un colectivero...)
También es de hacer notar que Jesús era ya adulto cuando Antipas puso en circulación las monedas acuñadas en Tiberíades. Esta monetización supuso un progreso en el desarrollo de Galilea, pero no logró promover una sociedad más justa y equitativa. Si bien los ricos de las ciudades podían operar mejor en sus negocios ya que la monetización les permitía atesorar monedas de oro y plata (“mamona”, o sea, “dinero que da seguridad”) que les proporcionaban seguridad, honor y poder, los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o cobre, de escaso valor por lo que era impensable atesorar “mamona” en una aldea. Subsistían apenas intercambiándose entre ellos sus modestos productos. Este “progreso” daba entonces más poder a los ricos y hundía en la pobreza un poco más a los pobres. Jesús diría más tarde refiriéndose a la imposibilidad de hacerse con la justicia del Reino de Dios desde la riqueza que “Ningún siervo puede servir a dos amos pues se dedicará a uno y no hará caso del otro… No podéis servir a Dios y a Mamón”.
El estrato alto o rico de la sociedad se lo­calizaba sobre todo alrededor de la Corte, el culto, y un re­ducido núcleo de privilegiados, dadas las enormes riquezas y esplendor principesco que se generaban alrededor de éstos.
Comenzando por la Corte, señalemos que al rey judío Herodes Grande (reinaba sobre Palestina, Gadara e Hippos) le ingresaban anualmente y sólo de impuestos, unos 1000 talentos (10.000.000 de salarios). Estos ingresos, junto con la considerable fortuna personal de Herodes, eran con todo insuficiente para la cantidad de esclavos y de residencias que éste mantenía. Por eso confiscó a los nobles (matándolos si era preciso) y creó gran cantidad de impuestos que provocó la masiva venta de tierras. Esto llevó al latifundios, fomentó el desempleo y empujó a mucha gente a unirse al grupo armado de los zelotes, a emigrar al extranjero o a mendigar en Jerusalén. Esto fue hasta que los judíos lo acusaron en Roma.
Así, la dismi­nución de impuestos era el gran señuelo que manejaban los romanos para tener paz en el país (táctica archiconocida después a partir de los consejos de Maquiavelo a los Borgia). Esta política fue usada por Augusto cuando redujo los impuestos un cuarto en Samaria, manteniéndolos en Judea como castigo por las revueltas habidas tras la muerte de Herodes. Se com­prende entonces que una de las grandes reivindicaciones zelotas fuera el rechazo de todo pago de impuestos, salvo los religiosos.
El otro grupo de privilegiados pertenecientes a esta clase alta o rica, estaba compuesto por la aristocracia laica. Grandes comerciantes, grandes jefes del sistema de recaudación de impuestos (como Zaqueo) y los grandes terratenientes o dueños de fincas rústicas, de los que una mayoría vivía en Jerusalén. Vale señalar que el latifundio tenía un carácter casi blasfemo en un pueblo para el que la tradición señalaba que la tierra era propiedad de Yahvé; pero que -en la práctica- la legislación judía del año jubilar había dejado cumplirse, hasta el punto de que algunos de los grandes terratenientes que compraban las tierras confiscadas por pago de impuestos eran miembros del Sanedrín (Consejo Nacional de Israel).
Vale la pena contar algunos ejemplos conocidos que dan idea del tren de vida de estas gentes.
Cuando el sitio de Jerusalén por los romanos, tres de estos personajes, probablemente miembros del Sanedrín, se sentían capaces ellos solos de asegurar la manutención de la ciudad durante 2l años. O aquel que se deduce de los evangelios sobre la casa de Caifás, donde había además de un gran porche y lugares para los di­versos grupos de criados y criadas con los que se fue encon­trando Pedro, espacio suficiente para celebrar toda una sesión del Sanedrín, el cual constaba por lo menos de 71 miembros.
Sobre la nobleza sacerdotal o alto clero, además de sus ingresos particulares por profesiones civiles o por propiedades, percibían altas rentas regulares tanto del tesoro del Templo como del comercio de animales para los sacrificios. La riqueza de esta aristocracia sacerdotal era sorprendente en comparación con la situación casi miserable de los simples sacerdotes. Pero esta diferencia tampoco les bastó, puesto que en épocas difíciles los altos sacerdotes se atrevieron a enviar a sus siervos a apoderarse de los diezmos debidos al bajo clero, muriendo los más pobres de necesidad (como puede verse, el proceso de "creación de necesidades" tan típico de la riqueza injusta, no es algo privativo de nuestra civilización de consumo que lo único que ha hecho es masificarlo...).
A su vez, el Templo era muy rico. Había en Jerusalén tanto oro que luego de la conquista y destrucción de la ciudad por los romanos, toda la provincia romana de Siria, a la que Jeru­salén pertenecía, se vio inundada por una oferta de oro tan gigantesca que la libra de oro bajó a la mitad de su precio.

Lo que podríamos llamar estratos medios estaban conformados por los pequeños comerciantes y artesanos que tenían su propio taller y ganaban mejor cuando más se relacionaban con los peregrinos y con el templo.
También los dueños de negocios de hotelería percibían por el hospedaje el comercio de alimentos, la venta de recuerdos y regalos, y el comercio de las pieles de los sacrificios. Los peregrinos estaban literalmente obligados a “banquetear” todos los días de su estancia en Jerusalén para la Pascua y debían gastar en la ciudad santa una parte de sus impuestos religiosos, llamados "segundo diezmo". Con respecto al hospedaje, aunque teóricamente debía ser gratuito en Jerusalén porque la ciudad era propiedad común de toda Israel, se introdujo la costumbre de que el mesonero se quedara con las pieles de los animales ofrecidos por sus huéspedes en sacrificio (1 piel de cordero costaba entre l6 y 20 denarios). Probablemente es esta costumbre hospitalaria la que aprovechó Jesús para la última cena en Jerusalén.
Otro grupo eran los simples sacerdotes que percibían los impuestos religiosos (difíciles de cobrar por exceso de otros impuestos civiles) y también participaban de las víctimas de los sacrificios y del eventual diezmo de los productos agrícolas.

En el estrato bajo o pobre hay que clasificar por un lado a escla­vos y jornaleros; y, por el otro, a aquellos que vivían de las ayudas de los demás.
Los esclavos no existían prácticamente en el campo, y eran escasos en la ciudad, salvo en la corte de Herodes. Esto se debía a que la mayoría de los esclavos eran paganos, ya que la legislación del Antiguo Tes­tamento con respecto a la esclavitud de judíos exigía que ésta no podía durar más de seis años. Si el dueño era no-judío, los parientes tenían el deber de rescatar al esclavo, y la venta de una hija significaba, en realidad, que estaba destinada a convertirse en esposa del comprador o de su hijo. El servicio de esclavo no era considerado deshonroso; jurídicamente el esclavo judío era igual al hijo mayor de la familia o considerado como jornalero. Ante esto, la conducta de las clases altas era adquirir esclavos paganos, los cuales por lo general no eran para la industria o la agricultura, sino esclavos domésticos. Aún así, la suerte del esclavo pagano era más hu­mana que en otros lugares. Su dueño no podía matarle bajo pena de muerte y, según los daños que le hiciera, llevaba consigo la liberación del esclavo. Digamos finalmente que el Templo no tenía esclavos.
A su vez, el jornalero era aquél que se contrataba para las más diversas e inesperadas tareas que pudieran presentarse, por un denario más de comida. El sueldo no parece excesivamente bajo; pero lo terrible era la precariedad del contrato. Cada día se estaba remitido a la eventualidad de encontrar trabajo. Y el no hallarlo resultaba simplemente catastrófico a corto plazo. Había en Palestina muchísimos más jornaleros que esclavos, y en algún sentido su suerte era peor o al menos más insegura. Además, la abundancia de mano de obra llevaba a que muchas veces se les contratara por medio denario al día.
En este apartado entran también otras dos clases de gentes que en realidad eran muy diferentes, puesto que los unos tenían al menos la riqueza de su saber; y los otros ni ésa.
Unos, los escribas, que constituyen una clase entre los estratos medios y bajos.
El nombre hebreo de rabinos (o maestros) nos da más idea de una forma de vida, que la palabra latina de escriba. Eran los profesores ambulantes, los "intelectuales" o filósofos pero que en una sociedad tan religiosa tenían concentrado su saber en el estudio de la Ley y de las Escrituras. Los escribas tenían prohibido cobrar por su actividad docente, y sólo tenían ingresos si hacían algún trabajo para el Templo u otro oficio civil (como hizo San Pa­blo quien conocía el oficio de curtidor porque se había ganado así la vida cuando era rabino en Jerusalén). Pero si sólo se dedicaban a su profesión de rabinos, entonces habían de vivir exclusivamente de las ayudas que recibían, aunque estaban exentos de impuestos. Así parece que vivió Jesús, de quien J. Jeremías sintetiza esta trayectoria: "procede de una familia pobre (en el sacrificio de purificación María hace uso de la concesión de las dos tórtolas hecha a los pobres, en vez del cordero); su vida es tan pobre que no tiene dónde reclinar su cabeza, personalmente no lleva consigo ningún dinero (como indican los relatos sobre el impuesto del estater y sobre el tributo al César); y acepta ayudas".
Tenemos pues que si el rabino se atenía a lo ordenado, su vida era efectivamente pobre. Esta situación se prestaba a abusos cuando aprovechándose del prestigio propio del saber -conjuntamente con la generosidad de la gente más buena o de la debilidad de la más necesitada- abusaban de su hospitalidad. Y en contra de esta praxis de sus “colegas" protestaba irritado Jesús cuando avisaba que se tuviera cuidado con esos escribas que "devoran las casas de las viudas mientras fingen entregarse a largos rezos" (Mc 12,40).
Finalmente queda todo el mapa de la mendicidad que era como una auténtica profesión más.
Debemos decir que la sociedad israelita era decididamente caritativa, tanto por motivación religiosa como por ese rasgo de la mentalidad campesina, que pasa por ser mucho más solidaria que nuestra civilización industrial. Las gentes sencillas compartían y se ayudaban con bastante espontaneidad, según opinión de casi todos los investigado­res.
Pero además, la mendicidad se veía fomentada tanto por la inestabilidad de los jornaleros, como por la pobreza y el desigual reparto de los bienes, y también por lo ficticio del dinero que corría por Jerusalén y que no brotaba de las riquezas de su suelo ni de su infraestructura social, sino de la importancia "religioso-turística" de la ciudad.
Añadamos que la práctica de la mendicidad estaba alentada por el hecho de que el dar limosna en la ciudad santa era tenido por especialmente meritorio. Ello hizo que se apiñaran en la ciudad, y aún más junto al Templo, verdade­ros ejércitos de mendigos cuyo acceso al Templo se intentaba limitar, amparándose en la "impureza" legal que implicaban determinadas limitaciones físicas.

Esta panorámica de la situación social, nos permite subrayar un aspecto del Israel de Jesús que hasta ahora ha es­tado prácticamente olvidado y sobre el que G. Theissen ha llamado la atención repetidas veces: es lo referido a la hostili­dad del campo hacia la ciudad. Los latifundios, las deudas por impuestos, lo artificioso de la riqueza de Jerusalén, la presen­cia en ella de grandes magnates, había llevado al campo a una cierta pauperización, o al menos dependencia económica. Esta hostilidad entre campo y ciudad estaba pre­sente en todos los disturbios que ocurrieron en Jerusalén y probablemente también en los que tuvieron a Jesús como protagonista. Quizás sea también lo que explica por qué las grandes urbes israelitas como Séforis o Cesárea no aparecen siquiera citadas en los evangelios. Jesús debió evitarlas deliberadamente. Pero a Jerusalén Jesús tuvo que ir por fuerza, dada su significación religiosa.


Partidos Políticos

Si las clases sociales están condicionadas por el carác­ter teocrático-religioso de la vida judía, mucho más lo están las estructuras y las clases "políticas". Los verdaderos partidos políticos oficiales de Palestina son denominaciones de ori­gen religioso: saduceos y "sumos sacerdotes" por un lado; fa­riseos y escribas por el otro. Como también son denominacio­nes de origen religioso que hoy llamaríamos "extra­parlamentarios": los esenios (que representaban una forma de no participación, de estilo monástico y motivada por la protesta religiosa) y la opción armada -que crece sobre todo en Galilea- y que se agrupa alrededor de los zelotes.
Para nuestro interés hablaremos de los dos primeros grupos, porque son aquellos a los que se opuso Je­sús y rápidamente derivaron en enemigos mortales. Respecto de los otros dos, digamos que no apare­cen combatidos en los evangelios. Es más, muy probablemente Jesús estuvo en sus comienzos con los esenios o con círculos allegados a ellos. Y también debió mantener contactos con círculos zelotes (como sugiere su condena y la procedencia de algunos de sus discípulos) de los que terminó apartándose por el racismo y la predicación del odio santo típicos del zelotismo. Por eso más adelante añadiremos una palabra no directamente sobre estos grupos, sino sobre lo que ellos representaron en la Palestina y en la trayectoria de Jesús y sobre la “cuestión nacionalista”.

Los saduceos, como toda derecha de razón económica, son un partido político minoritario, pero con un poder muy superior a su número o a sus votos. Se reducen práctica­mente al alto clero y a la nobleza laica.
Los llamados en los evangelios como “sumos sacerdotes” (expresión inexacta puesto que no había más que un solo sumo sacerdote) englobaba todo eso que hoy llamaríamos "alto clero" y para lo que entonces no parece que hubiera una denominación apropiada. Este alto clero está compuesto por tres grupos: Sumo Pontífice en funciones; los sacerdotes "jefes" o cargos altos; y los antiguos sumos sacerdotes con sus familias.
El Sumo Sacerdote era la máxima personificación de la estructura sacral y teocrática. Se le atribuía una "santidad eterna" y se daba valor expiatorio a su muerte (cosa que se traducía en una especie de amnistía para los criminales refugiados en ciudades asilo). La Ley ponía infinito cuidado para evitar que contrajese impurezas, mediante una serie de prescripciones sobre su matrimonio, prohibición de entrar en una casa mortuoria, visitar o comer con paganos, etc.
Los sumos sacerdotes en tiem­pos de Jesús habían perdido crédito y prestigio por la tumultuosa historia de vida de esa institución y ante la integridad de los fariseos. El sumo sacerdocio adolecía de nepo­tismo, comercio y falta de formación.
En tiempos de Jesús la aristocracia sacerdotal era constituida por los sadoquistas y las hechuras de Herodes. Se calculan unas 15 ó 17 familias.
De entre esta "aristocracia sacerdotal" se reclutaban además una serie de cargos de gran importancia en la vida del Templo y a los que se suele calificar como "sacerdotes je­fes". Eran éstos: el Jefe del Templo, los Tesoreros (unos tres; cargo bien serio, dadas las errantes finanzas del Templo) y los guardianes del Templo (unos siete, de los que cuatro además eran levitas).
Este grupo del sumo sacerdote en funciones, más los antiguos sumos sacerdotes y los sacerdotes jefes constituían lo que el evangelio llama "los sumos sacerdotes”. En total unas 20 ó 25 personas, de los que un mínimo eran además miembros del Sanedrín (Consejo Nacional de Israel). Los guardianes del sepulcro de Jesús que habla Mateo no debían ser soldados romanos, sino miembros de la Guardia del Templo.
Finalmente ya hemos mencionado la gran diferencia de nivel de vida entre estos "sumos sacerdotes" y el resto del clero, al que a pesar de esto, todavía esquilmaban en ocasio­nes; unas veces robándoles el diezmo de productos en el campo y otras adueñándose de las pieles de las víctimas que debían repartirse cada tarde entre los sacerdotes del turno diario.
El resto del clero estaba dividido en 24 clases (de 4 a 9 familias cada una). Las clases se turnaban por semanas en Jerusalén y las familias de cada clase se repartían los turnos diarios. Una sección diaria comprendía entre treinta y cincuenta sacerdotes. En las fiestas de peregrinación subían las 24 clases a Jerusalén. Los diezmos y otros tributos procedentes de estas cinco actuaciones eran insuficientes, por lo que todos ejercían una profesión u oficio manual en el lugar donde residían. En total, se calcula que había en toda Palestina unos 17.000 sacerdotes para una población de quinientos o seiscientos mil habi­tantes.
Al bajo clero pertenecen también los levitas, descendientes de la misma tribu que los sacerdotes. Estos constituían la policía del Templo: porteros, guardianes, destacamentos, etc. De entre ellos debieron salir los que prendieron a Jesús en el huerto (Lc 22,52; guardianes del Templo) y los ya anteriormente enviados a prenderle (Jn 7,2-46). EI estrato superior de estos levitas lo constituyen los músicos, los cuales aspiraban a igualarse con los sacerdotes.
En este bajo clero puede encontrarse algún saduceo, pero ya no lo son ni la casi totalidad ni la mayoría siquiera. Están más repartidas las opciones políticas y también la falta de ellas. Muchos son hombres piadosos aunque, a lo mejor, su inhibición política contribuyera a sostener la hegemonía de los saduceos y el alto clero.
Los “ancianos”, término que solemos encontrar junto al de “sumos sacerdotes” -casi siempre formando una única expresión- no designa a todos los “viejos” de Jerusalén, sino a los jefes de las familias laicas más influyentes. También se los llama "los poderosos" y Lucas los llama una vez “principales del pueblo” (19,47) y otra “jefes del pueblo” (22,1).
Políticamente son todos saduceos y minoritarios incluso desde el punto de vista doctrinal. Aliados con la aristocracia sacerdotal, estos grandes capitalistas habían copado el Sanedrín ya desde el tiempos de los asmoneos. No obstante, a partir del 76 a.C. comenzaron a entrar en el Sanedrín escribas de procedencia farisea y fueron ganando puestos en él.
Digamos finalmente que los saduceos se tenían por muy judíos; puesto que su bienestar material en una sociedad teocrática les permitía considerarse como elegidos de Dios (cualquier similitud con la actualidad no es pura coincidencia...). Y no se puede negar que muchos dirigentes saduceos cayeron en la guerra contra Roma. Pero en tiempos de paz eran los grandes beneficiarios de la dominación romana, por lo que su “antirromanismo” no pasaba muchas veces de ser una forma de despecho camuflado por su pérdida de poder frente a los fariseos (no obstante, la hostilidad contra Jesús terminó por aliar a fariseos y saduceos).
Las críticas y condenas de Jesús contra “los ricos” se dirigen de hecho contra este grupo del alto clero y la nobleza laica. El Evangelio ha preferido el nombre genérico de ricos, quizás porque de hecho la desig­nación de saduceos ya no era significativa cuando se redacta­ron los evangelios, a partir de que su papel se terminó con la destrucción del Templo.

Con respecto al resto de la población políticamente significante, se reparte entre escribas y fariseos, que en los evangelios apare­cen muchas veces juntos, también con cierta razón.
Los escribas o "doctores de la ley" podrían ser comparados a los que hoy llamamos intelectuales. Su único poder era la formación que adquirían en un ciclo de varios años de estudios, que terminaban con especie de "ordenación" y daba derecho al título de Rabbi. Por este saber se les abrían las puertas y los puestos claves del derecho, de la administración y de la enseñanza, llegando hasta a dar entrada en el Sanedrín al partido fariseo (todos los fariseos que habían en el Sanedrín lo debían al hecho de ser además escribas). Ellos representaron una ilustración en el judaísmo y un recurso a la razón y al estudio para resolver los problemas, frente a las apelaciones a personajes iluminados y a espíritus proféticos, más típicos de las masas populares y de los saduceos.
La posición política de los escribas no es uniforme pero sí relativamente homogénea. Hay una minoría que está compuesta por miembros de la aristocracia sacerdotal -o simplemente del clero- y también por algún aristócrata laico; y este grupo reducido es el que elaboró la tradición y la teología saducea. Pero la gran masa de escribas son más bien gentes de todos los estratos del pueblo, algunos de ellos con otra profesión civil; y éstos son los depositarios de la teología farisea.
Los escribas eran muy venerados por el pueblo. Sus palabras tenían autoridad soberana y sobre todo en las comunidades fariseas se obedecían ciegamente sus enseñanzas. Controlaban muchas sinagogas, la gente solía levantarse a su paso (salvo los artesanos cuando estaban trabajando); se les llamaba "padre" o "maestro"; se consideraba un honor su asistencia a los convites, donde se les reservaba el primer puesto; y se casaban con hijas de expertos en la Ley. Todo esto era lo que -a pesar de su pobreza de la que ya hemos hablado- los hizo ir degenerando en casta engreída, dando origen a las polémicas con Jesús.

Lo fariseos tampoco eran de clase alta, sino más bien gentes del pueblo, pero sin formación intelectual de escribas. Vivían organizados en comunidades cerradas, de las que sólo en Jerusalén ya había un buen número. Y todos los jefes de esas comunidades, junto con algunos de sus miem­bros influyentes, eran además escribas. Tenían reglas para la admisión de miembros, con un período de prueba de hasta un año, y una promesa posterior de observar el reglamento de la comunidad. En todo el reino de Herodes había unos 6.000. Los esenios eran 4.000 y los sacerdotes unos 18.000.
Muchos de los miembros del clero eran fariseos. En cuanto a sus profesiones civiles, los fariseos solía ser comerciantes, artesanos o campesinos. Se fueron endureciendo con la gran masa del pueblo porque no seguían las prescripciones rigurosas de sus escribas sobre diezmos y pureza, lo que les llevó también al espíritu de casta: comer con uno no fariseo era sospechoso de impureza. Herodes no se atrevió a enfrentarse con ellos, pese a que manejó como quiso a los saduceos. Pero tras la muerte de Herodes fueron perdiendo influjo político que reconquistaron los saduceos; así quedaron con más prestigio religioso; pero con menos poder político.
Finalmente, digamos citando el análisis del filósofo, teólogo y biblista Santos Benetti, que Jesús fue un laico de Nazaret (5-7 a.C. al 30), por lo tanto un hombre de pueblo de la norteña Galilea, albañil al igual que su padre (“tektón”, el equivalente a “arquitecto” en castellano); educado en una piadosa familia con tradición arraigada en el judaísmo fariseo y en medio de un clima de convulsión política antirromana.

Cerraremos este mapa político con un par de observaciones:
Todos estos datos nos sirven para comprender la composición del Sanedrín o Con­sejo Nacional de Israel. Tenía un presidente que era el sumo sacerdote en funciones, más 70 miembros repartidos entre los que hemos llamado "sumos sacerdotes" (casi totalmente saduceos), la nobleza laica (todos saduceos) y los escribas o doctores (mayoritariamente fariseos).
Los evangelios parecen presentar como objeto de la polémica de Jesús el binomio de “escribas y fariseos”. Se ha querido ver aquí una cierta falsificación histórica, dado que la verdadera conflictividad había sido conducida por los saduceos. Y esta falsificación se debería a condiciones de la época en que se redactaron los evangelios. Esta consideración -aunque no sea del todo falsa- tampoco es del todo exacta. No puede negarse que, para los evangelistas, la palabra fariseo se convierte en sinónimo de judío a secas; seguramente porque los fariseos eran el único grupo judío que sobrevivía cuando se redactaron los evangelios.
Pero autores como José Ignacio González Faus opina que los evangelistas utilizaron también un doble lenguaje que resulta más coherente. Mientras Jesús está fuera de Jerusalén, su enfrentamiento parece ser con “escribas y fariseos”, dato lógico puesto que en Galilea no había prácticamente saduceos, y en cambio sí parece que hubo algunas comunidades fariseas. Por el contrario, una vez en Jerusalén, encontramos el binomio “sumos sacerdotes y ancianos” que describe al partido saduceo. El detalle es de tanta exactitud que incluso en la primera predicción de la pasión que desde Galilea alude a algo que pasará en Jerusalén (Mt. 16,21), aparece por primera vez y como una isla la expresión “sumos sacerdotes y ancianos”. Ellos fueron los verdaderos agentes de la pasión, aunque en alianza con los fariseos. Por eso encontramos también en los evangelios algunas otras expresiones como “fariseos y saduceos” (Mt. 16, cuatro veces): “sumos sacerdotes y escribas” o “sumos sacerdotes y fariseos” (Mt. 20 y 21, ya en Jerusalén). En la casa e Caifás están “los ancianos y escribas” (claramente escribas saduceos esta vez) y en la cruz “sumos sacerdotes, escribas y ancianos”. Por la guardia del sepulcro van “sumos sacerdotes y fariseos” (Mt. 27,62).

Para finalizar esta postal de época se hace imprescindible unas palabras sobre la complejísima cuestión nacional israelí.
Cuando nace Jesús, Pompeyo y César ya han pasado por Palestina. El primero con las armas, y el segundo mediante una política de privilegios, han conseguido hacer de Israel una especie de “estado asociado” o “protegido” respecto de Roma. Israel conservó un cierto “status de autonomía” representado por el gobierno de Herodes, a quien Augusto confirmó rey el 37 a.C.
Herodes trató de hacerles digerible a los judíos esta solución “autónoma”. Trató de presentarse como judío aprovechando que su familia edomita se había afiliado al judaísmo tres generaciones antes; modernizó considerablemente la administración; construyó el nuevo Templo; se casó con una asmonea a la que despreció toda su vida (hasta que acabó por matarla), e hizo corregir su genealógico para aparecer como descendiente de David.
Pero la insaciable ambición de Herodes, junto con la necesidad de contentar a los romanos para no perder el cargo y su clara manipulación del sumo sacerdocio, le impidió engañar a los judíos, los cuales le despreciaron siempre como “el esclavo asmoneo”. Además, y sobre todo en la cosmopolita Galilea, la solución “autonómica” sólo podía funcionar si se daba una integración entre judíos y paganos. Y esto era muy mal visto desde Jerusalén.
Así, lo inestable de esta situación (y también el mérito político de Herodes) se puso de relieve cuando sus sucesores no supieron mantenerla.
Al morir, Herodes dividió el reino entre sus hijos: Arquelao en Judea y Samaria, Herodes Antipas en Galilea, y Filipo en la Transjordania (Iturea). A los pocos años, Augusto destituyó a Arquelao por su salvajismo y lo sustituyó por un prefecto ­romano (hoy se considera probado por unas inscripciones h­alladas en Cesárea, que Pilatos no era “procurador” como dicen los evangelios sino prefecto, lo cual implica una presencia romana mucho más inmediata). La supuesta autonomía s­e acabó para Judea. La nueva situación era teóricamente más humillante: mientras en Galilea, Herodes Antipas continuaba acuñando monedas sin efigie (por respeto a la religión) en Jerusalén comenzaron a circular monedas con la efigie del césar. Pero en cambio, las condiciones económicas el comercio; el turismo religioso y la prosperidad derivada ­de ambos, mejoraron de manera notable. Y el sentido práctico de muchos jefes romanos hizo la situación más res­pirable que la locura de Herodes y de su hijo Arquelao: el senado ­romano siempre dio la razón a los judíos cuando protestaron contra los representantes de Roma; y, tanto el miedo de Pilatos a perder el favor del césar, como el carácter del centurión que pintan los evangelios, parecen responder muy exactamente a la psicología de la nueva situación. Por todo esto se comprende que este nuevo estado de cosas interesase a los saduceos, aunque no podían reconocerlo.
Por otra parte, los fariseos habían propugnado desde el comienzo la separación de religión y política, lo que implicaba una aceptación de los romanos, pero que los combatía siempre que tocaran lo religioso. Al principio funcionó bien la solución, pero a la larga, la necesidad de apoyo en la lucha contra los saduceos por el poder político les fue llevando a alianzas oscuras para poder entrar en el Sanedrín. De todos los grupos judíos fueron los únicos que sobrevivieron a la caída de Israel en el año 70, en la que muchos saduceos dieron la vida.
Encontramos finalmente la alternativa radical de resistencia nacionalista a ultranza y por vía armada. Por su misma base religiosa, todos los nacionalismos judíos eran declaradamente racistas, ya que se lo fundamentaba en valores absolutos o “dogmas” de tipo religioso.
Por esto, no sólo los zelotes, sino los mismos esenios que eran pacifistas, exigían el odio a los extranjeros y “soñaban con una matanza inminente en la cual ellos, juntamente con los ángeles de Dios, degollarían a los hijos de las tinieblas (extranjeros y judíos renegados)”. Muy probablemente el mandamiento del amor a los enemigos fue formulado por Jesús con intenciones correctivas antizelotistas.
El zelotismo como ideología había nacido en Galilea, quizás debido al hecho de que allí había menos intereses creados que en Jerusalén, y porque el galileo ha pasado siempre por ser más guerrero y más amante de la libertad que el morador de Judea. Se puede decir que Jerusalén resistió mejor al influjo cultural griego que al sociopolítico-económico romano; y Galilea al revés. Desde allí se intentaba exportar la ideología zelote a Jerusalén, por lo que los zelotes se denominaban a sí mismos “bienhechores y salvadores de la ciu­dad”.
Pero como ideología el zelotismo era un fenómeno reducido a unas familias dirigentes (sobre todo la familia de Judas Galileo, que aparece presente en casi todos los disturbios). La masa de militantes no obedecían tanto a razones na­cionalistas cuanto a razones económicas: eran hombres de­sesperados por las deudas que acababan yéndose al monte y tomando las armas para huir de la esclavitud o de la pri­sión. Es muy conocido el dato de que los zelotes quemaron los archivos de Jerusalén cuando consiguieron tomar la ciu­dad en la guerra contra los romanos: se pretendía con ello cancelar todas las deudas.
Es legítimo suscitar la cuestión de hasta qué punto el proyecto zelote era un deseo políticamente inviable y militarmente suicida, carente de la más elemental racionalidad política. Todo el mundo conocido se terminaba en el Imperio romano. No existía “tercer mundo" ni bloque alguno de "no alineados" donde Israel pudiese mantener una existencia independiente. Y sus posibilidades de supervivencia como minúsculo país aislado eran cuanto menos, bastante oscuras. Los hechos del año 70 definen esta pregunta.
A la vista de toda esta compleja panorámica no es ex­traña la pregunta de si Jesús podía estar con alguno de estos grupos, o si la cuestión nacional tenía algún tipo de solución viable a corto plazo.

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