jueves, 15 de enero de 2009

Guerra en el Líbano y ética judía

Guerra en el Líbano y ética judía
por Gabriel Andrade

República de Líbano. Con una superficie de 10.400 km2 podría estar incluida 279 veces dentro de la Argentina continental. Territorio menor a la mitad de Tucumán, nuestra provincia más pequeña.
En su población de 4 400 000 almas, coexisten la fe musulmana en un 70% (incluyendo shias, sunnis, druzes, ismailites, alawites o nusayris), los cristianos en un 30% (incluyendo cristianos ortodoxos, católicos y protestantes) y un porcentaje insignificante de judíos.
Se podría creer que entre tan pocos y próximos vecinos la convivencia tendría ser ordenada, armónica y agradable. Sin embargo el Líbano sangra.
El que alguna vez fuera “el paraíso del oriente próximo”, con casi 20 millones de habitantes, estalló un día y su diáspora hizo que 16 millones de sus hijos se exiliaran del infierno en que se iba convirtiendo. El 80% de estos exiliados eran cristianos, habitantes de una tierra en que, además del idioma árabe, el inglés y el francés, se hablaba el arameo, la lengua natal de Jesús. Pero el idioma de las palabras dejó de escucharse para dar lugar al de los intereses políticos y económicos bajos y extremos, al de la intolerancia, la injusticia y el odio.
¿Pero cómo pudo suceder todo esto?

Líbano fue la sede de algunos de los más antiguos asentamientos humanos en el mundo.
Los puertos fenicios de Tiro, Sidón y Biblos fueron importantes centros de comercio y cultura en el tercer milenio a.C. Los fenicios eran semitas que emigraron de los desiertos de Arabia para convertirse en exitosos navegantes y comerciantes. Establecieron una extensa red de poblados comerciales por todo el Mediterráneo, uno de las cuales, Cartago, desarrolló su propio imperio marítimo en el Mediterráneo Occidental.
Los fenicios fueron invadidos por los amoritas en el 2000 a.C y por los egipcios en el 1800, antes de gozar de su independencia desde 1100 a 867 a.C. cuando fueron invadidos por los asirios. Luego vinieron los babilonios en el año 590 a.C., los persas en el año 539 y Alejandro Magno en el 333.
Finalmente, los puertos fenicios se convirtieron en parte del Imperio Romano en el año 64 a.C. cuando Pompeyo el Grande conquistó el territorio que comprende el Líbano moderno y lo gobernó como parte de la provincia de Siria. El Arameo reemplazó al fenicio como idioma principal y alrededor del siglo IV el cristianismo fue firmemente establecido por la fuerza, como en todo el imperio romano, a partir del maridaje entre la Iglesia y el Imperio.
Cuando los árabes invadieron en el año 634, los precursores cristianos de la Iglesia Maronita se establecieron en las montañas libanesas del norte para evitar la conversión al Islam. A ellos se les unieron los refugiados shiitas en el siglo IX y los Drusos en el siglo XI.
Los cruzados estuvieron activos en la costa desde el siglo XI al XIII, en el que fueron vencidos por los Mamelucos.
En 1516 los turcos otomanos conquistaron toda la costa mediterránea oriental. Otorgaron a los líderes locales relativa autonomía, usando a los drusos en contra de los maronitas lo cuales, unos y otros, desarrollaron lazos con los rivales Francia, Rusia y Gran Bretaña.
En 1860, al final de la sangrienta guerra civil que culminó en una masacre contra los maronitas por parte de los drusos, Inglaterra y Francia intervinieron y ejercieron presión sobre los turcos para establecer una nueva administración dominada por cristianos que duró hasta la Primera Guerra Mundial. El imperialismo británico prometió apoyar tanto la independencia de Palestina como la creación de un Estado Sionista por parte de colonos judíos.
Después de la guerra, Líbano se convirtió en un mandato francés uniendo la llanura costera, habitada en gran parte por musulmanes, con las montañas dominadas por cristianos, para crear la República de Líbano en 1943.
El Líbano independiente se unió a la Liga Árabe reflejando el abrumador componente árabe de sus orígenes étnicos. Los árabes libaneses no obstante están divididos en tres principales religiones musulmanas: la sunni, la shia y la drusa. Los cristianos también en tres principales confesiones: la católica maronita, la católica griega y la griega ortodoxa. En el momento de la independencia, los cristianos eran mayoría y los maronitas tenía una posición de ventaja en un delicado equilibrio político. Así y todo fueron tiempos en que el Líbano por su gran prosperidad basada en su desarrollo económico y social se levantaba como un verdadero vergel dentro del cercano oriente, ostentando su capital Beirut un fuerte prestigio como centro financiero y comercial para toda la región.
Pero en 1947, dado que ni el gobierno británico ni el estadounidense querían aceptar a los refugiados judíos que habían sobrevivido al holocausto nazi en Europa, decidieron permitirles crear un Estado propio en Palestina, utilizando a la ONU que parte la región para crear un Estado árabe y un Estado judío. Pero estalló un conflicto en el cual los sionistas extendieron su territorio y expulsaron mediante el terror a casi todos los palestinos, que aún hoy son refugiados en el Líbano, dividiendo y trastornando el delicado equilibrio de este país.
En mayo de 1948, se declaró la independencia de Israel en casi el 80% del territorio palestino, juntando lo que le había otorgado la ONU y lo que se había conseguido mediante la guerra.
En 1958, una rebelión musulmana de fuerzas drusas y shiitas aliadas con refugiados palestinos en contra de los maronitas fue aplastada por marines americanos.
En 1967 Israel amplió su territorio todavía más, creando aún más refugiados palestinos cuando ocupó Cisjordania y Gaza, así como los Altos de Golán, pertenecientes a Siria.
Desde entonces, se ha ido limitando el “problema palestino” al estatus de Cisjordania y Gaza, evitando así cuestionar la partición de Palestina o el proyecto colonial y de limpieza étnica representado por Israel. La demanda de que los gobiernos árabes reconozcan al Estado de Israel implicaba insistir en que ellos también aceptasen la expulsión de los palestinos en 1948.
La guerra civil en el Líbano entre la coalición musulmana y las milicias cristianas estalló otra vez en 1975 hasta que Siria intervino para forzar un cese al fuego en 1976. El país fue devastado y más de 50 000 personas murieron. La lucha se reanudó en 1977 y en 1978 Israel invadió el sur de Líbano para destruir las bases palestinas ubicadas allí.
Israel invadió a Líbano nuevamente en 1982. Bombardearon la parte musulmana de Beirut, su capital, durante siete semanas por tierra, mar y aire y forzaron a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y a 7000 palestinos a dejar el país. Se desplegó una fuerza multinacional en Beirut para proteger a los civiles musulmanes pero las fuerzas israelíes, bajo el mando de Ariel Sharon, permitieron a los extremistas de la Falange Cristiana entrar a los campos de refugiados de Sabra y Shatila para masacrar a miles de civiles desarmados.
Al año siguiente, 50 personas murieron en un ataque terrorista contra la embajada americana y 260 marines estadounidenses junto con 60 soldados franceses fueron asesinados por un camión bomba. Entre 1983 y 1985 se destruyeron 300 pueblos cristianos y se redujeron a escombros a 50 parroquias.
Las fuerzas occidentales se retiraron y los enfrentamientos continuaron con Israel respaldando a los cristianos y algunos países árabes apoyando a la coalición musulmana.
La fuerte presión internacional condujo a un acuerdo de reconciliación nacional en 1989 con el valle de Bekaa bajo la influencia de Siria y el sur de Líbano bajo la de Israel.
Pero la llegada israelí a Beirut también inspiró la creación de un nuevo grupo armado, Hezbolá, el “Partido de Dios”. Fueron milicianos chiítas, inspirados en la revolución islámica de Irán, los que más resistencia ofrecieron ante esta invasión. Hezbolá fue una facción más en la guerra civil durante los años 80. Al terminar ésta, a principios de los 90, se distinguió por dos cosas. Primero, porque con el apoyo de la población chiíta local, lucharon contra la continuada ocupación israelí de una banda fronteriza en el sur del Líbano. Lograron expulsarlos en el 2000, lo que amplió su apoyo entre la población libanesa en general. Segundo, donde los acuerdos de paz mantuvieron, sólo con retoques, las divisiones religiosas, Hezbolá defendió reemplazarlo por un sistema político aconfesional. Hezbolá está muy lejos de ser un grupo fanático. Mientras mantiene su carácter islámico, en la práctica su apoyo a los palestinos y sus críticas hacia el imperialismo y la injusticia social son mucho más importantes. En recientes años, ha dado pasos significativos para acercarse al movimiento internacional anticapitalista y antiguerra. En este mismo período ha atraído cada vez más hostilidad por parte de EEUU, culminando en la resolución 1559 de la ONU, que exigió y consiguió la retirada siria del Líbano y el desarme de Hezbolá.
Igual que con Hamas en Palestina, lo que ha preocupado a Israel, los Estados Unidos y la Unión Europea respecto a estos grupos no son sus ideas religiosas, sino el hecho de que representen una lucha muy comprometida contra estas potencias.

Los motivos actuales se ven claro haciendo un paralelo entre esta invasión del 2006 con su antecesora de 1982.
Cuando el 6 de junio de 1982 el ejército israelí invadió el sur de Líbano se pretendía expulsar a la OLP de este país, poner fin a la influencia siria en éste y crear un "cordón sanitario" de unos cuarenta kilómetros en el interior de Líbano para proteger los asentamientos septentrionales israelíes.
En este conflicto del 2006 las intenciones de Israel son las mismas: destruir a Hezbolá, acabar con la influencia siria en la política libanesa, punto de apoyo de Hezbolá, y crear una franja de seguridad de 40 kilómetros en el sur de Líbano.
El 3 de junio de 1982, el embajador de Israel en Reino Unido, Shlomo Argov, recibió un disparo de arma de fuego en Londres y, según se dijo, los autores del atentado eran agentes iraquíes o miembros de organización de Al Fatah. A pesar de que la OLP negó cualquier relación con el atentado, Israel rechazó la declaración e insistió en que la invasión de Líbano era asimismo la respuesta a los ataques de artillería lanzados por la organización de Arafat desde el sur de Líbano contra las zonas residenciales del norte de Israel.
Los acontecimientos que conformaron los ataques del 2006 contra los territorios ocupados y la invasión de Líbano son muy similares: el secuestro de tres militares israelíes y los ataques con misiles lanzados por Hezbolá contra el norte de Israel.
En 1982, el Ejército israelí bombardeó las principales vías de comunicación entre Líbano y Siria. El objetivo era evitar la entrada de las tropas sirias en Líbano. El camino hacia Damasco fue uno de los primeros en ser destruido.
En el 2006 el mundo ha contemplado con horror el bombardeo de la autopista que une la capital libanesa con la siria, mientras eran masacrados civiles que huían aterrorizados de las incursiones que golpeaban los barrios meridionales de Beirut.
Pocos días después de la invasión de Líbano en1982, Irán, con la bendición de Siria, desplazó un millar de guardias revolucionarios o pasdaran al valle libanés de Bekaa. Éstas se unieron a los hombres de Husein Musawi, un comandante subversivo procedente de las milicias chiíes. En pocos meses, el grupo de Musawi, junto a otros entre los que se encontraba la amorfa Yihad Islámica, llegó a una alianza precaria con una coalición de tendencia filo iraní llamada Hezbolá (El Partido de Dios). Así fue como nació Hezbolá. El encargado de coordinar el apoyo iraní a estos grupos era Husein Sheijoleslam, un licenciado de la Universidad de California en Berkeley que se había distinguido ya por haber coordinado el asalto a la Embajada estadounidense en Teherán, en el que 63 personas, entre diplomáticos estadounidenses y diferente personal, fueron retenidas como rehenes durante 444 días.
El 13 de julio de 2006, el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, había asegurado al presidente sirio que un ataque israelí a Siria sería considerado como un ataque contra todo el mundo islámico, lo que causaría una "reacción feroz" por parte de Irán. Se sospecha que Ahmadineyad participó, cuando era un joven estudiante de ingeniería, en la toma de rehenes en la Embajada estadounidense de Teherán.
Hoy sabemos que la invasión del Líbano en 1982 no fue una reacción inmediata al intento de homicidio de un diplomático israelí o a la ofensiva de la OLP en el norte de Israel, sino que fue planeada con mucha antelación por el primer ministro israelí, Begin. El objetivo era neutralizar la oposición de Siria y de la OLP a los planes de expansión israelíes cuyo objetivo era la anexión de los Altos del Golán, de "Samaria y de Judea", y satisfacer de esta forma el deseo israelí de controlar los derechos hídricos del río Litani. Se trató también de una acción instrumental para favorecer la ascensión de un gobierno cristiano "amigo" en Líbano. En enero de 1982, los israelíes habían empezado ya a estudiar la invasión con el líder cristiano Bashir Gemayel. Las ambiciones de Bashir para su país coincidían con el objetivo israelí: limpiar el Líbano de sirios y de la OLP.
Es fácil imaginar entonces las intenciones actuales que tiene Israel al invadir Líbano y atacar los territorios ocupados. Durante el 35º Congreso Sionista Mundial, el primer ministro israelí, Ehud Olmert, se refirió al eje del mal mencionando a Damasco, Teherán, Al Qaeda, la yihad global y Hezbolá. Está claro que el objetivo de Olmert era relacionar la Guerra contra el Terrorismo de Bush con la estrategia defensiva de Israel. La victoria en la Guerra contra el Terrorismo no se obtiene con la diplomacia y, sobre todo, sin tener en cuenta la seguridad territorial israelí. De forma que es ineludible recurrir a la guerra y destruir el nuevo frente extremista chií, un eje maléfico que se extiende desde Teherán a Gaza.
La invasión de Líbano en 1982 no garantizó la seguridad de Israel. Al contrario, no hizo sino radicalizar el movimiento fedayin y dio origen al nacimiento de Hezbolá, la primera organización armada árabe que llega a utilizar bombas suicidas como armas. Ha destruido el Líbano y ha obligado a su población a asistir a la tragedia de una sanguinaria guerra civil. Ha dado lugar al fenómeno de los rehenes occidentales -periodistas, hombres de negocios, incluso enviados de paz- secuestrados a causa de la proliferación de grupos armados. Ha desencadenado una oleada de atentados terroristas contra los occidentales. Por tanto, en 1982, la opción militar no funcionó y en cambio generó un contraataque, como lo corroboró el hecho de que en el 2006 hayamos asistido a una invasión idéntica.
¿Por qué debería funcionar en este nuevo siglo? ¿Podrá una intervención militar en el Líbano llevar una paz justa y duradera a Oriente Próximo? ¿La destrucción de las infraestructuras socioeconómicas de los territorios ocupados pondrán fin al Gobierno de Hamás y transformará a los palestinos en vecinos amistosos de Israel? ¿Estos métodos de muerte y exterminio son los que nos enseñaron la riquísima tradición de los padres del judaísmo?

Cuando a Hany Abu-Assad, escritor y director de la excelente y multipremiada película palestina “El paraíso ahora”, se le preguntó si tenía esperanzas de paz en la región, respondió que “tenía fe en la voluntad de los buenos judíos, esos que a través de 4000 años se las han arreglado para ser la conciencia del mundo”, y que “por eso Hitler los había querido exterminar, para hacer más fácil el desterrar la ética y la moral del mundo”. Pero también hace decir al personaje principal de su película -que trata sobre la vida cotidiana y la inmolación de un simple muchacho palestino- que “la muerte es mejor que la enfermedad (...), si no se puede vivir como iguales, entonces podemos morir como iguales”...
Quizá este joven realizador palestino esté pensando en lo mejor de la historia de sus “iguales” judíos; en la historia de la conquista de Canaán, la tierra prometida, y la de la propia Jerusalén.

Una historia de ética judía – El nacimiento de las doce tribus de Israel.

Tomado de la cronología que hace el excelente teólogo e investigador bíblico Ariel Álvarez Valdés podemos hacer una interpolación a la ética de los padres del judaísmo tal cual ocurrieron los hechos que tendrían que servir como antecedentes fundacionales y ejemplo a sus herederos actuales.
Según cuenta la Biblia el patriarca Jacob se casó con dos hermanas: Lía y Raquel (Gn 29, 1 7). Y también que Ja­cob amaba más a Raquel.
Por esas desgracias de la vida, la amada Raquel era esté­ril. En cambio, Lía pronto comenzó a darle hijos a Jacob. Primero nació Rubén; luego vinieron Simeón, Leví y Judá. El dolor de la pobre Raquel crecía a medida que aumen­taba la fecundidad de Lía. Un día, en el borde de la desespe­ración, le pidió a su marido que tuviera hijos con su esclava Bilhá, para que ella pudiera adoptarlos como propios. De este modo, nacieron Dan y Neftalí. Al ver la actitud de Raquel, también Lía, que tenia una esclava llamada Zilpá, se la entregó a Jacob para que le die­ra hijos en adopción. Y de la esclava Zilpá nacieron Gad y Aser. Pero mientras tanto, Lía siguió buscando sus propios embarazos con el patriarca, y logró engendrar dos hijos más: Isacar y Zabulón. Cuando ya parecía que Raquel iba a quedar vencida y sin hijos naturales, Dios la curó de su esterilidad y pudo conce­bir al pequeño José (Gn 29,31--30,24). Más tarde, durante un viaje, Raquel quedó por segunda vez embarazada, esta vez de Benjamín. Pero no alcanzó a conocerlo, pues murió en el parto (Gn 35, 16-20).
Así fue como nacieron los l2 hijos de Jacob.
Cierta vez, a causa de una prolongada sequía en Palesti­na, Jacob se fue con sus hijos y se establecieron en Egipto y con el tiempo los descendientes de Jacob se multiplica­ron y formaron doce tribus; una por cada hijo. Pero cuando tomaron concien­cia, los egipcios los habían esclavizado para aprovecharlos como mano de obra barata en sus construcciones. Entonces una noche del año 1250 a.C., bajo las órdenes de un caudillo llamado Moisés, decidieron escapar del país. Cruzaron el Mar Rojo, atravesaron el desierto del Sinaí, y regresaron a Canaán, la Tierra Prometida, de la que sus antepasados ha­bían partido cuatro siglos antes.
Pero la encontraron ocupada por un pueblo numeroso, los cananeos, y no tuvieron más remedio que recuperarla mili­tarmente. El libro de Josué cuenta los detalles de esta con­quista: tres fulgurantes campañas, una en el centro (Cap.7-9), otra en el sur (Cap.10) y otra en el norte (Cap.11) dieron a los israelitas el control de todo el país. Fue una operación re­lámpago. Los cananeos resultaron totalmente exterminados y la tierra repartida entre las doce tribus (Cap. 13-21 ).
Según la Biblia, entonces, las 12 tribus de Israel bajaron a Egipto, las 12 fueron esclavizadas, las 12 lograron escapar en el éxodo, y las 12 regresaron y conquistaron la Tierra Santa.
Pero, ¿fue así históricamente? Varios indicios respon­den más bien que no.
En primer lugar, la misma Biblia afirma en varios lugares que la conquista de Palestina en realidad fue un largo proce­so realizado por tribus individuales, y nunca logrado­ totalmente, (Jos 13,2-6; 15,63; 23,7-13; Jue 1,9-15; 2,20-23). En segundo lugar, la arqueología no ha encontrado hasta ahora ningún indicio cierto que permita atribuir a los israelitas del siglo XIII aC, fecha en la que llegaron, la destrucción de ciudad alguna. AI contrario, las excavaciones más bien han demos­trado que se establecieron pacíficamente, y en zonas donde no había cananeos.
Por eso, los arqueólogos y biblistas han propuesto una nueva hipótesis para explicar la epopeya de la conquista de la Tierra Prometida.
El primer punto a aclarar, es que no hubo un solo viaje de los arameos a Egipto (como dice Gn 46) sino varios. Desde la época de Abraham, hacia el 1800 a.C., era frecuente este ir y venir entre Palestina y Egipto. El mismo Abraham había estado allí con su esposa Sara (Gn 12, 10-20). Y sus descen­dientes siguieron ese ejemplo y visitaron también ellos mu­chas veces Egipto.
La llegada de estos grupos fue un fenómeno que duró va­rios siglos, y obedeció a distintas causas. Algunos vinieron como comerciantes. Otros se infiltraron en busca de pastos para su ganado. Y otros muchos llegaron como prisioneros de gue­rra. Estos extranjeros, llegados en oleadas sucesivas a Egipto como prisioneros, comerciantes o nómades, no se instalaron en las grandes ciudades sino en la región del delta del Nilo, llamada Goshén. Y no constituían aún ni tribus, ni clanes organizados. Cuando Génesis 46,28 dice, pues, que arribó Jacob y sus hijos a la tierra de Goshén, en realidad alude a los miles y miles de arameos anónimos que bajaron a Egipto por diversos motivos y en diferentes épocas.
Lo segundo que debemos aclarar, es que en realidad no hubo un solo éxodo, como dice la Biblia, sino dos.
El primero ocurrió alrededor del año 1580 a.C., cuando de Egipto fue expulsado un pueblo semita, Ilamados los Hiksos, que gobernó el país durante siglo y medio. Junto a ellos, fueron también expulsados unos clanes arameos, que más tarde formarían las tribus de Rubén, Simeón, Leví y Judá. Por eso a este éxodo los biblistas lo denominan «éxodo-ex­pulsión».
El libro del Éxodo conserva recuerdos de este «éxodo­-expulsión» en varios pasajes: Dijo Dios a Moisés: el Faraón los expulsará de su territorio (6,1). Dijo Dios a Moisés: el Faraón no sólo los dejará salir, sino que él mismo los echará de aquí (11,1). El Faraón llamó a Moisés de noche y le dijo: "levántense y salgan de mi pueblo ustedes y los israelitas (12,31). Los egipcios apuraron a los israelitas para que se fueran pronto de su país (12,33). Como no habían tenido tiempo de preparar comida, pues los egipcios los habían echado de su país, hicieron torta sin levadura con masa sin fermentar (12,39).
Estos clanes arameos expulsados decidieron regresar a Palestina, de donde procedían sus ancestros; y luego de de­rrotar a las poblaciones locales del sur, tres de ellas se insta­laron allí, mientras la tribu de Rubén se ubicaba al este del río Jordán (Jul 1,1-19).
Pero no todos los arameos fueron expulsados de Egipto. Muchos se quedaron en el país, y estos fueron esclavizados por los egipcios y sometidos a trabajos forzados. Entonces tres siglos más tarde, por el año 1250 a.C., se produjo un segundo éxodo. Guiados por Moisés, estas bandas semitas lograron con gran esfuerzo escapar de Egipto.
Este éxodo es Ilamado por los estudiosos «éxodo-huida», y también a él alude la Biblia: Dijo Dios a Moisés: "presén­tate al Faraón y dile que deje salir a mi pueblo" (Éx 7,26; 8,16; 9,1 ). Pero el corazón del Faraón se endureció y no dejó salir al pueblo (8,28; 9,7.12.35). Cuando le avisaron al rey de Egipto que el pueblo había escapado, el corazón del Fa­raón se trastornó (14,5).
Los que lograron huir no eran sino unos pobres desvali­dos, una masa de ex esclavos fugitivos en busca de libertad. No se trata, como a veces creemos, de tribus establecidas, ni mucho menos de un ejército organizado. La Biblia las Ilama una turba inmensa de gente de toda clase (Ex 12,38), es decir, una caravana de gente anónima, mezcla de antiguos clanes y grupos, que errantes seguían los pasos de su con­ductor Moisés.
Esta horda desorganizada fue la que llegó hasta el monte Sinaí, pactó allí una alianza con Yahvé que los había libera­do, y prometió adorarlo para siempre. Luego, rodeando el Mar Muerto, llegó a Palestina, de donde habían salido sus antepasados muchos siglos atrás.
A diferencia de las cuatro tribus de Rubén, Simeón, Leví y Judá, que trescientos años antes se habían ubicado en el sur del país, estos fugitivos ingresaron por el este, guiados ahora por Josué, pues Moisés había muerto en el camino, y se instalaron en la Palestina central.
La ocupación del territorio, sólo en parte fue realizada mediante acciones militares (que no pasaron de medianas escaramuzas), ya que en las zonas despobladas hubo una sim­ple infiltración pacífica, mientras que en otros casos se Ile­gó a acuerdos con las poblaciones locales. Por eso resulta más apropiado hablar de una «conquista» pacífica que militar.
Los recién llegados no tenían nombre propio alguno. Pero una parte de aquella tropa errante decidió establecerse en la zona central, es decir, en las montañas de Efraím. Y poco a poco el nombre de las montañas pasó a designar a estos co­lonos. Así, nació la tribu de Efraím.
Otro grupo se instaló al sur de las montañas centrales, y tomó el nombre de Benjamín (que significa en hebreo “los que proceden del sur”).
Años más tarde, un clan de Efraím emigró al norte de la región central para ponerse a salvo de sus enemigos filisteos, y con el tiempo formaron una nueva tribu llamada Manasés, quizá por el nombre de algún jefe o antepasado ilustre.
Así, las tres únicas tribus que salieron de Egipto con Moisés, hicieron alianza en el Sinaí con Yahvé, y entraron al país con Josué, son las de Efraím, Benjamín y Manasés, ins­taladas en el centro de Palestina.
Cuando vio Josué que la hora de su muerte se acercaba, convocó a las tres tribus a una asamblea en la ciudad de Siquem (Jos 24). E invitó también a participar de la reunión a otras tres vecinas, que desde hacía siglos vivían instaladas en el norte de Palestina. Eran las de Zabulón, Isacar y Neftali.
Estas tribus no habían podido moverse nunca del norte, porque una cadena de fortalezas cananeas les habían cerra­do siempre el paso hacia la región central. No habían estado en Egipto, ni habían participado del éxodo, ni de la alianza del Sinaí, como las tres tribus del grupo de Josué. Zabulón e Isacar eran tribus arameas. La de Neftalí no. Y en aquella memorable asamblea, Josué habló con entu­siasmo de Yahvé, un Dios al que las tribus recién invitadas no conocían. Les contó las maravillas realizadas por él en Egipto, el milagroso cruce del Mar Rojo y los prodigios rea­lizados a lo largo del camino. Finalmente, propuso a los de­legados que se convirtieran en fieles adoradores de Yahvé.
La respuesta no se hizo esperar. Unánimemente todos gri­taron: Serviremos a Yahvé nuestro Dios y le obedeceremos (Jos 24,24). Josué, entonces, pactó allí mismo una alianza entre Yahvé y las nuevas tribus adeptas, mientras las anti­guas renovaban el compromiso contraído en el Sinaí. Desde ese día el yahvismo se propagó del centro al norte del país. Y animadas por el belicoso fervor de neófitos, las tribus del norte declararon la guerra, en nombre de Yahvé, a sus veci­nos cananeos de la región norteña, y consiguieron conquis­tar ese territorio (Jos 11).
Entretanto, las poblaciones locales comenzaron a ver con temor a esta nueva liga, que ahora estaba constituida por seis tribus: Efraím, Benjamín, Manasés, Zabulón, Isacar y Neftalí, y decidieron enfrentarla. Y así, en el año 1125 a.C., los cananeos combatieron contra la liga tribal en la batalla de Taanak. Pero el triunfo israelita fue total (Jue 4-5).
Esta batalla tuvo importantes consecuencias. Por una parte las seis tribus, al luchar por primera vez unidas, tomaron conciencia de que formaban un verdadero pueblo. Y por otra, la victoria terminó de convencer a otras cuatro tribus veci­nas a unirse a la confederación. Tres de ellas (las de Dan, Gad y Aser) no eran de sangre aramea. Vivían aisladas en la región norte y en el este del país desde hacía siglos, y tam­poco habían conocido las experiencias del éxodo y el Sinaí. La cuarta (la de Rubén) sí era aramea, y había salido de Egipto en el primer éxodo, como ya vimos. Por eso tampoco había vivido la experiencia de Moisés.
La confederación pasó así a contar con diez tribus, en el centro y norte de Palestina. Con el sur aún no había comunicación. Y allí habitaban las tribus de Simeón, Levi y Judá, salidas en el «éxodo-expulsión» y ajenas por completo a los acontecimientos sucedidos hasta ahora.
Alrededor del año 1030 a.C., las 10 tribus decidieron por primera vez poner un rey al frente de la liga. Y la elección recayó sobre Saúl, un joven carismático perteneciente a la tribu de Benjamín. El nuevo monarca realizó numerosas hazañas a lo largo de su reinado. Pero la más importante fue su triunfo en la batalla de Mikmás sobre los filisteos, tradicionales enemi­gos de los israelitas (1 Sam 14), ya que a partir de entonces se abrió, por primera vez, una brecha de comunicación entre el centro y el sur de Palestina.
Cuando el rey Saúl murió en el año 1012 a.C., la liga tri­bal atravesó por una gran turbulencia interna.
Mientras tanto, en las tres tribus del sur, hermanas de san­gre de las otras diez, pues eran arameas, pero que no habían conocido ni el éxodo ni la «conquista» de Josué, comenzó a reinar un hombre de la tribu de Judá, Ilamado David.
Hasta que en el año 1005 a.C., ante la convulsión política que vivía la confederación, los ancianos de la liga pidieron al rey David que aceptara gobernarlas también a ellas (2 Sam 5, 1-3). A partir de entonces David reinó sobre todas las tri­bus, las cuales se consideraron doce (aunque eran más), pues el 12 era un número simbólico que en la mentalidad hebrea significaba «los elegidos por Dios».
Durante el largo gobierno de David, comenzó a desarro­Ilarse la idea de la unidad nacional. Se empezó a hablar de «las 12 tribus», de «todo Israel». Entonces los escritores del palacio tomaron las diversas historias individuales de las tri­bus y las unificaron en una sola, atribuyendo a una acción común lo que ellas habían hecho por separado. Así, pudieron vincular a todos los súbditos del reino en una sola familia. Luego, a un ilustre antepasado de las tribus centrales, lla­mado Israel (o Jacob) le atribuyeron la paternidad de todas ellas, y nació así la historia de los l2 hijos de Jacob.
Pero esta historia, bajo la apariencia de recuerdos fami­liares y genealogías, describía las diferentes historias y ra­zas que había entre ellas. Así, Rubén, Simeón, Levi y Judá, por ser las primeras en llegar a Palestina en el primer éxodo, aparecen como los cuatro hijos mayores. Y al tratarse de tri­bus arameas, figuran como descendientes de Lía, la primera esposa de Jacob.
Isacar y Zabulón, también tribus arameas, pero que nunca bajaron a Egipto ni participaron de ninguno de los dos éxodos sino que se unieron más tarde, aparecen también como hijos de Lía, pero hermanos menores.
En cambio Dan, Neftalí, Gad y Aser, por no ser tribus arameas, ni haber participado de ningún éxodo, quedaron como hijos de la esclava Bilhá las dos primeras, y de la es­clava Zilpá las dos últimas.
Finalmente Efraím, Manasés y Benjamin, por ser las tri­bus arameas del segundo éxodo, aparecen como descendien­tes de la segunda esposa de Jacob, Raquel.
Pero el autor bíblico no ocultó su preferencia por los descendientes de Raquel, ya que fueron las únicas tribus que vivieron el éxodo con Moisés, la alianza con Yahvé en el Sinaí, y la entrada al país con Josué, y entonces escribió: Lía tenía ojos apagados, en cambio Raquel era bella y de buena presencia. Y Jacob estaba enamorado de Raquel.
Las 12 tribus de Israel supieron, cada una, renunciar a su historia pasada, a su exclusivismo, e integrarse como si fue­ran verdaderos hermanos, a un tronco familiar más grande: el de los hijos de Jacob. A pesar de sus particularidades e individualidades, se sintieron hermanas y llamadas a un bien común: la lucha por un reino en Palestina, el reino de Dios.
Decanta la enseñanza para aquellos que luchan por el nuevo reino de Cristo en la tierra quienes de­ben, de igual modo, dejar de lado el orgullo de sus indivi­dualidades y sumarse a la tarea de hacer entre to­dos, como hermanos, un mundo nuevo.

Otra historia de ética judía: la conquista la ciudad de Jerusalén

La conquista de Jerusalén fue uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de Israel. Ningún otro hecho posterior influirá tanto en la vida y en el pensamiento de los israelitas, como la toma de esta ciudad por parte del rey David. Sin embargo, a pesar de la importancia excepcio­nal que tuvo aquel suceso, la Biblia apenas le dedica 3 versículos para contarlo (2º Sam 5, 6-8). Los cuales, para peor, están redactados de una manera tan oscura y sibilina, que prácticamente resulta imposible entender qué sucedió ese día, ni cómo fue la conquista.
El texto dice así: “El rey con sus hombres marchó hacia Jerusalén para atacar a los yebuseos que vivían en esa re­gión. Se le dijo a David: `No entrarás aquí, porque te echa­rán los ciegos y los rengos´. Querían decir: `No entrará Da­vid aquí´. Pero David conquistó la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Dijo David ese día: `Todo el que quiera atacar a los yebuseos que tome el sinnor. Y a los ciegos y rengos, David los aborrece con toda el alma´. Por eso se dice: `Ni los ciegos ni los rengos pueden entrar en el Templo´”.
¿Qué significa este párrafo? ¿Cómo fue realmente la con­quista de Jerusalén'? ¿Por qué la Biblia lo cuenta en tan po­cas líneas, cuando otros hechos menos importantes (como por ejemplo la conquista de Jericó) aparecen descritos mu­cho más ampliamente? ¿Hay algo que el relator quiso ocul­tar? ¿O tal vez no se trató de un acontecimiento demasiado glorioso?

La ciudad de Jerusalén fue fundada alrededor del año 4000 a.C., por un grupo de pobladores de origen desconocido. Se alzaba sobre una pequeña colina de 100 metros de altura, llamada Ofel, en el país de Canaán. En aquel tiempos Jeru­salén no era aún una verdadera ciudad, sino apenas un case­río compuesto por un conjunto de grutas excavadas en las rocas, que servían de viviendas a sus primitivos habitantes.
Pero hacia el año 3000 a.C. llegó a Canaán un pueblo procedente de Siria, que le cambiará la vida y la historia a la ciudad: eran los yebuseos. Estos inmigrantes, no bien llega­ron, descubrieron las ventajas de la estratégica colina. Por una parte contaba con una fuente de agua vecina, lo cual resultaba indispensable para la supervivencia en aquella ca­lurosa región. Por otra, la colina se hallaba rodeada de pro­fundos valles (al este corría el Cedrón, al oeste el Tyropeón, al sur estaba aislada por la confluencia de ambos valles, y al norte por una hondonada del terreno), lo cual le ofrecía una excelente protección en caso de un ataque militar enemigo. Por estas razones, los yebuseos decidieron conquistar el lu­gar e instalarse allí.
La ciudad pasó a llamarse Uruslaalim, que signitica "fundación de Shalim", porque Shalem era un dios yebuseo.
Con el paso del tiempo los yebuseos se dieron cuenta de que era necesario proteger su capital con un muro de defensa, a fin de hacerla más segura frente a las constantes incursiones de los pueblos vecinos. Y así, en el año 1800 a.C. edificaron una fuerte muralla alrededor del poblado, la cual se convirtió en la primera fortificación que tuvo Jerusalén en su historia y la que la transformó en una verdadera ciudad.

Siglos más tarde se produjo la llegada de las tribus israelitas a Canaán. Y con ellas el panorama cambió. Poco a poco fueron penetrando en el país y tomando posesión de las tierras, unas en la zona norte (en las regiones que más tarde se llamarán Galilea y Samaria), y otras en el sur (la Judea). Así comenzó lentamente lo que se conoce como la "conquista de la Tierra Prometida": atacaron y se apoderaron de las ciudades enemi­gas, los pueblos, las aldeas, los campos, las montañas. Y cuan­do no podían derrotar a alguna ciudad demasiado poderosa, entonces hacían un pacto con ella, se instalaban a su lado y se quedaban a vivir en el mismo territorio.
Pero los israelitas nunca llegaron a dominar todo el terri­torio de Canaán, ya que doscientos años después de su llega­da aún quedaban numerosas ciudades sin conquistar, espe­cialmente en la zona de la costa y la llanura.

En al año 1020 a.C. ocurrió un hecho de trascendental importancia: las tribus de Israel decidieron por primera vez tener un rey para que las gobernara, cansadas de ser dirigidas por caudillos esporádicos, que surgían en momen­tos de peligro para defenderlas, pero que desaparecían en cuanto estos cesaban. Querían, a semejanza de los otros pue­blos vecinos, tener estabilidad política y una conducción fuerte que les permitiera enfrentar a sus enemigos con ma­yor probabilidad de éxito.
El elegido fue un miembro de la tribu de Benjamín, lla­mado Saúl, que se convirtió así en el primer rey de Israel.
Si bien Saúl consiguió durante su reinado varios éxitos militares, sin embargo su vida tuvo un trágico final, pues en el año 1008 a.C. fue vencido en una sangrienta batalla por sus tradicionales enemigos, los filisteos, en las montañas de Gelboé. Al verse herido y derrotado, Saúl se suicidó. Y para peor, en esa misma batalla murieron también tres de los hi­jos de Saúl, con lo cual todas las esperanzas puestas en la familia real se derrumbaron.
Pero las tribus israelitas no se desanimaron, y eligieron a un joven llamado David, procedente de las tribus del sur, para que reemplazara en el trono al fallecido monarca. Da­vid, que por entonces era ya un experto militar, aceptó gus­toso la propuesta, y pasó a ser el segundo rey que tuvo Isr­ael. Instaló su nueva capital en la ciudad de Hebrón, y desde allí gobernó el país, ganándose el respeto y la estima de to­dos sus súbditos por su sabiduría y prudencia.
David llevaba ya más de 7 años como rey, cuando advir­tió un serio problema interno en el país. La ciudad desde donde él mandaba, Hebrón, se hallaba en pleno territorio sureño. Y esto suscitaba la desconfianza y los recelos de las tribus del norte, que no veían con buenos ojos a un rey, pro­cedente del sur y que además los gobernara desde el sur. Era necesario encontrar una capital más al norte, que pudiera ser vista como neutral por todas las tribus israelitas.
Entonces David dirigió sus ojos hacia Jerusalén.
Corría el año 1000 a.C., y Jerusalén seguía siendo habita­da por los yebuseos. A pesar de los varios intentos que habían hecho las tribus israelitas por cap­turarla (Jc 1, 8), nunca habían logrado vencer sus murallas ni doblegar su poderío (Jc l, 21 ). Por eso habían aprendido a respetarla y a convivir pacíficamente como buenos vecinos. Más aún: habían hecho con ellos un pacto de no agresión, jurán­dose mutuamente respetar sus distritos, sin invadirse ni ata­carse.
Al abrigo de este acuerdo, Jerusalén había crecido. Ahora ocupaba la extensión de unas 5 manzanas sobre la colina de Ofel, y su población alcanzaba ya los 2.000 habitantes, los cuales habían llegado a construir una fortaleza, para prote­ger mejor la ciudad en caso de ataque, a la que llamaron Sión (2º Sam 5, 7).

David se dio cuenta de que Jerusalén era la ciudad que necesitaba. Se encontraba estratégicamente ubicada, tenía poderosas murallas, estaba justo a mitad de camino entre el norte y el sur. Y, lo más importante, se trataba de una ciudad perfectamente neutral, ya que nunca había pertenecido a ninguna tribu hebrea.
El rey, entonces, tomó la drástica decisión de marchar contra ella y capturarla. El ataque, dice la Biblia, lo realizó David "con sus hombres", es decir, con el pequeño ejército personal que él tenía, y no con el ejército regular formado por las tribus israelitas. De este modo, el triunfo se debería sólo a David, y no a las tribus hebreas.
Cuando los yebuseos se enteraron de que David estaba preparando un ataque, quedaron pasmados. ¿No habían acor­dado, acaso, un pacto de no agresión, mediante una alianza? ¿Cómo era posible que ahora el rey de Israel tramara una batalla contra ellos?
Los yebuseos, entonces, prepararon todo para el comba­te, de manera tal que cuando llegó David con sus hombres a poner sitio a la ciudad, la encontraron pertrechada tras sus murallas. Antes de comenzar la refriega, los yebuseos le re­cordaron a David el convenio que tenían ambos pueblos. Este parece ser el sentido de la enigmática expresión que trae el relato: "No entrarás aquí, porque te echarán los ciegos y los rengos". En efecto, actualmente los arqueólogos han descu­bierto que en muchos tratados y pactos antiguos solía recurrirse a la magia, maldiciones y maleficios, como una manera de obligar a cumplirlos y de amenazar a quien los rompiera. Y eso fue lo que, según el texto bíblico, hicieron los yebuseos con David y sus hombres: les recordaron que en caso de atacar la ciudad, serían como ciegos y rengos, es decir, caerían bajo el hechizo de la maldición que ambos habían pronunciado. Por eso el relato aclara: "Lo que que­rían decir era: No debe entrar David aquí".

Sin embargo David estaba resuelto a tomar la ciudad. La pregunta era: ¿cómo lo haría? Porque más allá de la maldi­ción que la protegía, Jerusalén contaba con unas inexpugnables murallas defensivas.
Pero David tenía un plan secreto: atacar el sinnor.
David sabía que la mag­nífica Jerusalén tenía un punto débil: su provisión de agua.
En efecto, la fuente que abastecía a la ciudad se hallaba afuera de las murallas, al pie de la pendiente oriental de la colina. El agua brotaba, a intervalos regulares, dentro de una gruta que, con forma de pileta, servía como depósito natural del líquido. Y una vez que se llenaba esa gruta, el agua sobrante rebasaba y fluía por la pendiente de la colina, hasta perderse en el fondo del valle.
Ahora bien, en época de paz las muchachas de la ciudad salían cada mañana con sus cántaros al hombro, y bajaban hasta la gruta a buscar el agua que necesitaban para ese día. Pero ¿qué hacían en tiempos de guerra, cuando las murallas se cerraban y nadie podía salir de la ciudad?
Para solucionar el problema los yebuseos habían ideado un ingenioso sistema hidráulico. Desde el interior de las murallas excavaron un túnel vertical, a través de la roca de la montaña, hasta alcanzar el nivel de la fuente de agua. Desde allí excavaron otro túnel horizontal, hasta desembocar en la gruta donde brotaba el agua. De ese modo, en caso de un ataque enemigo, los yebuseos no tenían más que bloquear herméticamente la entrada exterior a la gruta, y entonces el agua en vez de fluir hacia afuera fluía hacia el túnel horizon­tal que habían hecho, hasta llenarlo; y una vez allí, con cuer­das y baldes se la podía hacer subir por el túnel vertical, sin necesidad de salir de la ciudad.

La estrategia ideada por David para tomar Jerusalén fue desbloquear el sinnor, o sea, la puerta de entrada de la gruta del agua que había sido clausurada y camuflada por los yebuseos. Así, el agua en vez pasar hacia el túnel interior se volcó hacia afuera, hacia el valle, y todo el sistema hidráulico construido por los yebuseos quedó in­utilizado. Sin su líquido vital, los sitiados no tuvieron más remedio que rendirse y entregar la ciudad.
Si bien es muy poco probable que hayan permitido a los extranjeros curiosear por el interior de la ciudad, y menos aún en los túneles secretos, o en los lugares estratégicos, de los que dependía la seguridad militar de la ciudad, la verdad es que los yebuseos tampoco podían es­conder demasiado celosamente aquella fuente de agua, que en tiempos normales de paz se derramaba abundantemente hacia el valle del Cedrón, ante la vista de todo el mundo. En definitiva, la confidencial puerta de la fuente de agua resul­tó ser un "secreto a voces" para cuantos pasaban por las afue­ras de la ciudad, sean extranjeros o habitantes de Jerusalén. El líquido sobrante que, luego de llenar la gruta, salía hacia el exterior y corría a través del valle, era el talón de Aquiles de la ciudad, que la ponía en serio peligro en caso de un ataque enemigo. Y más todavía si el enemigo había vivido por muchísimos años a pocos pasos de Jerusalén.

El rey David conquistó la ciudad de Jerusalén sin arrojar una sola flecha, sin un solo muerto, sin heridos y sin librar com­bate alguno. Presionándolos con el agua, simplemente obligó a los yebuseos a firmar un nuevo pacto, mediante el cual le per­mitía a él instalar allí su capital, su palacio y su lugar de culto. Pero sin exigir a sus habitantes que abandonaran la ciudad. Les permitió seguir viviendo junto a él y a sus hombres, en la ciu­dad que durante siglos había sido su capital.
Por eso tampoco el relato menciona a ningún rey enemi­go vencido ni depuesto por David luego de la toma de la ciudad, como es habitual en los relatos de conquista militar.
La conquista de Jerusalén, pues, aconteció sin penas ni gloria, desde el punto de vista castrense. Fue un episodio insignificante en los anales militares de Israel. Por eso el autor del Libro de Samuel lo menciona poco menos que de pasada, como quien tiene poco que con­tar y menos que festejar.
Pero algunos años más tarde, cuando Jerusalén se convir­tió en la ciudad más sagrada de Israel, y cuando David se convirtió en el rey más grande de su historia, entonces otro autor volvió a escribir la historia de David y de sus proezas. El relato está en el libro de las Crónicas. Y cuando llegó a la conquista de Jerusalén (lº Crón 1, 4-6), no la contó como el libro de Samuel, sino de la siguiente manera: "Marchó David con todo Israel contra Jerusalén, o sea, Yebús. Los habitantes del país eran yebuseos. Y decían los habitantes de Yebús a David: `No entrarás aquí'. Conquistó David la fortaleza de Sión, que es la Ciudad de David. Y dijo David: `El que primero ataque a los yebuseos será jefe y capitán'. El primero en atacar fue Joab, hijo de Sarvia, y se convirtió en jefe".
El libro de Samuel contiene el relato original de la intras­cendente conquista de Jerusalén. Crónicas, en cambio, ins­pirado asimismo por Dios, añadió ciertos cambios y amplia­ciones, y lo convirtió en una verdadera hazaña nacional. Y así recuperó, para la Biblia y para sus lectores, el verdadero sentido de aquel episodio: el haber sido una gloriosa empre­sa de Israel, pues Dios había destinado a Jerusalén para que fuera la ciudad central de sus bendiciones: la que vio morir y resucitar a Jesucristo, el teatro de la redención del mundo, la ciudad de paz, que aún espera irradiar a toda la humani­dad los efectos de la salvación, lejos de los mezquinos intereses y odios de estos actuales herederos y que la hacen sangrar.

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