jueves, 15 de enero de 2009

Fe y dinero - por Gabriel Andrade

EMPRESARIOS PARISINOS BUSCAN AMPARO EN LA IGLESIA ANTE LA ANGUSTIA DE LA CRISIS
por Eduardo Febbro desde París - Página12 - 11/10/08.

Banqueros con repentina fe
Francia vive la actual situación como una pesadilla. En particular en los barrios más acomodados, habitados por empresarios y banqueros, que siguen los acontecimientos mundiales paso a paso y sufren ante cada nuevo fracaso.
Los empresarios y banqueros del barrio de negocios de La Defense llenan la iglesia de Nôtre-Dame de Pentecôte. Desde que estalló la crisis financiera se crearon grupos de reflexión especialmente diseñados para esta categoría social cuyas pesadillas empiezan a la madrugada con la apertura de los mercados asiáticos y se despliegan a lo largo del día con los índices bursátiles de las plazas europeas. En la iglesia de Nôtre-Dame de Pentecôte del barrio de La Defense, la “city parisina”, el “tsunami” financiero ha cambiado muchas cosas. El padre Pierre Anglarès está acostumbrado a confesar a poderosos. Ayer reconocía: “Hay mucha preocupación, angustia. El mundo del trabajo provoca muchas penas”. Nôtre-Dame de Pentecôte ofrece un espectáculo inédito. La iglesia está llena, al contrario de lo que ocurre en el resto del país. Los folletos distribuidos en la iglesia sobre “yo y el dinero” o “el hombre en el centro de la empresa” se agotan rápido. Cuando el Dios mercado se hunde, el otro, el misterioso, emerge en el fondo del miedo para aliviar la profundidad del abismo. A la entrada del recinto, un salmo (28;17) de Isaías grabado en los muros de la Iglesia recuerda un principio olvidado por los feligreses que acuden con repentina fe: “Usaré el derecho como medida y la justicia como plomada”.



Jesús era ya adulto cuando Antipas puso en circulación las monedas acuñadas en Tiberíades. Esta monetización supuso un progreso en el desarrollo de Galilea, pero no logró promover una sociedad más justa y equitativa. Si bien los ricos de las ciudades podían operar mejor en sus negocios ya que la monetización les permitía atesorar monedas de oro y plata (“mamona”, o sea, “dinero que da seguridad”) que les proporcionaban seguridad, honor y poder, los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o cobre, de escaso valor por lo que era impensable atesorar “mamona” en una aldea. Subsistían apenas intercambiándose entre ellos sus modestos productos. Este “progreso” daba entonces más poder a los ricos y hundía en la pobreza un poco más a los pobres. Jesús diría más tarde refiriéndose a la imposibilidad de hacerse con la justicia del Reino de Dios desde la riqueza que “Ningún siervo puede servir a dos amos pues se dedicará a uno y no hará caso del otro… No podéis servir a Dios y a Mamón”.
La escala del dinero en tiempos de Jesús consistía en que 1 Talento = l00 minas; 1 Mina = 100 dracmas (o denarios) y 1 denario = 24 ases (considerado este monto el salario razonable para un día de trabajo). El pan necesario para un día costaba 2 ases (Judas “vendió” a Jesús por 30 denarios, o sea, 720 ases = a unos 360 kilos de pan. Si consideramos que, a la fecha de este escrito el kilo de pan en Argentina cuesta unos $5, se puede hacer el paralelo de que Jesús fue entregado por unos $1800; bastante menos que el sueldo básico de un colectivero...)
El estrato alto o rico de la sociedad se lo­calizaba sobre todo alrededor de la Corte, el culto, y un re­ducido núcleo de privilegiados, dadas las enormes riquezas y esplendor principesco que se generaban alrededor de éstos.
El rey judío Herodes Grande (reinaba sobre Palestina, Gadara e Hippos) le ingresaban anualmente y sólo de impuestos, unos 1000 talentos (10.000.000 de salarios). Estos ingresos, junto con la considerable fortuna personal de Herodes, eran con todo insuficiente para la cantidad de esclavos y de residencias que éste mantenía. Por eso confiscó a los nobles (matándolos si era preciso) y creó gran cantidad de impuestos que provocó la masiva venta de tierras. Esto llevó al latifundios, fomentó el desempleo y empujó a mucha gente a unirse al grupo armado de los zelotes, a emigrar al extranjero o a mendigar en Jerusalén.
La clase alta o rica, estaba compuesta por la aristocracia laica. Grandes comerciantes, grandes jefes del sistema de recaudación de impuestos (como Zaqueo) y los grandes terratenientes o dueños de fincas rústicas, de los que una mayoría vivía en Jerusalén. Vale señalar que el latifundio tenía un carácter casi blasfemo en un pueblo para el que la tradición señalaba que la tierra era propiedad de Yahvé; pero que -en la práctica- la legislación judía del año jubilar había dejado cumplirse, hasta el punto de que algunos de los grandes terratenientes que compraban las tierras confiscadas por pago de impuestos eran miembros del Sanedrín (Consejo Nacional de Israel).
Cuando el sitio de Jerusalén por los romanos, tres de estos personajes, probablemente miembros del Sanedrín, se sentían capaces ellos solos de asegurar la manutención de la ciudad durante 2l años.
Sobre la nobleza sacerdotal o alto clero, además de sus ingresos particulares por profesiones civiles o por propiedades, percibían altas rentas regulares tanto del tesoro del Templo como del comercio de animales para los sacrificios. La riqueza de esta aristocracia sacerdotal era sorprendente en comparación con la situación casi miserable de los simples sacerdotes. Pero esta diferencia tampoco les bastó, puesto que en épocas difíciles los altos sacerdotes se atrevieron a enviar a sus siervos a apoderarse de los diezmos debidos al bajo clero, muriendo los más pobres de necesidad (como puede verse, el proceso de "creación de necesidades" tan típico de la riqueza injusta, no es algo privativo de nuestra civilización de consumo que lo único que ha hecho es masificarlo...).
A su vez, el Templo era muy rico. Había en Jerusalén tanto oro que luego de la conquista y destrucción de la ciudad por los romanos, toda la provincia romana de Siria, a la que Jeru­salén pertenecía, se vio inundada por una oferta de oro tan gigantesca que la libra de oro bajó a la mitad de su precio.

Con el tema del dinero Jesús tuvo bien puestos los pies en la realidad y sabía que era necesario para vivir. Pero era conciente que su acumulación en manos de unos pocos era la causa de aquella sociedad basada en la injusticia y en la desigualdad en la que una mínima parte de su población se había apropiado de los bienes-dones que debían ser disfrutados por todos.
En la polémica que según el Evangelio de Juan se desarrolla entre Jesús y los dirigentes judíos durante la fiesta de los Tabernáculos (7,1-8,59), el evangelista menciona en el centro de la controversia el Tesoro del Templo (8,20), contraponiendo así a Jesús -el nuevo santuario de Dios (2,17; 7,37-39)- con el Tesoro -el santuario del templo idolátrico- donde se alojaba el dios y padre de los dirigentes judíos: la acumulación explotadora (2,14- 16).
Esta lucha de Jesús por los valores del Reino no hizo de él un hombre “eclesiástico”, beato, religiosista, encerrado en los estrechos límites del los mandatos dogmáticos del templo. Al contrario, el Reino de Dios lo arrancó de las preocupaciones domésticas y familiares, lo sacó de Nazaret, de los planteamientos religiosos tan legalistas de su tiempo, de las limitadas perspectivas judías. El Reino de Dios lo condujo a la vida, a la profecía, a la plaza, a las masas, al dolor humano, a la historia, al conflicto público, a la confrontación con el Imperio y con el Templo. Todos los que hoy hablan del Reino de Dios pero que a la vez lo domestican hasta confinarlo a los límites de lo estrechamente eclesiástico o religiosista, no son más que aquellos fariseos y altos sacerdotes que Jesús criticaba.
También es de hacer notar que a pesar de sus advertencias y sus críticas, Jesús no era un asceta reticente a usar y disfrutar de los bienes creados. Al contrario, su conducta en este sentido fue de tal normalidad que resultó escandalosa para sus adversarios, que lo acusaron de mucho comer y muy bebedor (Mt 11,18-19).Tampoco fue un maniqueo que considera todo lo que tenía que ver con el dinero como intrínsecamente malo. De sus palabras se deduce que, para Él, el dinero es moralmente ambiguo: puede servir para lo bueno, como para lo malo; para ayudar a otros o para explotarlos; para compartirlo con los demás o para codiciarlo.
Lo que a Jesús le parece reprobable es el apego al dinero, por los efectos negativos que entraña y porque acaba haciendo de éste el ídolo a cuyo servicio se pone la vida humana (Mt 6,24).
Así, Jesús invita a que optemos por ser, no por tener; por la generosidad y el compartir, no por la ambición, la codicia o lo miserable; por el servi­cio y la solidaridad, no por el dominio de los otros, el egoísmo y la desigualdad; por situarnos al lado de los intereses de los pobres, no al lado de los poderosos; en definitiva, por la verdadera seguridad y riqueza, que se encuentra en Dios y no en el dinero. El ser humano se define por aquello que aprecia y todo el que haga del dinero un valor absoluto se apegará a él y será el dinero quien oriente su vida y marque su personalidad, y no la voluntad de Dios (Mt 6,19-21). Frente a la sociedad injusta, asentada en el dinero y la riqueza, Jesús propone un modo de vida distinto y alternativo, cimentado sobre los valores que Dios encarna y promueve, y que los evangelios llaman Reino o Reinado de Dios.
Jesús en su vida pública no se predicó a sí mismo ni tan sólo habló de Dios. Jesús de Nazaret fue en su vida terrena un hombre con una CAUSA: la construcción del REINO DE DIOS la cual hizo el centro de su misión en la tierra -su programa político, diríamos ahora- y por la que fue difamado, perseguido, secuestrado, torturado y, finalmente, asesinado. Fue algo que caracterizó al ejemplo de praxis que tenemos en Jesús por sobre todas las cosas. Jesús no fue simplemente una buena persona, un ser humano sensible y solidario o un hombre santo. Jesús fue un luchador por una Causa, una persona consciente, que supo lo que quería y que se empeñó en conseguirlo hasta dejar la vida en este empeño. Un hombre con una utopía y una esperanza. Una persona con una Causa por la que vivir y por la que luchar. Esa Causa fue la “opción fundamental” de Jesús.
El hecho de que Jesús sea así nos revela que Dios es también así. Nos revela también que la Persona Humana Nueva revelada en Él es esencialmente así, y que, sin este rasgo, cualquier persona está lejos de acceder a la plenitud de las posibilidades de su ser “a imagen y semejanza” de su Creador. Sin la perspectiva del Reino de Dios es imposible conocer realmente a Jesús.
Jesús en esta causa especifica a los destinatarios (Lc 6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que, o bien no es para todos, o que está destinado de un modo especial a determinadas personas. Por otra parte habla repetidamente de “entrar en el reino”, lo que presupone que es una dimensión a la que hay que acceder (Mt 5,20;7,21;23,13). En todos estos textos aparece que hay gente que ciertamente no va a entrar si no cambia radicalmente de actitud. Por lo tanto pide la conversión (etimológicamente “ir contra otra versión” - las del opresor) como actitud consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15). Las condiciones para “entrar” y los anuncios de que “viene”, tienen de común que es un acontecimiento inminente pero futuro para los oyentes, ya que si habla de qué hay que hacer o qué evitar para entrar en él, presupone que todavía no han entrado; aunque el Reino ya esté presente (Lc 17,21); es la semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada quién (Mc 4,3-11); haciéndolo presente en sus obras liberadoras (Lc 11,20). Al referirse al Reino de Dios está diciendo que Dios se interesa por la vida y por la historia; también que no se relaciona con las almas individuales desconectadas del mundo, sino el que tiene un designio sobre su creación, un designio de salvación y de plenificación que sólo se da en lo comunitario.
Así, la aceptación del Reinado de Dios se da en el seguimiento de Jesús, que es la prosecución de su historia, que es actuar en nuestra situación de un modo equivalente a como Él lo hizo en la suya. A todos está abierta la posibilidad de constituirse en hijos de Dios -aun ignorando esto- y de ir construyendo el mundo justo de los hijos de Dios. Precisamente ese mundo sería el Reino de Dios de intereses opuestos a ese otro reino que tiene como valor supremo al dinero.
Sobre este dinero es significante lo que cuentan los evangelios cuando los adversarios de Jesús le inquirieron: “¿está bien o no pagar el impuesto al cesar?” y Jesús pidiéndoles que le muestren una moneda (le expusieron un denario con la imagen del cesar) contestó: “Hipócritas, ¿por qué me ponen una trampa? (...) Den al César lo que es del César y a Dios lo que a Dios corresponde” (Mt.. 22,20). Es claro que en la pregunta de origen se escondía una trampa; ya que, o bien se esperaba una respuesta tipo zelote que diera ocasión para arrestarlo por subversivo político, o bien una respuesta prorromana que le quitara prestigio ante el pueblo. La respuesta de Jesús terminó siendo sarcástica y no pretendió dar ninguna enseñanza sobre “moral tributaria” ni sobre “religión y política”. Es un respuesta personal (ad hominem) con la que sólo buscó desautorizar a los que le preguntaron. Los trata como hipócritas, ya que estos fariseos y herodianos estaban enriqueciéndose en un templo hecho por Herodes y con un dinero con la imagen del césar (recordemos que en la Galilea de donde provenía Jesús no era así), por lo que no tenían autoridad moral de preguntar nada. Toda riqueza que no se la pone al servicio del Reino de Dios lleva esculpida la imagen del césar y entonces no hay por qué negársela. Y si hoy este tipo de dinero no está al servicio del Reino, ¿por qué entonces rezarle a Dios por él? ¿Por qué Dios intervendría en un mercado de valores contra la libertad de acción concedida a las personas, contra sus consecuencias y a favor de quienes lo niegan adorando de hecho un ídolo ascendido a divinidad y contrario a la voluntad de Dios para la vida de sus criaturas?
La respuesta de Jesús a Pilatos “mi reino no es de este mundo” significa que su realeza (esto es, el modo de ser rey) no pertenecía a ese orden; a lo que agregó que si su realeza hubiese pertenecido a ese orden, sus propios guardias habrían luchado para impedir que lo entregaran a las autoridades judías. Pilatos así pudo quedarse tranquilo, ya que, aunque Jesús no negó ser rey, sin embargo, su realeza no era (ni es) como la de los reyes de ese mundo, que se valían (y valen) de la fuerza y la violencia para conseguir sus fines; de ahí que no utilizó guardias en su defensa con la finalidad de impedir ser entregado a las autoridades judías y luego a las romanas.
De ahí que es ridículo pensar que la manifestación de ese Reinado de Dios no tendría lugar en este mundo, sino en el más allá, pues es precisamente en este mundo donde hombres y mujeres tienen que llegar a su pleno desarrollo humano y con el dinero necesario para esto -aunque nunca elevado a divinidad como termina siendo hoy día en las sociedades opulentas- empezando a vivir con su vida terrenal la otra vida celestial.
El núcleo principal de la predicación de Jesús que se lee en los evangelios va dirigido a conseguir la transformación de aquella sociedad injusta, no mediante la fuerza, el poder, el prestigio o el dinero, sino mediante la puesta en práctica por parte de sus seguidores de un amor solidario apoyado en la justicia de Dios y que hiciese surgir dentro de este viejo mundo una sociedad alternativa en la que todos tuviesen cabida y no hubiese -como en la parábola de los invitados a la boda- excluidos del pueblo ni pueblos excluidos. En esta sociedad alternativa sobre la que Dios ejerce su Reinado, en la perspectiva de Jesús, mira principalmente a este mundo (aunque no exclusivamente); no tanto a los cielos cuanto a los suelos. Crossan afirma acertadamente que el Reinado de Dios es “lo que sería nuestro mundo si estuviese gobernado por Dios”. Entendido así, el núcleo de la predicación de Jesús no gira en torno al más allá, al otro mundo o a otro mundo por venir, sino que se centra en la transformación en el de más acá -aunque con vocación de eternidad- con una justa repartición de las riquezas que esto implica -y el dinero simboliza- como don social puesto por Dios para todos sus hijos.
Es revelador que cuando Jesús formuló la primera y principal bienaventuranza, no dudó en unir lo que nadie se habría atrevido a emparejar: felicidad, pobreza y Reino.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3), está escrito que dijo Jesús.
Ahora bien, para algunos ricos, lo importante entonces sería ser “pobre de espíritu”; o sea, estar desprendido “espiritualmente” de los bienes, pero sin renunciar a ellos (?). Esta interpretación ha servido para tranquilizar a lo largo de la historia del cristianismo a todos aquellos que, siendo ricos, decían haber renunciado en su interior a la riqueza (= pobres de espíritu), pero sin desprenderse de ella, haciendo así posible lo que Jesús declara absolutamente inviable: riqueza (mamona) y Reino de Dios: “Les aseguro que con dificultad va a entrar un rico en el Reino de Dios. Lo repito: Más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios” (Mt 19,23-24). Esta frase -de interpretación tan obvia como de contenido tan duro- se le han buscado las más sofisticadas interpretaciones para hacer que los ricos -sin dejar de serlo- también pudiesen estar al cobijo de la salvación ofrecida por la Iglesia-institución. Ahí vemos proyectados hoy a los adinerados parisinos y el suntuoso templo de Nôtre-Dame. Es esa misma iglesia que también supo quitar el aguijón al Evangelio, haciendo acopio de bienes materiales y gozando, de este modo, del poder, la seguridad y el prestigio social que la posesión de esto proporciona y aliándose con aquellos a los que Jesús rechazó.
Jesús declaró que solamente aquellos que sean capaces de hacerse pobres hasta el extremo de la mendicidad, si hiciese falta -pues el texto griego utiliza la palabra ptôkhós (mendigo) en lugar de pénês (pobre)- renunciando voluntariamente a la riqueza, sólo éstos pueden formar parte de la comunidad o grupo humano sobre los que Dios reina. Al mismo tiempo, proclamando dichosos a los pobres voluntarios, éstos se verán libres de toda atadura para denunciar la miseria en la que anda sumida gran parte de la humanidad y que no es en modo alguno un estado deseable ni causante de felicidad, pues degrada al ser humano, lo lleva a perder su autonomía, acaba con todo proyecto de comunidad y fraternidad, y hace nacer en el interior del corazón la envida, el resentimiento y la desesperación.
No es que se excluya a los ricos: el mismo Señor no había excluido a Nicodemo o a José de Arimatea. Pero son raros los ricos que están en la disposición de aceptar el Reino en las condiciones que se ofrece.
A la felicidad o bienaventuranza se llega, según Jesús, liberándose voluntariamente de la esclavitud del dinero, un dios que exige idolatría y que cierra el corazón humano al amor solidario y, al mismo tiempo, luchando -con el arma de la libertad que genera la pobreza voluntaria- contra la pobreza forzosa y material que hunde al hombre en la miseria y le cierra el paso a su desarrollo humano. ¡No de otra forma!
Si el mensaje de Jesús es una buena noticia para los pobres, entonces los ricos y poderosos, tanto como los frívolos de conciencia que insisten en su condición y conducta, sólo pueden escucharlo como una amenaza a sus egoístas intereses inmediatos y a su salvación futura.
La riqueza es idolatría y por eso es imposible la salvación. Es idolatría porque Dios es Justicia y la riqueza -como apropiación excluyente de la creación- es injusticia. Es idolatría porque es servicio a un falso dios y porque la absolutización de una verdad parcial (la bendición de Dios interpretada en la abundancia, siendo como es, una simple mediación de Éste) termina por suplantarlo.
Precisamente por ser idolatría, esta riqueza no hace crecer al hombre sino que lo destruye; el ídolo es siempre creador de muerte. Sólo Dios es fuente de humanidad y vida. Para la Biblia, la idolatría no es sólo adorar “otros dioses” sino sobre todo adorar “la obra de las propias manos”. Sin la renuncia a esa riqueza es imposible que el rico se salve. Es imposible por la dinámica fatal a la que somete el ídolo; la riqueza impide crecer, ahoga toda semilla del Reino (Mt. 13; 22). Es más, el rico no escuchará ni a un muerto que resucite para avisarle (Lc. 16; 30-31). Y hace imposible la salvación porque el ídolo no salva nunca.
La pobreza de espíritu sólo podrá entenderse como “desprendimiento del corazón” en situaciones de igualdad social. Mientras que en situaciones de desigualdad, ¡es tan imposible que un rico sea a la vez “pobre de espíritu” como que “un camello pase por el ojo de una aguja”!... Un pobre puede ser ávido de espíritu (idolatrar la riqueza que no tiene) o, sin más, rico en espíritu (por ejercer los valores del Reino); pero un rico no puede ser, sin más, “pobre de espíritu”. La pretensión del puro “desprendimiento interior” vale tanto como el lavado de manos de Pilatos ante Jesús.
De ahí que la traducción más adecuada del texto griego de la primera bienaventuranza propuesta por Juan Mateos sería: “Dichosos los que eligen ser pobres” (= “los pobres por el espíritu”, esto es, los que han decidido por propia voluntad ser o hacerse pobres en el sentido obvio de la palabra, pues el espíritu es para los semitas la facultad o sede de las decisiones) “porque ellos tienen a Dios por rey”, y prueba de ello es que han sido capaces de renunciar al dinero -verdadero dios para la inmensa mayoría de la gente de nuestro mundo-, y no lo han hecho para aumentar la ingente multitud de los pobres de la tierra, sino para sacar de la pobreza a los que andan sumidos en ella.
Los pobres de espíritu del evangelista Mateo son -además de los propios pobres de Lucas- todos aquellos que los aman, que se identifican y optan por ellos, y que eligen serlo más allá de una realidad forzada que en sí misma no es virtuosa.
Lucas, al escribir para una comunidad de gentes más rica y poner su atención entre la relación riqueza-pobreza, a sus cuatro bienaventuranzas agrega cuatro maldiciones contra los ricos que oprimen a los pobres.
Mateo, al escribir a una comunidad más humilde, expone, además de las cuatro bienaventuranzas de Lucas, otras cuatro más, que son actitudes éticas donde explica a los suyos que no basta mecánicamente con la situación en sí, si no se la asume desde la responsabilidad cristiana. Así, los mansos son aquellos que no crean la pobreza, ni toman la iniciativa violenta de la opresión; los misericordiosos son los que, como Dios, saben escuchar el clamor de los pobres y necesitados; los limpios de corazón son los que están liberados del deseo apropiador del tener, y los que trabajan por la paz son aquellos que trabajan por lo que la Biblia llama “la obra de la justicia”, porque no haya ni hambrientos, ni llorosos ni perseguidos.
En las maldiciones que añade Lucas a las bienaventuranzas, Jesús arremete contra los causantes de la injusticia que reina en la sociedad: los ricos, los que están repletos de todo, los que viven frívolamente y los que gozan del reconocimiento social; anunciándoles el cambio que va a traer consigo el Reinado de Dios y que implicará su ruina existencial (Lc 6,24-26).
Podemos concluir entonces que Jesús invita a sus seguidores a hacerse voluntariamente pobres para que ninguno lo sea realmente.
Jesús invita a estos pobres liberados no a ser ricos sino a llevar una vida de austeridad solidaria, expresión que puede considerarse como la nueva formulación de la pobreza evangélica. El camino de la felicidad se halla paradójicamente donde nadie espera encontrarla, en la renuncia voluntaria a la acumulación innecesaria de bienes, con la finalidad de que éstos se distribuyan entre todos y se acabe esa radical desigualdad en la que anda sumida la humanidad.
La nueva sociedad o Reino de Dios, preconizado por Jesús, se hará realidad aquí y ahora en la medida en que haya gente que se adhiera a su programa de austeridad solidaria, para alumbrar de este modo una nueva humanidad, llamada a la salvación. Y no debemos olvidar que la salvación comienza por la liberación del pueblo de aquellas condiciones de vida -como la pobreza forzosa- que impiden su pleno desarrollo humano.
¡Esto es y ninguna otra cosa el Reino de Dios en esta tierra!

Un “cristianismo” que ponga en su centro el bienestar que da el dinero injustamente distribuido es un cristianismo sólo nominalmente, no sustancialmente. Su sustancia no es cristiana, en la medida en que se aparta de la Sustancia de la Causa, la Utopía, la Misión por la que vivió y luchó Jesús.
Sentimos mucho darles todas estas malas noticias a tanto adinerado piadoso, colaboradores vitalicios de suntuosos templos y mecenas de purpuradas eminencias. Algo falla en ese “cristianismo” de los ricos, cuando son capaces de desvelarse por asegurar y acrecentar más y más su propio bienestar, sin sentirse interpelados por el mensaje de Jesús y el sufrimiento de los pobres del mundo.
Y esto también es extensivo a tanto “pequeño burgués” de clase media que se pretende piadoso. Algo también falla cuando son capaces de vivir lo imposible: el culto a Dios y el culto al Bienestar. Algo importante falla en esa Iglesia cuando en vez de gritar con la palabra y el ejemplo de vida que no es posible la fidelidad a Dios y el culto a la riqueza -con toda la superficialidad, banalidad y estupidez que eso conlleva- se contribuye a adormecer las conciencias, desarrollando una religión “burguesa” y tranquilizadora.

Es nuestro deber de cristianos (más aun con la enorme bendición de ser “sudacas”, como tan simpáticamente nos consideran) anunciarles a tanto hermano rico como a los ministros eclesiales que lo justifican (mucho más si son parisinos, con lo bien que visten y lo bonito que hablan) que ambos necesitan de urgente conversión a los valores del Reino, en donde sus individuales y mezquinos intereses se devaluarán a favor de la verdadera vida en abundancia que nos ofrece Jesús.
Pero si haciendo uso legítimo de su libertad de elección decidieran seguir en su porfía con los falsos dioses de este mundo, entonces sugeriríamos modestamente a tanto feligrés adinerado concurrente de la suntuosa iglesia de Nôtre-Dame de Pentecôte de París, que en vez de buscar la protección individualista de sus finanzas en el Dios de Jesús de Nazaret, se las pidan a Mamón con el que tienen justos derechos adquiridos por adoración.
Eso sí, mientras esta ayuda llegue, les sugerimos que se sienten a departir sobre la bolsa de valores con el jorobado, porque parados se van a cansar...

Gabriel Andrade; 11 de octubre de 2008.

No hay comentarios:

Publicar un comentario