jueves, 15 de enero de 2009

Juan XXIII

JUAN XXIII: “UN POCO DE AIRE FRESCO”

A Juan XXIII hay que situarlo entre las mujeres y hombres que en la historia de la Iglesia se destacan como testigos de la auténtica tradición, precisamente porque liberaron a la Iglesia de su tiempo, del lastre que arrastraba: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y tantos otros. La fidelidad a la tradición de la Iglesia impulsa constantemente a la revisión crítica y a las reformas audaces: el Espíritu que la anima no puede encerrarse en la letra que mata porque “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”.


“¡Bendito sea este Papa, que nos hizo gozar en el mundo!”, exclamó el Cardenal Giovanni Battista Montini en el duomo de Milán en la fiesta de Pentecostés de 1963, mientras en Roma continuaba la larga agonía del Papa. Al día siguiente, 3 de Junio, murió Juan XXIII. El cónclave, reunido pocos días después, eligió al cardenal Montini con el nombre de Paulo VI, quien llevó a término el Concilio Vaticano II.

“Obediencia y Paz”
Angelo Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, había sido elegido por los cardenales el 28 de octubre de 1958 como sucesor de Pío XII, muerto el día 9 de ese mismo mes después de casi veinte años de pontificado. La noticia de su elección sorprendió a todos: el Cardenal Roncalli no figuraba entre los «papabili» (como se denomina en la jerga periodística a los cardenales con más chance de ser elegidos) y el Cónclave había sido muy breve, apenas tres días, contrariamente a lo pronosticado por los más avezados «vaticanólogos».
Dado el riguroso secreto que obliga a los que participan en el cónclave, sólo es posible apelar a hipótesis más o menos plausibles si se quiere comprender las razones que pudieron motivar la elección de un cardenal de «bajo perfil» y de tan avanzada edad.
Roncalli, nacido el 25 de noviembre de 1881 en el seno de una familia campesina de Sotto il Monte, en la provincia de Bérgamo, jamás olvidó la riqueza vital de su origen popular, y esta fidelidad a la tierra explica porqué la gente sencilla lo sintiera tan cercano. De tal forma que hasta a un ferroviario comunista se le escuchó decir: “Ése es uno de los nuestros”, aludiendo a su modo tan singular y sincero de encarar la existencia.
Antes de ser nombrado cardenal y patriarca de Venecia en 1953, estuvo en el servicio diplomático como Delegado Apostólico en Bulgaria (1925-1934) y en Turquía (1935-1944) y como Nuncio Apostólico en París desde 1945.
Poco tiempo después de la elección, los análisis y comentarios de los medios comenzaron a hablar de «un Papa de transición». Después del largo «reinado» (como se decía entonces) de Pío XII, este anciano cardenal parecía en verdad la persona indicada para responder a las expectativas de un pontificado breve y sin sorpresas, que asegurara un período de distensión.
En 1925 había escrito en su Diario refiriéndose al lema elegido para su episcopado: «Obediencia y Paz»: “Estas palabras son un poco mi historia y mi vida”. Ciertamente, esas palabras expresan la modestia y discreción que caracterizaron su estilo de vida en las diversas funciones que le tocó desempeñar. Muchos interpretaron su manera de ser como el conformismo de “un hombre carente de iniciativa y de mediocre capacidad intelectual”.
Sin embargo, se puede decir que el nuevo Papa, a partir de su aceptación, comenzó a provocar sorpresas empezando por los mismos que lo habían elegido. Cuando el Secretario del Cónclave le preguntó qué nombre había decidido ponerse, respondió: “Vocabor Johannes”: “Me llamaré Juan”, un nombre que desde hacía más de quinientos años no había usado ningún Papa. Y no es arbitrario percibir un guiño de complicidad cuando, al enumerar las diversas razones por las que elegía el nombre de Juan, mencionó que quería esconder su pequeñez tras la multitud de Papas que llevaron ese nombre y que “tuvieron casi todos un pontificado muy breve”.


Un prisionero de lujo

En una ocasión dijo que estaba “aprendiendo a ser Papa”, sin embargo, desde el primer día actuó con tal desenvoltura y naturalidad que daba la impresión de que siempre hubiera sido Papa. Eso sí: a su manera.
Después de las primeras semanas, comenzó a salir del Vaticano, cosa que no hacían los Papas desde 1870, cuando perdieron el dominio de Roma. Su primera salida fue para visitar el Hospital de Niños. Visitó también otros hospitales y a los presos de “Regina Cœli”, la cárcel de Roma, porque quería “encontrarse con sus hijos más queridos”. Consagró los domingos de cuaresma a visitar las parroquias de las barriadas de Roma. La gente respondía con entusiasmo a estas visitas en que el Papa se acercaba y conversaba con ellos fuera de todo protocolo. Los miembros de la Curia vaticana le manifestaron al Papa, de varias maneras, que consideraban ese mezclarse con la gente, incompatible con la dignidad papal.
“Ahora eres un prisionero de lujo que no puede hacer todo lo que quiere”, le escribió uno de sus hermanos. Al Papa le gustó la figura y la utilizó con un toque de humor en una de esas conversaciones familiares de los domingos por la tarde. Si duda, le habrá costado “estar encerrado en dos o tres piezas del gran palacio”, pero bastante pronto debió descubrir (quizás con la complicidad de su chofer) la manera de atravesar los sólidos muros vaticanos. Estas salidas, las programadas y las imprevistas, le valieron el mote de «Juan Extramuros», según la feliz expresión de un periodista romano.
¿A qué se debía el notable cambio de estilo papal, del hieratismo de Pío XII a la acogedora familiaridad del Papa Juan XXIII? Hay que atribuirlo indudablemente a la personalidad del nuevo Papa, fruto de una originalísima síntesis del realismo propio de su origen campesino y del espíritu evangélico abierto a todas las manifestaciones de la vida. Pero el cambio de estilo respondía además a opciones de orden teológico. Pocos días después de su elección anotaba en su Diario: “He sido elegido Obispo de Roma y consecuentemente, Papa”. En Juan XXIII reaparecen los rasgos y actitudes propias de un obispo, del obispo de Roma que habían quedado como eclipsadas por las prerrogativas de liderazgo internacional político y diplomático.
Ya el 4 de noviembre de 1958, en el Discurso de la Coronación, afirmó que lo propio del Papa no es ser Jefe de Estado ni el organizador de la sociedad internacional. El nuevo Papa quiere ser como el hijo de Jacob que va al encuentro de sus hermanos para abrazarlos afectuosamente y decirles: “Yo soy José, el hermano de ustedes”. El Papa quiere tener las cualidades y actitudes del Buen Pastor, quiere ser la puerta abierta para todos…
La Iglesia Católica llevaba mucho tiempo en pie de guerra contra el mundo moderno y desde el Sílabo de 1864 su encerramiento se había ido reforzando en los últimos años. Juan XXIII, conversando con un obispo francés, le confiaba su sufrimiento al pensar que había en el mundo tanta gente de buena voluntad que se sentía rechazada y condenada por la Iglesia: “Yo quiero ser Cristo para ellos, les abro ampliamente mis brazos. Los amo y estoy siempre dispuesto a recibirlos”.

El Concilio: un nuevo Pentecostés

No se puede hablar de Juan XXIII sin mencionar el Concilio Vaticano II (1962-1965). El 25 de enero de 1959, el nuevo Papa fue a celebrar la misa en la Basílica de San Pablo Extramuros. La liturgia recuerda ese día la Conversión de San Pablo. Y en Roma, como en otras diócesis, concluía la semana de oración por la unión de los cristianos. Durante la homilía, Juan XXIII anunció que había decidido convocar un concilio ecuménico “para la renovación de la vida de la Iglesia y de los ordenamientos del Derecho Canónico, y para avanzar en el camino de la unión de todos los cristianos: católicos, ortodoxos y protestantes”.
Aunque el inesperado anuncio provocó una enorme sorpresa en todo el mundo, no es fácil imaginar el impacto producido en quienes tres meses antes creían haber elegido un cardenal “carente de iniciativa” para un breve pontificado de transición. Los periódicos romanos, con los matices propios de sus diversas tendencias, coincidían en señalar que los pocos cardenales de la Curia presentes ese día en San Pablo, “con su devoto, impresionante silencio” hacían presagiar las dificultades con que chocaría semejante proyecto papal.
¿Por qué semejante extrañeza ante el anuncio de un concilio ecuménico? Era sin duda una instancia contemplada en la legislación vigente; el Código de Derecho Canónigo le dedicaba varios de sus cánones (222-229). Sin embargo, el concilio, que había desempañado un papel tan importante en otros tiempos de la historia de la Iglesia, aparecía innecesario en la actualidad. El «Concilio de Pío IX», el Vaticano I (1868-1870), había definido con tal firmeza y amplitud el poder del Papa que el imaginario católico consideraba la definición de la infalibilidad papal como el golpe de gracia del conciliarismo y el fin de la era de los concilios.
Después del sorpresivo anuncio, Juan XXIII se refirió con frecuencia al futuro concilio. Cuando aludía al mismo, hablaba el Papa de un necesario aggiornamento (puesta al día) de la Iglesia, de “una nueva primavera”, de “un nuevo Pentecostés”, pero no aparecía con claridad la relación entre esas sugestivas imágenes y un concilio ecuménico.
En una ocasión, durante una audiencia en su biblioteca, alguien le preguntó qué objetivo quería conseguir con el concilio. “Mire”, dijo el Papa, levantándose y yendo hacia una de las ventanas que dan a la Plaza de San Pedro; abriendo la ventana, continuó: “Esto va a hacer el concilio: ¡que entre un poco de aire fresco en la Iglesia!”.
La entrada de aire fresco significaba sin duda la decisión del Papa de recrear en la Iglesia el clima propio de la “santa libertad de los hijos de Dios”, como le gustaba repetir. Pero, ¿libertad dentro de la Iglesia católica? Parecía impensable si se tenía en cuenta no sólo el Sílabo de Pío IX, las condenaciones de Pío X, sino, sobre todo, las consecuencias de la Encíclica Humani Géneris en que Pío XII condenaba las “falsas opiniones y tendencias que ponen en peligro la integridad de la doctrina católica”. Y sin embargo, contra todas las previsiones, después de las primeras semanas que necesitaron los más de 2000 obispos para comenzar a conocerse, la Basílica de San Pedro, transformada en aula conciliar, ofreció a los católicos y al mundo un espectáculo insólito: libre intercambio de opiniones y francas discusiones sobre temas centrales del cristianismo.
Ya en su Encíclica programática Prínceps Pastórum, afirmaba Juan XXIII que en la Iglesia debe existir un clima de libertad porque no son pocos los temas cuya libre discusión no sólo no ponen en peligro la unidad de la Iglesia sino que hacen posible una mejor y más profunda comprensión de la verdad. Y recuerda la antigua y conocida norma: “En las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; en todo, caridad”.
Pero la imagen del aire fresco referida al concilio tenía además un sentido más profundo. En varias ocasiones lo comparó a “un nuevo Pentecostés”. El Libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 2), utilizando elementos de la teofanía del Sinaí (Éxodo 19, 16-20), relata la venida del Espíritu Santo: “Vino del cielo un viento que sacudió la casa en que estaban reunidos (los Apóstoles y los primeros cristianos)”
Pentecostés se considera como el nacimiento de la Iglesia. De allí la riqueza simbólica del viento (pneuma) que viene del cielo (en griego, lengua original del Nuevo Testamento, pneuma significa a la vez “viento” y “espíritu”). El viento, como símbolo de la vida nueva, es muy usado en la Biblia: se lo menciona ya en el relato de los orígenes (Génesis, capítulo 1º) como símbolo del poder creador de Dios que hace surgir la vida.
El gesto del Papa abriendo una ventana no fue sólo una ingeniosa boutade de Juan XXIII: tiene la profundidad de un “gesto profético”. El 13 de noviembre de 1960 afirmaba: “El Concilio será un nuevo Pentecostés que habrá de dar a la Iglesia de Cristo el brillo de las líneas simples y puras de sus orígenes”, y al final del discurso de apertura del Concilio, cuya novedad causó profunda impresión, afirmó Juan XXIII: “El Concilio es tan sólo la aurora, el primer anuncio del día que surge”.

¿Revolucionario o conservador?

¿El Papa Roncalli, revolucionario? Nada más extraño a la idiosincrasia de este bergamasco de origen campesino que solía repetir: “tiempo al tiempo”, y que escribía a un amigo (¡en 1921!): “...en tiempos de luchas nuestros viejos sentenciaban: «Frangar, non flectar»: «Me romperé, pero no me doblegaré». Yo prefiero el lema contrario: «Flectar, non frangar», sobre todo cuando se trata del orden práctico”.
Si a toda costa quisiéramos clasificar a quien no se ajustaba a ningún esquema, habría que decir que el Papa Juan seguía teniendo las características de un prelado no «progresista» sino más bien «conservador», desde su lenguaje hasta sus devociones. No creyó que tenía que romper lanzas contra los representantes de la «nobleza negra» (la aristocracia vaticana) que con sus atuendos estrafalarios integraban el cortejo papal, ni substituyó el pectoral de piedras preciosas por una cruz de madera...
A Juan XXIII hay que situarlo entre las mujeres y hombres que en la historia de la Iglesia se destacan como testigos de la auténtica tradición, precisamente porque liberaron a la Iglesia de su tiempo del lastre que arrastraba: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y tantos otros. La fidelidad a la tradición de la Iglesia impulsa constantemente a la revisión crítica y a las reformas audaces; el Espíritu que la anima no puede encerrarse en la letra que mata porque ”donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17)
En el discurso que redactó Juan XXIII para la apertura del Concilio, expresaba: “Nuestro deber no es sólo custodiar el precioso tesoro (de la doctrina) como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con diligencia y sin temores a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino de la Iglesia... dar un paso adelante hacia una penetración doctrinal que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, poniéndola en conformidad con los métodos de investigación y la expresión literaria que exigen los métodos actuales”.
Jean Guitton comentaba así este pasaje del discurso: “Aquí está expresado con claridad el concepto de tradición ya que la tradición es el progreso de ayer, y el progreso es la tradición de mañana». O dicho de otro modo: no hay que confundir la tradición con la pereza intelectual. En tal caso, la tradición se degrada en tradicionalismo y al reducir el Evangelio a la repetición de expresiones y términos privados de su enraizamiento histórico-existencial se anula la fuerza transformadora del mensaje de salvación por una supuesta o pretendida fidelidad.

Yo soy José, el hermano de ustedes

Uno de los temas asignados por Juan XXIII para el futuro Concilio fue el de la búsqueda de caminos que favoreciesen la unión de los cristianos separados. Varias iglesias protestantes habían comenzado a trabajar en esa línea ya desde comienzos del Siglo XX y esto dio lugar al llamado “movimiento ecuménico”. Pero el diálogo con la Iglesia católica aparecía a los protestantes y ortodoxos como prácticamente imposible por el hecho de que aquélla afirmaba ser la única verdadera Iglesia de Cristo y consideraba la propia doctrina como norma del auténtico cristianismo. Más aún, como diría años después Paulo VI en su discurso al Secretariado para la Unión de los Cristianos (28.04.67), “el Papa es sin duda el obstáculo más grave en el camino al ecumenismo”. Este sincero reconocimiento de Paulo VI hace más admirable el cambio en la posición de la Iglesia católica. Lejos de ser un obstáculo, la persona y las iniciativas de Juan XXIII crearon una atmósfera nueva en que fue posible comenzar un diálogo auténtico entre los católicos y los otros cristianos.
Este nuevo clima para la unidad de los cristianos fue otra de las sorpresas que nos tenía deparada quien durante largos años viviera en países “no católicos” (como Bulgaria y Turquía). Esa experiencia le permitió conocer profundamente la autenticidad evangélica de ortodoxos y protestantes a quienes siempre llamó “hermanos separados”.
Juan XXIII repetía: “Preferimos siempre poner el acento en lo que nos une, dejando de lado nuestras dificultades”. Y cuando el 4 de noviembre de 1958 expuso por primera vez cómo concebía su misión papal, afirmó: “El nuevo Papa no quiere ser ni un político ni un gran dirigente mundial… El nuevo Papa quiere ser como el hijo de Jacob que va al encuentro de sus hermanos de humana desventura, les manifiesta la ternura de su corazón y, rompiendo en llanto, les dice: «¡Yo soy José, el hermano de ustedes!»”. Estas palabras constituyen el momento culminante de uno de los más hermosos relatos de la Biblia: la historia de José (Génesis, capítulos 37-50). Una enorme emoción embarga a los hijos de Jacob cuando en Egipto, un personaje que consideraban extraño y lejano, les manifiesta su verdadera identidad: es José, ese hermano que habían olvidado y que creían muerto.
El Papa Roncalli, que no era ciertamente un teólogo, nos da aquí un luminoso ejemplo de lo que los teólogos denominan «teología narrativa». Los católicos sentían al Papa, en razón de su elevado cargo, como alguien lejano; y los otros cristianos, ortodoxos y protestantes, en razón del secular distanciamiento no sólo lejano sino también como un extraño. A unos y a otros manifiesta Juan XXIII que tras los pomposos velos que lo ocultaban, él era simplemente un hermano que ansiaba hacerles experimentar el afecto con que compartía los sufrimientos de todos los hermanos.
Era un lenguaje inesperado en boca de un Papa, sobre todo el día de su coronación; respondía sin embargo a la seria advertencia de Jesús a los apóstoles, los primeros dirigentes de su Iglesia: “Ustedes tienen un único Maestro y todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8)
La importancia que atribuía el Papa al ecumenismo, se manifestó en dos iniciativas de enorme trascendencia: En la primavera de 1960 instituyó el Secretariado para la Unión de los Cristianos y puso como presidente a un prestigioso biblista, el jesuita alemán Agustín Bea, Rector del Pontificio Instituto Bíblico. Por primera vez la cuestión ecuménica adquiría relevancia institucional en el gobierno central de la Iglesia y fue agregada a las comisiones preparatorias. El Papa Roncalli quiso integrar también desde el principio en el Concilio a los hermanos separados. Respondiendo a su invitación enviaron delegados las Iglesias protestantes y ortodoxos, incluido el Patriarcado de Moscú: llegaron a ser casi un centenar los «Observadores» que pudieron seguir día tras día el desarrollo del Concilio, ubicados en lugar destacado, frente a los Cardenales.
Apenas dos días después de la inauguración del Concilio, recibió Juan XXIII en audiencia a los Observadores. No aprovechó para hacerles un discurso tras tantos siglos de separación, sino que les comentó familiarmente lo que había ido aprendiendo sobre el misterio de la unidad cristiana, en sus contactos ecuménicos: “En nuestros encuentros no hemos «parlamentado» sino hablado (non abbiamo «parlamentato», ma parlato), no hemos discutido, sino que nos hemos amado”.
En este caminar hacia la unión de los cristianos se destaca la visita que hizo a Juan XXIII el 2 de diciembre de 1960 Francis Fisher, Arzobispo de Canterbury y Primado de la Iglesia de Inglaterra. L’Osservatore Romano no le dio mucha trascendencia a este encuentro, saludado en el mundo como el anuncio de una nueva estación después del largo invierno de la separación de las iglesias cristianas.
Poco tiempo después de la muerte de Juan XXIII escribía el Dr. Fisher: “En muy breve tiempo el Papa promovió esta admirable transformación del clima espiritual de la cristiandad con medidas sabias y amistosas... La amistad era su gran virtud... y fue este sentimiento suyo de amistad con todos sus hermanos cristianos lo que me impulsó a viajar a Roma para conocerlo personalmente. Más de 400 años habían pasado desde que un Arzobispo de Canterbury no hablaba con un Papa, y sin embargo nuestro encuentro fue tan familiar que a los pocos minutos ya estábamos conversando con la desenvoltura y cordialidad propia de viejos amigos sobre nuestras experiencias espirituales de cristianos. La conversación, que no decayó en ningún momento, duró una hora”.
Lejos de ser un obstáculo en el camino del ecumenismo, Juan XXIII significó el comienzo de un movimiento que hizo renacer la alegre esperanza de la unión no sólo en el Arzobispo Fisher sino en muchos hermanos separados. Su breve pontificado representó la concreción del programa anunciado en el comienzo de su ministerio: “Yo soy José, el hermano de ustedes”. Juan XXIII, en la noche del 11 de octubre de 1962, día de la inauguración del Concilio, respondiendo al saludo de los romanos, dijo en un momento de su emocionante improvisación:

“Mi persona no tiene ninguna importancia;
es un hermano el que les habla:
un hermano hecho padre por voluntad del Señor.
Pero todo: fraternidad y paternidad, es don de Dios. ¡Todo!, ¡Todo!”.

Cuatro días después de la muerte del Papa, escribió François Mauriac: “Este gran Papa fue humilde. El Espíritu no encontró obstáculos en él, por eso fueron suficientes pocos meses para que se abriera una brecha a la Gracia que durará siglos. Por esta brecha penetrará el Espíritu sin que nadie lo pueda detener”.





11 de octubre de 1962

Del discurso de Juan XXIII EN LA APERTURA DEL CONCILIO

“Gaudet Mater Ecclesia… = Se alegra la Madre Iglesia…”


… Por lo que se refiere a la iniciativa del gran acontecimiento que hoy nos tiene aquí congregados, baste, a simple título de orientación histórica, revelar una vez más nuestro humilde testimonio personal de aquel primer momento en que, de improviso, brotó en nuestro corazón y en nuestros labios la simple palabra «Concilio ecuménico». Palabra pronunciada ante el sacro colegio de los cardenales en aquel faustísimo día 25 de enero de 1959, fiesta de la Conversión de San Pablo, en su basílica de Roma. Un toque inesperado, un haz de luz de lo alto, una gran suavidad en los ojos y en el corazón; pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que con sorpresa se despertó en todo el mundo en espera de la celebración del Concilio. Tres años de preparación laboriosa …
…En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la Historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en los tiempos de los precedentes concilios ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia.
Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina que, a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en bien para la Iglesia.
Fácil es apreciar esta realidad, si se considera atentamente el mundo moderno, ocupado en la política y en controversias de orden económico hasta el punto de no encontrar ya tiempo para preocupaciones de orden espiritual, que son las que pertenecen al sagrado magisterio de la Iglesia. Tal modo de obrar no es recto y es, por tanto, justo desaprobarlo; con todo, no se puede negar que estas nuevas condiciones impuestas por la vida moderna tienen, al menos, una ventaja: la de haber hecho que desaparezcan los innumerables obstáculos con que en otros tiempos los hijos del siglo impedían el libre obrar de la Iglesia. De hecho, basta recorrer, aunque sea fugazmente, la historia eclesiástica para constatar claramente cómo los mismos Concilios ecuménicos, cuyo desarrollo constituye una etapa de verdadera gloria para la Iglesia, con frecuencia han sido celebrados en medio de gravísimas dificultades y amarguras, a causa de ilícitas injerencias de las autoridades civiles. Los príncipes de este mundo, en más de una ocasión, se proponían ciertamente proteger con toda sinceridad a la Iglesia; mas, con mayor frecuencia, sus acciones no se hallaban exentas de daños y peligros espirituales, al dejarse ellos llevar por motivos políticos y de propio interés.

Qué se espera del Concilio en cuanto a la doctrina

… Nuestro deber no es sólo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos. Si la tarea principal del Concilio fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo con mayor difusión la enseñanza de los padres y teólogos antiguos y modernos, que suponemos conocéis y que tenéis presente en vuestro espíritu, para esto no era necesario un Concilio. Sin embargo, de la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad transmitidas con la precisión de términos y conceptos que es gloria particularmente de los Concilios de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia la penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencia de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral. …
… Vemos, al pasar de un tiempo a otro, que las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y que los errores, apenas nacidos, se desvanecen como la niebla ante el sol. Siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos. No es que falten doctrinas falaces, opiniones, conceptos peligrosos que hay que prevenir y disipar; pero ellos están ahí, en evidente contraste con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos que ya los hombres, por sí solos, hoy día parece que están por condenarlos, y en especial aquellas formas de vida que desprecian a Dios y su Ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día están más convencidos del máximo valor de la dignidad de la persona humana y de su perfeccionamiento y del compromiso que esto significa. …
… estando así las cosas, la Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella. …
… El Concilio que comienza aparece en la Iglesia como un guía prometedor de luz resplandeciente. Ahora es sólo la aurora, y el primer anuncio del día que surge, …




En la noche del 11 de octubre de 1962 (en la mañana
había inaugurado el Concilio Vaticano II), Juan XXIII
responde con una improvisación a la manifestación de antorchas de los romanos en Plaza San Pedro.

¡Hijitos queridos! ¡Siento vuestras voces…! ¡La mía es una voz sola, pero resume las voces del mundo entero…! ¡Aquí todo el mundo está representado!, se diría que hasta la luna se ha apresurado esta noche… ¡mírenla allá arriba!, ¡para gozar de este espectáculo!
Es que hoy estamos terminando una gran día de paz, ¡sí, de paz! ¡Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad! ¡Repitamos frecuentemente este augurio! Y cuando podamos decir que los rayos y la dulzura de la paz del Señor nos une y nos penetra, digamos: “Esto es una «muestra» de lo que debería ser siempre la vida, la vida de todos los días y de la vida que nos espera por la eternidad…”
Díganme, si pudiera preguntar, si pudiera preguntarle a cada uno de ustedes: “¿Ustedes, de dónde vienen?”, los hijos de Roma que están aquí especialmente representados, “¡Ah, nosotros somos sus hijos más cercanos!, ¡Usted es el Obispo de Roma!”. Pero ustedes, hijitos de Roma, ¿sienten ustedes que representan la Roma “caput mundi” como está llamada por la Providencia para difundir la verdad y la paz cristiana…? En estas palabras está mi respuesta a vuestro homenaje…
Mi persona no tiene ninguna importancia… es un hermano el que les habla… un hermano hecho padre por voluntad del Señor… ¡pero todo, fraternidad y paternidad es gracia de Dios!, ¡todo, todo! ¡sigamos queriéndonos, sigamos queriéndonos así! Al encontrarnos, tomemos en cuenta lo que nos une dejando de lado, si hay alguna cosa que pueda provocarnos alguna dificultad… ¡Nada!, “fratres sumus” (=somos hermanos). La luz que brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es la luz de Cristo que quiere iluminar con su gracia todas las almas…
Esta mañana hubo un espectáculo que la basílica de San Pedro, que tiene ya cuatro siglos de historia, nunca había podido contemplar… Pertenecemos a una época en que somos sensibles a las voces de lo alto… y queremos ser fieles a la orientación que el Cristo bendito nos ha señalado. Termino… dándoles la bendición; me gusta invitar a mi lado a la Madonna santa y bendita, de la cual recordamos hoy el gran misterio… He oído a alguno de ustedes que ha recordado Éfeso y las lámparas encendidas en aquella basílica, que yo he visto con mis propios ojos (¡claro que no en aquel tiempo!), lámparas que recuerdan la proclamación del dogma de la divina maternidad de María… Entonces, invocándola y levantando todos juntos nuestros ojos a Jesús bendito, su Hijo, y pensando en lo que hay en ustedes y en vuestras familias: la alegría, la paz, y quizás un poco de tribulación y de tristeza, reciban la gran bendición que ahora les doy…
El espectáculo que se ofrece a mi vista permanecerá para siempre en mi espíritu, como sin duda también en el de ustedes. ¡Honremos las impresiones de esta noche!... Ojalá que perduren los sentimientos que nos embargan esta noche y que los manifestamos hoy ante el cielo y ante la tierra… ¡Fe, esperanza, caridad! ¡Amor de Dios, amor de hermanos!... Y así, juntos, ayudados por la paz del Señor, caminamos en las obras del bien… Al volver a casa, encontrarán a los chicos: ¡denles una caricia a vuestros chicos, y díganles: “¡Ésta es la caricia del Papa!”. Encontrarán alguna lágrima que enjugar, díganles una buena palabra… díganles: “¡el Papa está con nosotros… sobre todo en la hora de la tristeza y de la amargura…”. Y después, todos juntos, nos animamos, cantando, suspirando, llorando… pero siempre, siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y nos escucha… retomamos nuestro camino…
Y ahora reciban la bendición que les doy, con las “Buenas noches” que me permito augurarles… ¡claro que también con la oración!...
Hoy comenzamos un año, un año, quién sabe… ojalá… El Concilio ha comenzado hoy y no sabemos cuándo terminará. A lo mejor termina antes de Navidad… pero no sabemos… Quizás no podremos decir todo, no será posible ponernos buenamente de acuerdo en todo… Quizás será necesario volver a encontrarnos… Pero, si al encontrarnos así podrá alegrarnos a nosotros, a nuestras familias, a Roma y a todo el mundo… entonces, ¡vengan esos días!, ¡los esperamos como una bendición… En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!

Carlos María Aguirre
Revista Criterio Nº 2271
Buenos Aires, Mayo de 2002

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TESTAMENTO ESPIRITUAL
Venecia, 29 de junio 1954.
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En el momento de presentarme ante el Señor Uno y Trino que me creó, me redimió, me quiso sacerdote y obispo suyo, me colmó de gracias sin fin, encomiendo mi pobre alma a su misericordia, le pido humildemente perdón de mis pecados y mis deficiencias, le ofrezco lo poco bueno que con su ayuda he podido hacer, aunque imperfecto y mezquino, para gloria suya, servicio de la santa Iglesia y edificación de mis hermanos, suplicándole finalmente que me acoja, como padre bueno y piadoso, con sus santos en la bienaventurada eternidad.

Quiero profesar una vez más toda entera mi fe cristiana y católica, y mi pertenencia y sumisión, a la santa Iglesia Apostólica y Romana, y mi perfecta devoción y obediencia a su Augusto Jefe, el Sumo Pon­tífice, al que tuve el gran honor de representar durante largos años en diversas regiones de Oriente y de Occidente, que me quiso finalmente en Venecia como Cardenal y Patriarca, y al que he seguido siempre con afecto sincero, sin que en ello haya influido para nada cualquier dignidad que me haya sido concedida. El sentimiento de mi poquedad y de mi nada me ha acompañado siempre manteniéndome humilde y sereno, y concediéndome la dicha de emplearme lo mejor que he po­dido en continuo ejercicio de obediencia y de caridad por las almas y por los intereses del reino de Jesús, mi Señor y mi Todo. A El toda la gloria; para mí, y como mérito mío, su misericordia. "Meritum meum miseratio Dornini. Domine, tu omnia nosti: tu seis quia amo te". Esto sólo me basta.

Pido perdón a quienes hubiera ofendido inconscientemente; a cuantos no hubiese sido causa de edificación. Siento que no tengo que perdonar nada a nadie, porque en cuantos me conocieron y han tenido relaciones conmigo - aunque me hubiesen ofendido o despreciado o temido, y esto con justicia, en poca estima, o me hubiesen sido motivo de aflicción - sólo reconozco hermanos y bienhechores, a los que estoy agradecido y por los que ruego y rogaré siempre.

Nacido pobre, pero de una familia honrada y humilde, siento par­ticular alegría de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias y circunstancias de mi vida sencilla y modesta, en servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto vino a caer en mis manos - en medida bastante limitada - durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado.

Apariencias de desahogo velaron a menudo ocultas espinas de con­gojosa pobreza y me impidieron dar siempre con la largueza que hu­biera deseado. Agradezco a Dios esta gracia de la pobreza de que hice voto en mi juventud, pobreza de espíritu, como sacerdote del Sagrado Corazón, y pobreza real; y que me sostuvo para no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parien­tes o amigos.

A mi querida familia "secundum sanguinem" - de la que no he recibido ninguna riqueza material - sólo puedo dejar una grande y especialísima bendición, con la invitación, a conservar ese temor a Dios que me la hizo siempre tan amada, aunque sencilla y modesta, sin sentir jamás por ello sonrojo; y ése es su verdadero título de nobleza. A veces a he socorrido en sus necesidades más graves, como pobre con los pobres; pero sin sacarla de su pobreza honrada y dichosa. Pido y pediré siempre por su prosperidad, y siento la alegría de constatar también en los nuevos y vigorosos retoños la firmeza y la fidelidad a la tradición religiosa de los padres, que será siempre su fortuna. Mi más ardiente deseo es que ninguno de mis parientes y allegados falte al gozo de la reunión final y eterna.
Al partir, como espero, camino del cielo, me despido, doy las gra­cias y bendigo a todos los que compusieron sucesivamente mi familia espiritual en Bérgamo, en Roma, en Oriente, en Francia, en Venecia, y que fueron para mí conciudadanos, bienhechores, colegas, alumnos, colaboradores, amigos y conocidos, sacerdotes y laicos, religiosos y reli­giosas, y de los que por disposición de la Providencia fui, aunque in­digno, hermano, padre o pastor.

La bondad de que mi pobre persona fue hecha objeto por parte de cuantos encontré en mi camino hizo serena mi vida. Recuerdo bien, al enfrentarme con la muerte, a todos y a cada uno, a los que me pre­cedieron en el último paso, a los que sobrevivirán y me seguirán. Que todos rueguen a Dios por mí. Les daré su recompensa desde el purga­torio o desde el paraíso, donde espero ser acogido, no por mis méritos, repito una vez más, sino por la misericordia de mi Señor.

A todos recuerdo y por todos rogaré. Pero en señal de admiración, de gratitud, de ternura verdaderamente singular, quiero nombrar aquí particularmente a mis queridos hijos de Venecia, los últimos que el Señor puso en torno mío, para extremo consuelo y gozo de mi vida sacerdotal. Abrazo en espíritu a todos, a todos, del clero y del laicado, sin distinción, como sin distinción los amé por pertenecer a una misma familia, objeto de una misma solicitud y amabilidad paternal y sacer­dotal. "Pater sánete, serva eos in nomine tuo quos dedísti rnihi: ut sint unum sicut et nos" (Jn. 17,11)

En la hora del adiós, o mejor, del hasta la vista, evoco también todo lo que más vale en la vida: Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, y en el Evangelio sobre todo el Padrenuestro en el espí­ritu y en el corazón de Jesús, y del Evangelio la verdad y la bondad, la bondad mansa y benigna, activa y paciente, invicta y victoriosa.

Hijos míos, hermanos míos, hasta la vista. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En el nombre de Jesús, nuestro amor; de María dulcísima, Madre suya y nuestra; de san José, mi primer y pre­dilecto protector. En el nombre de san Pedro, de san Juan Bautista y de san Marcos; de san Lorenzo Justiniano y de san Pío X. Así sea.

Card. Angel José Roncalli, patriarca
(Ratificado en Venecia 17/09/1957 y Roma 06/12/1959)


COMPENDIO DE GRANDES GRACIAS
HECHAS A QUIEN TIENE POCA ESTIMA DE SI MISMO

Septiembre de 1962 – Retiro de preparación para el Concilio.

Compendio de grandes gracias hechas a quien tiene poca estima de sí mismo, pero recibe las buenas inspiraciones y las aplica con humil­dad y confianza.

PRIMERA GRACIA. Aceptar con sencillez el honor y el peso del pontificado, con la alegría de poder decir que no hizo nada para provocarlo, absolutamente nada; es más, con un interés cuidadoso y consciente por mi parte de no hacer nada que pudiera atraer la aten­ción sobre mi persona; muy contento, en medio de las variaciones del Cónclave, cuando veía algunas posibilidades disiparse en mi horizonte y centrarse en otras personas, a mi juicio, verdaderamente dignas y venerables.

SEGUNDA GRACIA. Hacerme aparecer como sencillas y de in­mediata ejecución algunas ideas nada complejas, sino sencillísimas, pero de vasto alcance y responsabilidad frente al porvenir, y con éxito inmediato. ¡Qué expresiones éstas: acoger las buenas inspiraciones del Señor "simpliciter et confidenter"!

Sin haber pensado antes en ello, sacar a relucir en un primer diálogo con mi Secretario de Estado, el 20 de enero de 1959, las palabras Concilio Ecuménico, Sínodo diocesano, Revisión del Código de Derecho Canónico, en contra de toda suposición o imaginación mía en este punto.

El primer sorprendido de esta mía fui yo mismo, sin que nadie me hiciera indicación al respecto.

Y decir luego que todo me pareció tan natural en su inmediato y continuo desarrollo.

Después de tres años de preparación, laboriosa ciertamente, pero también feliz y tranquila, aquí estoy a los pies de la santa montaña.

Que el Señor me sostenga para levar todo a buen término.

Juan XXIII
Diario del alma
Ediciones Cristiandad, abril de 1964

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