El último día
(1999)
por gabriel andrade
I
Hoy no amaneció.
Me despertaron tres golpes fuertes y claros que creí desplomados sobre la chapa blanca que da forma a la puerta del pasillo de salida y que a su vez me separaba del mundo exterior por diez metros; lo cual, si bien no era una gran distancia, igual no dejaba de brindarme una dulce sensación de íntimo resguardo.
Me levanté presuroso, medio dormido y cansado, temiendo que el motivo de los golpes fuera un robo.
En una improvisada carrera hacia afuera del dormitorio me golpeé, en forma franca, mi descalzo pié izquierdo sobre un extremo de la cómoda. Extrañamente no sentí dolor, sólo la sensación del tacto.
Ya en el comedor diario miré por las ventanas y nada parecía ocurrir fuera de lo común.
Ayer había sido un día de más de 35º de temperatura máxima, altísima humedad y baja presión, tan típico en un 29 de febrero para Rosario como el Monumento a la Bandera o sus excitantes mujeres. Pero hoy, siendo las 6:50 hrs. de lo que creí el sábado 1º de marzo, el tiempo había cambiado satisfactoriamente, soplando un moderado viento del sur que hacía la noche realmente agradable.
Y eso era lo raro, era de noche y tendría que haber amanecido hacía más de una hora. Sin embargo estaban sobre el cielo negro todas las estrellas -todas las que se pueden ver con la sola asistencia de los ojos- pero como desde el campo, donde no existe la capa de polvo en suspensión que secuestra parte de esa maravilla a los habitantes de la ciudad.
En el aire se respiraba un delicado aroma a manzanas coloradas maduras que impregnaba todos los ambientes y le daba al aire un exquisito olor.
Pasado un momento fui por rutina al baño. Extrañamente no sentí ninguna necesidad física, por lo que sólo me lavé la cara con agua fresca, haciéndola correr primeramente por los ojos y luego por los pómulos, mandíbula y nariz. Luego me cepillé prolijamente los dientes. El mojarme las manos y la cara me sirvió para comprobar sin dudas de que estaba despierto.
Como la situación me era totalmente extraña volví al comedor diario para obtener un nuevo ángulo de visión a través de distintas ventanas pero nada fuera de lo que hubiese sido normal se podía ver, salvo el “pequeño detalle” de que todavía era de noche.
Mientras estaba ahí pensé en desayunar, pero como no me apetecía ningún alimento, no tomé ninguno.
Me volví hacia el dormitorio para rever por otra ventana pero tampoco pude descubrir nada de lo que estaba ocurriendo.
De nuevo en el comedor diario miré casi sin ver por el interior de esa habitación, tomé un panfleto que estaba sobre una vieja mesa de madera y leí que invitaba al “Triduo de las Sagradas Reliquias” en la tradicional Iglesia de San Antonio. Me pareció algo desubicado semejante calificativo para unas reliquias; para mí lo único “sagrado” dentro de las cosas de este mundo era el Hombre y todo lo que tuviera que ver con su dignidad, lo demás me daba la sensación de que se acercaba peligrosamente a la idolatría. Lo dejé sobre la mesa y no lo atendí más.
Desde afuera no llegaba ningún sonido audible, pero presentía algún tipo de movimiento que no podía identificar.
Seguía sin miras de amanecer.
No le di más importancia y, como ya se empezaba a hacer tarde, me dispuse de todos modos a empezar socialmente el día.
De vuelta en el dormitorio me empecé a vestir. Se me antojó ropas claras y livianas especulando que durante el día, con el sol calentando, se podría reimplantar el calor que en forma casi ininterrumpida nos estaba torturando. Me calcé mis sandalias de cuero marrón y me fui a terminar la repetida ceremonia de todas las mañanas.
Ya en el comedor diario levanté de los lugares establecidos desde hacía años el resto de las cosas conque me armaba para salir a la calle. Tomé entonces pañuelo, documentos, anteojos y llaves. Cuando iba a tomar las gotas nasales, por las cuales tenía una dependencia de años, me di cuenta que mis cornetes no se encontraban dilatados como se hubiese esperado después de seis horas de sueño y su correspondiente abstinencia. De todos modos, previo control de que el contenido del frasquito alcanzaría hasta volver a casa por la tarde, agarré el fármaco y con calma satisfacción lo guardé en el bolsillo superior izquierdo de la camisa, justamente por encima del corazón. Se “había ganado” desde hacía mucho tiempo ese privilegiado lugar.
Por último tomé el dinero conque me movería durante el día.
Un instante antes de guardarlo en el bolsillo del pantalón -ya que nunca usé billetera para evitar un posible robo- me pareció notar algo anormal en la estampa del primer billete, que era siempre el de mayor valor y cubría al resto que estaban ordenados en forma decreciente y doblados por la mitad en forma vertical. Efectivamente, le faltaba parte de la impresión.
¬ ¡Carajo, otra vez me pasaron un billete falso, y con lo que cuesta ganarlos! - pensé.
Lo miré más detenidamente y observé que le faltaba la cifra que indicaba el valor y el rostro del “prócer” correspondiente; el resto estaba completo y el papel, con todos sus relieves y marcas, parecía ser el original que sólo lo tiene la Casa de la Moneda; teóricamente, claro.
Miré detenidamente uno por uno y comprobé la misma falla en todos.
Seguía sin amanecer ¡y encima tenía billetes mutilados!
Pensaba pero no lograba hilvanar la más remota explicación, por loca que fuera, de lo que estaba ocurriendo.
Mi cabeza al extremo racional, formada hasta deformarse en el Instituto Politécnico de Rosario y luego -como lógico correlato- en la Facultad de Ingeniería, no lograba resolver este problema. Era como si las leyes de la física -que todo lo contemplaban- estuvieran entrando en esa zona de la teoría donde sólo existe especulación por la imposibilidad de comprobación empírica. Me pasaron vertiginosamente por la mente la teoría de la relatividad de Einstein, la cuántica de Planck, la del tiempo de Hawking y todas aquellas en que se confunde lo físico con lo filosófico y con las cuales uno se las puede encontrar, en cualquier momento, tratadas en alguna revista científica donde anuncien su refutación y el reemplazo por otras nuevas, hasta que estas últimas vuelvan a ser remplazadas por otras, y así indefinidamente.
Pero nada de “eso” tenía relación con “esto”. Esto no era teoría, esto lo estaba viendo y tocando. Estaba siendo un asombrado testigo del fenómeno.
Más adelante comprobaría que sería también actor de éste -como todos- pero todavía no lo sabía.
De todos modos ya no tenía más tiempo y me tenía que ir, así que guardé los billetes -o lo que fuera que tuviera en la mano-, me coloqué el reloj pulsera en la muñeca izquierda y me dispuse a levantar a mi hija Carolina, de cinco añitos, para llevarla a la casa de su abuela y poder así comenzar laboralmente este sábado que se presentaba por lo menos errático, lo cual me ponía de un humor denso.
Fui entonces al dormitorio de Caro, lo iluminé, y vi que no dormía en su cama.
La busqué por toda su habitación, especulando con alguna de esas bromas que tanto le gustaba hacerme, pero ese no era el caso. A los pocos segundos confirmé que no estaba en su pieza.
Repetí entonces la misma operación por mi dormitorio, por los demás dormitorios, por el baño y por el comedor diario, pero no estaba.
Pensé en buscarla por los patios, pero al ir hasta la puerta de acceso a éstos por la habitación principal me desalentó de mi propósito el hecho de que dicha puerta -única salida al patio que comunica a su vez con el pasillo de calle- estaba cerrada con las dos cerraduras que posee y con un pasador que sólo puede moverse desde adentro. Además, todas las ventanas tenían rejas macizas.
A esta altura de las circunstancias mi denso humor daba paso a un frío miedo.
II
Mientras permanecía inmóvil frente a la puerta de acceso a los patios, con los ojos clavados en el pasador, las manos en la cintura y con sólo algunos segundos de desordenada reflexión, siento como que me acarician suavemente la cabeza.
Me doy vuelta sobresaltado, pero nadie había.
Contrariamente al pánico que la lógica indicaría para una situación que se escapaba totalmente de mi entendimiento y control me sentí armoniosamente relajado, aunque en mis pensamientos seguía establecida una tremenda confusión.
En ese momento sonó la ronca chicharra del portero eléctrico y al levantar el auricular una voz femenina y cálida, que no pude asociar a ninguna de mis vecinas ni conocidas, me nombró en forma segura:
¬ Alejandro.
¬ ¡Sí! - respondí apenas.
¬ Estamos yendo todos para el Parque de la Independencia, apurate.
¬ ¿Pero quién habla, para qué van al parque? - pregunté como un reflejo.
Nadie contestó; sólo se oía el tenue zumbar del auricular del portero provocado por el paso del aire sobre el frente.
Mecánicamente destrabé el pasador y giré las correspondientes llaves en las cerraduras de las tres puertas que me separaban de la calle, cada una en cada cual sin mirar y sin equivocarme. Parecía como si algo me estuviera acomodando las llaves entre los dedos. Tampoco me costó abrir la última puerta, la cual hacía semanas que se trababa al quererle dar la segunda vuelta de llave, por lo que la operación se realizó en forma rápida y precisa.
Por fin gané la calle y me topé con una peregrinación de decenas de personas mansas y desconocidas que transitaban caminando con rumbo norte.
Cerré la puerta sólo con la cuña del picaporte sin echarle llave; no me pareció importante.
Me volví y miré en forma general a los hombres y mujeres que caminaban sin prisa y en silencio. Jóvenes, adultos y viejos, todos caminando por la calle y la vereda con rumbo norte. Luego noté que no había niños.
Nadie parecía percatarse de mi presencia.
Seguía soplando un detectable viento del sur que los empujaba levemente hacia el parque.
El techo de estrellas se mantenía inmóvil, como si los movimientos rotacional y traslacional del planeta se hubieran detenido.
No había luna, o por lo menos no se la veía desde mi ubicación, por lo que la intensidad lumínica que aportaban los astros desde el cielo era casi nula. Sin embargo, todo estaba impregnado de una claridad que era innata de esa noche tan especial.
Las luces del alumbrado público no funcionaban, ninguna.
Lo desconcertante era que no llegaba a descubrir en dónde estaban los focos de los cuales -teóricamente- se irradiaba esa luz que además se repartía con una uniformidad perfecta.
En un último intento por entender este suceso -aunque presentía el fracaso de mi propósito- miré alrededor mío para ubicar mi sombra. Ésta no existía; por lo que este incomprensible resplandor no respondía, en ninguna de sus características conocidas, a la doble naturaleza de la luz.
No era de origen “corpuscular”; ya que si el o los focos de luz emitían fotones que se desplazaban en línea recta hasta impactar en mis ojos, excitando el sentido de la vista, y en el resto de mi cuerpo, cabría esperar que siguiendo esa imaginaria línea recta, del otro lado de mi físico estuviera mi sombra.
Tampoco era de origen “ondulatorio”, ya que no se reflejaba, ni refractaba, ni difraccionaba. Además no se percibía que transmitiera ningún tipo energía, como por ejemplo, en forma de calor.
Esta “luz” simplemente “estaba”.
Respiré profundamente, y en un despojo de voluntad decidí no razonar más los hechos que estaban ocurriendo; evidentemente escapaban total y absolutamente al alcance de lo que evalué mis ya casi inútiles conocimientos físicos y lógicos.
Esperé sólo un momento más, como cuando me desperezo en la cama pero sé que es inevitable el tener que levantarme y hacer lo obligado, miré por última vez a la gente desde adelante del número de puerta incrustado en la pared, y me integré al rebaño de personas que se desplazaban hacia el norte.
III
Circulaba en forma paralela al cordón de la vereda de los números impares de la Avenida San Martín al sur, con paso tímido y buscando no muy interesadamente la cara de algún ocasional conocido. No pude ver a nadie que me pudiera interesar como para compartir mi marcha; aunque no me esforcé demasiado.
Después de andar unas cuadras observé que se integraban a la columna de gente, a unos treinta metros detrás, un grupo de muchachos de jeans en tonos más o menos oscuros, zapatillas de notorias marcas y remeras con variados motivos e inscripciones extranjeras inentendibles tanto para mí como supongo que para ellos.
Salvo uno que lucía una musculosa negra y cabellos en forma de cresta en tonos verdes y violáceos -el que se veía totalmente ensimismado en quién sabe qué- el resto se desplazaba en forma errática y con un leve bullicio, aunque muy por debajo del nivel que los adolescentes suelen utilizar cuando se reúnen más de dos y se encuentran en medio de otras personas con la siempre necesidad de cobrar notoriedad.
Miraban alternativamente para adelante, a los costados y atrás, como buscando una guía, un líder carismático, o un televisor que les dijera a qué o a quién seguir.
Por supuesto que nada de eso había, por lo que a falta de propio criterio parecían conformarse con seguir a la muchedumbre.
A la misma altura, pero sobre la otra mano de la calle, venía un conjunto de chicas muy bien maquilladas, con ropas apretadas y livianas en colores pasteles, paso marcadamente actuado sobre zapatos con sonoros tacos agujas, semisonrisas de plástico en tonos rojizos y sin parecer notar la presencia de mortales alrededor.
Una de ellas estaba con parte de un mechón de pelos dentro de la boca y su mirada era vacía. Me pareció que su pensamiento también.
Vestidas con prendas y calzados tales que me parecieron inapropiados para caminar veinticinco cuadras -tal la distancia que nos separaba del parque- se bamboleaban en perfecta formación y en silencio. Esto no dejó de despertarme una cierta simpatía por aquel bello detalle -el del silencio- ya que por lo que recordaba del poco trato que había tenido con chicas de estas características, sus conversaciones estaban matizadas con palabras groseras, otras mal aplicadas y con neologismos inentendibles para mi clásico vocabulario; además de una pobrísima capacidad de expresión y una casi nula personalidad.
Me paré un instante y miré en una visión general a estos dos grupitos que se movían en forma paralela y distantes entre sí.
Unos desaliñados y erráticos, las otras en perfecta línea y formación.
Presentí cómo había entre ellos una oposición, una leve antagonía, casi un desprecio.
No pude evitarlo y sonreí en silencio inclinando levemente la cabeza y moviéndola en forma negativa.
Me parecieron diferentes números del mismo circo.
Siempre me causó mucha pena el ver cómo se manipulaba a sectores amplios de la juventud a través de sistemas publicitarios muy bien planificados y mejor ejecutados, encarcelándolos en modas, poses y prejuicios y utilizando la rebeldía propia de la edad y el deseo de los chicos de romper con viejos esquemas, para luego hundirlos en otros más rígidos que los anteriores, más crueles y mucho más inútiles, alienándolos lejos de la verdadera libertad deseada.
Se me ocurrió pensar en quiénes serían los culpables, los responsables directos por la custodia de la salud mental de tantos chicos, de su formación y de la realización de sus sueños, o por lo menos, del intento. Pero luego de un momento tuve miedo y detuve mi pensar. Quizás no quise llegar a saber si yo también era responsable de ese circo, por comodidad, omisión o cobardía.
De todos modos, intuí que ya era demasiado tarde, levanté la cabeza y seguí mi marcha.
IV
Unos diez metros detrás mío -y con notoria expresión de disgusto por la cercanía con los anteriores grupos de chicos y chicas- caminaba con paso marcial, solo, y poniendo prudente distancia, un muchacho de unos veinte años, morocho, de mediana estatura, vestido con ropas oscuras -predominantemente negras-, borceguíes al tono y una marcada contractura facial, que parecía como si sus intestinos bajos le estuvieran reclamando desesperadamente la presencia de un inodoro. Tenía la cabeza totalmente rapada, un sobrepeso que calculé en unos veinticinco kilos, y se le alcanzaba a ver debajo de su chaqueta abierta una esvástica negra con rayas blancas estampada sobre una remera rojo fuego.
Me sacó una sonrisa semejante contradicción -que me cuidé no notara- ya que de haber estado viviendo en un régimen como el nazi seguramente no hubiera sido considerado perteneciente a la “raza superior” y hubiese sufrido la discriminación, humillación, persecución y tal vez muerte -él y su familia- que aceptaba tácitamente para tantos otros.
A pesar de todo, parecía saber adonde quería ir; aunque se movía en igual dirección que el resto.
Su paso firme mostraba seguridad, y su porte trasuntaba una personalidad y proyecto definido.
Era como si algún mítico dios le hubiese confiado la ejecución de su voluntad aquí en la tierra y a costa del resto de los miserables mortales.
Sin embargo, no dejaba esta caricatura de persona de ponerme un espejo a mi propio fascismo.
Muchas veces me había creído tocado por la luz de la “verdad” -única e irrefutable- que me hacía portador de la salvación de los demás y la solución de todas las miserias de este sufrido y desdichado mundo.
Juzgar a todos y cada una de las personas y los hechos era mi potestad privada y divina.
Con el tiempo había ido madurando, pero los defectos no son siempre tan fáciles de extirpar. Seguía penando amargamente mi fascismo, el que entraba en abierta contradicción con mis convicciones más profundas. Éste estaba manifestado en pequeñas cosas en donde, por más que me esforzaba, no lograba plenamente dejar de encasillar -aunque sea interiormente- a los demás por circunstancias que le eran ajenas y que nada hacían a su calidad de seres humanos.
No bastaba con la “tolerancia” al distinto -que como dijo Ghandi “es en sí misma un símbolo de soberbia”- sino que en un ejercicio de autoconvencimiento interno trataba de aceptar totalmente a mi prójimo, respetándolo como era y pudiéndome sentir así un poco mejor persona.
Esto me costaba horrores, pero era algo en lo que creía y que quería conseguir. De últimas, los repetidos fracasos en mis intentos por desprenderme del demonio fascista que llevaba dentro me hacían consciente de mi pequeña condición humana, con lo cual -paradójicamente- me hacía más digno.
Volví la cabeza hacia adelante y reflexionando sobre todo el asunto seguí caminando.
Trataba pensar, a modo de introspección, en ocasiones recientes que en forma directa o indirecta habían pasado por mi cabeza ideas segregacionistas.
No recordé ninguna, pero seguramente habrían ocurrido, aunque más no sea, a modo de reflejos inconscientes de otros viejos tiempos.
Seguí caminando entonces bajo el imperio de la noche “unísona” -como diría Borges- que parecía inaugurar no sólo un nuevo cielo sino también un extenso muestrario de sus criaturas más diversas.
V
Anduve caminando unas cinco cuadras y media disfrutando del viento sur y del fresco que empujaba desde atrás y que parecía haber venido para quedarse.
Mi reloj marcaba ya las 8:35 hrs. y ni miras de algún rayito de sol que aguijoneara la oscuridad del cielo.
Mirando por las calles laterales, con respecto de por donde peregrinábamos, se veían personas que se integraban a las columnas que llevaban dirección sur-norte.
No circulaban vehículos de ningún tipo -las personas se movían con la sola asistencia de sus piernas-, lo que hacía la noche incontaminada de humo, de luces encandilantes y de ruido.
Había apresurado un poco el paso, algo por costumbre del que siempre le falta el tiempo y algo porque quería mirar a los demás caminantes que me precedían.
Además, caminando más rápido, atenuaba en algo mi incertidumbre.
Se me ocurrió ver nuevamente hacia atrás y vi cómo se destacaba, avanzando con paso redoblado, un señor “pequeño burgués tipo estándar”, al cual lo conocía de vista y por referencias, ya que era vecino mío.
Reconcentrado en sí mismo y con expresión de perseguir el éxito -que quién sabe por qué cruel razón el destino esquivo le negaba- pasaba a los ocasionales peatones con la imperiosa necesidad de llegar primero, a ninguna parte.
Sumergido dentro de un consumismo tan loco como sin razón luchaba a brazo partido por conseguir esas delicias de nuestra “civilización” que no necesitaba, realmente no le gustaban y ni siquiera podía pagar sin someterse a sacrificios desmedidos con respecto al “bien” que quería alcanzar.
Miré con cierta preocupación cómo se me acercaba hasta reducir su distancia a casi cero y con un certero paso al costado le facilité el paso, impidiendo cualquier tipo de contacto físico. ¡Uno nunca sabe qué consecuencias nefastas puede provocar el contagio de tan dañina enfermedad!
Me pasó por la derecha a velocidad bastante mayor que la mía y se perdió entre la multitud, haciendo bruscos zig-zag entre la gente que caminaba.
Respiré aliviado y seguí caminando y mirando. Pensé en estar alerta ya que sabía, por mi experiencia de años, que semejantes enfermos pululan por todos lados. Además tenía fehacientes ejemplos de “preclaras” mentes que habían sucumbido ante tamaña pandemia.
¡Y lo que son las casualidades! Muy cerca mío estaba una mutación del mismo virus.
Sobre mi izquierda, pero adelantado unos cinco metros, reconocí al “benemérito” señor González Argüello de Santillana, “Pupi”, como lo solíamos llamar entre los chicos de la Acción Católica sin que nos oyera.
Era un destacado personaje de la vida social de la Catedral de Rosario.
Descendiente de inmigrantes españoles que se afincaron en Buenos Aires en la época de la colonia, era de la octava generación de un aristocrático linaje venido a menos.
Gustoso de ocupar los lugares de privilegio, tanto en el templo como en cualquier otro acto social, solía aburrir a sus ocasionales interlocutores contando repetidamente, y cada vez que la ocasión lo habilitaba o no, las peripecias en tierras de bárbaros de sus “ilustres” antepasados.
Tratando desesperadamente de trazar paralelismos entre sus ancestros y él, solía conversar en tono arrogante y con aires de superioridad, sabiéndose orgulloso portador de triple apellido.
Con los chicos de la Acción Católica siempre lo tuvimos por estúpido, y le tomábamos a broma los innumerables consejos que nadie le pedía pero insistía en dar.
Con el tiempo se fue convirtiendo como una especie de deporte el evitarlo, ya que era muy triste tener que ver a una persona adulta que necesitara apoyarse en apellidos para lograr el reconocimiento de los demás, y que por otra parte no conseguía.
Me vino entonces a la memoria el día que vino a la parroquia Mario, un seminarista muy piola que nos daba charlas sobre temas que nos podían inquietar como las relaciones prematrimoniales, el aborto, el divorcio, las sectas, las drogas, las ideologías, y todo ese fascinante mundo que se nos empezaba a revelar y que de una manera u otra lo íbamos a descubrir. Pero lo que más le gustaba enseñar, cuidando que no nos aburriera, era la Doctrina Social de la Iglesia, tema tal que le ocasionaba especial inclinación y con el que tenía la muy didáctica habilidad de bajarlo a la realidad cotidiana.
Reflexioné entonces, después de más de veinte años, que germinaron en mi vida -abonadas con la experiencia que da el no ser indiferente a las injusticias que sufren los otros, además de las propias - muchas semillas que él supo plantar en mi corazón.
Cierto sábado por la tarde, apenas llegado del seminario y estando en las presentaciones de rigor con los chicos de la parroquia, interrumpe en el salón “el Pupi” para buscar unas sillas:
¬ Ah padre!, voy a retirar unas sillas que necesito para la reunión pro-construcción de la gruta para la Virgen, sobre el frente del templo.
Como era su costumbre, se manejó como si más que un simple feligrés fuera socio mayoritario de la parroquia.
Mario, que era una agradabilísima persona pero no toleraba las impertinencias, le reclamó:
¬ Perdón, ¿quién es usted?
¬ ¿Cómo, no le han contado de mí? Bueno... soy una persona muy cristiana -respondió “el Pupi” algo incómodo y dudando sobre qué decir.
Luego comenzó a recitar el consabido curriculum de su familia, pero cometió el error de querer probar su alteridad argumentando el poseer una noble alcurnia y enrostrándole a Mario los tres apellidos; a lo que éste, regocijándose por adelantado con una casi inocultable sonrisa, le respondió:
¬ ¡Mi querido amigo!, el tener apellidos con historia no significa que sus antepasados hayan observado los principios cristianos.
De hecho, mucho de los aristocráticos apellidos de la más refinada sociedad porteña llegaron a tomar prestigio social a través de la fortuna que le redituó el contrabando del puerto de Buenos Aires y le permitió comprar cargos en el cabildo. Más adelante podemos encontrar terratenientes que le robaron, con complicidad de los “próceres” y de las sotanas de turno, tierras a gauchos e indios por igual, o exportaban para Gran Bretaña productos en condiciones irregulares -incluido esclavos- entre otras tantas cosas, todos hechos reñidos profundamente con la moral de Cristo.
Por otra parte, el pertenecer a una familia de buena o mala “trayectoria” no implica ni la probidad ni lo contrario de la persona en cuestión.
Dios hizo nacer a su único hijo en una familia de altísima calidad moral pero de muy humilde condición económica, que para tener un refugio durante el parto de María tuvo que “usurpar” un maloliente pesebre, y además, entre sus antepasados se encontraba Rahab que fue mujer pública, Thamar que tuvo a su hijo Phares de su suegro Judas, y Betsabé que cometió adulterio con David, por lo que no entiendo su razonamiento de querer asociar la herencia de sangre a la mayor honestidad de una persona o no.
¡Y por favor, la próxima vez pida permiso antes de entrar; acá se forma la conciencia de estos jóvenes para que den testimonio de la voluntad de Cristo en obras concretas a favor de sus hermanos los hombres de carne y hueso, que es verdaderamente como se cumple con el mandamiento de amor de Jesús, y no comprando trozos de yeso más o menos parecidos a la imagen física que tenemos de María; lo cual se parece demasiado al más hipócrita de los fariseísmos!...
Con semejante “iconoclástica” respuesta, y sin mediar palabras, “el Pupi” se retiró ampliamente apabullado, entre un risueño y envolvente murmullo del resto de nosotros.
Por supuesto que esto no quedaría así.
Estas personas, cuando se les toca su parte más sensible -que es su vanidad- y no logran dar satisfacción a tal “afrenta”, suelen recurrir a métodos un tanto bajos pero efectivos para salvar el “prestigio” que no pueden sostener con razones.
Como corolario recuerdo que Mario no duró ni dos meses en la Catedral, pero su paso hizo en muchos de nosotros un despertar al auténtico cristianismo de compromiso con el oprimido, con el hermano humillado, con esos “bienaventurados” a los que Jesús dio su predilección.
Lo que recuerdo siempre que me quedó grabado a fuego de las charlas con Mario fue cuando nos explicó que aunque genéticamente respondíamos a la información transmitida por nuestros padres, el verdadero SER, “eso” que los creemos en una trascendencia a esta vida llamamos “alma”, lo que nos hace reír y llorar, amar y odiar, sentir miedo o incontenible rebelión, lo que en definitiva nos hace PERSONAS, “eso”, lo repartía Dios en un misterioso e inapelable sorteo, en el cual nos podía tocar en suerte la riqueza o la pobreza, tal apellido o tal religión heredada, tal posibilidad o tal otra.
Lo único que nos pertenecía totalmente en libertad era el destino que le dábamos a los muchos o pocos “talentos” que se nos habían concedido, el cómo usábamos las muchas o pocas oportunidades que teníamos, el cómo equiparábamos un poco este injusto mundo usando lo que Dios -o la que sea- nos prestaba.
Me quedó muy claro que el haber nacido en un país como Argentina, el no haber muerto de hambre o haber nacido con menos neuronas por desnutrición de mi madre durante el embarazo, el haber podido prevenirme de muchas enfermedades trágicamente mortales, el haber podido jugar con alegría, el no haber tenido que trabajar penosamente desde la infancia, el haber podido tener padres que me formaron como persona, el haber podido acceder a una educación, el haber podido -nada más y nada menos- que SER FELIZ, me cargaba con un privilegio tan grande como embargante.
Algún día, Dios en persona nos tomaría cuenta sobre qué habíamos hecho con tantas ventajas otorgadas; lo que me parecía desde todo punto de vista lógico, ya que de lo contrario, todo esto sería muy injusto, muy absurdo, inaceptable.
Y si Dios no existía, si era sólo la necesidad humana para explicar lo incomprensible o la justificación del mediocre para hacer el bien, entonces nosotros mismos seríamos dioses -como los dioses griegos, con limitaciones y defectos- y trataríamos en la medida de lo posible, y tal vez un poco más, de construir para todos y cada uno de nuestros semejantes ese ideal de Justicia basado en los auténticos y verdaderos valores del hombre, e inmortalizar de ese modo una existencia.
Creo entonces que desde ese momento fue cuando me propuse hacer algo verdaderamente Humano, en el sentido sustantivo de la palabra, moldeándose así mis más altos ideales y el propósito firme de llevarlos a cabo.
Por supuesto que esto era muy difícil, pero todavía no lo sabía. Además, por aquellos días de la primera juventud, se vivía en transe de heroísmo, se creía firmemente en ese ideal sin lugar a dudas menores y se deseaba profundamente llegar al final con el equipaje repleto de honras a la vida.
Me fijé por última vez en “el Pupi”, el que seguía caminando como buscando la aprobación de sus ocasionales compañeros de ruta o tal vez quién sabe qué privilegio.
Sacudí la cabeza como para sacarme su imagen de encima y continué mi camino meditando sobre todos estos recuerdos, que aunque no quería darme cuenta, me pesaban un poco.
VI
Faltaban menos de quince cuadras para llegar al parque y las columnas humanas se engrosaban cada vez más.
A esta altura buscaba alguien para hablar, pero no hallaba con quién.
Algunos hablaban entre sí, pero como si el sonido de sus voces sólo lo escucharan los propios participantes de cada conversación y nadie más.
En las calles se respiraba una paz absoluta.
La claridad, que todo lo impregnaba cuando salí de mi casa, se hacía cada vez más evidente.
Parecía como si la fuente de ésta estuviera en algún lugar cerca del parque o en éste mismo. No le presté mayor atención, ya que estas especulaciones habían dejado de interesarme, y seguí caminando.
A sólo unos cuantos metros delante mío se incorporaron por mi calle unas mujeres con uniformes civiles. Creí reconocer entonces el logo de una importante cadena de supermercados extranjeros del norte de la ciudad.
Entre estas mujeres reconocí a Marianita, una antigua compañera de secundaria que hacía más de una década que no la veía.
Me vinieron a la mente su ternura y su ingenua hermosura de otros tiempos; ¡las veces que los chicos habremos fantaseado con ella!
Pero lo que veía ahora parecía ser las ruinas de lo que antes fue un radiante sol de alegrías, sonrisas y dulzura.
Se veía violada.
Su cara reflejaba la impotencia del que anhela dignidad y no la consigue.
Con la expresión del que sólo obedece por la necesidad y por la fuerza del látigo andaba con paso divagante como buscando alguien que le reconozca su condición de persona.
Recordé enseguida el comentario que sobre ella me había hecho una antigua amiga en común, que por razones de trabajo la veía en forma más o menos regular.
Me contó sobre sus jornadas de doce a dieciséis horas de trabajo; sus no respetados descansos -lo que le ocasionaron hasta más de un desmayo por agotamiento-; sus poquísimos minutos para comer -lo que se reflejaban en denigrantes carreras recién terminada de almorzar para tomar a tiempo su puesto en la ultramoderna caja de pagos-; su última labor del día que consistía en lavar los baños -y eso que cuando pidieron empleadas era “imprescindible” el título secundario, buena presencia y demás por la “importancia” de la labor-; sus vejaciones morales al tener que desnudarse -literalmente- para mostrar que, como siempre, no había robado nada; sus tensiones nerviosas al límite de lo imaginable y de lo tolerable al ser sometida a un humillante sorteo para que el alcahuete local determine -en una forma tanto grotesca como obscena- qué ser humano se quedaría el mes entrante sin trabajo; sus legítimas barreras morales avasalladas al tener que implorar con el llanto la renovación por décima vez de su injusto contrato para poder continuar teniendo esa limosna que le tiraban y que además no cobraba toda en dinero efectivo sino que la obligaban a retirar parte en mercadería y a precio corriente; y como lógica consecuencia de todo esto, su rendición casi incondicional a esa diosa pagana tan despiadada como burlona que era la “ley de mercado laboral”.
Recordaba penosamente todo ese “moderno vía crucis” mientras la miraba caminar como por obligación.
Seguía siendo muy bonita, pero en su rostro ya no había ni una pizca de esa felicidad que compartía en los buenos tiempos.
Tampoco se trasuntaban esos viejos ideales que la hacían más hermosa... y más mujer.
Alguien le había robado su alegría, sus sueños, su dignidad.
Las miraba andar a todas y se me ocurrió pensar que ni el genio utópico de Tolstoi en su “Esclavitud Moderna” pudo imaginar esta realidad en un conjunto de trabajadoras tan estructuralmente enajenadas, quebradas y humilladas. Lamentablemente, sí la pudo concebir y ejecutar otras abominables mentes, postradas al dios del dinero de este despiadado empezar de milenio.
Me hubiese gustado ir a saludarla, a darle un beso, a decirle que me daba gusto volverla a ver después de tanto tiempo, pero temí que fuera muy evidente la pena que me ocasionaba ser un triste testigo de su presente.
Alentarla, esperanzarla... no hubiese podido encontrar las palabras. No sabía tampoco si las había.
Ese mismo alguien también me había robado a mí un hermoso ser humano y me presentaba sus despojos, producto de su magistral obra.
Me di vuelta con un nudo en la garganta que me asfixiaba el alma y me expulsaba lágrimas calientes de bronca.
Seguí como quien no encontró lo que buscaba, o lo que vio le daba honda vergüenza y su cobardía le imponía inmovilidad, y dirigí la mirada hacia adelante, tratando de no pensar.
Lo que veía me lastimaba profundamente, y se repetía por miles.
VII
A unos quince metros cruzados de donde circulaba me pareció ver una pareja conocida que iba agarrada de la mano.
Me adelanté un poco para mejorar el ángulo de visión y confirmé lo supuesto.
Hacía también varios años que no los veía, pero recordaba con cariño a mi ex compañero del ciclo básico del secundario, Claudio. El nombre de ella no lo tenía presente; sólo me parecía que era uno de esos nombres largos y complicados que aunque me lo dijeran cien veces no lograba retener y luego me daba vergüenza preguntar una vez más.
Tenían dos varoncitos hermosos y llenos de vida -que eran su amor y su delirio- y que Claudio los complacía con las cosas que su padre -trabajador de la construcción- nunca le pudo brindar. Sin embargo los pequeños no estaban, y eso era extraño ya que compartían cualquier cosa todos juntos.
Di unos pasos cruzándome en la calle para saludarlos, cuando al distinguir más claramente la cara de él recordé que el autoservicio que con tantos sacrificios e ilusiones habían abierto unos diez años atrás fue embargado y rematado.
Después de una larga batalla -junto a tantos otros- por conseguir el favor de los consumidores, fueron derrotados y sus deudas compulsivamente cobradas.
Demasiado cerca del supermercado extranjero, pelearon, con armas de las batallas de la independencia, la guerra contra lo que parecía un arsenal nuclear de este invasor. De nada le sirvieron trabajar sin francos doce horas por día, minimizar el margen de ganancias, la atención personalizada o el sorteo del televisor. Del otro lado le opusieron la exención de impuestos por años, las tarifas diferenciales en servicios, las condiciones contratantes de privilegio, las descomunales compras a fábrica con las correspondientes imposiciones al proveedor, el contrabando, la evasión de impuestos, la piratería del asfalto y toda la inmundicia legal pero inmoral -o ilegal y mucho más inmoral- de las “leyes del mercado”, donde con capital y sin escrúpulos “el grande se come al chico” y no hay estado que lo defienda ni sociedad que lo ampare.
Con la excusa de dar seiscientos puestos de trabajo, el monstruo invasor había conseguido tener la falsa congratulación de los “representantes del pueblo”, los cuales les otorgaron las correspondientes pleitesías consistentes en privilegios indescontables para Claudio y sus colegas del ramo.
Recordé cómo en mi última charla con él -entre mate y mate, tan común de la bonachona forma de ser de Claudio y su mujer- reflexionaba amargamente sobre que esos “generosos” seiscientos puestos de trabajo, iban a hacer desaparecer mil quinientos de los pequeños comerciantes y, además, todo ese capital se iba a concentrar en una sola mano, que como obvia consecuencia no iba a circular, empobreciéndonos a todos.
¬ ¡Hijos de puta, así es imposible trabajar! - me decía cerrando el puño y con una bronca negra que lo hacía temblar.
¡Pobre!, tenía la ingenua esperanza de que el gobierno rectificara el “supuesto” error de implementar esa política, “aunque sea por una cuestión de popularidad”, y de que la cosa podía cambiar para mejor.
Yo por mi parte guardaba un piadoso silencio, y no le respondí que lo que realmente pensaba era que no había ningún error, que sabían perfectamente las ganancias y las pérdidas, y que entre las intenciones del gobierno no figuraban las de complacer sus expectativas a costa de las del poderoso. Sus esperanzas me parecieron inútiles y, lamentablemente, el tiempo me había dado la razón.
¡Qué lejos había quedado aquello de que “donde hay una necesidad, ahí nace un derecho”! La necesidad del trabajo desde siempre estuvo ligada a la dignidad del hombre y a la supervivencia de su familia, pero para el gobierno, el “derecho” del mercado era mayor, o más importante, que el derecho de las personas...
Corregí mi dirección y seguí por mi carril.
Los vi tristes pero unidos, como dándose fuerzas, y no me dio la sensación de que estuvieran vencidos.
Eran luchadores, y los únicos vencidos son los que no luchan.
Como incita la poesía de Almafuerte, eran de ese tipo de personas -que gracias a Dios existen- a las que se las pueden doblar pero no quebrar, y que de una manera u otra, cuando a la mano del opresor la hacen aflojar un poco, están dispuestas a enderezarse saltando, y pegándole a éste con fuerza justo en el medio de los ojos.
Me pareció que no tenía nada significativo para decirles y que el silencio que estaban compartiendo era importante, por lo que decidí no molestar.
VIII
Llegué por fin, después de caminar doce cuadras, al boulevard cuyo nombre conmemora la fecha en la cual se enarboló por primera vez, sobre las barrancas del estratégico río Paraná, nuestro pabellón nacional.
Hacía tres días que se había evocado dicha fecha, en la cual se repetía lo que años tras años eran un montón de falsas admiraciones y el ocultamiento del verdadero sentido de aquella gesta.
El General Belgrano -ejemplo de verdadero amor a su tierra y a su gente, demostrado con sobras por su total entrega en bienes, disponibilidad y salud al ideal mayor de libertad- inspirado en el manto de la Virgen de la Villa del Rosario hizo flamear como un grito incontenible de independencia social y política de la patria criolla y mestiza -y a pesar de los burócratas de Buenos Aires, ni ejemplos, ni patriotas- nuestra bandera, un 27 de febrero de 1812. De aquí y en homenaje, el nombre de éste.
Esta vía de anchos carriles -décadas atrás embellecida con magníficas palmeras que un señor intendente nos supo quitar con no sé qué insultante excusa- empieza y termina en su lado este en un sector del puerto de Rosario, que a su vez tiene como patio delantero la autopista llamada “Acceso Sur” y que la comunica en forma rápida con el cordón industrial del sur de esta ciudad y con otras de gran presencia en la provincia como Villa Gobernador Gálvez, tercera en importancia, detrás de Rosario y la capital Santa Fe.
Curiosamente, las columnas de gentes habían coincidido en avanzar hacia el oeste todas por 27 de Febrero, ya que, por lo que se observaba, en las calles laterales no circulaba nadie. Era como si el grito de libertad de ayer, presente en su denominativo, tuviera un correlato en el hoy.
¡Sólo más adelante entendería cuánta certeza tenía esta intuición!
Tomé sin cruzar la vereda sur para poder desembocar exactamente en la esquina sudeste del Parque de la Independencia, tal cual era mi objetivo.
Observé que por la otra acera avanzaba un nutrido y homogéneo grupo de personas.
Por su rudo y quebrado aspecto -salvo excepciones- concluí para mis adentros que deberían ser obreros portuarios, mezclados con obreros de la carne y tal vez matizados con algunos de las carroceras o de la terminal automotriz norteamericana; industrias todas instaladas en la zona sur del cordón industrial.
Luego, descubrí entre la muchedumbre mansa a Juan y a José.
Los había conocido en un encuentro de agentes de pastoral social en donde habían ido a pedir ayuda para una pobre mujer viuda, con cinco chicos, a la que se le había quemado el rancho en el bajo Saladillo, zona particularmente pobre perteneciente al sur rosarino. Tenían que contar únicamente con la solidaridad de la gente, ya que los organismos oficiales le burocratizaban la ayuda que, en el mejor de los casos, le llegaría mal, tarde o nunca.
Estos operadores sociales, cumpliendo con un sentido compromiso humano en el que creían -y supongo todavía deben creer- ratificaron con su obrar la solidaridad en la que toda persona que se precie de tal debe estar inmersa; ayudando sin más trámites a estos hombres que se habían sentido obligados a darle una mano a esa pobre mujer.
Interesándome por el caso, tuve conversación con Juan, la que desembocó en charlar sobre sus ocupaciones y esperanzas.
Juan me contó que, al igual que José, eran estibadores del puerto.
Aparentaba unos cuarenta años, quizás menos, ya que ese tipo de trabajo deteriora tremendamente a las personas.
Me dijo que tenía quince años de “laburo” en el puerto y que la cosa hacía un largo tiempo que no andaba nada bien. Iba todos los días, a veces lo llamaban para trabajar las tres horas del turno y a veces se volvía sin nada. En ese tiempo hacía más de un mes que no “agarraba” nada y eso que estaba anotado por todos lados.
Cuando espantado le pregunté cómo vivía durante esos períodos de desocupación, me contó que se la “rebuscaba” haciendo alguna “changa”, pescando lo poco que salía en el río y “cirujeando”.
“Lo importante es llevar el pan a casa. Mi sueño sería tener aunque más no sea quince días de laburo al mes... pero no se puede hacer más; si protestás, te rajan”, me decía.
Luego me contó que a su amigo José le iba peor.
Tenía cincuenta y cinco años de edad y más de treinta de estibador. Sufría -como el 70% de sus compañeros- una tos obstinada, producto del veneno del cereal que se le metía por la nariz, los ojos y la boca, lo que también le originaba problemas gástricos además de una creciente incapacidad auditiva.
Consecuente con sus ideales, y envuelto en una bandera argentina, José había perdido un riñón enfrentando a los soldados de la sangrienta “revolución fusiladora” en el mismo parque hacia donde nos dirigíamos, en setiembre del 55. Lo recordaba como una suerte -a otros compañeros les había ido la vida- y aunque no lo reconocía, también le habían arrastrado parte de la de él.
Sin embargo, se lo veía como el más alegre de los dos, si es que alcanzaban a clasificar para ese estado de ánimo.
Me pareció como que le era innata la esperanza en un futuro mejor, que no llegaba, y que sabía que probablemente nunca llegaría, como nunca le alcanzó a tantos compañeros que murieron “súbitamente” en el “yugo”, donde nadie se hacía responsable, nadie investigaba las causas del accidente fatal, y ni siquiera se hacían cargo del entierro.
Sin embargo ellos, los que casi nada material tenían y no otros, fueron los que se ocuparon y preocuparon por socorrer a esa mujer.
La vida les había enseñado a sentir como propio el dolor ajeno y apiadarse.
No venía al caso preguntarles si creían en Dios o en algo, no era significativo. Lo que me quedaba totalmente claro -y eso era lo importante- era que, sabiéndolo o no, eran profundamente “cristianos” en el sentido esencial de la palabra.
Me dio mucha alegría encontrarlos, pero como los noté acompañados -probablemente con sus mujeres y amigos- sólo atiné a buscarlos con la vista.
No tuvimos coincidencia en mirarnos -quizás ni me recordaban- pero de todas formas ya me sentía acompañado.
IX
Seguí caminando despreocupadamente, disfrutando del aire puro y fresco de esa prolongada noche.
Cada vez que levantaba la cara el delicado brillo de las estrellas parecía acariciarme.
El cosmos parecía inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido.
Caminaba hacia el parque porque todos lo hacían y porque alguien -que me conocía pero no identifiqué- me lo indicó. Eso no era muy inteligente de mi parte; seguir a la masa -que contrariamente a lo que muchos demagogos vociferan se equivoca demasiado seguido o la hacen equivocar (para el caso viene a ser más o menos lo mismo)- era algo no corriente en mí ya que no lo creía para nada acertado.
Sin embargo, algo muy fuerte dentro mío me daba la firme convicción de que nada tenía sentido fuera de ir al parque.
Quise poner fin lo antes posible a la distancia que me separaba de mi meta, así que apuré notoriamente el paso.
Al llegar a la esquina de la avenida Corrientes -a seis cuadras del rincón sudeste del Independencia- me encuentro parado a Domingo, un “joven” sindicalista cincuentón de los años setenta, con el que compartíamos el gusto por la música “beatle” y el ir a conocer gente a las peñas, tanto de Rosario como de los pueblos vecinos.
Nos fascinaba, tanto a mí como a los que quisieran escucharlo, con sus historias de luchas sociales de las décadas pasadas.
En los años ochenta -con el inminente retorno de la democracia- el clima de euforia de los estudiantes se traducía en la formación entusiasta y groseramente desorganizada de los centros de estudiantes -otrora aniquilados por los interventores de la dictadura-, en la lectura casi compulsiva de material político y en un antimilitarismo tan ácido como inútil.
La prolongada tiranía militar que encerró al país en un inmenso cuartel -con campos de concentración incluido-, había hecho explotar, sobre el final y de una sola vez, las ganas reprimidas de participación en todo lo que tuviera que ver con las decisiones públicas.
Aunque mi generación no votaba por no estar contemplada en los padrones electorales, no nos perdíamos acto de cierre de campaña que se hicieran en Rosario.
Recuerdo claramente que tanto el acto del peronismo, como el del radicalismo, superaron cada uno el medio millón de personas; las que, congregadas en el monumento, escuchaban entusiastas las arengas de los candidatos presidenciales.
Más de una amistad se vio trastabillar por acaloradas discusiones políticas. A los pocos años, la desilusión y el retiro del interés fue tan grande como el primer entusiasmo.
Fue precisamente en ese reverdecer de las ilusiones, en el 83, en donde Domingo nos contaba historias de su comprometida militancia, las que tenían cautiva a una interesada audiencia.
Empezaba generalmente contando los buenos momentos del comienzo, como cuando ensayaron la experiencia del trabajo colectivo en la bloquera, con esos magníficos curas obreros.
Nos “transportaba” a esas noches de estudio, con mate y bizcochitos, en que desmenuzaban contratos de trabajo de otros ámbitos y otros países, y de esa hermosa sensación de estar haciendo algo importante en favor del bien de todos los trabajadores y soñando -luego comprobando que en forma ingenua- que estos logros no tenían vuelta atrás y que tanto el nombre suyo como el de sus compañeros iban a estar por siempre unidos a la historia de esas reivindicaciones, con lo que sus hijos tendrían por siempre un motivo más para enorgullecerse de ellos.
Hacían política desde los afectos, hecho tal que los hacía creerse imbatibles.
Sus banderas utópicas las elevaban por delante de cada relación, de cada gesto, de cada decir.
Domingo tenía como galardón más preciado el logro del control obrero de la producción en aquella petroquímica gigante y todopoderosa, que como nuevos “Davides” supieron doblar. Aunque duró un corto pero glorioso momento, lo hacía sentir igual que aquel pibe menudo que alguna vez fue y que le pegó una sorpresiva trompada al grandote que molestaba a su hermano para después salir corriendo pero dar de todos modos la lección que se merecía.
También se llenaba de orgullo contando la defensa de la contemplación de las causas de los accidentes de trabajo, la defensa al reposo del trabajador enfermo, la denuncia de lo que producía el trabajo a destajo, la organización y ejecución de justas huelgas, y todo lo que se refería a la dignidad de sus compañeros.
Su rostro tomaba aires de ganador cuando recordaba la conquista a aquella maestrita alborotadora y de generosas curvas, que conoció en aquella asamblea de comerciantes y trabajadores hecha en Rosario -que fuese brutalmente reprimida con más de trescientos presos- y quien más tarde sería su incondicional compañera “hasta que la muerte los separe”.
Luego su relato tomaba tonos más tristes.
Con algunos vasos de vino tinto incorporados, recordaba cómo tuvo que salir por la ventana de la Unión Metalúrgica “apretado” por los matones de un tal Lorenzo; saltar de casa en casa de compañeros -que a veces ni pensaban como él, pero le tenían en alta estima- porque el grupo terrorista de ultraderecha AAA “reventó” su casa, al igual que las casas de otros compañeros y abogados laboralistas comprometidos en las luchas por la justicia, para secuestrarlos y asesinarlos. El tener que dormir con “los fierros” oliendo todas las noches ese penetrante olor a adrenalina pura causado por la incertidumbre y el miedo a la muerte; el estar rodeado por la policía o el ejército en alguna fábrica del norte del cordón industrial y tener que escapar jugándose la vida -de noche y metido en una bolsa de arpillera- en el baúl de algún auto; el sufrir la muerte de pedazos de alma cuando “le mataban” a sus compañeros, jóvenes tan maravillosos y hombres tan nuevos como alguna vez soñó ser...
Después de esto, el relato tomaba cuesta abajo hasta suspenderse en un llanto contenido que le impedía continuar y mirarnos con esperanzas.
El monólogo describía las vivencias del golpe del 76; las desapariciones de los amigos, la fuga al exterior para salvar la vida y esa horrenda sensación de cobardía inducida y el estar aflojando; las entradas clandestinas al país para sacar a compañeros perseguidos por la tiranía y también -no es menosprecio decirlo- para salvar un poco de ese compromiso de vida que fue en otros tiempos el servir a los demás defendiendo las causas justas y así poder respirar con un poco más de tranquilidad de conciencia en el penoso exilio impuesto. Precisamente allí es cuando el recuerdo de tantas ilusiones destrozadas, de tantas lealtades y cariños arrancados por la muerte y de tantas caricias ausentes, le estrangulaban el cuello y le hacían brotar lágrimas nerviosas que le inundaban los ojos y le secuestraban la sonrisa.
En ese momento, el más próximo a él le palmeaba cariñosamente y proponía al grupo el sumarnos a cantar la canción que se escuchaba ladrar un poco más allá, en el otro patio, donde decenas de jóvenes alborotados entonaban vehementemente “Para el pueblo lo que es del pueblo” de Piero, u otras canciones de la negra Sosa o Sui Géneris, tan de acuerdo con los humores que dominaban esos tiempos.
Aunque hacía largos años que no sabía de él, intuí que me recordaría con sólo mirarme.
No me equivoqué, ya que al notar mi cercanía -a diez metros- me regaló una sonrisa de complacencia y abriendo los brazos en cruz me invitó a su encuentro.
Con la alegría de reencontrarme con un amigo de antaño, respondí la invitación acelerando el paso para recibir un apretado abrazo de aquella persona cuya alteridad admiraba.
Después de las preguntas de rigor sobre personas y hechos comunes, me apresuré en incitarlo a que reanudáramos la marcha para no perder tiempo y charlar en el camino.
No pudo ser.
Después de decirme que no podíamos perder lo que ya no existía -que sin entender, no me atreví a preguntar- me dijo que primero iba a ir a buscar a un buen amigo del bajo Saladillo.
Lisandro -así se llamaba la persona- era un “laburante” con cuyo nombre su padre quiso homenajear al Dr. de la Torre, el que fuera un incondicional defensor de los intereses del país y que se destacara en su lucha contra los frigoríficos extranjeros que unidos al partido liberal del “fraude patriótico” saquearon los dineros públicos en la década del treinta.
Lisandro, que irónicamente sufrió las consecuencias de trabajar en un explotador frigorífico extranjero del sur de la ciudad en la sección conservas, ahora sufría una disminución del 75% en la capacidad visual por el reflejo de las latas y una creciente hipoacusia, las que le impedían ver y escuchar esas dos locuras de su vida que eran sus nietos.
Luego se encontrarían con otros ex compañeros de Lisandro, a los que no les había ido tan “bien” como a éste.
Estaría Antonio, con calamitosas proporciones de plomo en la sangre, lo que lo sometían a un saturnismo incurable; al igual que el otrora atlético Ricardo, ex jugador de fútbol de las inferiores de Rosario Central y ahora enfermo de brucelosis -para la cual hay vacunas que la empresa nunca quiso comprar-, el que sufría indecibles dolores en las articulaciones y estaba imposibilitado de caminar por sus propios medios más de una cuadra.
Con una actitud que no me sorprendió en lo más mínimo, Domingo se había ofrecido a acompañarlos hasta el parque para poder responder a esa invitación casi compulsiva que parecía haberse extendido a todo el mundo; por lo menos, al mundo conocido de estos arrabales.
Comprendiendo la situación, y no queriendo retrasarme en lograr mi objetivo, me despedí con un sentido abrazo, deseándole suerte. Me retribuyó con una sonrisa que le brotaba de sus ojos negros y sentenció que ya no había suerte, ni buena ni mala, sólo un último esperar...
Desconcertado, me sumergí en el cauce del río humano que avanzaba hacia el Independencia y lo dejé atrás.
X
Ya eran pasadas las 9:30 hrs. , dato que me proporcionaba el añoso reloj que se elevaba en el centro de la intersección del Bv. 27 de Febrero con el Bv. Oroño, cuando llegué al extremo sudeste del parque, justo en la diagonal que se abre desde calle Moreno -dos cuadras al este de Bv. Oroño- hasta este último, en donde antiguamente se tomaba examen de estacionamiento a las personas que penosamente tramitaban su carnet de conductor, y que finalmente trasladaron al darse cuenta de que la pronunciada pendiente de esta diagonal, sumada a la atípica geografía de las calles interiores del parque, hacían de esa parodia de examen algo sin utilidad.
Por consecuencia directa de la nueva lógica que regía este tiempo, seguía sin amanecer.
Como había sospechado, la luz innata de esta noche -que todo lo cubría- se hacía más presente en el parque. Sin embargo, parecía que más adelante, como a la altura del tradicional lago artificial del Independencia, fuese el punto de su más elevada intensidad.
Las personas que entraban por este lado del predio seguían marchando hacia aquel lugar.
Las columnas eran muy tupidas, así que sólo se podían reconocer las personas que marchaban en las primeras filas con referencia a donde uno se encontraba.
Por el lado externo derecho de lo que ya era una única e inmensa columna humana estaban dentro de un conjunto de lo que calculé en unos cien hombres y mujeres -niños no había visto en todo mi camino- unas personas que desde hacía un largo tiempo me habían despertado una profunda simpatía.
Fue una suerte -aunque Domingo quién sabe por qué me había dicho que ya no existía- el que coincidieran en caminar tan cerca mío; de otro modo hubiese sido muy difícil verlos aunque nos separaran diez metros, si éstos hubieran estado en forma perpendicular hacia el interior de la columna.
Se trataba de Santiago y Joaquín, acompañados seguramente por una minúscula parte de los cien mil brazos desocupados y subocupados del cordón industrial del Gran Rosario a los que el sistema neoliberal de mercado -vigente en las últimas décadas en el país- había tomado como variable de ajuste -que más bien era una variable de muerte-, cambiando el sentido del trabajo de derecho a privilegio y crucificando a miles de personas todos los días desgarrándoles sus dignidades y sus vidas a fuerza de legalidad cuando se podía, o de garrotazo si la ocasión lo habilitaba.
Joaquín -nombrado años atrás ciudadano ilustre de Rosario- de ojos oscuros, cerrada cabellera color café, bajo y flaco, vestía, como históricamente lo hacía, su campera y pantalón marrón, quizás como vivo emblema de su vocación por el sacerdocio franciscano. Vivía en la villa de San Francisquito junto a otro padre de igual orden religiosa atendiendo a los negados de esta sociedad, celebrándoles misa en la humilde capilla del lugar, organizando a los cirujas en cooperativas, y visitando humanitariamente los pabellones de enfermedades infecto-contagiosas del Hospital Carrasco, tratando así de llevar a la práctica la misión evangélica de la opción por los más pobres. ¡Y sí que son pobres los que les falta la salud!
Recordé entonces la primera enseñanza que le escuché cuando le conocí, hace más de veinte años, en un encuentro de pastoral social en San Lorenzo.
En esa oportunidad, como al pasar, le mencionaron los momentos en que hacía vino con uvas fermentadas para usarlas en la eucaristía, cuando estaba preso en la cárcel de Devoto, en Capital Federal.
Como quedé contrariadamente sorprendido por semejante novedad, cuando se me presentó la oportunidad me arrimé a presentarme y a sacarme la quemante duda del por qué había estado preso.
No había cumplido los dieciséis años e ingenuamente pensaba que a la cárcel sólo iban las personas que eran delincuentes.
Inconscientemente esperaba alguna respuesta confesional y el posterior arrepentimiento por el error que tan nefastas consecuencias le había traído.
Cuando después de andar alrededor del tema por fin me decidí a “interrogarlo” a quemarropa con la crucial pregunta (para ese entonces la palabra “sutileza” carecía de significado para mí), me contó su participación activa en los movimientos de campesinos del Chaco, organizando a peones y hacheros -eternamente explotados- entre los años 70 y 71. Luego trató de explicarle a ese inocente joven que era yo y que curioso le preguntaba, cómo “la presencia de un solo cristiano que vive la verdad basta para inquietar a muchas personas; cuando uno hace eso, siempre termina en la cárcel; seguir a Cristo es seguir el mismo camino que lo llevó a la cruz”.
Quedé espantado por lo terrible del análisis.
Al ver mis ojos de horrorizado asombro, sonrió y me consoló diciéndome: “pero sabés una cosa pibe, la represión, las cadenas y la muerte no alcanzan a ese templo secreto de cada hombre donde Cristo comunica su presencia. Es una dinámica interior que llega a conmover al poder”. Y no muy convencido, me conformé.
Con respecto a Santiago recordaba que no se quedaba atrás.
Con gruesos lentes y pocos cabellos crespos sobre los laterales, de tez blanca y físico abultado, Santiago había estado tres veces preso, siete años en total. La primera vez fue en el sur de nuestro país junto a otros sacerdotes, y la última dentro del regimiento 121 en plena tiranía militar, donde fue brutamente torturado como tantos otros.
Por aquellos años vivía en una villa del bajo Saladillo como cura obrero. No quería sentirse tranquilo en la seguridad que daba la vida de clérigo y además quería estar cerca de las “ovejas” que la iglesia oficial abandonaba, e irles a predicar, “aunque uno más que ir a enseñar va a aprender”, decía. Por eso quiso trabajar, y hacerlo en un horno refractario donde se valía de sus manos para moldear ladrillos de barro y liga de caballo para luego exponerlas al casi insoportable calor irradiado por el horno.
Esas mismas manos, ajadas por la ruda labor, las levantaba orgulloso al bendecir la eucaristía como un estandarte inequívoco de su compromiso con los humildes.
El mayor problema fue cuando se puso a organizar a la gente para que hicieran valer sus derechos y así tener agua potable, cloacas, dispensario y todo lo que tuviera que ver con las necesidades básicas de cualquier persona; lo que molestó a los punteros políticos, a la policía y hasta al propio obispado.
Como no podía ser de otra manera, fue a parar con sotana y todo a la cárcel.
Brillante escritor sobre las personas y los conceptos de la vida, Santiago me explicaba cosas como que “el conocimiento llama al compromiso, cuanto uno más se entera de las injusticias que sufren nuestros hermanos y más conoce el proyecto de Cristo, más obligado está a tomar parte en el asunto; de lo contrario, es mejor retirarse o pasarse al otro bando; a los simpáticos y cómodos el Señor los aborrece”.
Hasta donde tuve noticias, seguían ambos en lo mismo, aunque con no mucha suerte. Cierta vez, el mismo Santiago me explicaba lo inmensamente difícil que era luchar contra el sistema, “no nos sentimos fracasados, nos sentimos impotentes”, me decía algo amargado. De todas maneras, no aflojaban.
Corrí hasta ubicarme detrás de Joaquín sin que me viera y con una broma clásica de aquellos tiempos, le pegué con mis rodillas por detrás de las de él, ocasionándole una leve flexión. Al darse vuelta para identificar quién lo saludaba de tan particular forma, me reconoció inmediatamente y con espontánea alegría me respondió con una suave palmada sobre mi mejilla izquierda:
¬ ¡Cómo te va pibe!
¬ Acá estoy, como todo el mundo, en el parque.
¬ ¡Santiago!, vení, mirá quién se nos suma.
Y volteando a mirarme, Santiago avanzó, me tomó por el hombro derecho y golpeó auspiciosamente mi abdomen.
¬ ¡Qué hacés pichón!
¿Todavía no te metieron preso?
¬ ¡Dejate de joder!... los acompaño.
Después de presentarme a los más próximos de los que los acompañaban, nos intercambiamos síntesis de nuestras actividades de los últimos tiempos.
Así llegamos lerdamente, para no tropezarnos con los que nos precedían, hasta el Bv. Oroño, en donde nos sumergimos con el grueso de la gente, charlando amenamente, hasta la altura donde están las ocho largas palmeras de escamado cuerpo y los que parecen cien verdes brazos que saludan desde lo alto y que custodian el camino de acceso al Museo Municipal.
Pasado éste, se hizo un prolongado silencio hasta el monumento al General Belgrano (y a su caballo) promediando el largo del parque, en donde tuve tiempo de notar la seguridad conque mis buenos amigos avanzaban -casi eufóricos- hacia el lago.
Advertido de esto y siguiendo una línea de conducta con respecto a las formas de interrogar, lo tomo a Joaquín del antebrazo derecho haciéndolo aminorar su marcha y le pregunto atrevido:
¬ Decime a dónde vamos y para qué.
Giró su cara, que en un primer momento tiene una expresión de asombro y luego cambia lentamente a una mueca casi burlona, y mirándome directamente a los ojos me contesta:
¬ ¿No sabés a dónde vamos; no te imaginás qué está pasando?
¬ ¡No!, por eso te lo pregunto - respondí algo molesto.
¬ ¡Santiago! - llama Joaquín levantando la voz - Alejandro no sabe qué es todo esto.
Santiago cruza por detrás de unas personas hasta alcanzar mi lado izquierdo y muy solemnemente me dice:
¬ Si no lo sabés es porque todavía no te corresponde saberlo. Pensá por qué razones estás ahora y acá. Pensá si te trajo el cerebro o el corazón, quizás eso te ayude; si no, peregriná un poco más y en muy poco tiempo seguramente lo vas a saber.
Me dejó tan desconcertado que no alcancé a articular ninguna réplica.
Cuando empezaba a reaccionar ya Santiago estaba a tres hileras de personas a la izquierda mía y unos quince metros por delante, distancia que se creó por reducir mi velocidad de paso a casi cero, como reservando toda mi energía para descifrar lo que no alcanzaba a entender.
La razón no me había traído, por lo que quedaba el corazón. De todos modos eso no me decía nada.
Increíblemente no hice ningún esfuerzo por repreguntar -lo que era desde todo punto de vista algo anormal en mí ante una respuesta no satisfactoria- y dejé que mi amigo pusiera definitiva distancia.
Luego miré a Joaquín, del que también me había distanciado pero estaba mirándome, el que contestó mi mirada levantando cejas y hombros y que también tomó el camino de Santiago colocándose al lado de éste.
El corto compartir de la marcha había terminado.
Mirándolos caminar, observé que delante de ellos, en diagonal, se levantaban las columnas corintias que custodian el rincón noreste del lago, con sus blancas estrías manchadas y sus coronas en parte destrozadas.
Miré hacia la rotonda que contiene un “trianguloso” monumento azul y marrón, con sus cuatro mástiles huérfanos de banderas que se encuentran enfrente de estas columnas, y observé cómo se arremolinaban los dos océanos de personas que coincidían tanto desde el sur como desde el norte.
Evidentemente por ahí terminaba el camino.
Intuí fuertemente que por fin me enteraría de lo que estaba pasando.
XI
Mi reloj marcaba las 10 hrs. en punto.
El cielo seguía clavado con todas las estrellas de luces tenues, y el resplandor era máximo en esta zona del parque, especialmente sobre el lago, y disminuía pasando a éste hacia el norte y hacia el oeste.
Una vez llegado a la rotonda del trianguloso monumento empecé a cruzar en forma oblicua hacia la pequeña colina verde que contiene el tradicional almanaque vegetal, donde los novios de todos los tiempos completaban la ceremonia nupcial retratándose en rígidas fotos, como testimonios inapelables de las fechas de tan importantes eventos.
En un principio no podía ver esta colina debido a la gran concentración de gente y a mi baja estatura, con lo que me guiaba por las columnas que le servían de respaldo.
Internándome entre la multitud -que extrañamente no empujaba guardando un anormal respeto- fui esquivando personas “comunes” y de otro tipo notoriamente diferentes, ya que se encontraban visiblemente descalzas.
Estas mismas personas no se desplazaban en forma circular y errática como las demás, sino que cruzaban en líneas más o menos rectas como buscando un sitio determinado. Vestían ropas occidentales, túnicas o atuendos de otros estilos de diversas regiones y épocas, pero todas en color blanco en diferentes tonos. Sus aspectos físicos eran corrientes, y las había de todas las edades adultas, sexos y etnias.
Como quería ganar un lugar más elevado para buscar no sabía muy bien qué, las miraba nada más que el tiempo que duraba el ocasional cruce.
No veía a nadie conocido y estaba virtualmente solo en medio de lo que parecía un millón de personas.
El parque estaba colmado, hasta donde se veía, y seguía llegando gente.
Del remolino producido por la confluencia de las dos vertientes de personas salían tangencialmente dos grupos de columnas: unas hacia la tropical isla artificial que se encontraba en el medio del lago, internándose en éste y desembocando en aquella, y la otra rodeaba el lago y penetraba en el coloso estadio de Newell´s por todas las puertas visibles.
Sin detenerme demasiado en pensar los motivos de aquella particular disposición me esforcé por alcanzar mi objetivo inmediato.
Cuando finalmente alcancé la base de la pequeña colina, adornada con pequeñas piedritas cerámicas de variadas formas color rojo ladrillo, vi con asombro que los plantines verdes pálidos que formaban la fecha del día, incrustados en el calendario vegetal, marcaban “SÁBADO 30 DE FEBRERO”.
No lograba reaccionar.
XII
No es que semejante fecha me inquietara, ya que mi capacidad de asombro se había visto notablemente disminuida en las últimas tres horas, pero nadie podía ser tan estúpido o tan borracho como para equivocarse de una forma al extremo ridícula.
Sin embargo parecía que todos aceptaban esa fecha, ya que el único mortal que estaba mirando atónito el almanaque era yo.
En eso sentí que una mano se apoyaba en mi hombro derecho como sin peso, como si no tuviera densidad, aunque poseía la cualidad de hacerse notar.
Volví la cabeza buscando la cara de algún conocido, pero en vez de eso encontré un hombre de aspecto cuarentón, barba enrulada y pelo corto levemente ondulado. Su postura era atlética, y poseía rasgos de armoniosas líneas. Vestía ropas holgadas blancas y estaba descalzo.
Me miraba penetrantemente a los ojos sin pronunciar palabras, por lo que me adelanté a preguntarle en qué lo podía ayudar:
¬ Soy yo el que te va a ayudar - respondió seguro.
La fecha que estás mirando es la que corresponde a la larga noche de todos los tiempos.
Ayer, viernes 29 de febrero, terminó de una buena vez y para siempre la pasión de esta doliente y trágica humanidad.
Hoy, sábado 30 de febrero, es la larga noche en que se mantendrá esta misma fracasada humanidad como muerta, esperando sin tiempo el gran juicio de la historia.
Mañana, en lo que hubiera sido el domingo 1º de marzo -fecha que como en el antiguo calendario romano vigente en la época de Jesús empezaba el nuevo año y se realizaba la limpieza de los lugares- amanecerá resucitada en los justos, la nueva era de la vida.
¬ ¿Pero... usted quién es... cómo sabe todo eso?
¬ Mi nombre es Epicuro.
¬ ¡Epicuro, mirá vos!, como el filósofo griego muerto hace como 2300 años. Ese, el que enseñaba que el placer en el cultivo del espíritu y la práctica de la virtud era el fin supremo del hombre, y que todos sus esfuerzos debían tender a conseguirlo.
¡Pero qué notable!, hasta te parecés a la figura de los bustos pétreos que nos han llegado hasta nuestros días...
A lo que el extraño ser, después de tener una leve sonrisa, me contestó:
¬ No sólo me parezco, soy Epicuro; y después de casi 2300 años sigo pensando lo mismo.
¬ ¿Pero, entonces...?
¬ Soy un ángel. Al igual que todos los que están descalzos, ángeles como yo, he venido a administrar justicia; de esa clase de la que no se equivoca, de la que no se soborna y de la que no se apela.
Soy el supervisor destacado al distrito 2000, que es la región del Gran Rosario.
Existen otros ángeles foráneos más que me ayudan a organizar esta reunión o, eventualmente, a dar las explicaciones del caso a aquellos que, como vos, por distintas razones no se enteraron de lo qué se trata todo esto. El resto de los ángeles de este distrito son rosarinos, o aquellos que en vida mortal tuvieron que ver con esta región.
Te sugiero que estés atento. Antes de tu juicio te podrás regocijar con la presencia de personas que en sus tiempos las tenían de menos y ahora son bellísimos ángeles.
También verás cómo los maldecidos, perseguidos y calumniados a causa de defender la justicia recibirán consuelo, obtendrán misericordia y serán salvos.
Por otra parte, verás también cómo a muchos notables poderosos que perdiéndose a sí mismos al cerrar y esterilizar su corazón hasta ser incapaces de amar, siendo indiferentes a las desgracias de los marginados -extensiones de Dios en la tierra- de este tiempo y que basaron su consuelo en la riqueza material -podrida por la injusticia- al margen de sus hermanos o a costa de ellos, ahora valen menos que la nada y la irradiación del Dios que es amor los quema y atormenta...
¬ Muy interesante, ¿pero cuándo va ser mi juicio? - pregunté entre pasmado y ansioso, aceptando todo lo que me informaba.
¬ Tendrás que esperar todavía un poco. Tu ángel te encontrará.
¬ ¿Cómo voy a saber cuál es mi ángel?
¬ Te aseguro que cuando veas a tu ángel te darás cuenta de inmediato...
XIII
Después de la singular conmoción que me produjo el enterarme que estaba en el fin de los tiempos, lo invité a Epicuro a sentarse sobre un duro banco de cemento que estaba sobre la vereda norte del lago, frente al atracadero de botes.
Apenas repuesto de estas “buenas” nuevas, y casi no pudiendo creer que estuviera viviendo la parusía (segunda venida de Cristo), retomé el diálogo con el ángel:
¬ ¿Cómo es que no te ves de setenta años, si moriste de esa edad, viejo y enfermo, en tu Grecia natal?
¬ El cuerpo que uno tiene en la vida mortal es como la semilla de una planta. Para que la planta florezca tiene necesariamente que desgarrar la semilla. Contra más perdidamente se desgarre -con actitudes a favor de lo que es noble a costa de nuestra propia conveniencia material- más bella y fuerte será la planta. Esa planta es como el cuerpo eterno que se construye día a día. Al final de la vida terrena cada uno tendrá el cuerpo que se merece, el que exprese mejor lo que ha sido ante sus hermanos y lo que es ante Dios.
Así, continuará la otra vida a la presente, será el mismo hombre o la misma mujer, con toda su personalidad, marcado por sus actos pasados, por todo lo que lo hizo madurar. Como ese hombre o esa mujer no se hicieron solos sino relacionados con los demás hombres y mujeres, si somos salvos nos encontraremos unidos en forma especial a los que más amamos en la vida terrena y nos ayudaron a crecer, si fueron salvos también.
Así es como la muerte es derrotada y sólo prueba que hemos entrado de una vez y para siempre a la vida.
Yo, particularmente, pude construir un cuerpo bastante bueno.
¬ Yo pensaba que en el Cielo íbamos a estar más homogéneamente “desparramados”, siendo almas más o menos parecidas, pero me gusta más así.
¿Y decime, el tema de las siete trompetas con las siete plagas, los ángeles vestidos con túnicas de oro y todo eso?
¬ Trompetas no hay.
Por la montañita del rosedal lo vi a Alberto Einstein con su violín, pero sigue tocando peor de lo que lo podrían hacer esos monos que tienen presos en su decadente zoológico.
Sobre las siete plagas, aquí en Rosario, con esa desocupación espantosa que tuvieron hasta ayer -que si esto continuaba se iba a poner peor-; con la miseria que sufren los niños que comen gatos, los 200 que están desnutridos o la exclusión de los 5000 niños que viven en las calles en condiciones anormales para su edad; con el trabajo de 30000 menores -prohibido por su ley- que están sin ningún amparo; con el 22% de analfabetismo; con algunos nefastos políticos que desbastan el erario público a favor de sus pútridos intereses; con su tráfico endiablado y con el asfixiante verano -incluidos los mosquitos que muerden como perros-, me parece más que suficiente.
Sobre nosotros los ángeles, no nos gusta vestirnos con prendas de oro. Además de ser muy incómodas, es el símbolo del dios de la riqueza material al que nosotros no servimos. A mí particularmente me gustan estas cómodas ropas occidentales... y además estoy más a la moda (risas).
Estamos descalzos porque pisamos la tierra sin ser de ésta, que es lo que hicieron aquellos que en vida mortal alcanzaron el Reino de Dios; o sea los mártires, los testigos.
El color blanco que todos usamos significa nuestro eterno gozo, nuestra victoria sobre la muerte, nuestra gloria... y con mi tez morena me queda de maravillas (risas sostenidas).
Riendo yo también, y olvidándome por un momento de mi propio asunto que bastante me preocupaba, concluí que tenía a mi lado un ángel coqueto.
Quién sabe, quizás la gloria también incluía algo de eso...
Luego le interrogué:
¬ ¿Y los malos?, los ángeles rebeldes, los demonios, ¿no vinieron?
¬ ¿Qué pretendés? Ver a un viejo sucio, feo y malo; cornudo, vestido de rojo, con cola en punta, lengua bífida y tridente?
¡No entendés que este año no va llegar el carnaval...!
Los “malos” de todos los tiempos están bien guardados.
No sé bien por donde, pero es por algún lugar bien contaminado por sus miserias y privados de la presencia de Dios.
Así de fácil y así de simple.
Perderlo a Dios es perdernos a nosotros mismos, eso es el infierno.
En este distrito se accede por los túneles del leprosario, que como en los leprosarios de los tiempos bíblicos, es un lugar de dolor y desprecio.
¬ ¿Y por dónde está el leprosario?
¬ A la izquierda nuestra, en ese estadio pintado con colores de sangre y luto.
Miré penosamente hacia la izquierda hasta detener la mirada en el estadio de mi querido y viejo Newell´s.
Tratando de salvar honores -lo que dadas las circunstancias rozaba la frivolidad- intenté desmontar el simbolismo de los colores:
¬ Perdón, pero el negro y el rojo significan el anarquismo y el comunismo, teorías políticas fracasadas en sus estados puros, pero que nacieron como respuestas a la opresión del pueblo y para su supuesta liberación...
Luego hice silencio y esperé la respuesta al anterior análisis.
Sonrió.
Dejó de sonreír.
Me miró sobradamente y con expresión de cansada suficiencia replicó:
¬ ¡Dejate de joder!, siempre el mismo sociológico acomodaticio...
Supongo que puse la misma cara de circunstancias que cuando me agarraron con aquel completísimo “machete” en el examen del Quijote y no tuve nada que “alegar”, como pasa en esas incómodas circunstancias.
Seguidamente intercambiamos risas, dando fin de este modo a mi pequeño esparcimiento mental.
Volvió a atraparme la realidad.
De todos formas, fue muy bueno para mí el enterarme de lo que estaba pasando justamente a través de este ángel.
Él era muy agradable, e increíblemente tenía una forma muy argentina de “romper el hielo”. Quizás por eso lo habían designado a Rosario.
Ahora, sólo quedaba esperar.
XIV
Como no pude esperar más de cinco minutos sentado -ya que sentía cómo se me destrozaban los nervios- empecé impacientemente a caminar, quedando Epicuro, con los dedos entrelazados sobre una de sus rodillas, sentado en el banco.
Caminé rodeando el lago, hacia el oeste, en dirección al estadio.
Al llegar a unos cuarenta metros de éste, no sin dificultad por la inmensa cantidad de gente circulante, observé cómo se había formado una moderada fila de uno en fondo sobre una de las puertas de “ingreso visitantes” del leprosario.
Sabía, por lo que me había dicho Epicuro, que allí iban a parar los condenados.
Miré por unos minutos a esas miserables personas y me parecieron desde todo punto de vista gente normal.
Las apariencias me engañaban o yo estaba confundido.
Parado a unos cinco metros y de espaldas a mí, como vigilando la fila, estaba recostado sobre una vieja palmera de un grupo de siete, un hombre alto y de robusta contextura. Tenía el cabello negro y crespo, y una cosa más: estaba descalzo.
Como especulé que sería un ángel, me acerqué a preguntarle sobre mi duda:
¬ Disculpe que lo moleste, ¿usted es un ángel, verdad?
Giró violentamente con todo el cuerpo y pude observar a un ser bastante agrio, de tez trigueña y rasgos árabes, que se me ocurrió acusador de unos ochenta años.
Se lo veía bastante arruinado. ¡A éste no le fue tan bien!, pensé para mis adentros.
Evidentemente se habría salvado “con lo justo”, y le asignaban las peores tareas.
¬ ¡Por supuesto que soy un ángel! - replicó a mi pregunta.
Me llamo Maniqueo, el que admitía la herejía de los dos principios creadores, uno para el bien y el otro para el mal; y no lo disculpo, porque sí me molesta.
¡Qué quiere!
Tratando de abreviar al máximo para poner fin a tan desagradable conversación, fui directamente al grano:
¬ Quería saber si esa fila es la de los “malos”.
¬ ¡¡¿Malos? , que eufemismo!! - respondió burlándose.
Esa fila es la de los HIJOS DE PUTA.
Hace un momento entraron los traficantes de bebés, los abusadores de menores y los infanticidas, y ahora están ingresando los relacionados al narcotráfico: correos, distribuidores, fraccionadores, policías, jueces, políticos... en fin, todos los que eran necesarios para la cadena de comercialización. ¡Y todas las “joyitas” que faltan!
El Dante -que por esta hora debe estar supervisando el distrito Florencia, en Italia- de haber escrito su “Divina Comedia” en este tercer milenio, tendría que haber inventado un décimo círculo para estos execrables sujetos.
Yo no me puedo quejar, Dios ha sido muy misericordioso conmigo. Dentro de todo, este no es un distrito tan malo.
A otros ángeles amigos míos les asignaron distritos en el “primer mundo” que son una cloaca. Ni en Sodoma y Gomorra se vieron bajezas semejantes, las que ustedes ni se imaginan: traficantes de armas, políticos y empresarios hacedores de guerras, agentes de servicios secretos, líderes sectarios de alcance mundial, propietarios de monopolios financieros y muchos proxenetas más.
Ustedes tuvieron mucha suerte de nacer aquí.- y con un adusto gesto se cruzó de brazos y me dio la espalda.
¬ Entiendo - le contesté secamente por detrás.
Luego -siempre parado en el mismo sitio- miré alrededor mío y observé una de las siete filas que se internaban en las aguas del lago, las que estaban casi quietas y tenían un color verde oscuro muy intenso.
Precedían la fila un pequeño grupo de chicas con agresivo maquillaje, brevísimas prendas y unas diminutas carteritas de charol negras y livianas colgadas en bandoleras, lo que dejaba poco lugar a dudas acerca del “oficio” que realizaban. Todas se estaban descalzando.
Las seguían, algo más atrás, otro pequeño grupo de hombres en los que no se distinguían pertenencia alguna a determinado oficio; simplemente parecían buenas personas y de variada extracción social. Me imaginé que serían los buenos vecinos, los desconocidos amables, los servidores solidarios, los ciudadanos correctos, los justos; en fin, personas que sin estar en “poses de buenos” los son más que otros que por el reconocimiento social sí lo están. También se estaban descalzando.
Como siempre tuve esa casi compulsiva tendencia a abrir la boca cuando el más elemental sentido común indica lo contrario, volví a preguntar a este enfadoso ángel:
¬ ¿Y aquella otra fila de personas que se internan en el lago, hacia la zona del más denso resplandor que está en el centro de la islita del medio, son los “buenos”?
Girando un breve momento la cabeza para mirar por encima de mi hombro y luego retornándola rápidamente a su antiguo lugar -siempre dándome la espalda- me respondió groseramente:
¬ Esos también son hijos de puta.
Como no me gustó el tono de la respuesta -que tampoco entendí- lo tomé del brazo izquierdo y le increpé:
¬ ¡No entiendo! ¿Entonces cuál es la diferencia con el anterior grupo?
¬ Mirá “querido”, hasta donde yo entiendo, en el mundo existen dos clases de adultos: los que son hijos de puta y no les importan, y los que son hijos de puta pero les pesa y todos los días se arrepienten y tratan de corregirse. Acá lo que importa son las disposiciones interiores con respecto al otro; no tanto el no pecar sino el hacer el bien a los demás.
Muchos de ustedes se creen que tratando de pulir sus vicios y cumpliendo con las obligaciones ritualistas ya son buenas personas y los demás que “revienten”, como dicen ustedes. Eso no sirve de nada.
Otros, se creen que por el solo hecho de sufrir o de ser pobres se ganan el Cielo, pero eso tampoco alcanza; todo eso sin una actitud espiritual orientada hacia lo justo y lo verdadero no sirve de nada.
¡Si fuera por no hacer pecados acá se salvan cuatro locos!... - y terminando de decir esto se calló sin más comentarios.
Reflexioné unos instantes acerca de lo que acababa de oír y dándome media vuelta, sin tomarme la molestia de saludar, di por finalizada la áspera conversación.
Como escuchaba unas voces algo más elevadas que el promedio de las demás personas, por el lado sur del estadio, y no alcanzando a ver quiénes las emitían, me dirigí hacia ese sector a curiosear.
De todos modos, no veía a ningún ángel que pareciera corresponderme... ni lo quería ver.
XV
Buscando inútilmente las voces, que por momentos se me perdían y que la enorme cantidad de gente distorsionaban, me alcanzó Epicuro que supuse estaría controlando cómo iba la cosa.
Le pregunté si sabía de dónde venían estas voces y, al no poder indicarme con certeza, muy amablemente se ofreció a acompañarme hasta encontrarlas.
Mientras caminamos, me comentó que al estadio se accede a través de seis filas y la más conflictiva es la de los políticos, creyendo adivinar que esa voz pertenecería a dicha fila.
No se había equivocado.
Al llegar a la tercera fila -la de los políticos- estaba el sombrío y acomodaticio Luisito, más delgado que de costumbre, de abundante cabellera negra sujetada con fijador, mediana contextura física y gomosa voz. Lucía un impecable traje gris ceniza, corbata al tono con traba de oro sobre una camisa de seda blanca y finos zapatos negros.
Gesticulando con el brazo izquierdo -portador de un fino reloj de oro- vociferaba notoriamente irritado.
Luisito era hasta ayer el eterno congresista que, aunque despreciado por el electorado, siempre se las ingeniaba para “colarse” en un período de mandato más, merced a los conciliábulos preelectorales dentro del partido.
De familia de humilde condición del sur rosarino, supo amasar una fortuna incursionando en la política sindical -matizada luego con política partidista- con el conocido método de ser oposición para después venderse y cobrar; mecanismo tal que usó con suma maestría hasta en los gobiernos militares a los que supo seducir y obsecuentemente servir.
De frente a él, y ambos de costado con respecto a nosotros, se encontraba el ángel que, como era lógico suponer, le estaba señalando el estadio.
Este descalzo ser lucía una tradicional túnica blanca ajustada a la cintura por un grueso cordón en forma de soga marinera color arena pálido y era muy delgado. Aparentaba unos sesenta años y su rostro, si bien era vivaz, tenía los pómulos en notable relieve, los globos oculares hundidos y escaso cabello castaño claro que dejaba visible una importante frente.
Me pareció reconocer esa cara, así que le pregunté a Epicuro, que se mantenía a mi izquierda, si era posible que le conociera:
¬ Solamente por retratos. Es Nicolás Maquiavelo.
Inmediatamente lo ubiqué en el tiempo y en su pensamiento -que no me pareció muy cristiano- a lo que me interesé:
¬ No me parece que lograr los fines no importando los medios sea muy bueno.
¬ A mí tampoco -respondió Epicuro- pero eso es el maquiavelismo, que es lo que comúnmente se refiere a la parte de su exposición en la cual indica la consecución más efectiva para lograr un determinado fin pero que no tiene relación con su moral. Él se cuidaba muy bien de diferenciar lo correcto de lo conveniente. Es más, primero instruía al príncipe al cual escribía de lo que era moralmente lícito y recién después le indicaba lo qué era más efectivo para la lograr el fin.
La elección política y ética era del príncipe, no de él.
En un campo más general Dios hizo lo mismo; dio al hombre una inteligencia nata y pobló al mundo de todos los tiempos con mentes esclarecidas para mostrar el bien y el mal y las diferentes formas de llevarlos a la práctica.
La elección siempre fue de los hombres, y lo respetó imperturbablemente.
Como Maquiavelo es un genio en su materia, el pobre de Nicolás salta de distrito en distrito atendiendo los casos difíciles.
Acá ya termina, y luego se va para Buenos Aires. Ahí tiene para rato.
Después de esta irrebatible explicación nos detuvimos a escuchar:
¬ Basta Luis, entrá de una vez que tengo mucho que hacer, ya es tarde para todo.
¬ Pero tengo derecho a una apelación, ¡esto es un atropello, reclamo mis fueros!
¬ Acá no hay fueros que valgan y entendé que esta no es la justicia que estaban acostumbrados a manejar los de tu calaña; esto es justicia infinita y no se apela; callate y entrá al estadio de una vez.
¬ ¡Por lo menos explicame mejor de qué se me acusa; hasta donde recuerdo, siempre defendí los derechos de los ciudadanos!
¬ Por empezar ya no se te acusa, se te condenó, y podemos comenzar que por cinismo.
Podemos seguir con latrocinio a través de soborno, lo que te redituó una enorme fortuna equivalente a millones de raciones de comida; todo esto mientras que en la provincia que representabas había niños desnutridos.
Pero te puedo contar más, te puedo contar los resultados de tu accionar.
Como consecuencia de votar leyes en las que no creías pero por conveniencias pecuniarias votaste, solamente en este distrito y en los años que ejerciste, se suicidaron, por desesperación del que no encuentra solución a su situación laboral o previcional, 27 personas.
Por esas mismas leyes, 32056 trabajadores quedaron sin trabajo y, a su vez, por problemas derivados de esto, 112 niños vieron cómo sus padres se separaban, quedando destruidos sus hogares.
Podemos seguir recordando cómo hurtaste solapadamente parte del dinero del sindicato destinados a vacunas que luego no alcanzaron y tuvo como consecuencia el penoso resultado de que 22 niños enfermaran, resultando fatal pera uno de ellos.
Te podría explicar cómo todo tiene que ver con todo y de cómo tenés indiscutible responsabilidad en casos de chicos drogados por problemas familiares inducidos por políticas excluyentes, de mujeres golpeadas por maridos totalmente alterados por sus situaciones laborales, de accidentes por distracción del que está abrumado con problemas que no serían tales si vos y tus cómplices lo hubieran presionado un poco menos con impuestos que después despilfarraban y legalmente robaban, de violaciones y asesinatos por falta de recursos para las fuerzas policiales -dineros que estaban pero “desviaron”-, de muertes evitables si partes de esos mismos recursos correspondientes a salud hubieran llegado a quienes correspondía, de cerrarles los caminos a muchachos que quedaron laboralmente inválidos ya que les escamotearon los dineros que estaban destinados para educación y lo usaron para el lujo y el libertinaje, y cientos de atrocidades más que ya sabés y que en verdad me causan un profundo asco recordar.
¬ Pero bueno Nico... tampoco es para ponerse así; fueron simplemente algunas “desprolijidades”, como nos gusta llamarlas a nosotros, ¡pero somos toda gente con buenas intenciones!
Fueron lamentables “consecuencias indeseadas” que con el tiempo seguramente las hubiésemos corregido ¡para el bien de esa patria justa y soberana que nos legaron nuestros mayores, la cual -estoy persuadido- la hubiésemos catapultado al concierto de las grandes naciones del mundo -de donde nunca tendría que haberse ido- e inaugurar así un tiempo de prosperidad y justicia que merezca ser vivido por todos los hombres de buena voluntad que habitan este bendito suelo argentino!!...
¬ ¡¡¡Que viva el doctor!!! - se me escapó exaltado, sin recordar que ni siquiera había terminado la escuela secundaria y ante el gesto desaprobatorio de Epicuro.
A todo esto, Maquiavelo movía la cabeza en forma negativa, mientras se apretaba el labio inferior con los dientes superiores. Creo que no sabía si reír o llorar.
Después de algunos segundos, en los cuales a Luisito se lo veía ansioso esperando la respuesta a su arenga, Maquiavelo rompe el silencio para volver a sentenciar:
¬ Me parece que todavía no tomás conciencia de lo definitivo y grave de la condena.
En definitiva -y tratando de ser más conciso y claro- de lo que se está acusando es de traición.
Traición a la gente que tenía derecho a esperar que trabajes para su bien, traición a la política que bastardeaste haciendo de unas de las actividades más nobles algo ruin y además endosándoles a esos otros políticos honestos que existían y que sí hacían verdadera política -no la antipolítica que ejerciste siempre vos- el mote de ladrones, y traición al mensaje evangélico ante el cual juraste “cumplir y hacer cumplir fielmente la tarea que te había sido encomendada” a lo que agregaste “que si así no lo hicieras, Dios y la Patria te lo demanden”; pues bien, Dios ahora, a través mío, te lo está demandando y la pena, con carácter de irrevocable, se te está aplicando.
Hoy se te acabó el tiempo de reír. A partir de ahora y para siempre, vas a llorar de pena.
¬ Pero escuchame Nico, querido, digo yo... ¿y no lo podríamos “arreglar” de alguna manera?
¬ ¡Lo único que te faltaba, que hasta quieras sobornar a un ángel en el día de tu juicio!
¡Vamos de una buena vez al leprosario por favor! - y tomándolo de un brazo le señaló la puerta número tres de ingreso al estadio, acompañándolo hasta la fila.
Como esta puerta estaba un tanto abarrotada por la presencia de colegas de Luisito, tuvieron que esperar un rato para que éste se internara en el estadio.
En silencio y con la cabeza gacha de resignación ingresó al leprosario.
Maquiavelo giró con la satisfacción del deber cumplido, y después de caminar algunos pasos se oyó una voz gomosa del interior del estadio que le gritaba:
¬ ¡Che, Nico! ¿Y no estará la posibilidad de algún indulto?...
Maquiavelo apuró el paso.
XVI
Me volví con Epicuro caminando hacia el lago.
Cuando estábamos cruzando la calle que separa el predio del club Newell´s -donde está incluido el estadio- con la manzana del Museo Provincial, veo que se cubre totalmente el cielo con miles de pájaros negros, amarillos y blancos de distintos matices y tamaños.
Nos detuvimos a observar el fenómeno que duró varios minutos, hasta que pasaron todas aquellas aves.
Dándome cuenta recién ahí de que en este día no había visto ni oído ningún animal, le pregunté a Epicuro por los pájaros que vimos pasar:
¬ ¿Se debió a algo en especial el paso de esos pájaros que recién vimos volar a baja altura?, parecían miles.
¬ Eran unos 36000, y fueron los niños muertos ayer en todo el mundo -como todos los días desde hace años- a causa de enfermedades que se podrían haber evitado con 5½ centavos de dólar por niño y por día.
Pensar que sólo en armamentos se gastaba esa cifra multiplicada por cuatro, con lo que se hubiera podido dar comida, casa, salud, educación y descanso a toda la Humanidad; y que en cambio la inmoral voracidad de los injustos la dedicaba a fabricar armas que mataban, a personas y al medio ambiente, más y mejor.
El Padre los hace girar en esta larga noche alrededor de esta fracasada humanidad como ejemplos alados de la infinita crueldad de los poderosos.
¿Te das cuenta entonces la responsabilidad tremenda que tenían las personas con algún poder en el mundo, lo qué se esperaba de ellas, y el enorme compromiso en el que tácitamente quedaban sumergidas?
Hasta ayer había tecnología y materias primas para alimentar a 40000 millones de personas, y siendo que en el planeta vivían sólo 6500 millones, fue injustificablemente criminal que hayan habido hermanos que murieran de hambre.
Era simplemente un problema de distribución de las riquezas, o sea, un problema político. Dios había puesto las riquezas PARA TODOS y no para que la acumulen indiscriminadamente unos pocos, como pasaba hasta ayer que las 345 personas más adineradas del mundo tenían más riquezas que los 2300 millones más pobres. Por eso, por simple Justicia, a los responsables se los condena por traición, y muy, pero muy difícilmente, puedan sumergirse en el Tiberíades para ser salvos.
¬ ¿Qué es el Tiberíades?
¬ El lago de Tiberíades es aquel que está ligado a la vocación de los primeros discípulos, a la predicación de Jesús, a la tempestad calmada, y que luego de la crucifixión de Cristo -en esa oscura noche llena de negatividad, de miedo, de desconcierto, de caos, de absurdo, de la nada en que habían quedado los apóstoles con la desaparición del Maestro- Éste se les aparece victorioso de la muerte, dándole un sentido luminoso a la resurrección.
En este distrito hace las veces de Tiberíades el lago del parque. Por eso la luz, que viene del infinito amor del Padre a los hombres, proviene del centro de este lago y los que permanecen en la orilla, como vos, están desorientados y temerosos, esperando la resurrección a una nueva vida, o su condena eterna...
Me pareció una hermosa figura la que me acababa de explicar asociada al lago.
Luego se me ocurrió evadirme mentalmente pensando que Rosario tuvo suerte de tener un parque con laguito.
Lo único que faltaba era que, siendo el estadio de Newell´s el leprosario de condenación con entrada al infierno, fuera justamente el estadio de Rosario Central la entrada al Cielo.
Hubiese sido una canallada.
Después de esto seguimos caminado en silencio hasta llegar a unos diez metros de donde se encuentra uno de los dos cañones históricos que custodia la entrada al Museo Provincial, por delante de unas anchas escalinatas de adoquines grises.
Sobre el cañón que da hacia el lado del estadio estaba recostado, sobre una de las ruedas de acero y madera, un hombre de más de setenta años, corpulento y algo obeso, totalmente canoso, de tez rojiza y castigada, amplia frente con endiablados pliegues, ojos con iris claras enmarcadas dentro de escleróticas surcadas por decenas de venitas granates, y mirada agria y perdida.
Parecía no notar la presencia de nadie, ni de él mismo.
No le di mayor importancia y seguí aproximándome junto con Epicuro.
Pero al acercarnos a sólo un par de metros de él, me pareció reconocer -aunque no estaba seguro, o no lo quería estar- la figura aterradora del otrora genocida de la zona de influencia del cuerpo de ejército que a Rosario correspondía.
En esto, siento cómo Epicuro me pone una mano en el pecho, haciendo que pare de caminar, y muy serio me dice:
¬ Es el que estás pensando, y ha venido aquí para ser juzgado en la tierra de sus brutales crímenes.
Es el infame que humilló con su despotismo a toda la Patria.
Es el megalómano amanuense de sus execrables vicios.
Es el viejo pretoriano de los poderosos del país.
Es el impío asesino de utopías.
Es... el Generalísimo Leopoldo.
XVII
Un frío escozor recorrió los músculos de mi espalda al reconocer entonces la sórdida figura de Leopoldo.
Al tratar rápidamente de poner distancia, me cortó la retirada una fila de muchachos de unos 40 años que trabajosamente peregrinaban hacia el lago.
Por delante de ellos marchaba un hombre cuarentón, fornido, de ropas blancas del siglo pasado y pies descalzos.
Algunos de los muchachos que lo seguían avanzaban con problemas de locomoción que se manifestaban en epilépticos movimientos y eran ayudados por otros compañeros que los sostenían. Otros, con un notable devaneo, eran flanqueados por dos compañeros más que respetuosamente se mantenían a una prudente distancia. Por último, un chico en sillas de ruedas era empujado en silencio por otro que le faltaba el brazo derecho.
Cerrando el conjunto, a manera de retaguardia, caminaba manso un menudo muchacho de pantalones y casaca blanca que se encontraba descalzo.
Pasaron inconmovibles por delante de Leopoldo quien pareció no haberse enterado del hecho.
El muchacho del final se detuvo un instante frente a él, y después de haberlo mirado como con desprecio, siguió su marcha.
Me paré respetuosamente inmóvil al paso de tan heterogénea y mutilada formación, y ni bien acabó de pasar ésta, interrogué a Epicuro sobre la identidad de semejantes personas, a lo que respondió:
¬ Son los chicos de Malvinas. La gran mayoría han sido salvos.
¬ ¿Y quiénes son los ángeles?
¬ Son dos viejos héroes de estos lares, que entregaron sus vidas en los campos de San Lorenzo luchando por la causa de la libertad de la patria, o sea, de su gente.
“Arriba” nos pareció que sería un justo último homenaje a estos infortunados chicos de los que tan injusta y rápidamente ustedes se habían olvidado.
El que precede imperturbable la formación es el Sargento Cabral, y el ángel que tan orgullosamente los escolta es el Granadero Baigorria.
Sentí la culpa de mi propia responsabilidad por el olvido de estos muchachos, y tuve deseos de cuadrarme para saludar al conjunto con una firme y respetuosa venia, pero inmediatamente sentí mucha vergüenza y contuve el impulso, guardando sólo un quieto silencio.
Luego, cuando el último de estos chicos ingresó al lago descalzo, me propuse seguir mi marcha.
Estaba a punto de empezar a cruzar la calle del museo para ganar la vereda del lago, cuando vi venir de frente, y con dirección al cañón en el que se apoyaba Leopoldo, a alguien que me pareció conocido pero no lograba identificar.
Observé entonces el avanzar con paso firme a un vigoroso muchacho de unos cuarenta años, mediana contextura, barba y cabellos enredados y oscuros, y ojos que parecían expulsar fuego. Vestía, despreocupado, ropas caribeñas holgadas y claras.
Estaba descalzo.
En sólo un segundo estaba parado frente a Leopoldo a una distancia inferior a un metro y con gesto acusatorio.
El Generalísimo reaccionó levantando la vista -por primera vez desde que yo lo había visto- y lo miró con desagrado.
Indudablemente era “su Abaddón”, su ángel exterminador, y pareció reconocerlo.
No ocultó su aversión al descalzo ser.
De todos modos, no podía elegir.
XVIII
Tanto el ángel como Leopoldo se mantenían inmóviles uno frente al otro, por lo que aproveché para preguntarle a Epicuro sobre la identidad del barbado ángel, a lo que éste contestó:
¬ ¿Cómo, no lo conocés?, es el rosarino más famoso de todos los tiempos.
¬ Le encuentro cara conocida pero no se me ocurre ningún “ilustre” rosarino que pueda desempeñar las funciones de ángel con Leopoldo.
¿Puede ser algún luchador setentista de los cientos que hicieron desaparecer en Rosario durante la tiranía?
¬ Fue un incansable luchador, pero de las dos décadas anteriores, y su cuerpo mortal estuvo desaparecido por casi treinta años. Su eterna memoria nunca murió, perpetuándose día a día como un bastión inexpugnable de todos aquellos que anhelaban la liberación de sus pueblos oprimidos.
Ese hombre que, teniéndolo todo por pertenecer a una familia acomodada, se negó a sus privilegios y dio la vida por su ideal de justicia, es el Comandante Ernesto “Che” Guevara.
Quedé algo confundido porque tenía la concepción de que, si bien era un idealista incurable, tenía rechazo a todo lo eclesiástico, por aquella muletilla comunista de que “la religión es el opio de los pueblos”.
Como no aceptaba del todo que el Che fuera un ángel, pregunté nuevamente:
¬ Escuchame Epicuro, hay algo que no entiendo. ¿Cómo puede ser un ángel si era un apóstata comunista?. Él combatía la religión y ni siquiera aceptaba la idea de la existencia de un Dios creador. Si por él hubiera sido, hubiese acabado con todas las religiones para siempre y de una sola vez. ¿Cómo fue que terminó siendo ángel?
¬ Mi querido Alejandro, que poco y mal conocés a Cristo y a su Padre...
Dios también tiene hijos entre los que no creen en Él e inclusive combaten a la religión creyendo hacer un bien. El que sin pertenecer a la Iglesia trabaja en la misma dirección es considerado digno del Reino.
Si combaten a las religiones o concepciones que inyectan opio en vez de liberación -como lo hizo Jesús en su tiempo- hacen muy bien. Recordá que la teología o es liberadora o no es teología.
Imaginate que un padre tenga dos hijos a los que les pide la realización de una determinada tarea; uno le dice que sí, pero no la cumple, el otro le dice que no, pero la cumple. ¿Con cuál de los hijos te pensás que ese padre puede estar satisfecho?
¬ Con el segundo - respondí.
¬ ¡Felicitaciones, respuesta correcta!, entonces, ¿qué es lo que no podés entender?
El Che fue un gran “cristiano”, en el sentido más esencial de la palabra, por el amor que demostró hacia los oprimidos de esta tierra, en el lugar y en el tiempo que le tocó vivir; pero él no lo sabía. Jesús dijo: “no hay mayor amor que el que da la vida por sus hermanos”, y el Che, teniéndolo todo en su Cuba adoptiva, fue a buscar su cruz.
Sólo en el día del juicio de cada cual se sabe quiénes pertenecen al Reino de Dios...
Quedé pensando la enseñanza que había recibido -aunque un poco tarde, como todo lo de este día- cuando la voz del Che dirigida al Generalísimo atrapó mi atención:
¬ Generalísimo, conforme a la voluntad del Padre, usted ha sido inexorablemente condenado a la reprobación eterna. “Me va a tener que acompañar”.
¬ ¡No me falte el respeto, insolente! - respondió Leopoldo gritando con voz ronca, borracho de soberbia y alcohol.
¬ ¡Pero qué se cree! ¡Nosotros defendimos abnegadamente los supremos intereses de la patria, llenando el vacío de poder imperante, pudiendo así abolir el caos, restablecer el orden y salvaguardar las instituciones de la república! ¡Solamente he cumplido con mi deber de defender los valores occidentales y cristianos, de tal forma que tengo absoluta tranquilidad espiritual y de conciencia!
¬ ¡Sus “valores” pudieron ser muy occidentales pero estaban en las antípodas del cristianismo!
Por ser uno de los escatológicos déspotas implementador de la disciplina social de la “bestia” a través del aniquilamiento de miles de hermanos por medio del secuestro, la tortura y la muerte -por nombrar las aberraciones más lacerantes a la dignidad humana de entre una larga lista de crímenes de lesa humanidad cometidos- se lo ha condenado a beber el doble de lo que usted preparó para otros.
Por haber sido responsable directo del robo en este distrito de casi cien niños que fueron brutalmente separados de sus legítimas familias y que hasta ayer figuraban como N.N., se lo condena a que sufra tantos tormentos y desdichas como todas las que provocó.
Por haber saqueado cobarde e impunemente los magros bienes de sus víctimas -hasta llegar a robarle una casa entera a un joven matrimonio de ciegos-, y como posteriormente al país todo, se lo condena a tantas desdichas como fueron su lujo y su orgullo.
Por haber enviado a la muerte a cientos de chicos que, mal entrenados, sin equipo ni provisiones y sin una lógica coherente que los respaldaran, se inmolaron en tierras de Malvinas, se lo condena a ver vertiginosa e ininterrumpidamente uno tras otro los rostros tétricos e infaustos de los que usted mandó a la guerra, y a oír sus quejas de dolor y agonía por toda la eternidad.
Y por último, por alta traición a Dios, al haber sido gregario de los poderosos tanto del país como del extranjero, ayudando a fuerza de muerte y horror a construir la “paz romana” en una nueva Babilonia (poder enemigo de Dios), en donde el poder político y económico exige al hombre la adoración del mercado y de la sociedad consumista, produciendo marginados por millones y proponiendo que el que quisiera sobrevivir entregue su conciencia de solidaridad y fraternidad al dios hedonista que tiene a la ganancia como filosofía máxima de vida, en un sistema de injusticia y muerte de la persona como ser social, se lo condena a estar sumergido, con sus cómplices represores y con sus socios de las finanzas, dentro de toda la podrida riqueza de este mundo, en un clima fétido de efluvios de codicia y egoísmo.
Por todo lo expuesto, y conforme con la voluntad del Padre, su pena será de aplicación efectiva a partir de ahora y para siempre, para lo cual se internará a través de la segunda puerta del leprosario.
¬ ¡Yo no me arrepiento de nada, y lo volvería a hacer mil veces si fuera necesario!
¡Proceda!
¬ “Subordinación y valor” Generalísimo; por aquí...
Y escoltándolo por detrás, el Che con Leopoldo se perdieron entre la multitud, que ya se empezaba a disolver, rumbo al estadio.
Una pareja de mediana edad -notoriamente representativa de la clase media local- que venía de frente a ellos, al verlos pasar reconocieron a Leopoldo y comentaron:
¬ Mirá querida, es el Generalísimo Leopoldo, y lo mandaron al leprosario...
A lo que su compañera de camino contestó:
¬ Y viste... algo habrá hecho...
Se me ocurrió pensar que hay cosas que no cambian jamás.
XIX
Caminamos con Epicuro por la vereda este de la manzana del museo hacia el sur, donde se encuentra una zona repleta de variados árboles.
La noche seguía sumamente agradable, y muy entretenida.
Como hacía unos largos minutos que no conversábamos decidí preguntarle de una vez por todas lo que realmente me interesaba:
¬ Decime Epicuro, ¿voy a ser salvo o no?
¬ ¿Y a vos qué te parece?
¬ No sé. Esta noche aprendí algunas cosas que me inquietan, y sumadas a mis errores cotidianos, me hacen dudar de mi suerte.
¬ La suerte no tiene nada que ver en tu salvación. Si te salvás o no depende de cómo te comportaste en este mundo.
A mí no me corresponde decírtelo -como ya te dije vas a tener que esperar- pero si te sirve de ayuda te voy a decir que serán salvos 144000...
¬¡144000, eso no es nada! Solamente en Rosario debe haber esa cantidad multiplicada por siete. ¿La mayoría será condenada?
¬ ¡Mi pequeño saltamontes! (risas); 144000 es 12 multiplicado por 12 multiplicado por 1000.
El 12 es un número de plenitud, o sea que serán salvos mil veces la plenitud de la plenitud; por lo que, se salvarán la mayor cantidad de personas posibles.
¡Menos mal que el Padre es infinitamente misericordioso además de justo, que si no, no llegamos ni a 144!...
Seguí caminando impaciente por la incertidumbre que me causaba la espera.
Como lo peor en una preocupación es dejarse absorber por ella fui al encuentro de nuevas emociones.
Después de cruzar la calle, y estando en la zona de variados árboles entre el hipódromo y el museo provincial, vi pasar rumbo al leprosario a un conocido tele-pastor de la farándula rosarina, escoltado por un ángel que no reconocí pero que tenía una cara de asco evidente.
¬ ¿Y a éste qué le paso Epicuro, no corría con el caballo del comisario?
¬ Al “caballo del comisario” lo quiso “abusar”, y terminó “preso”.
Esta persona lucró con las cosas de Dios, engañando a las personas que incautamente caían en sus manos y sacándoles los pocos pesos que tenían, y eso es repugnante.
¿Pero sabés qué fue lo determinante para su condenación?
El servicio que este falso profeta le hizo al dios de la opresión.
Predicaba la resignación a la injusticia y al oprobio, adormeciendo la conciencia de los hombres en vez de despertar en ellos el amor a la justicia y la verdad.
Estaba muy cómodo dentro del sistema de pecado social que rigió hasta ayer.
Convencía a sus seguidores de que si uno era bueno y contribuía pecuniariamente a su religión Dios lo iba a ayudar; si al hermano le iba mal era porque Dios lo había “castigado” quién sabe por qué infame pecado. Para su servil doctrina no era bueno el que ayudaba a los demás, sino el que no molestaba...
Con real satisfacción por lo que había visto sobre el fin del cínico pastor volvimos caminado hacia el norte, cruzando en diagonal el Bv. Oroño, hasta alcanzar la manzana que está de frente y al norte del selecto club Gimnasia y Esgrima.
En eso Epicuro me señala un descalzo franciscano, de unos cuarenta años, importante contextura física, con la peladita en la cabeza a la vieja usanza, y vestido con el tradicional atuendo de esa orden, pero en color blanco mate.
Luego me cuenta:
¬ Es uno de los ángeles provenientes del viejo clero argentino más bien considerados.
En vida terrenal fue un intelectual multifacético que desarrolló tareas de matemático, físico, químico, relojero, dibujante, cordonero, bordador, herrero, artillero y médico.
¿Sabés a quién ayudó? Nada menos que al General José de San Martín.
Forjó las armas de la revolución sobre siete yunques a fuerza de limas y sierras con trescientos trabajadores. Fundió cañones, balas y granadas empleando hasta el metal de sus campanas. En 1816 colgó los hábitos -que como te darás cuenta no hacían al monje- y vistió el uniforme de teniente coronel de artillería. En 1827 prestó servicio de sacerdote y fabricante de armas a Simón Bolívar para luchar contra el opresor. Su voz quedó ronca hasta su muerte terrena de tanto gritar, y ahora la conserva así como testigo orgullosa de su obra para la liberación de su pueblo. Perteneció a esa clase de sacerdotes que siguieron los proyectos libertadores de San Martín, Artigas y Güemes para aliviar a los pueblos del yugo social.
¬ ¿Pero quién es?
¬ Fray Luis Beltrán, y está aquí para encargarse del clero rosarino.
Quedé fascinado por semejante curriculum por lo que me dispuse a escuchar el diálogo que estaba manteniendo acaloradamente éste con un envejecido y purpurado obispo:
¬ No insista monseñor, usted no puede figurar ni por error en el “Libro de la Vida”; además, Cristo ya dijo que en lo conoce, así que por favor diríjase hacia el estadio.
¬ ¡No puede ser! Yo soy toda una personalidad dentro de la jerarquía católica argentina, y dentro de la vida social y política también.
Me he recibido con medalla de honor, en el mismísimo Vaticano, de Licenciado en Derecho Canónico. Mis influencias en cualquiera de los gobiernos de turno, junto a las de tantos otros colegas, le ha redituado a nuestra Iglesia subsidios por más de 80 millones de dólares en sueldos de obispos, seminaristas y superiores, sumado a los 150 millones por exención de impuestos municipales y servicios, todos los santos años.
Además, yo particularmente, supe seducir a destacadas personalidades del quehacer nacional para luego insertarlas como funcionarios -que me eran del todo fieles- en los distintos gobiernos. ¡Todo para el bien de nuestra Santa Madre Iglesia!
¬ Santa y puta Iglesia -como escribiera San Agustín- fue la que supieron conseguir; y no es justamente la parte de santa la que se les debe. Además, si la considerabas Madre -como realmente siempre tuvo que ser- ¿por qué, como hubiera hecho cualquier otra madre, no tuvieron especial predilección por los hijos más desvalidos, como son los excluidos y humillados de esta tierra?
Se les ordenaban obispos para que fueran verdaderos pastores del rebaño del pueblo de Dios, no sus inaccesibles gerentes.
Hasta ayer viviste con lujos, comodidades, pleitesías.
Manejaste tu obispado como si fuera una empresa.
Entraste en franca contradicción entre el evangelio que vociferabas y la manera de vivir que llevabas. Sin renegar de Dios con la boca, tenías otro dios al que servías de hecho.
Demasiado cerca del poder de Babilonia como para llevar el Evangelio en forma concreta a los que sufren.
Demasiado beneficiado con esa economía de muerte como para no mancharse infamemente con sus crímenes sociales.
Demasiado comprometidos con el “status quo” dominante, como para implementar una verdadera teología cristiana.
“No se puede servir a dos señores, porque amarás a uno y aborrecerás al otro” dijo Jesús. Si amás al dinero y al poder opresor que genera, despreciás a Cristo y traicionás a su pueblo; por esa felonía se te condena.
Y una cosa más; llevate con vos a todos esos otros “sacerdotes” como al “padre” Héctor, el que lucraba con informes falsos sobre datos de desaparecidos en la tiranía militar y le sacaba los cuatro pesos locos que tenían esas desesperadas familias; al “padre” Emilio, que sabiendo perfectamente el paradero de los desaparecidos -de tal manera que lo tenía todo organizado en un fichero-, calló cobardemente haciéndose cómplice de la criminal represión; y al “padre” Eugenio, que confesaba detenidos en los centros clandestinos de detención y luego violaba el secreto confesional contándole ésta al jefe del centro. Ahorrame sus nefastas presencias.
Váyansen todos juntitos tomados de las manos al leprosario y no se preocupen, se van a encontrar con muchos buenos conocidos.
Ahora “tomátelas”.
Dándose vuelta fastidiosamente, el Fray Luis Beltrán, puso distancia rápidamente del señor obispo y pasó al lado mío murmurando su apuro por ir al encuentro de los que realmente sí tenía ganas de encontrar y abrazar.
Cruzó la calle hacia el sur y se detuvo en la manzana que, en mi opinión, es la más hermosa del parque y en donde se encuentra uno de los paseos más “románticos” de la ciudad.
Surcada por intrincados y angostos senderos, formados por millones de piedritas de cerámicas coloradas que se abren paso a través de diminutas dunas contenedoras de rosas en diferentes tonos y demás flores, el rosedal del parque fue siempre uno de mis paseos predilectos a la hora de intimar con alguna chica, hecho tal que me traía imborrables recuerdos de felicidad.
Cruzamos también nosotros la calle -Epicuro y yo- para ganar el lado norte del rosedal y ver desde una mejor posición la viva alegría que se veía por esas partes.
Lo vi entonces al Fray correr los últimos pasos que lo separaba de un grupo de hermosas personas que estaban alrededor de la azulejada fuente del paseo y confundirse en un interminable abrazo con Tomás, un viejo sacerdote -otrora tercermundista- que dedicó su vida a asistir a “los chicos de la calle”, dando vigor a un hogar que salvó a miles de criaturas de los males que inundaban esos sitios de Rosario. El Fray estaba tan emocionado con el encuentro que lo abrazaba y lo besaba y no paraba de reír en forma estruendosa. Hasta quiso levantar a Tomás del suelo, como hacen los jugadores de fútbol para festejar la conquista de un gol, pero éste estaba demasiado pesado.
Luego lo vio a Juan -otro cura obrero y disidente de la década del setenta, que se encontraba con su uniforme de portero de escuela- y soltando a Tomás, fue al encuentro de aquél para saludarlo con una calurosísima palmada un su hombro derecho que por poco lo hace caer.
Las risas de alegría seguían acompañando a todos los saludos.
Después se acercaron al Fray mis dos amigos Joaquín y Santiago, a los cuales el Fray les puso sus dos enormes manotas en los laterales de las cabezas, palmeándolos cariñosamente y haciéndolos temblar al ritmo de los golpes.
Alrededor de ellos, y de muchísimos pastores más, la incansable hermana Beatriz, junto con las maravillosas monjitas que atiende los despojos humanos que se ven moribundos en los hospitales o faltos de afectos en las guarderías de ancianos y cotolengos, estaban formando una ronda alrededor del Fray y de todos esos sacerdotes, cantando y saltando como chicas de primaria al finalizar las clases.
Reconocí también a Néstor y a Jorge, del mismo palo que los curas obreros, compartir la alegría del resto, al obispo metodista Federico abrazado por los hombros con los curas del cordón industrial del norte de Rosario, y a muchos otros verdaderos embajadores de Cristo en la tierra, de diferentes religiones y grupos humanistas.
Sumaban cientos los que gritaban y saltaban.
Reprimí un fuerte impulso que me pedía sumarme a la fiesta. Sabía que no era la mía y no la iba a usurpar, aunque de todos modos adhería feliz.
Me daba tanto gusto el verlos triunfantes que les hubiera tirado papelitos de colores si los hubiese tenido.
Con esa inmensa felicidad se fueron descalzando todos y locos de alegría avanzaron hacia el lago ante mis vítores y aplausos de sincera emoción que se sumaban a la de cientos de ocasionales presentes que complacidos los saludaban y tocaban.
Mientras tanto, el parque se estaba despoblando y mi ángel no aparecía.
No podía tardar mucho tiempo más.
Tendría que esperar.
XX
Habiéndose hecho silencio por unos cuantos segundos -probablemente porque con Epicuro ya no nos quedaba mucho más por decir- levanté la cabeza para tener una visión más completa de la gente del lugar.
Vi entonces a un grupo de cientos de personas que con guardapolvos blancos -mujeres la mayoría- recibían emocionadas la presencia de Rosita Ziperovich -la inmortal maestra distinguida como ciudadana ilustre por nuestro Concejo Deliberante- la cual, siendo un hermosísimo ángel, abrazaba uno por uno a los maestros que tan imprescindible función desempeñaron en esta sociedad -y que tan mal tratados y reconocidos fueron- haciéndoles brotar lágrimas de alegría a casi todos de ellos.
Me quedé pensando por un momento en mis primeras maestras de la escuela primaria y en todo el amor que me brindaron. De mayor, reflexioné muchas veces sobre este asunto, el que siempre me traía recuerdos de una inmensa ternura. Varias veces estuve por acercarme a mi querida escuela fiscal para ver si encontraba a alguna de mis maestras, para decirle que no me había olvidado de ellas, que las seguía queriendo, y para agradecerles el que me hubiesen ayudado -entre mucha otra gente- a que sea más libre y mejor, al darme con cariño y muchísima paciencia unos de los mayores tesoros del que muchos humildes pudimos gozar: la Educación Pública.
Nunca lo hice.
Cuando mi hija empezó el jardín de infantes, me emocionó profundamente el escuchar los acordes de la vieja y querida marcha Aurora mientras la bandera celeste y blanca se elevaba por el mástil de las manos de dos simpáticos bajitos, vestidos con sus guardapolvos en cuadrillé azul y blanco, y portadores de sendas caritas de improvisada solemnidad. Hacía como veinte años que no escuchaba esa marcha; la misma que cantaba a diario en los buenos tiempos de la primaria.
Fue justamente ésa la última vez que me propuse ir a visitar mi escuela.
Ahora ya era tarde.
Otra cosa más de la cual lamentarme.
Me quedé observándolas con nostalgia hasta que todos los maestros, tomados de las manos, se fueron hacia el lago.
Luego, a pocos metros míos, estaban los que parecía ser el grupo de trabajadores de prensa de la zona del Gran Rosario que habían sido salvos. Había cientos. Se saludaban afectuosamente entre sí, y por lo que escuché, seguían hablando de noticias.
Entre todos éstos reconocí a la distancia -ya que se destacaba su cabeza de entre las otras- al indomable Carlos, de inquisitiva voz nasal y ametrallada risa, el que por estos días estaba sin trabajo ya que lo habían echado de todos lados -salvo en aquellos medios de comunicación que ni siquiera le permitieron trabajar- al no callarse ninguna verdad, por más molesta e inoportuna que ésta fuera. Destino de exclusión común a todos aquellos que sin miramientos de conveniencias personales levantaban la voz gritando todas las injusticias que el sistema tan miserablemente trataba de tapar.
Pero ahora ahí estaba, con un maletín marrón colgado de la mano derecha y parado sonrientemente al lado del viejo Osvaldo -periodista e historiador comprometido especialmente con la memoria de las luchas obreras de principio de siglo- y con el que parecía ser el ángel de todos éstos: Rodolfo Walsh, periodista que, inclaudicable con sus ideales, terminara asesinado en plena tiranía militar, allá por el 77.
Al poco tiempo de fijarme en este conjunto, llamó rápidamente mi atención un bochinchero grupo que se encontraba a unos treinta metros hacia el sur de donde estábamos, alrededor del blanco monumento a la Madre Universal, sobre la vereda oeste de la manzana del rosedal.
Invité entonces a Epicuro a que me acompañase a ver.
No aceptó, pero antes me aconsejó que no perdiera la posibilidad de estar cerca de dicho grupo ya que me iba a gustar.
No se equivocó.
A poco de aproximarme, veo a toda la tropa rosarina de la cultura nativa haciendo un bochinche de proporciones descomunales.
Lo vi entonces a Lito -que era el más recatado, quizás por su edad que se trasuntaba en su precoz calvicie- charlando con Juanca -de por lo menos una generación posterior- lo que parecía ser como un símbolo del encuentro de la vieja trova rosarina con la nueva.
Más allá estaba, con simpáticos anteojos de marcos rojos y sus largos dedos sobre un teclado que llevaba colgado en forma de bajo acústico, el inefable Fito -algo más exaltado que los anteriores- y hablando rápida e incansablemente con otros que no recordaba el nombre pero los sabía pertenecientes a los grupos de música rosarinos que se multiplicaban por todas partes.
Por el lado opuesto, pero siempre alrededor del monumento a la Madre Universal, se encontraban otras no menos alborotadas personas que identífiqué como pertenecientes al vivo teatro rosarino.
Alrededor de este núcleo había cientos de personas pertenecientes a las diferentes disciplinas de la cultura local.
Por el mismo lado en donde se encontraba el grupo de teatro, y de espaldas a mí, estaba un radiante y calvo ángel que parecía ser el encargado de aquel divertido conjunto cultural. Hacía más escándalo que cualquiera de los otros mortales que lo rodeaban.
De frente a él, y guardando el silencio que le imponía la locuacidad del ángel, estaba el negro Roberto -talentoso caricaturista y mejor narrador- que lo miraba con emoción.
Me acerqué curioso para ver quién era el ángel.
Me lo tendría que haber imaginado.
No podía ser otro.
Era el bufón del pueblo, el imprescindible ser que todas las semanas nos hacía reír con ganas aunque sea una hora, y el que nos hiciera llorar con su absurda muerte.
Ahora estaba aquí y era maravilloso.
Era el genial y querido negro Olmedo; el que, pareciendo reír como desde el alma y a través de los ojos, tocaba y bromeaba con todo el mundo y hasta contaba historias graciosas sobre el Cielo y de cómo hacía reír a los otros ángeles.
Era un ángel que trasuntaba bondad y brindaba alegría. Había hecho en vida lo que su vocación le marcó y lo había hecho muy bien: hacer por un rato un poco más feliz a la gente, y por lo visto era importante. Se cumplía con él lo que había afirmado hacía miles de años el Talmud: “el paraíso será de aquel que haga reír a sus compañeros”...
Después de un largo rato, les tocó a este grupo el ingreso al lago.
Entonces, escuché una conversación entre “negros”, en la que Roberto le decía a Olmedo:
¬ Che loco, ¿nos vamos todos al lago?
¬ Sí, sí, vamos que yo los acompaño.
La verdad, es que acá más de uno tuvo ¡“algo especial”! -y abriendo sus manos de forma tal que sus dedos pulgar e índice marcaban una improvisada circunferencia, recordando la vieja manera de indicar la “suerte” haciendo referencia al culo, provocó nuevamente las risas de los presentes.
¬ Pero decime negro, zafaron todos del leprosario - repreguntó interesado Roberto a lo que Olmedo contestó:
¬ Al leprosario... ¡¡¡de acá!!! - replicó burlonamente señalándose los genitales, a los que todos contestaron estallando en una espontánea carcajada general, para posteriormente dirigirse en forma desordenada y estridente hacia el lago...
Realmente fue una gran alegría volver a ver al que tanto bien nos hizo al hacernos olvidar, con sus transgresiones y locuras aunque sea una vez por semana, la pesada carga de vivir en la Argentina de fin de milenio.
La risa del grupo se oía ya a lo lejos y decidí volverme.
Retorné caminando hacia Epicuro y me dispuse a seguir esperando.
XXI
¬ Acá nos separamos - me dijo Epicuro en forma lacónica.
La verdad es que me quedaba aquí para ver a aquel grupo de auténticos pastores de Cristo que se fueron con el Fray hacia el lago, pero ahora me voy para el almanaque vegetal del parque porque la “fiesta” se está por acabar y tengo que ultimar los detalles del final.
“Chau”, te deseo paz; aunque las cartas ya están echadas...
Lo despedí algo compungido porque en las casi dos horas que habíamos compartido se había hecho querer y, además, extrañaría su sabiduría y cordialidad.
De todos modos no quedaba mucho más tiempo para “añoranzas” porque esto ya se acababa.
Me dejó preocupado eso de que “te deseo paz aunque las cartas ya están echadas”.
¿Qué me quiso decir? ¿Que me deseaba lo bueno pero era inevitable lo malo?
Mejor era no pensar y matar el tiempo como se pudiera.
Como había un apretado gentío en la base y en los escalones inferiores de la colorada escalinata de la montañita del rosedal, la que da espaldas al Museo Municipal, me dirigí curioso hasta allí.
Esta montañita, tanto en sus amplios escalones como en la base, estaba poblada por un grupo heterogéneo de personas. Algunos las conocía personalmente, otras de vista o por referencias y otras se me ocurrió pensar que eran lo más común de la gente de Rosario.
Vi a prestigiosos y esforzados profesionales, laboriosos taxistas -y algunos de los otros-, calificados obreros de la industria, amables empleados públicos -y los no tantos-, educados bancarios, pequeños comerciantes, cómodos estudiantes y gente por el estilo.
Se veían algo molestos y le protestaban a una persona anciana e inquieta que estaba por sobre todos, en los escalones superiores de esa artificial construcción.
Me acerqué para ver mejor y reconocí inmediatamente al descalzo ser que estaba hablando a la asamblea.
Con una cabellera tan blanca como desprolija, de ojos traviesos, notoriamente desarropado, y haciendo gestos como si estuviera luchando contra algún ser invisible, Albertito Einstein hablaba a los gritos desde lo alto.
Se me ocurrió pensar qué infinitamente misericordioso debe ser Dios como para perdonar al que prostituyó su intelecto poniéndolo al servicio, aunque sea en forma indirecta, de la fabricación de la bomba atómica, por el solo hecho de haberse arrepentido sinceramente y haber sido, en lo demás, una buena persona.
Me dispuse a escucharlo:
¬ ¡Silencio por favor, o empiezo a tocar mi violín! - amenazó desafiante tomando en su mano el arco del violín que estaba tirado a un costado de la escalinata, sobre la ladera de la pequeña montaña.
Se produjo un inmediato silencio.
¬ ¡A ver si nos entendemos de una vez por todas!
Repito, todos los que están aquí, en este sector, conmigo, van a ser salvos.
El único requisito es que tienen que esperar hasta lo último.
Nuevamente estalló un desaprobatorio murmullo, que fue creciendo hasta que un muchacho de unos 35 años levantó su voz por sobres las otras y reclamó ofuscadamente a Eintein:
¬ ¡No entendemos por qué tenemos que esperar hasta el final; hemos sido buenas personas, algunas hasta han practicado alguna religión, y no comprendemos qué fue lo que hicimos mal!
Einstein pensó un breve momento y contestó:
¬ Bueno, vamos de nuevo y más detalladamente.
Por empezar tienen que esperar todos por estúpidos.
Lo que hicieron mal se los voy a explicar -a la manera que usaba en mi cátedra de física en mi Alemania natal- con un ejemplo puntual, sobre un pizarrón que tengo arriba.- Y yendo a buscar un enorme pizarrón verde pálido que guardaba en la cima de la montañita -donde existe un pequeño resguardo algo destruido- lo colocó sobre el descanso de las escalinatas, mientras en su mano derecha sostenía una tiza blanca.
Luego, mirando a la gente reunida un poco más abajo, dijo:
¬ A ver, el flaco de anteojos que se paró para gritar, que pase al frente; o mejor dicho, que suba algunos escalones para que todos lo vean. El resto, por favor, siéntensen.
Entonces, subiendo con paso firme y largo, el joven “ejemplo” se paró sobre el lado izquierdo de Einstein, a la altura del mismo escalón en que se encontraba éste, y observándolo con mirada sostenida se dispuso sobradamente a escucharlo.
¬ Decime, como te llamás.
¬ Fernando.
¬ A ver Fernando, hasta ayer de qué trabajabas.
¬ Era ingeniero en una importante petrolera norteamericana del norte del cordón industrial del Gran Rosario.
¬ Muy bien, decime cuánto ganabas, qué tenías que hacer para ganarlo y el tiempo que te consumía.
¬ Ganaba un importante sueldo de 2400 dólares más un premio a fin de año si la cosa iba bien.
Mi tarea consistía en ser el responsable de la sección de despacho de combustibles. Como era una tarea de mucha responsabilidad estaba sometido a algo de presión durante mi jornada de doce horas y a veces en mis horas libres, ya que mi dedicación era “full time” y ocasionalmente me llamaban cuando estaba en casa.
¬ Sí, sí, ya recuerdo. “Arriba” me comentaron tu caso. Es uno de los más patéticos.
A ver si lo pasamos en limpio.
A Fernandito lo hacían trabajar doce horas efectivas, que se traducían en catorce cuando tomamos en cuenta el traslado hacia la fábrica, más las horas que estando compartiendo un momento -de los pocos que le quedaban- con su familia lo llamaban por algún problema y tenía que inmediatamente dejar todo -aunque estuviese felizmente copulando con su esposa, como le ha pasado- e ir hasta la petrolera.
Además -y está él aquí presente que no me deja mentir- tuvo que hacer una “operación de inteligencia” con toda la familia por si lo llamaban durante sus vacaciones que pasó en Pinamar, para que dijeran todos y cada uno de los potenciales familiares preguntados y sin contradicciones, que se había ido a Brasil y de esta manera evitar que lo molestaran.
Por otro lado, como ingeniero responsable y probo que era, tuvo que seguir haciendo cursos de diferentes tenores para ir actualizándose en sus conocimientos, mejorar ese inglés “tarzanesco” que aún tiene, o aprendiendo a usar los programas de computación que le competían; todo esto fuera del horario de su jornada laboral.
La cereza de esta rica torta -de la que se salvó porque hoy es el último día- era que en seis meses más lo iban a trasladar a Campana (Pcia. de Bs. As.) y a callarse la boca porque si no lo echaban; lo cual no iba a impedir que al llegar a los 50 años de edad lo echaran de todas maneras y le dieran una indemnización con la que sólo le iba a alcanzar para comprarse un taxi -por supuesto que a esa edad al mercado laboral no ingresaba más- y el resto lo iba a usar para pagarle a un psicólogo con el fin de que le sacara la frustración de sentirse usado y descartado.
Ahora bien, como todo sacrificio tenía su correspondiente premio (con suerte), por toda esta laboriosa carga se lo recompensaba con un “jugoso” sueldo de 2400 dólares.
Pero la pregunta del millón es: ¿era esto mucho o poco?
Todo dependía de la FELICIDAD que se adquiría con ese sueldo, que era en definitiva el objetivo final de todos ustedes, aunque a veces lo olvidaran.
Para responderla vamos a utilizar una especie de “magnitud espiritual” con la que a mi racional mente tanto le gusta trabajar: el “felicitón”
El felicitón es una unidad de felicidad, y tiene algo así como una conversión ambigua con el dólar. Un felicitón equivale a la felicidad que se podía adquirir con dólares, dependiendo la cantidad de felicitones adquiridos de la calidad de la actividad en que se invirtieran esos mismos dólares.
Veamos ahora la felicidad extra que adquiría Fernandito con su sueldo de 2400 dólares con respecto a otra persona que tuviera un sueldo de, digamos, 1000 dólares, que es aproximadamente el de una canasta familiar básica para una familia tipo. - y disponiéndose a escribir sobre el pizarrón continuó:
Tomaremos para abreviar los cinco ítems más sobresalientes de cada columna:
* Tenía su auto 0 km, el que lo usaba su mujer 2 hs. por día durante la semana y él mismo unas 5 hs -con suerte- los fines de semana, lo que da unas 60 hs. mensuales.
Cotizando esta actividad a 1 felicitón por hora (1 F/h) -no vale más ya que nos fijamos en la diferencia que tendría con otro auto de menor valor y menor costo de mantenimiento que les hubiera proporcionado casi la misma felicidad- nos da una felicidad adquirida de:
60 felicitones / mes (F/m).
* Tenía una casa con todas las comodidades que disfrutaba -salvo las horas de sueño en que las personas “solamente duermen”- 2 hs. diarias los días de semana + 10 horas los fines de semana, lo que nos da un total de 90 hs. mensuales.
Cotizando esta actividad a 2 F/h -acá también nos referimos a la diferencia de felicidad con respecto a una casa con las mínimas comodidades actuales- nos da una felicidad adquirida de:
180 F/m.
* El ser socio del coqueto club al que pertenecía y disfrutaba una vez por semana 4 hs. cada vez + comprarse ropas de marcas promocionadas -lo cual no significaba que fueran mejores o más lindas- que podía lucir una vez por semana unas 4 horas + irse de vacaciones a lugares un poco más exclusivos -lo que tampoco aseguraba que la pasara mejor- una vez al año + tener fax, internet, y esa antena parabólica que al poco tiempo quedó obsoleta, disfrutando de esto como mucho 1 hora al día, nos da unas 80 hs. mensuales promedio en total.
Cotizando esta actividad a 4 F/h -acá también vamos a tomar la diferencia con la felicidad que hubiese adquirido con un sueldo menor comprando ropas corrientes y vacacionando en lugares comunes- nos da una felicidad adquirida de:
320 F/m.
* Salir un sábado por mes a “reventar la noche” tratando de recuperar el tiempo perdido -lo cual era imposible- yendo a cenar, luego al cine, teatro, o disco, y finalmente terminar en la suite romana con hidromasaje o ducha escocesa, música funcional, luces audiorítmicas, espejos por todos lados y un folleto con una variedad de accesorios sexuales tan intimidatorios como inservibles en el motel más caro de la ciudad, nos llevaba a un raid de 5 hs. mensuales.
Cotizando esta “reconfortante” actividad a 10 F/h -y hago notar la alta cotización de la actividad para que después no digan que soy un viejo amargado- nos da una felicidad adquirida de:
50 F/m.
* Por último, y para cerrar las bondades del dinero que le reportaba el trabajo de Fernandito, consideremos la educación privada que podía costearle a sus hijos -eso que a media cuadra tenía una excelente escuela pública piloto, una de las cuales luego aportan más alumnos a los afamados secundarios -también públicos- Politécnico y Superior de Comercio que cualquiera de los colegios privados-, la que les enseñaban un poco más de inglés -primario por otra parte-, y le inculcaban una serie de valores con los que ni siquiera estaba de acuerdo.
Cotizando este “beneficio” global y fijándonos también en la diferencia con respecto a lo común, siendo generosos -ya que la educación de los hijos es muy importante- lo cotizamos en 11 F/d, con lo que podemos decir que le reportaba una felicidad adquirida de:
290 F/m.
TOTAL : 700 felicitones / mes - ADQUIRIDOS
Veamos ahora la felicidad cedida para logra lo precedentemente expuesto.
Para ser ecuánimes, tomaremos también los cinco ítems más importantes:
* El haberse perdido momentos irrepetibles en la vida afectiva de su familia, como el nacimiento de sus hijos, el primer día de clases de éstos -porque al responsable ingeniero no se le permitía faltar algunas horas para tales nimiedades- o más genéricamente digamos toda la infancia de sus hijos + el compartir esos necesarios momentos con su esposa -lo que le hubiera evitado más de una discusión enfrente de sus asustados hijos- y el alimentar y alimentarse de afectos diarios en general, digamos unas 2 ½ hs. diarias (¿qué menos?) a 10 F/h (¿qué menos?) nos da una felicidad perdida de:
750 F/m.
* El haber perdido momentos de intimidad con su hermosa esposa -que aunque habían pasado más de diez años de convivencia lo seguía excitando como el primer día- de por lo menos 2 hs. entre semana, y cotizando esta “satisfactoria” actividad a 10 F/h (¿o alguien le puede asignar un valor inferior?) nos da una felicidad perdida de:
100 F/m.
* El no tener un resto de tiempo libre para leer o ver TV -de lo que tanto gustaba- digamos 5 hs. por semana (¿qué menos?) y cotizando esta actividad en 2 F/h, nos da una felicidad cedida de:
50 F/m.
* El tener que ir “ingenuamente” al psicólogo para quitarse la locura que le inyectaba su actividad laboral y el gasto en los medicamentos antiácidos que le controlaban esa gastritis nerviosa que amenazaba con convertirse en úlcera de duodeno, y cotizando globalmente este punto en 5 F/día (la salud es muy importante, ¿qué menos?), nos da una felicidad cedida de:
150 F/m.
* Por último, y para terminar con algo más trivial, pensemos en lo que perdía de gozo con esa hora de menos que no podía dormir por día de semana y tanto deseaba cada mañana al escuchar el “dulce” sonido de su despertador.
Cotizándola a 2 F/día nos da una felicidad cedida de:
50 F/m.
TOTAL : 1100 felicitones / mes - CEDIDOS
DIFERENCIA : 400 felicitones PERDIDOS
¡¡¡ Sorpresa !!!
Fernandito hizo SACRIFICIOS MAYORES y obtuvo MENOS FELICIDAD.
Su mente, tan preparada para razonar todas las cosas, se olvidó de ponderar el punto más importante de la vida: SER FELIZ.
Ya ven, aunque alguien haya tenido muchas cosas materiales en este mundo, no eran sus pertenencias las que le daban vida.
Todos los aquí presentes, algunos más, otros menos, cometieron la misma ambiciosa y ridícula estupidez.
Por eso, como fueron tan tarados de tragarse la propaganda consumista que les presentaba el paraíso donde no lo estaba, y teniendo en cuenta que se les había otorgado suficiente inteligencia y posibilidad de desarrollarla como para haberse dado cuenta de la trampa, tienen que esperar hasta el final para poder entrar al lago... y gracias.
Y terminando su brillante exposición nos sacó su larga y burlona lengua a todos los presentes, mientras oscilaba alternativamente su cabeza hacia los costados, para luego sentarse agotado pero satisfecho de la anterior cátedra impartida.
Aunque yo no pertenecía al grupo, sentí que la crítica me tocaba en gran medida a mí también.
Otra cosa más de que arrepentirme -pensé- aunque ya fuese demasiado tarde y no sirviese de mucho.
Me levanté de donde estaba sentado y me fui a recordar gloriosos tiempos pasados de acalorados romances que tuvieron como escenario la glorieta del rosedal, paseo tal que tiene por entrada y salida a dos pequeños y blancos puentecitos sobre el piletón de éste, en el lado sudeste de la manzana.
La noche seguía inconmovible y me desplacé lentamente hasta dicho lugar.
XXII
Caminé calmo por los angostos caminitos del rosedal mirando la cara de las personas que tenía en mi proximidad. Noté que algunas miraban hacia mis pies -buscando su ángel, especulé- y quedaban manifiestamente decepcionadas al chocarse con la visión de mis sandalias marrones.
Me detuve a sacarme una piedrita que se me había incrustado entre los dedos del pié izquierdo. Estando agachado me tocan el brazo por detrás.
Es él, pensé.
Tensioné todos mis músculos.
Giré mi cabeza y le miré los pies.
Tenía unos destrozados mocasines color tierra.
Me levanté más relajado mirándole la cara.
Era María, una mujer toba que pedía limosnas frente a los bancos financieros de calle Santa Fe, en el centro de la ciudad.
La reconocí porque a veces me paraba para hablar con uno de sus hijos, el que parecía más travieso, y que me pedía monedas y caramelos.
A esta mujer de vez en cuando le pedía que me cuente cosas de sus costumbres. Ella hablaba poco, y el tema parecía serle indiferente. Recordé que cierta vez le pregunté cómo le llamaban a estas tierras, a lo que levantando apenas la mirada respondió: “nuestras”... Me dio mucha vergüenza, la saludé, y me fui.
El verla en este último día me dio más vergüenza.
Se me ocurrió pensar en dónde estarían ahora los que masacraron a más de 50 millones de indios para robarles tierras y riquezas, esclavizarlos e imponerles valores propios de Europa, una lengua y una religión que les hablaba de amor, de paz y de justicia, que nunca les dieron. La espada, que de día asesinaba el cuerpo del indio, por la noche se transformaba en cruz que atacaba su alma india -salvo excepciones- con una Biblia cargada de preceptos que pareciera que el conquistador jamás leyó.
Ahora, es ella la que se detiene para hablar conmigo.
Pero no; no pronunció palabras. Me dio una rosa blanca con un largo tallo portador de algunas espinas y se marchó hacia el lago.
Pensando en todo esto seguí caminando y me dispuse a entrar por el lado sur de la glorieta. Quería tocar las columnas de hierro pintado de blanco y oler el aroma a flores mojadas. Era de noche y tendrían que estar bañadas con un fino rocío.
Mi reloj marcaba las doce del mediodía, o de la medianoche, daba igual.
Me lo saqué y lo dejé descansar sobre un banco de piedra blanca. Me había marcado muchas horas felices, y de las otras; era casi un amuleto de la historia. Ahora ya no lo necesitaba más. Que descanse en paz. Le dejé la rosa sobre el banco en homenaje.
Seguí hasta mi destino y escalé los dos pequeños escalones de acceso al pasaje.
Y ahí estaba, en el acceso del otro extremo, y me miraba fijo a los ojos en forma desafiante.
No podía creer lo que veía. Era mi peor pesadilla.
Mi alma se sacudió como en medio de un enorme terremoto que prologa muerte.
Tenía las manos colgando a los costados, como para un duelo de pistolas del viejo oeste norteamericano. Me hubiera causado risa si la situación no hubiese sido tan grave.
Sus cabellos castaños estaban largos y usaba una prolija barba de igual color. Sus ropas me recordaban las costumbres de hacía veinte años atrás y eran de color blanco sucio.
No parpadeaba.
¡Ya lo creo que me iba a dar cuenta si éste era mi ángel!
Lo conocía muy bien.
Era vanidoso e intolerante, inflexible y arrogante.
Era un narcisista nato.
Pensé por un instante en escapar; pero, ¿a dónde?
Si ése era mi ángel -y de que lo era no me cabía ninguna duda- ya no había mucho más por hacer.
¡Cómo puede ser que semejante bestia haya llegado a ser ángel!
Además, era absurdo.
¡Si todavía no había muerto!
¿O sí? Tal vez un poco, no del todo. De todas formas no calificaba ni remotamente para ángel. Estaba seguro.
Y estaba seguro... porque ese ser era yo.
XXIII
Ese ser era yo, pero cuando tenía dieciocho años; me di cuenta por su particular aspecto.
Lo mejor sería enfrentarlo y terminar con esto de una buena vez. Si le cedía la iniciativa -que muy probablemente la tomaría igual- sería peor. De todos modos, contra más se dilatara todo esto, más se envalentonaría y tendría más ventaja aún.
Parecía gozar de mi pésima posición.
Decidí avanzar a su encuentro.
Él se mantenía inmutable.
Reduje la distancia que me separaba de él a sólo un paso y me detuve.
Su cara tenía una leve sonrisa sarcástica.
Rompió el silencio:
¬ ¿Cómo te va, te acordás de mí?
¬ Sí.
¬ No pareciera, no sos ni la sombra de lo soy, o sea, lo que fuiste.
¬ No, uno con el tiempo evoluciona.
¬ ¿Vos evolucionaste, no veo en qué?
¬ No lo entenderías, te faltan muchas vivencias para que se te abra esa cerrada cabezota.
¬ ¿Sabés lo que entiendo?, que me traicionaste, te traicionaste.
¬ La traición es una cuestión de fechas; ahora estás en mis fechas, no en las tuyas.
¬ Te equivocás como de costumbre, esta es mi fecha, mi esperada y gloriosa fecha.
¬ ¿Vengativo como de costumbre?
¬ Justo como de costumbre.
¬ ¡Ah sí!, seguís con esa particular forma de cambiar los significados de las palabras.
¬ Acá el único que quiere cambiar las cosas sos vos. ¿O esa cantidad de pecados que nunca antes habías cometido es evolucionar?
¬ Mejor que no cometer pecados es ayudar a los demás. Eso es evolución; lo principal es practicar el bien.
¬ Muy bien, pero decime, ¿cómo le llamás a congraciarte con los que no tienen tu fe o no tienen ninguna fe o combaten solapadamente tu fe?
¬ Tolerancia, aceptación, apertura mental, ecumenismo; ponele el nombre que quieras.
¬ Yo le pongo traición.
¿Cómo le llamás el hacerte el distraído ante un acto inmoral, como el que te contó aquel jactancioso amigo -casualmente casado con la que también era tu amiga- e ignoraste?
¬ Lo llamo no crear problemas en familias que a pesar de todo eran felices y en donde los primeros que iban a sufrir eran las criaturas. Por si no lo tenés presente, te recuerdo que no lo felicité precisamente, pero no iba a ser yo el que se creyese con la autoridad de hablar. De juzgar a cada cual por cuestiones privadas que se encargue Dios.
¬ Yo lo llamo ser cómodo y no meterse; teniendo mayor lealtad a una perniciosa amistad que a tus convicciones.
¬ No seas bestia, no es así.
¬ ¿Y no es tampoco así el aceptar como lo más natural actos reñidos con la moral y las buenas costumbres como el divorcio, las segundas nupcias o el concubinato?
¬ Independientemente de lo que pensara antes, no iba a hacer de lado a amigos, familiares, o lo que fueran porque su moral no coincidiera con la que tenía. El estado civil de una persona nada dice de su calidad de ser humano, que es lo que verdaderamente importa, tanto a mí como al Evangelio que supuestamente pretendés encarnar. El despreciarlas sí que no hubiese sido muy cristiano, ¡santulón!.
Además, ¿sabés cuántos terribles hijos de puta conocí que integraban “intachables” familias perfectamente conformadas? ¿O no lo sabés?
¬ Sí, sí, pero no nos desviemos del tema moral. Lo que sé perfectamente -al igual que vos- es que no son lícitas las relaciones prematrimoniales y vos las aceptaste tácitamente. ¿O acá también me vas a decir que la irresponsabilidad, la falta de vergüenza y el desenfreno carnal son valores cristianos?
¬ No infeliz, acá lo que te voy a decir que sos un reverendo hipócrita. Primero por las palabras horrorosas que usás para referirte a las relaciones sexuales; después porque querés convertir esa intimidad sexual creada por Dios para la plenitud personal en algo sucio que sólo se legitima con el matrimonio formal, y por último porque pretendés respetar una moralina que no la quebrantás por falta de oportunidades o porque habiéndolas tenido no te alcanzó tu propio discernimiento como para tomarlas cuando no eran venales. Además, lo que esencialmente hacía buenas o malas las relaciones prematrimoniales era la presencia o ausencia de amor, y antes que nada debía de tenerse en cuenta si eran producto y expresión de un amor maduro; ¡pero por supuesto, vos de todo esto no entendés nada!
¬ ¿Ah sí, y supongo que tampoco entiendo el hondo cristianismo que representa el ser cómplice de tu jefe en las mentiras a los proveedores, a los clientes y en la liquidación de impuestos, no? ¿Y a eso cómo le llamás?
¬ Le llamo optar por el mal menor. Sabés bien que si no lo hacía me hubiera quedado sin trabajo y que tenía una familia por la cual responder; “obligaciones de estado” le llamaría un aprendiz de tecnócrata como vos.
¬ Yo le llamo mentir lisa y llanamente; ¿y eso sí que no es muy cristiano, no?
“Quien no está conmigo está contra mí, el que no siembra desparrama”, ¿te acordás de esta cita que repetías cuando eras más dogmático en tus observaciones y llamabas las cosas por su nombre?
¬ Me acuerdo de lo que decía y estaba equivocado en ser tan terminante ya que el juicio sobre la bondad o la maldad de alguien es muy relativo. Existen muchas circunstancias en la vida de una persona que lo pueden llevar a hacer cosas terribles, pero sólo Dios está en condiciones de juzgar hasta dónde tuvo libertad para actuar y hasta dónde no, para hacer una cosa o la otra, para jugársela o no.
¬ Sé que no te la jugaste mucho -eso que te llenabas la boca admirando a los mártires modernos del cristianismo- ya que te cuidaste bien el culo cuando las cosas se ponían feas, y en esos agudos articulitos que escribías intentando tranquilizar tu conciencia de lucha, lo firmabas con un seudónimo.
¬ ¡Sabés muy bien por qué lo hacía! ¡Cuál era el sentido de ponerle “el pecho a las balas” y que los “servicios” -que nunca dejaron de trabajar para las grandes industrias- te marquen como “agitador”, “activista”, “subversivo”, “comunista”, o lo que se les ocurriera, y que después me costara un montón conseguir trabajo!
¬ Ah, yo no sé. “A causa de mi nombre ustedes serán odiados por todos, pero el que se mantenga firme hasta el final se salvará” ¿te acordás, era una de tus citas preferidas?
¬ Sí, me acuerdo. Y sigue siendo una de mis citas preferidas. Pero sabés una cosa: NO ES TAN FÁCIL COMO CREES.
Es dificilísimo ser cristiano; dejar todo y seguir a Cristo; es durísimo.
Hace años que no digo ser cristiano. Si me seguiste en todo este tiempo, te habrás dado cuenta que en vez de decir que “era” cristiano decía que “trataba” de serlo.
Lo cierto es que soy demasiado cómodo y cobarde -como casi todos- pero nadie elige ser así; forma parte de la condición humana de cada cual.
¬ ¿Pero cómo?, ¿no eras vos el que repetías que “era mejor morir joven por el evangelio y por decir la verdad, que morir de viejo sin haber dicho nada”?
¬ ¡¡Mirá pendejo de mierda, vos no sabés un carajo de nada!!
¡También el asesinado obispo Angelelli dijo que una cosa es morir como mártir y otra por boludo! ¡No es de valientes sino de necios el de ponerse enfrente de las balas por el solo hecho de prestarse al juego de ser víctimas!
¡Vos tenés dieciocho años, tus viejos te solucionan la mayoría de los problemas aunque no te des cuenta, estudiás sin mayores dificultades y el dinero que ganás te lo gastás en vos mismo!
¡De la calle no sabés nada, y de las personas tampoco! ¡Es muy fácil hablar desde tu posición, sin familia, con trabajo propio, sin situaciones comprometidas!
¡Sos un vanidoso insoportable y me da vergüenza que tipos como vos estén dentro de la Iglesia!
¡Condenan a todo el mundo aplicando una moralina que después por lo bajo quebrantan y que no contemplan a las personas de carne y hueso como tales!
¡Quieren obligar compulsivamente a todo el mundo a seguir sus normas -lo que ni Dios hace, ya que respeta la libertad de elección de cada cual para elegir entre lo bueno y lo malo- imponiéndolas a través de la discriminación social, la “logia de la decencia” o del garrote si fuese necesario!
¡Así pasa que después terminan secuestrando, torturando y matando “en nombre de Dios”!...
Hacé lo que quieras... no voy a hablar más con vos.
De todas maneras vas a interpretar sistemáticamente mal todo lo que hice desde que por suerte nos separamos.
Esto debe ser lo justo.
“No juzguéis si no queréis ser juzgado” nos había advertido Cristo.
Después de todo... yo era vos, y lo que seguro vas a condenar no es a mí sino a vos mismo, que es mi castigo por haber sido lo que fui.
Sos demasiado necio como para darte cuenta de lo que te estoy diciendo, por lo que toda esta historia se hace muy justa.
Terminá de una vez.
¬ No sé lo que me decís pero no vas a lograr confundirme ni enternecerme.
Por todo lo expuesto, y conforme a la ley, se te condena a la muerte definitiva consistente en la abstinencia total y completa de Dios y a estar sin razón de ser, encerrado en tu pasado y en tu soledad.
Dirigite de forma inmediata a la puerta seis del leprosario.
Ya no tendría que esperar más.
La sentencia tan ansiada estaba dada.
Me había condenado.
XXIV
¿Sería tan malo como dicen?
Probablemente sería peor.
Me fui caminando despacito por uno de los senderos del rosedal hasta el Bv. Oroño.
Allí, cómodamente ahora por la falta casi completa de personas, caminé por el centro del boulevard hasta la manzana del lago.
Por suerte, el Alejandro de dieciocho años se había quedado en el rosedal y podía pasar mis últimos momentos terrenales un poco más a gusto que si me hubiese acompañado.
La noche seguía hermosa y tranquila, pero ya no la podía disfrutar.
Se me antojó cruzar por unos de los anchos puentes que traspasa al lago por encima de una estrechez para acortar camino hacia el estadio. Tomé entonces en forma transversal a la calle y gané la entrada a dicho puente.
Miré por última vez el parque, como buscando inútil consuelo, pero nadie conocido había.
Subí el puente hasta la parte más alta después de la cual la estructura empieza a bajar.
Me detuve un momento en la cima.
Con mis dos brazos extendidos sobre la baranda de cemento, y con la cabeza gacha, miré hacia abajo. Vi a una rosa blanca sin tallo -y por consiguiente sin espinas- que flotando en el agua empezaba a traspasar el puente empujada por las pequeñas olas.
Al llegar delante mío se detiene.
Inmediatamente, siento que mi mano derecha es envuelta por un dulce calor.
Al volverme para mirarme la mano, veo cómo una pequeña manito rosada está tomando tiernamente la mía.
Levanto la vista para ver quién es.
La veo a Caro, mi hijita de cinco años, radiante de blanco, y que parece sonreírme desde el alma.
Está descalza.
No logro pronunciar palabras y tampoco tengo tiempo porque ella me habla primero:
¬ Vení conmigo papi, vení; yo te hice un lugarcito en el Cielo al lado mío.
Por todas las veces que no dormías para cuidarme cuando estaba enferma, por las veces que estando cansado jugabas conmigo, por los cuentos que me leías, por la alegría que fingías aún estando triste, por las sonrisas que me regalabas y que me ayudaban a crecer, por guardar mis dibujos como tesoros, por hacerme sentir importante, por cumplir lo que me prometías, por tus preocupaciones, por tu atención, por tu cariño. Vení, vení que te están esperando todos los que te quieren. Yo se lo pedí a Diosito y me dijo que sí. Vení.
No pude responderle nada, cerré los ojos y estallé en llanto.
Sentí que Caro se me abrazaba a las piernas.
Luego la miré y solamente pude articular un profundo “GRACIAS”.
La aupé para besarla y debajo de ella distinguí mis pies descalzos.
Lloraba aún más.
Como siempre, la hora más oscura de la noche es la que anuncia el clarear del amanecer. La luz se me hizo plena, y lo último digno de aprender estaba aprendido. Comprendí entonces, en toda su magnitud, lo qué es la fuerza infinita del AMOR.
Quizás sin darme cuenta había hecho cosas en la vida que eran básicamente para el reconocimiento de los demás, para calmar mi conciencia, para sentirme bien, para estar formalmente del lado de los “buenos”; principalmente todo en mi interés. Eso no servía de mucho, era imperfecto, era tramposo. Lo único digno fue lo que hice desinteresadamente, sin esperar nada a cambio, dando todo lo que era y en el momento que fuera, jugando un poco a ser Dios, que a cambio de todo lo que nos da lo único que puede recibir de nosotros son nuestras gracias -si es que las recibe, como nosotros de nuestros hijos- e igual sigue haciendo salir el sol sobre todos, una y otra vez, y siempre, y todas las que hagan faltas, como buen Padre que es; aunque le fallemos, también, una y otra vez.
Se puede errar todos los días, arrepentirse por las noches y de nuevo volver a errar, es casi inevitable; lo valedero es si en ese día se hicieron cosas por amor a los demás.
El Reino preparado desde siempre y para siempre tenía una única gran ley rectora, y esa ley es la que detenta como principio y fin al amor. El amor total y pleno; el amor responsable y comprometido con el otro; el amor que puede no sólo llegar a ser violencia moral sino también física y cruenta, cuando haciéndose antes violencia contra uno mismo nos ha hecho interiormente entregar nuestra propia vida, disponiéndonos para inmolarla si fuera necesario; el amor del hombre nuevo; ese mismo amor que fue, es, y será siempre la más alta categoría espiritual del ser humano.
Ese tipo de amor sin el cual no somos nada, que es servicial, que busca hacer el bien sin importarle a quien, que ama a la verdad y a la justicia, que es el único que nos hace mejores, más libres y más felices, y que es tan difícil de lograr, es lo único que nos vamos a llevar al otro mundo cuando veamos cara a cara a Dios, en donde nuestro limitado e inconstante amor alcanzará su plenitud.
La práctica de ese perfecto amor -aunque sea en parte y de a momentos- fue la única que inmortalizó la existencia de todos aquellos que entraron al lago en ese último día.
Y ese último día puede ser cualquiera.
Depende de cada uno.
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